Política docente y educacion de alta calidad

Por: Dennis Shirley
Vivimos en una época extraordinaria. Por un lado, se producen progresos sorprendentes en todos los lugares del mundo. En los últimos veinte años, mil millones de personas han salido de la pobreza. El 95 por ciento de niños y niñas de todo el mundo ahora reciben educación primaria. En los últimos 12 años hemos reducido el número de niños sin escolarizar de 102 millones a 57. Hemos hecho verdaderos progresos en la consecución de los Objetivos de Desarrollo del Milenio y estamos preparados para definir nuevas y ambiciosas metas para los próximos años.

Por otro lado, a la par de estos impresionantes logros, persisten, y a veces incluso se han agravado, problemas ancestrales. Más de mil millones de personas padecen una vida de miseria absoluta. El cambio climático sigue sin disminuir. No hemos sido capaces de compaginar la prosperidad de algunos con la igualdad para todos; en los últimos años la desigualdad de ingresos ha aumentado extraordinariamente. Aun cuando la tecnología ha conseguido reunirnos en gran número, con más de mil millones de usuarios solamente en Facebook, el 17 por ciento de los adultos que viven en esta época son analfabetos y, por ende, están totalmente excluidos de la deslumbrante revolución mundial que representa la información instantánea.

Estas paradojas, que hacen convivir la pobreza en medio de la abundancia, la excelencia académica con la exclusión educativa y la transformación tecnológica con los más laboriosos e ineficientes medios de producción, conforman el orden del día de las asociaciones profesionales de educadores en todo el mundo. Las tendencias generales son claras y esperanzadoras. Está a nuestro alcance la posibilidad de eliminar por completo la pobreza extrema para el año 2030. Después de haber estado a un paso de establecer la enseñanza primaria universal, podemos y debemos seguir hasta obtener la educación secundaria universal gratuita y abierta a todos y a todas. La Internacional de la Educación se sitúa a la vanguardia de estos programas, tendiendo con toda rapidez y energía redes con las asociaciones de la sociedad civil, los gobiernos y los empresarios del sector privado a fin de asegurar que el ambicioso objetivo de una educación basada en los derechos para todos se haga realidad en el transcurso de nuestras vidas.

Sin embargo, para alcanzar estos objetivos necesitaremos ser mucho más claros en lo que se refiere a la forma de avanzar tanto en la teoría como en la práctica. Tendremos que reinventar las políticas docentes y redefinir lo que significa recibir una educación de alta calidad. En nuestras asociaciones profesionales tendremos que ser más severos con nuestros gobiernos y más exigentes también con nosotros mismos. Estamos ante una doble revolución que nuestra profesión debe encabezar con valentía y perseverancia para alcanzar el noble objetivo de conseguir los logros educativos actuando con total integridad.

La primera parte de esta revolución implica un replanteamiento radical de las políticas docentes en todo el mundo. Suele ser muy frecuente que los gobiernos digan a los docentes que quieren que sean verdaderos profesionales y luego los embrollen en una maraña tal de exigencias contradictorias que les impide contar con el tiempo y el espacio necesarios para una reflexión crítica y creativa continua. Los gobiernos dicen también a los directores escolares que quieren que lideren con audacia y valentía la educación, y en realidad se han dedicado a clasificar sus escuelas con tal empeño y persistencia que nuestros directores han tenido que introducir a sus docentes en un laberinto de manipulación competitiva de los datos y políticas que inducen a una verdadera sobrepuja. Los gobiernos tienen razón al insistir en que existe una urgencia real de mejorar las políticas docentes, pero se equivocan al inundar a los docentes con tantas iniciativas y sanciones que no hacen sino abrumarlos continuamente. Lo que empezó como algo positivo -un impulso sano y loable para mejorar las políticas docentes- se ha convertido en un contrasentido –una marcha forzada contraria a la educación en pos de metas que anulan la curiosidad y el amor natural por aprender, que es precisamente lo que debemos tratar de imbuir en nuestros docentes y alumnos.

De modo que la primera parte de nuestra revolución educativa tiene que tomar mucho más en serio la creación de capacidades entre nuestros docentes y estudiantes. Efectivamente, tenemos que medir el aprendizaje, para estar seguros, pero también debemos ampliar la lente a través de la cual lo hacemos para cerciorarnos de que los mejores logros no provocan la resistencia de los alumnos, ni su distanciamiento, con respecto a la educación pública formal. Tenemos que dar un nuevo impulso a nuestros debates y entender la finalidad de la educación, aceptar y reconocer sus consecuencias económicas, pero nunca reducir nuestras políticas docentes a poco más que voluminosas listas de comprobación que, en última instancia, despojan a los docentes de su sentido innato de la dignidad y la autoestima.

¿Cuál es la alternativa? Sabemos en qué consisten las buenas políticas docentes a través de varios sistemas educativos de alto rendimiento que existen en todo el mundo. He tenido la suerte, junto con mi colega Andy Hargreaves, de estudiar estas políticas y documentar sus características en dos libros:The Fourth Way (2009) y The Global Fourth Way (2012). Los sistemas de alto rendimiento apoyan a los docentes en sus asociaciones profesionales. Les dan tiempo y espacio para aprender unos de otros y para circular horizontal y verticalmente dentro y alrededor de sus sistemas educativos. Fijan normas, pero éstas no son tan detalladas ni tan mecanicistas que priven a los educadores de la oportunidad de idear formas creativas y apropiadas a cada edad para alcanzarlas. Saturan sus escuelas con una presión que realmente obedece el propósito moral de la educación, evitando estrategias simplistas de sorpresa y temor que distorsionen la naturaleza del aprendizaje y lleven a los educadores a desvirtuar el sistema en busca de una rápida mejora, por aquí, y un posible incentivo remunerativo, por allá.

La segunda parte de la doble revolución es mucho más difícil y exigente que la primera. La primera es fácil porque implica la autoafirmación profesional y ¿quién no goza reconviniendo la actuación del gobierno de vez en cuando? Sin embargo, años de experiencia nos revelan que hacer retroceder al gobierno rara vez se traduce en una mejora del aprendizaje de los estudiantes. Una vez encerrados entre los cuatro muros de nuestras aulas nos resulta demasiado fácil aplicar de nuevo los viejos patrones que nos resultan familiares, sin nunca intercambiar entre nosotros comentarios críticos que puedan ayudarnos a mejorar nuestra enseñanza y nunca jamás introducir innovaciones. Tenemos que evitar a toda costa este camino reconfortante pero, en última instancia, disfuncional. Lo que tenemos que hacer es tomar medidas valientes y audaces para reinventar nuestra vida de trabajo diaria. Este es nuestro nuevo imperativo profesional y no podemos, ni debemos, dar marcha atrás ni tergiversarlo.

¿Por qué es preciso el cambio? Tenemos a nuestras espaldas décadas de investigación educativa excepcional que indican que no podemos alcanzar un alto rendimiento cuando los educadores nunca se aventuran más allá de los confines de su propia aula para aprender de sus compañeros. No podemos mejorar el aprendizaje cuando nuestras escuelas carecen de acceso a la nueva investigación de alta calidad. No podemos llegar a todos nuestros estudiantes procedentes de universos culturales y lingüísticos diversos, cuando nosotros nunca hemos tenido la oportunidad de probar nuevas prácticas de enseñanza o nuevos planes de estudio. Y cuando tenemos la oportunidad de innovar, necesitamos un acompañamiento comprensivo y constante para superar los inevitables tropiezos y reveses que no deja de deparar todo camino conducente a un verdadero cambio.

Por lo tanto, la segunda parte de nuestra nueva revolución educativa consiste en dejar de hablar de la autonomía individual de cada docente y en su lugar debemos empezar seriamente a promover la autonomía colectiva de una profesión unida, tendiendo constantemente redes y en permanente aprendizaje. Tenemos que abrir las puertas de nuestras aulas y de nuestras escuelas, formular nuestros propios protocolos para definir la excelencia en la enseñanza y ¡aprender, aprender, aprender! ¡Nuestros alumnos deben vernos no como directores ejecutivos, directores financieros, o directores de tecnología, sino como jefes de los servicios de aprendizaje!

¿Quién puede ayudarnos a llevar a cabo esta segunda parte de nuestra doble revolución? Ciertamente no cabe pedir a los gobiernos que desempeñen el papel principal, porque los gobiernos están demasiado lejos del núcleo real de la educación, es decir, la intensa interacción existente entre docentes y estudiantes. Tampoco podemos pedir a las organizaciones de la sociedad civil, a la comunidad empresarial, ni a cualquier otro grupo que intensifiquen sus esfuerzos para llevar adelante esta segunda parte de la nueva revolución educativa. Como tampoco podemos dejarlo en manos de los docentes en lo individual, a los directores escolares, ni a los responsables del sistema educativo. En cambio, son únicamente nuestras asociaciones profesionales las que pueden y deben tomar la batuta en lo que se refiere a este tipo de aprendizaje y desarrollo profesional.

¿Tenemos prueba alguna de que las asociaciones profesionales pueden y deben intensificar sus esfuerzos para asumir nuevos roles en la búsqueda de un mejor aprendizaje de los alumno? ¡Por supuesto! Lo hemos visto en Alberta, Canadá, donde la Alberta Teachers’ Association (ATA) echó atrás un plan del gobierno conservador consistente en remunerar a los docentes de acuerdo con los puntajes obtenidos en las pruebas, y en su lugar convirtió esa propuesta en una red provincial que hizo posible el improbable ascenso de Alberta a la cima de los resultados internacionales en las pruebas del Programa de Evaluación Internacional de Alumnos (PISA) de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Lo hemos visto en la forma en que la California Teachers’ Association (CTA ) en Estados Unidos demandó al gobernador de California para que liberara 2300 millones de dólares de fondos que luego se asignaron a un esfuerzo encabezado por los sindicatos que elevó los resultados de las escuelas más desfavorecidas del Estado. Educadores de todo el mundo han viajado a Finlandia y han visto cómo las asociaciones profesionales de los docentes ejercen un liderazgo generalizado e inspirador en el diseño de los nuevos planes de estudio, lo que les permite circular entre la profesión y colaborar con un gobierno de mente abierta que los respalda.

Efectivamente, tenemos algunas excelentes y sólidas demostraciones de que cuando son plenamente activas y el propósito moral de los educadores prima por encima de las consideraciones políticas y administrativas, nuestras asociaciones profesionales pueden abrir de par en par nuevas y prometedoras perspectivas con miras a un cambio educativo duradero y sostenible.

Estos avances en el ámbito del cambio educativo encabezados por los sindicatos nos señalan el camino correcto que hemos de seguir. Ya es hora de dejar atrás tantas reformas abortadas. Tenemos que ir más allá de toda negociación política y de toda polémica administrativa que durante tantos años han llevado a los gobiernos a centrar sus reformas en el aumento del rendimiento académico o la rendición de cuentas y en dar respuesta a los mercados. Ha llegado la hora de dejar a un lado la infinidad de pequeños ajustes en los márgenes de nuestros sistemas e ir directamente al núcleo de este cometido.

Primer paso: es el momento de reafirmar nuestros conocimientos profesionales convirtiéndonos engeneradores innatos del cambio en lugar de obedientes ejecutores del último mandato del gobierno. Los gobiernos desempeñan un papel legítimo en la prestación de apoyo y la formulación de objetivos generales, pero cuando intervienen en las complejidades de la enseñanza y el aprendizaje, sobrepasan sus límites. Segundo paso: avancemos en nuestra autonomía colectiva para impulsar el rendimiento académico de los alumnos sin desvirtuar el sistema y sin poner en peligro nuestro propósito moral, con una integridad basada en el mejor interés de nuestros alumnos de principio a fin. Trabajemos denodadamente con los alumnos y los padres de familia de nuestras comunidades para garantizar que todos los estudiantes tengan todas las oportunidades, sin cortapisa alguna, de realizar su pleno potencial.

Esta es la doble revolución cuya hora ha sonado. Promovamos el cambio tanto dentro como fuera de nuestra profesión. Examinemos qué podemos lograr todos juntos para impulsar hacia delante la próxima gran revolución educativa mundial.

Referencias.

Hargreaves, A., & Shirley, D. (2009) The Fourth Way:  The Inspiring Future for Educational Change.  Thousand Oaks, CA: Corwin.

Hargreaves, A., & Shirley, D. (2012) The Global Fourth Way:  The Quest for Educational Excellence. Thousand Oaks, CA: Corwin.

Publicado originalmente en: http://worldsofeducation.org/new/spa/magazines/articles/218
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Dennis Shirley

Enseña en la Universidad de Boston y es uno de los investigadores más importantes del mundo sobre el cambio educativo. Co-autor con Andy Hargreaves de “Global Fourth Way-the quest for Educational Excellence” (La cuarta vía mundial –la búsqueda de la excelencia educativa), es Editor en Jefe de la revista “Journal of Educational Change”. Asimismo, es un destacado activista en favor de la consecución de los Objetivos de Desarrollo del Milenio