La otredad educativa como posibilidad de una antropología liberadora

Por: Juan Pablo Espinosa Arce

“La intersubjetividad es condición

para que el ser humano llegue a ser sujeto”

[Franz Hinkelammert]

Dentro del proceso educativo, una de las claves fundamentales para la consecución de sus objetivos es el logro de la intersubjetividad como condición y espacio de humanización. Por lo tanto, una antropología educativa que quiera ser liberadora debe asumir, como condición de posibilidad, la otredad. Reconocer que estamos imbricados en una red, que somos interdependientes con otros seres humanos, con el espacio creado, con lo religioso o con Dios y con nosotros mismos, es una exigencia dentro del mismo proceso humanizador que posee la dinámica educativa. Esa es nuestra tesis.

A esta tesis llegamos a partir de una crítica de los postulados de la modernidad y de su consecuente posmodernidad, transmodernidad, modernidad líquida, era del vacío, sociedad del cansancio. Son muchos los nombres para calificar un tiempo en el que la otredad ha sido combatida por una racionalidad del consumo, del cálculo, de la producción-efectividad, de lo analítico-matemático. Desde Nietzsche con la muerte de Dios o la muerte de las coordenadas originarias del relato religioso, pasando por Foucault con la muerte del hombre en cuanto sujeto, pasamos también por la muerte de la historia (Manuel Cruz, filósofo español) y también por la muerte ecológica o del ecosistema. Manuel Cruz – parafraseando al filósofo Gilles Lipovetsky – sostiene que este segundo autor llama a esta época como el “imperio de lo efímero, y cuyo principal rasgo era la perfecta vaciedad, la compleja ausencia de fundamento para ideas y actitudes. Cualesquiera dimensiones de la sociedad eran interpretadas bajo la misma (volátil) clave: la moda, con su permenante transformación y su perfecta ausencia de justificación” (M. Cruz, Adiós historia, adiós, 59).

Lo efímero o lo líquido – bajo el modelo de Bauman – asume y propugna una antropología inestable, tanto a nivel emocional, social, cultural, político. Es la antropología de la desconfianza y de la inseguridad, del establecimiento de espacios culturales que sólo pueden ser asumidos por determinados grupos sociales. Franz Hinkelammert (2000) propone – como imagen de esta antropología – al “individuo calculador” el cual “calcula sus intereses materiales en función de su consumo y de la acumulación de posibilidades del aumento de sus ingresos”. La antropología del acumulador, del consumidor, termina siendo una racionalidad de la depredación, tanto del medio ambiente como de la dignidad de los demás seres humanos. Aparece, con ello, la lógica del te integro a mi campo visual en cuanto puedo obtener de ti un provecho. Cuando ya no me das provecho te desecho y viene otro. Esta es la llamada “cultura del descarte” que constantemente ha denunciado el Papa Francisco. Una antropología del descarte termina alienando al ser humano en dinámicas de poder, de autoridad, de un falso comunitarismo, de una clara ausencia de otredad.

¿Qué hacer? ¿Qué racionalidad educativa proponer para pensar y favorecer una antropología liberadora que sea vaso comunicante con la otredad educativa? En primer lugar, hemos de comprendernos como sujetos que vivimos en circunstancias, contextos, espacios y tiempos determinados. En estas condiciones el ser humano está radicalmente abierto al sentido de la vida. Se-nos preguntamos por él, lo buscamos y anhelamos. Esta condición espiritual de la búsqueda, o de pensar la educación como búsqueda del sentido, es el primer momento de la antropología liberadora.

Si por antropología entendemos el estudio – filosófico, cultural, social, educativo – por el sentido del hombre, hemos de aprender a reconocer como el sentido está en la base de la misma vida. Ahora bien, uno de los aspectos llamativos de esa búsqueda – educativa – del sentido, es que siempre quedará incompleta. Podríamos aventurar que podemos decir más cosas de lo que no es el sentido a afirmar completamente a qué hacemos referencia con su mención. Por ello es que reconocemos la constante actitud de búsqueda, de pregunta, de aporía en el ser humano. Ortega y Gasset en su “Carta a un joven argentino que estudia filosofía” (1998) sostiene: “pegunta usted algunas cosas, es decir, admite usted la posibilidad que las ignora. Ese poro de ignorancia que deja usted abierto es el área pulimentada de su espíritu, le salvará. Por él se infiltrará un superior conocimiento. Créame: no hay nada más fecundo que la ignorancia consciente de sí misma”.

De lo último podemos desprender que la antropología educativa que asume la otredad como clave y espacio de liberación-humanidad es aquella que conscientemente asume la vulnerabilidad del no saber. Esto, a su vez, aparece como una invitación a reconocer que el verdadero conocimiento se hace explícito en la búsqueda comunitaria del sentido. Pareciera ser que aprendemos más y mejor cuando entre todos creamos una comunidad de indagación. De esta manera, los que entramos en el juego de la enseñanza y del aprendizaje hemos de pasar por un proceso de despojo de ideas previas para dar espacio a las experiencias de los otros.

El otro con el que comparto las búsquedas comunes también me enseña, y yo debo dejarme enseñar por él. Por ahí pasa también la liberación de precomprensiones o falsas comprensiones de lo que es la historia, el hombre, lo religioso, el medioambiente. Únicamente en el diálogo comunitario podemos entrever nuevas formas de humanidad. Propongamos un ejemplo de la literatura. El escritor peruano José María Argüedas en su obra Los ríos profundos (1972) narra el diálogo entre un padre y su hijo de nombre Ernesto. Ambos personajes, y de pie ante un gran muro incaico de Cuzco, entablan una conversación muy particular:

[Comienza a hablar el niño Ernesto] Papá – le dije -. Cada piedra habla. Esperemos un instante. No oiremos nada [responde el papá]. No es que hablan. Estás confundido. Se trasladan a tu mente y desde allí te inquietan. [Continúa el niño] Cada piedra es diferente. No están cortadas. Se están movimiento. [El papá responde] dan la impresión de moverse porque son desiguales, más que las piedras de los campos. Es que los incas convertían en barro la piedra. Te lo dije muchas veces. [Sigue Ernesto con sus preguntas, buscando el sentido] ¿Cantan de noche las piedras? Es posible [responde su padre]. ¡Mira, papá! Están brillando [replica Ernesto, para que el papá responde por última vez]: Si, hijo. Tú ves, como niño, algunas cosas que los mayores no vemos. La armonía de Dios existe en la tierra.

Es interesante el conflicto de antropologías, de visiones de mundo, de preguntas y respuestas que se expresan en este diálogo del escritor peruano. Ernesto representa la infancia que busca, que quiere conocer, que pregunta y juega. En la infancia, dice el filósofo español García Morente, está la mejor expresión de lo que es el verdadero filósofo. Ernesto representa el despunte de la vida, ese principio de ignorancia del que habla Ortega y Gasset. Es un pensamiento mágico y novedoso. En cambio, su papá representa al mundo adulto terminado, que no tiene nada más que aprender. Es el pensamiento lógico, extremadamente racionalista, analítico-matemático, que no espacio al aprendizaje que el niño Ernesto puede enseñar. Para el padre las piedras están ahí por una lógica del siempre ha sido así. Es la lógica de la naturalización. Es más, el padre reclama a su hijo que el conocimiento ya se lo ha enseñado muchas veces. Para Ernesto las piedras, el muro incaico, el mundo, la cultura, baila, danza, se mueve, tiene formas diferentes, tiene lugar el juego y lo mágico. Y es tanta su insistencia que pareciera que el padre hace un proceso de conversión o de ampliación de conciencia y concluye con una frase estéticamente bella: Si, hijo. Tú ves, como niño, algunas cosas que los mayores no vemos. La armonía de Dios existe en la tierra.

Esa es la lógica de la otredad que se permite la cita con la antropología liberadora. Es el nacimiento de una nueva forma de comprender la realidad, ya no desde la naturalización o de la castración de la curiosidad, sino que desde la apertura a lo nuevo. Esta es la búsqueda del sentido: sentarnos en los bordes de la historia y escuchar el relato de los niños, de los pequeños, de los otros. Únicamente entrando en una disposición de escucha, de aprendizaje, de reconocimiento de otras formas de enseñanza, podremos lograr una educación de la otredad en clave de liberación y humanidad.

Y porque la antropología liberadora y humanizante escucha puede dar respuestas a las preguntas de los pueblos. Es la apertura a lo simbólico, a lo corporal, a lo ritual, lo religioso, lo ecológico, en definitiva, lo humano. Es crear estructuras de apoyo y de buena vida como afirma la teórica del género Judith Butler. En palabras de Corrado Pastore (1981), es la invitación a crear “un nuevo humanismo que viene a ser la búsqueda comunitaria de un nuevo modo integral de vida desde cada situación concreta, en nuestro caso la situación latinoamericana”.  Volvemos a la lógica de lo comunitario, de la educación para la otredad, para el reconocimiento del rostro del otro, de entendernos como corresponsables del buen vivir de los demás. Finalmente la buena vida es política, es social, económica, ecológica, pedagógica, religiosa y ecológica. Tiene que ver con el cuerpo y con el espíritu, con la razón y los sentimientos.

Sólo desde esta ampliación de conciencia – como lo que experimentó el papá de Ernesto – podremos continuar asimilando nuestros ríos profundos. Sólo desde la lógica de la integración podremos afirmar con Hinkelammert (2000) que “la intersubjetividad es condición para que el ser humano llegue a ser sujeto”. En palabras de Demetrio Velasco (2003), “debemos comenzar a sentirnos solidarios de una historia común que nos hace cada vez más interdependientes. Solidaridad que no lo será adecuadamente si no es, a la vez, compasión, reconocimiento y solidaridad con todos y cada uno de los seres humanos concretos, a quienes consideramos iguales, merecedores de justicia social y sujetos de derechos”.

La invitación es a crear una educación compasiva, del reconocimiento, de la libertad, de la búsqueda comunitaria del sentido, desde diferentes formas y lógicas. Una antropología auténticamente liberadora es capaz de experimentar la apertura a lo nuevo, de liberar el diálogo de los sujetos, de superar el cautiverio de lo líquido y, reconociéndose vulnerable, emprender el nuevo camino en esta hora de la historia, en nuestro caso, latinoamericana.

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Juan Pablo Espinosa Arce

Chileno. Es Licenciado en Educación y Profesor de Religión y Filosofía por la Universidad Católica del Maule (Chile). Magíster (Licenciado Canónico) en Teología Fundamental por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Académico Instructor Adjunto en la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Chile y en la Universidad Alberto Hurtado de Santiago de Chile. Imparte cursos de Antropología Teológica Fundamental, de Teología Eucarística, Diálogo Interreligioso y Ética. Formador permanente de comunidades cristianas de base. Autor de varios artículos sobre sus temas de investigación.