¿Qué piensa la izquierda?

¿Qué piensa la izquierda?

Una pregunta de urgente respuesta

Por: Jordi Soler Aloma

La pregunta que encabeza este texto es pertinente, ya que hace mucho tiempo que ha dejado de saberse cuál es el marco ideológico y cuál es el marco teórico de eso a lo que nos referimos como “la izquierda”.

Puesto que no se puede constatar objetivamente que, en la actualidad, exista una entidad social o política que pueda ser denominada fehacientemente “la izquierda” (tanto por lo dicho anteriormente, como por el hecho de que es que se llama “izquierda” incurre en políticas propias de la derecha), concederemos, a título provisional, que la izquierda es aquél conjunto (formado, a su vez, por subconjuntos) que incluye a las personas y a las entidades que se sienten o auto-denominan “de izquierdas”.

Como es sabido, la ideología de la sociedad es, siempre, la ideología de la clase dominante, la cual viene determinada por las relaciones de producción y propiedad, y forma un corpus de a prioris que, a modo de “subconsciente colectivo”, configuran la manera de percibir la realidad y, por lo tanto, también de describirla.

En la sociedad capitalista, los valores ideológicos del sistema son asumidos acríticamente y con fervor por la llamada “derecha política” y todo su séquito de “pensadores” ad hoc de todos los ámbitos. Por otro lado, la izquierda política es, por definición, una fuerza de cambio… bien, al menos es lo que debería ser. En realidad, lo que llamamos la izquierda está tan impregnada por los valores ideológicos del sistema como lo está la derecha, y funciona, igual como lo hace la “derecha”, dentro de sus parámetros conceptuales. Eso no sucedía (o sucedía de modo menos ostentoso) cuando la izquierda era revolucionaria, ya que entonces debía poseer un sistema teórico que le sirviera de base para impulsar eso que llamaban “el cambio”; para la revolución francesa, este sistema fue el corpus conceptual de la Ilustración (que hizo suyo lo mejor de la filosofía griega y del renacimiento) y para la Comuna de París y la revolución rusa fue el sistema teórico desarrollado por Karl Marx (quien heredó lo mejor de la filosofía griega, del renacimiento, de la Ilustración y de la revolución científica y conceptual moderna, así como algunas ideas de Feuerbach, Engels y Chernyshevsky).

Sin embargo, desde que la izquierda se ha incorporado al mobiliario de la sala de estar del sistema, ha dejado de pensar; y no solo eso, sino que, además, ha abolido el pensamiento; ejemplos de ello los tenemos en los congresos sepultureros del pensamiento crítico del PSD (Bad Godesberg, 1959) o del desahucio de toda la base conceptual del PSOE (Suresnes, 1974), en tales congresos se decretó la muerte intelectual del pensamiento socialista; lo mismo sucedió, mutatis mutandis, en los distintos congresos de los partidos comunistas, en los cuales se fue renunciando paulatinamente a todo aquello que implicara revolución o comunismo, hasta llegar a perder, en muchos casos, incluso el nombre original del partido, un nombre que inspiró una cultura altruista y revolucionaria; un nombre por el que lucharon, fueron encarceladas, torturadas y asesinadas muchas personas; pues bien, también este nombre fue puesto, vergonzosamente, en venta al mejor postor.

La derecha, hija primogénita del sistema, no tiene este problema, porque no necesita otro sistema teórico que el que ya tiene por su propia naturaleza; su marco teórico y conceptual es la ideología (recordemos que la ideología del sistema es la propia de la clase dominante). Por eso, aunque sus “pensadores” digan sandeces como que hemos llegado al “fin de la historia” o sus “economistas” cometan un error tras otro, materializando falacias económicas que a veces causan catástrofes trágicas para la población, siguen siendo laureados y siguen impartiendo pomposamente sus sandeces en las más prestigiosas universidades, para vergüenza del conocimiento científico. Por cierto, a quien dijo la sandez del “fin de la historia”, le contestó irónicamente un Nobel de economía en un artículo cuyo título es “The end of neoliberalism and the rebirth of history” (Social Europe, 11/2019 (aunque, a mi parecer, con un exceso de optimismo, no por lo que hace al “fin de la historia” sino por lo que hace al fin del neoliberalismo, que en realidad es una vieja receta con un nuevo nombre).

Los ídolos intelectuales de la derecha son personajes como el señor Friedrich Nietzsche, el señor Martin Heidegger o el asesor de Reagan y Thatcher: Milton Friedman (ideólogo de los Chicago Boys), que lo único que aportaron fue el desprecio por la razón y la ciencia, y argumentos para el egoísmo, la intolerancia, el desprecio y el odio. La izquierda, en cambio, se ha quedado sin referentes: lo que quedó de la Ilustración fue sepultado por el postmodernismo y lo que quedó de la teorización marxista fue finiquitado por el existencialismo, el estructuralismo y la “teoría crítica” (que ni era teoría ni era crítica), o patologías mentales crónicas como el “pensamiento débil”.

La izquierda cometió el error histórico de sucumbir a la versión ideológica del sistema, según la cual la caída de los países “comunistas” significaba un doble fracaso: por un lado, el fracaso teórico de Marx y, por el otro, el fracaso del comunismo; de este modo, quedaban “superadas”, de un plumazo, las dos grandes bestias negras del sistema: Marx y el comunismo, y, en passant, el sistema capitalista era proclamado como el mejor de los mundos posibles. Ninguna de las dos cosas es cierta: Marx no fracasó en nada, puesto que no diseñó ningún modelo de sociedad que pudiera fracasar, simplemente, analizó los síntomas del paciente y diagnosticó la enfermedad del sistema capitalista; tampoco fracasó el comunismo, en primer lugar porque aún no existe un modelo definido de en qué consiste (o puede consistir) y, por otro lado, lo poco que existe en el imaginario revolucionario del modelo comunista nunca llegó a implantarse en ningún país, ya que dicho modelo de sociedad supone, por ejemplo, la superación del estado y, lamentablemente, la izquierda, ridículamente temerosa, ha renunciado siempre, a la hora de la verdad, a esta idea; sobre este vergonzoso capítulo de la historia mundial de la infamia me extenderé más adelante.

Aquellos especímenes humanos que pensamos que la sociedad necesita transformarse tenemos ante nosotros dos problemas históricos que implican dos objetivos estratégicos:

  1. a) superar el capitalismo, actual sistema socioeconómico global
  2. b) diseñar un nuevo modelo (obviamente abierto) de sociedad

y un objetivo de naturaleza táctica:

  1. c) diseñar el proceso “p” que nos ha de llevar de “a” hasta “b”.

Estamos viendo cómo el capitalismo, que se parece a Zelig (el camaleónico personaje de Woody Allen) es capaz de “camuflarse” y de sobrevivir a cualquier eventualidad; siempre es capaz de cambiar algo para que todo siga igual (tarea para la cual existe el famoso invento de la socialdemocracia) o, si eso no es posible, entonces el capitalismo muestra su rostro más terrible en sus muecas varias: fascismo, nacionalsocialismo, ultraneoliberalismo…

Hemos podido comprobar (y algunos experimentar) que el estado capitalista funciona como un dispositivo de control para vigilar la homeostasis del sistema, y eso lo hace con independencia de quien gobierne: el estado es un fin en sí mismo y, en realidad, eso que algunos llaman pomposamente “Deep state” no existe (esto, que constituye un patético ejemplo del tipo de explicación de “caja negra”, no es más que un invento para despistar sobre la verdadera naturaleza del estado neoliberal, que es el “modelo” de estado prevalente en la actualidad, y una excusa de los políticos para no cambiar el modelo de estado existente con su funcionamiento nocivo para la salud de la democracia). Las corporaciones, tanto si son locales como foráneas (de hecho todas son ambas cosas simultáneamente), tienen sus elementos insertos en la estructura de los estados, y los utilizan, lógicamente, para maniobras tales como defender sus intereses frente a la competencia, paliar los efectos negativos (si los hubiere) de las crisis económicas y sociales recurriendo al uso privado del erario público, reprimir a la sociedad en caso de manifestaciones de desacuerdo con las políticas que benefician a los ricos, perjudican a la mayoría de la población y empobrecen más a los que ya son pobres.

Los bancos, por su lado, hacen absolutamente lo que les viene en gana, y el estado les suministra, cuando están en apuros, fondos literalmente robados a los ciudadanos (tal como hemos podido comprobar cuando, en la última crisis, se han tapado los “agujeros” de la banca con el dinero de la gente; en otras palabras, los ciudadanos hemos financiado la gran orgía de la banca internacional y de su variado séquito de hienas y aves de rapiña). En el estado capitalista las ganancias se privatizan y las pérdidas se socializan.

El capitalismo es un sistema global cuya estructura la componen los estados, las corporaciones, las entidades financieras y el conjunto de relaciones entre estos elementos. A primera vista, los árboles no nos dejan ver el bosque, porque la “apariencia” del mundo es la de un conjunto de países soberanos con sus relaciones internacionales e integrados en organizaciones multinacionales como la ONU. Sin embargo, tras esos árboles, lo que hay es un bosque tenebroso compuesto por las corporaciones y sus mezquinos intereses, cuya red de control se extiende bajo el suelo del bosque como la red invisible que sostiene el sistema fúngico.

La izquierda como tal no existe (al menos en el “mundo occidental”); existen los elementos que pertenecen a la “clase política”, constituida por una panda de advenedizos que viven a costa de los ciudadanos. La política se organiza en grupos rivales (como los equipos de fútbol) que tienen diversos grupos de acreedores (algunos compartidos, ya que los lobbies juegan en todos los equipos y, además, tienen a los árbitros). Las excepciones, que las hay, son tan raras como encomiables y su influencia es imperceptible.

Todo está, en este sentido, privatizado (puesto que depende de individuos que defienden sus propios intereses, que, además, suelen coincidir con los de sus patrocinadores): los congresos, los senados, los parlamentos… todo pertenece a los llamados “lobbies”. ¿Queda algo que pueda ser considerado público? Si, algunas cosas siguen siendo “res publica”: por ejemplo, el dinero de los ciudadanos, del cual se abusa a piacere, y la vida privada, que cada vez está más sujeta a injerencias de todo tipo para fines espurios (“privacidad” es una palabra procedente de los cuentos de hadas). Un conocido pensador dijo que la socialdemocracia era el mejor invento de la burguesía; el tiempo y los hechos le han dado, lamentablemente, la razón ¡ojalá se hubiera equivocado! Pero, a fin de cuentas ¿qué es la socialdemocracia sino la enfermera de urgencias del sistema? Cuando la derecha deja el estado en bancarrota, llega la socialdemocracia para salvarlo y devolver la esperanza a los ciudadanos; como la socialdemocracia no puede (ni quiere) eliminar los efectos secundarios del sistema, comete graves errores (a veces estratégicos, como ciertas privatizaciones de lo público o ciertas legislaciones represivas) y, cíclicamente, a causa del descontento de la ciudadanía, que se siente traicionada por la “izquierda”, vuelve a venir la derecha a “restaurar el auténtico orden”.

Considerando lo que antecede, no podemos sentarnos a esperar que el capitalismo se disuelva espontáneamente: el cadáver del capitalismo no lo veremos pasar, lo tendremos que llevar a cuestas para lanzarlo a la fosa de la historia.

Pero antes de intentar disolver el capitalismo es necesario diseñar un nuevo modelo de sociedad, para que la revolución tenga los planos para construir el nuevo edificio y no deba habitar en el viejo, como, desgraciadamente, ha sucedido en los intentos anteriores; este modelo “para armar” ha de ser de carácter abierto y dinámico, para evitar anquilosamientos y “predeterminaciones” y debe ser pensado con nuevos conceptos. La nueva gran revolución no debería ser como las anteriores, que quitaron a unos para poner a otros. Ya no se trata de substituir la clase más retrógrada por otra más progresista, como en la Revolución Francesa, ni de substituir las clases retrógradas por la clase política, como en la Revolución Rusa. A esas revoluciones les faltaba la elaboración previa de un proyecto para el futuro y tuvieron que hacer las cosas sobre la marcha: sabían muy bien lo que no querían, pero no sabían bien lo que querían: “libertad, igualdad y fraternidad” suena muy bien como consigna, pero hay que concretar cada uno de estos conceptos y diseñar el proceso de su materialización en el mundo real; de lo contrario, este tipo de consignas, tal como sucedió, se quedan en meras frases estéticas; análogamente, “todo el poder a los soviets” terminó en una simple consigna, tácticamente eficaz, pero que, a falta de concreción (elaboración conceptual, diseño del proceso de implementación) se quedó en una épica frase, perfecta para adornar la historia.

Se trata de disolver el poder y sus mecanismos para poder desarrollar un nuevo tipo de sociedad basado en la confianza y la cooperación. Por eso es tan importante diseñar previamente el nuevo modelo de sociedad (repito: un modelo abierto), con los mecanismos que le permitirían funcionar sin demasiadas improvisaciones. Uno de los factores fundamentales sería establecer una clara delimitación de los roles de gestión no automatizables que impidiera (por si acaso) el acceso a ningún grado de poder.

En este momento de la argumentación, pienso que debemos enfrentarnos con nosotros mismos; con nuestra conciencia; con unos prejuicios (o conceptos a priori) que la historia (en tanto en cuanto la mediocridad del imperio romano nos sumió en la oscuridad del medioevo) y la ideología (de cuya estructura nuestros yoes son nódulos) han enraizado profundamente en nuestros cerebros.

Aunque habrá quien se escandalice por ello, debemos despojar el concepto de comunismo de todo el lastre negativo al que injustamente ha sido atado, y, al mismo tiempo, perderle ese miedo pueril que caracteriza a esos que se llaman a sí mismos “posmodernos”. Los prejuicios que envuelven esta palabra (comunismo) y que nos la hacen aparecer como “sospechosa”, provienen, en parte, de la presión ideológica del propio sistema y, por otro lado (y esto es lo más grave) de varios errores teóricos y prácticos cometidos por los países que se autoproclamaron “comunistas”, así como de los errores teóricos y prácticos de los partidos “comunistas” en general, pero también de la ruptura de los partidos socialistas de su vínculo natural con el comunismo. De todos estos errores deberíamos sacar lecciones, en vez de huir de un simple concepto como los gatos huyen del agua, y esa experiencia debería poder servir para avanzar en la consecución de una sociedad mejor.

El primer error histórico (aunque había motivos tácticos) fue llamar “comunista” a un partido político, porque es una contradicción en sus términos, ya que el comunismo supone la desaparición de la política y, en consecuencia, la inexistencia de partido político alguno; de este modo, se contamina el concepto de comunismo y se le achacan al concepto problemas y errores que le son ajenos. Por definición, un partido político no puede ser comunista, entre otras razones, porque este adjetivo únicamente es válido para la sociedad. Por ende, un país gobernado por un partido “comunista” no puede ser un país comunista; y eso por dos razones: por la existencia del partido y por la existencia del gobierno; esto nos lleva a un tercer error: una de las exigencias fundamentales del comunismo es la inexistencia de estado; en ninguno de los países llamados “comunistas” se disolvió, que se sepa, el estado, sino todo lo contrario: se fortaleció progresivamente (cuando debería haberse hecho lo contrario). Por otro lado, en ninguno de dichos países se llegó en ningún momento a cumplir el mínimo requisito que estableció Marx para una sociedad auténticamente comunista: que cada ciudadano recibiera todo lo necesario para desarrollarse plenamente y vivir dignamente ofreciendo a la sociedad el potencial de sus capacidades como producto de ese mismo desarrollo personal (“a cada cual según sus necesidades; de cada cual según sus capacidades”). Y, por último, otro elemento incompatible con el comunismo y que subsistió en los países “comunistas” es el dinero; dinero y comunismo son entes antagónicos, porque dentro de  una sociedad comunista no cabe la forma de valor, ni mucho menos la mercancía humana (como sucede en el capitalismo). El dinero cumplió sobradamente su rol como medio de intercambio (como medida del valor de cambio y como “figurante” del valor). Actualmente ya no es necesario. Bien, en realidad nunca lo fue, aunque para algunos supuestos era un elemento práctico (tal como dijera Aristóteles, era más cómodo llevar una moneda que acarrear el montón de cosas que aquélla podía simbolizar; pero fue también Aristóteles, quien era contrario a la generalización del dinero, el que previno sobre sus nefastas consecuencias).

Por todo ello, podemos afirmar que el comunismo no ha existido nunca (fuera del así llamado “comunismo primitivo”) y que nuestros prejuicios hacia el comunismo son precisamente eso: prejuicios, adornados con los estereotipos ad usum.

Ahora podemos decir, sin “miedo” ni “vergüenza”, que la futura sociedad será comunista (o, de lo contrario, seguirá siendo capitalista); será comunista en el sentido de que todo será común a todos. El problema que tenemos que enfrentar es que no hay un diseño claro de cómo podría ser, a parte del escueto aforismo de Marx citado anteriormente, mientras que sí que tenemos especificaciones y verificación empírica de cómo no deberá ser. La sociedad comunista excluye, por definición, el capitalismo, y excluye, por lo tanto:

El dinero, los bancos, la bolsa, el capital

La explotación de unos humanos por otros

El estado, la política y los partidos

De hecho, suprimiendo las citadas lacras históricas, el mundo mejoraría notablemente. Lo único que se precisaría (y lo más difícil de conseguir) es un sistema de gestión social de los recursos y de los subsistemas sanitario, educativo, científico, técnico, etc. Volvemos, con ello, al asunto del diseño de la sociedad y de los mecanismos de gestión. No hace falta decir que, para diseñar el nuevo modelo, al menos en su fase más avanzada, será imprescindible la colaboración de especialistas en todos los ámbitos que involucran el funcionamiento de la sociedad; algunos de los cuales deberán trabajar contra sus propios intereses egoístas: es decir, deberán trabajar para desarticular el actual entramado y substituirlo por otro donde sus roles o desaparecerán o serán completamente distintos; para ello deberán ser capaces de dar un gran salto cualitativo conceptual.

El planeta Tierra no puede sentarse a esperar a que venga un comando alienígena a salvarlo, debemos hacerlo sus habitantes, y algún día habrá que ponerse manos a la obra para arreglar nuestra redonda casa.

(febrero de 2020)

 

Autor: Jordi Soler Alomà, Doctor en Filosofía

Fuente de la Información: https://kaosenlared.net/que-piensa-la-izquierda/

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Jordi Soler Alomà

Doctor en Filosofía