Cuando nuestras ancestras hablan: genealogías de mujeres indígenas y saberes del Paülujutu´u

 

Por: Alicia Moncada 

 

Resumen

El paülujutu’u o encierro es un rito de paso del    pueblo    indígena    wayuu    que, tradicionalmente, deben cumplir las púberes en aras de convertirse en majayülus o señoritas aptas para la vida adulta. En este trabajo pretendemos visibilizar la importancia del encierro como una práctica que permite la transmisión de conocimientos ancestrales construidos desde, para y por las indígenas, a la vez que se revisa la impronta de las relaciones madres-hijas y los saberes que de allí se heredan.

Palabras claves: indígenas, mujeres wayuu, encierro, educación propia, genealogías de mujeres, mujeres indígenas y conocimiento, ancestras.

Abstract

The paülujutu’u or closure is a rite of passage of Wayuu indigenous people, which traditionally the girls must do in order to become a majayülus or ladies. In this paper, we make visible the importance of confinement as a practice that allows the transmission of ancestral knowledge constructed from, for and by indigenous womens, while is reviewed the imprint of relations mothers – daughters and the knowledge that we herited.

Keywords: indigenous Wayuu women, confinement, own education, genealogies of women, indigenous women and knowledge ancestras.

Las mujeres, como productoras de conocimientos, somos una piedra molesta para  el poder patriarcal. Temidas, perseguidas o deslegitimadas, enfrentamos la hegemonía de un sistema social que niega el valor de nuestros saberes, a la vez que se los apropia. Esta manifestación del patriarcado que bien podemos llamar androcentrismo, exalta la primacía de la razón masculina que se instituye como referente en el análisis y la investigación de los fenómenos sociales y materiales. En el reino de la mirada y el conocimiento patriarcal no hay espacio para la legitimidad de la sabiduría construida y transmitida desde, para y por la diversidad de mujeres.

Entre las múltiples formas en que hemos construido y transferido los saberes resaltan algunos ritos de paso de los pueblos indígenas, cuya potencia radica en las relaciones madres-hijas. A propósito, nos decía Adrienne Rich -en un prólogo a la edición del décimo aniversario de su célebre obra Nacemos de Mujer (1976)- que es necesario el análisis de los relatos fundacionales y las prácticas indígenas, africanas y afroamericanas que muestran modelos distintos de las interacciones entre las mujeres y sus hijas y de los conocimientos que se comparten.

En este trabajo analizaré un rito wayuu como una faceta del conocimiento construido y alimentando por las genealogías de mujeres. Específicamente el paülujutu’u o encierro, que deben realizar las jóvenes en aras de convertirse en majayülus o «señoritas» aptas para la vida adulta.

Me interesa exponer, a partir de las experiencias de las «encerradas» y bibliografía en torno al tema, aspectos del rito que permiten considerarlo como  un  momento  importante  para  la  reproducción  de  un  «saber transmitido oralmente de la supervivencia femenina (…) un conocimiento subliminal subversivo, anterior al lenguaje: el conocimiento que flota entre dos cuerpos iguales» (Rich, 1996:320). Así, advierto a las y los lectores que este artículo no es una etnografía ni tampoco se relaciona con las pautas de crianza del pueblo wayuu. Más que un trabajo sobre la educación propia, es un reconocimiento a las mujeres de las que provengo.

Trataré de evitar la esencialización, pues de ninguna forma pretendo echar leña al fuego de los estereotipos y/o la exotización de nuestras prácticas ancestrales. La intención es la identificación filial y simbólica de la herencia materna (Campagnoli, 2007), aceptándome como mujer y nacida de una mujer (Rich, 1996) a la vez que habilito a las que me anteceden desde el estatuto de productoras de un conocimiento atávico válido al que puedo adscribirme o problematizar. Utilizaré mis propias experiencias, haciendo político lo personal y en un intento por subvertir la tradición patriarcal que no otorga la categoría de ciencia a los saberes que emergen de las propias vivencias.

Para nosotras el encierro no es un acontecimiento curioso o un proceso que sólo aporta conocimientos para sobrevivir las duras penurias de la vida en el desierto. Es un espacio donde escuchamos las voces de las ancestras, un rito en el que recibimos la herencia de las que nos preceden y que forman parte del tejido simbólico que nos envuelve.

LA PALABRA  ROBADA: GENEALOGÍAS  FEMENINAS  Y  CONOCIMIENTO

Creo importante puntualizar que cuando se habla del conocimiento desde, por y para las mujeres es imperativo remitirnos a la ardua labor de los feminismos, que han contribuido a legitimación de esos saberes experienciales, filosóficos y científicos. Las feministas han develado la transversalización del sexismo en las ideas y el conocimiento, poniendo en debate las relaciones de poder que surgen de las relaciones del saber. La razón patriarcal fundamenta sus premisas (incuestionables desde ámbitos que no sean los científicos y/o académicos) en el trinomio saber, poder y verdad, donde gobierna una visión de objetividad mediatizada por la subjetividad masculina (Rich, 1996). Los feminismos han desenmascarado la farsa de la neutralidad del conocimiento general o científico, pero el mencionado trinomio sigue exigiendo a las mujeres diluir y camuflar su condición genérica para la legitimación de sus saberes.

Esta situación se debe a una larga tradición de «sexuación de la razón» (Fraisse, 1991) que nos ha excluido de las labores del intelecto por razones biológicas. Se nos permite el estatus de objeto de estudio o de musas inspiradoras pero nunca de filosofas, pues la asociación con un estado de naturaleza ingobernable donde privan lo corpóreo, la pasión y el instinto– es ineludible. La mayoría de las corrientes de pensamiento inherentes a la razón patriarcal, nos niegan la condición de sujetos, concibiendo que el fin último de las mujeres es la reproducción de la especie y la satisfacción de las necesidades materiales y emocionales de la progenie. La mujer bestial o el animal femenino es ese «otro» que precisa la razón patriarcal para adjudicarse los derechos sobre la verdad y la sabiduría. Mientras más profunda sea la brecha entre la «animalidad» y la humanidad se reafirma la inequívoca superioridad del varón.

Revisando las «verdades» que ha construido la razón patriarcal en torno a la racionalidad, encontramos algunas premisas que diferencian la razón de las mujeres y la de los hombres. Jean Jacques Rousseau afirmó que las mujeres no poseen la «ciencia de los fines (…) sino sólo la de los medios, en resumen que su razón es enteramente práctica, nunca teórica, y que está al servicio de una finalidad que ella no preside» (Fraisse, 1991: 158). La razón que el ginebrino nos adjudicó sólo es funcional en un contexto como lo es el espacio privado, donde supuestamente no se requiere de la razón teórica. Entonces, todo producto de la razón de las mujeres es doméstico, siendo sus saberes experienciales y filosóficos marginados y asociados a un conocimiento instintivo-animal o con esa razón práctica que prescinde de los excesos intelectuales.

La carnalidad como destino ineluctable es una gran barrera para el conocimiento de las mujeres, resultando en una experiencia frustrante la incidencia de la identidad sexuada en la valoración de la capacidad para razonar y analizar el mundo fenoménico. Tal como lo describen Dale Spender y Elizabeth Sarah en Aprender a perder: sexismo y educación (1980/ 1993) estamos en la periferia del conocimiento, a partir de la expropiación masculina de la potencia de crear verdades y nombrar los fenómenos del mundo. Es decir: de parir conocimiento.

La supuesta inferioridad del saber femenino es ese espejo del que hablaba Virginia Wolf que ayuda a reflejar la razón masculina el doble de su tamaño, y que enmascara «la certeza imaginaria de su posible superioridad» (Fraisse, 1996:170).

No obstante, nuestro conocimiento subestimado habla de una posible negación primigenia: al saber recibido en el origen; el hurto de la palabra de esa madre que, para la tradición patriarcal, resulta demasiado corpórea, débil y subordinada. Es innegable que «los hombres han borrado y borran su origen» (Rivera, 1991/1994: 5), siendo este procedimiento necesario para «ocultar un robo: el robo de los atributos y de la potencia materna» (Idem). Potencia de la que hablan gran parte de las feministas herederas de las ideas de las militantes de la librería de mujeres de Milán y de las pesquisas de Luce Irigaray y Adrienne Rich, una fuerza relacionada con el mundo simbólico e inherente a «la relación con la madre y neutralizada por el dominio masculino» (Muraro, 1991/1994:16). El poder hurtado refiere al parto del conocimiento y la procreación de símbolos, actos en los que la razón patriarcal tacha a las mujeres.

La psicoanalista Luce Irigaray nos explica en su obra Cuerpo a cuerpo con la madre (1985) que la función del padre es romper el lazo del individuo con la matriz nutricia original «para poner, en su lugar, la matriz de su lengua.» Inmediatamente agrega que la ley que impone el padre destierra «ese primer cuerpo, esa primera casa, ese primer amor. Lo sacrifica para convertirlo en materia de su lengua y de su imperio.» (Irigaray, 1985: 37)

A ese primer cuerpo-casa no se vuelve y se nos exige olvidarla para avanzar, pues el mandato del padre que prohíbe el retorno a la madre es lo que impide, en palabras de Irigaray, el cuerpo a cuerpo con ella.

Si bien no es nuestra intención entrar en honduras del psicoanálisis, resultan iluminadoras las ideas de Irigaray. En especial cuando vislumbra que el escollo radica en la anulación de la madre y «su poder de engendrar, al querer ser el único Padre (con mayúscula), éste se superpone al mundo corporal, carnal arcaico, un universo de lengua» (Ibídem: 39). Mas ¿cómo se refleja esta situación en el tema que nos atañe? Precisamente en la negación de la razón patriarcal del parto filosófico de las mujeres. La sentencia de olvidar la palabra de la madre y su sabiduría es acallar su voz, subordinarla al reinado del universo de la lengua, de la ley y la palabra del padre que exige de las mujeres procreación de carne, mas no de razón, autoridad y verdad.

Adrienne Rich afirma que en el exilio de la madre es posible ver cómo los hombres, al apropiarse de la potencia materna, niegan su genealogía primigenia y se inscriben en las genealogías masculinas (Rich, 1996). De ese acto depende el goce de las prebendas sociales que les brinda el patriarcado. Hermanados y amparados por la diferencia sexual, cortan el lazo simbólico con la madre e instauran la patrilinealidad en la trasmisión del poder-saber, a través de relaciones jerárquicas y verticales, filiales o simbólicas. El corte con la madre es visible en el campo del conocimiento, por ejemplo, cuando se «desgeneriza» la objetividad, pretendiendo que debe estar libre de toda actitud o idea que ha sido asociada a las mujeres (sensibilidad, intuición, irracionalidad, pasión, etc). El androcentrismo consolida la supremacía de una objetividad relacionada con las características de la masculinidad patriarcal (razón, dominio, fuerza, mesura), a la vez le exige al conocimiento desde, para y por las mujeres pruebas para demostrar su valor. Así, como «cada mujer está habitada por la esencia general de la mujer, es decir de la madre» (Beauvoir, 1949/2011: 288), la lucha de los hombres contra el conocimiento de las mujeres expone una identidad que se construye en base al rechazo de vernos como iguales. Nos quitan el poder de la palabra y el conocimiento en un intento por ajustar con «nosotras las cuentas de su pasivo acumulado con la MADRE» (Olivier, 1980/1992:26)

Ante  esta  situación,  propuestas  como  la  de  Luce  Irigaray  apuestan por revivir a la madre sacrificada en el origen de la cultura y «a nuestra madre en nosotras, y entre nosotras» (Irigaray, 1985: 41), eso significa «afirmar la existencia de una genealogía de mujeres» (Ibídem: 42) porque al estar exiliadas «en la familia del padre-marido (…) nos vemos inducidas a renegar de ella» (Idem). Christiane Olivier también nos reitera que es preciso mirar a Yocasta y retornarle la palabra robada (Olivier, 1992:25), a la vez que debemos renunciar a separar lo que somos de lo que sabemos, pues lo que otras nos suministran a través de su palabra nos entrega «algo» (Ibídem:15) de un orden femenino reconocible. Al tratar de situarnos en esas genealogías de las mujeres que nos preceden, podemos conservar la identidad a la vez que reconocemos nuestra potencia materna y la de todas las otras. Entendiendo la maternidad más allá de la biología, comprendiéndonos como generadoras de símbolos, constructoras  y transformadoras de las culturas.

El legado que recibimos de otras es un elemento que nos constituye y que, por mandato patriarcal, siempre rechazamos. Vanamente, acudimos a las genealogías paternas para acceder al conocimiento y ser legitimadas como productoras de éste, mas ese mundo nos excluye y mira –aún hoy- con recelo. Corremos la carrera frenética hacia el deseo de los hombres que piden nuestra subordinación a sus instituciones y su palabra. Ilusas, creemos que hablamos en el nombre del padre cuando este ya nos ha enmudecido.

En lugar de seguir siendo «cómplices del asesinato de la madre» (Irigaray, 1985:11) insistamos en «reposicionar a la madre en el origen, restaurar a la mujer en ese lugar, habilitar la posibilidad de mirar hacia atrás y reconocerse en la cultura» (Campagnoli, 35). Pero una labor de tal magnitud requiere que se entienda que «el grito de la niña que hay en nosotras no debe avergonzarnos por considerarlo regresivo; es el germen de nuestro de deseo de crear un mundo en el cual las mujeres y las hijas fuertes sean moneda corriente» (Rich, 1996), un lugar donde la alteridad no sea condenada a muerte (Cixous citada por Olivier, 1992:10).

Ahora bien, la propuesta no parte de la ingenuidad. Adrianne Rich lo ilustra mucho mejor cuando afirma que «las teorías de poder femenino y de ascendencia femenina deben tener plenamente en cuenta las ambigüedades de nuestro ser, y el continuum de nuestra consciencia, las potencialidades de energía, tanto creativa como destructiva, en cada una de nosotras» (Rich, 6:1986). Mabel Campagnoli insta a reconocer el parto filosófico de las otras, de mis iguales mujeres, algo que no implica «hacernos amigas» sino habilitarlas en sus semejanzas y diferencias. Asimismo, reencontrarnos con la madre y su saber es verla más que una «potencia informe  y/o  una  obtusa  interprete  del  poder  constituido»  (Muraro, 1994:92) o tratar de rehacer su obra. Volver a parirse no es una opción, hay que voltear inexorablemente hacia ella(s).

GENEALOGÍAS DE MUJERES INDÍGENAS Y SUS SABERES ANCESTRALES

Hasta ahora hemos revisado ideas surgidas del feminismo académico, blanco y nor-eurocentrado. Aunque son reflexiones valiosas que nutren el análisis, exigen que nosotras las del «tercer mundo», subalternizadas y racializadas propongamos nuestras formas de entender el legado de las que nos preceden. Antes de entrar en ese tema, reavivemos una vieja discusión: la categoría monolítica «mujer» que nos asume hermanadas en la opresión, vivenciando de igual manera el ejercicio del poder patriarcal.

Hace más de tres décadas que Chandra Mohanty señaló la «consensual homogeneidad discursiva de las «mujeres» como grupo» (1984/2008:6) que invisibiliza realidades históricas y materiales. Esta idea de «nosotras» como un bloque homogéneo «sin poder» cuya subordinación es un fenómeno universal, ignora «la producción de las mujeres como grupos socioeconómicos y políticos dentro de contextos locales particulares» (Ibídem: 10) y cuando limita la «definición del sujeto femenino a la identidad de género» (Idem) se diluyen por completo las identidades étnicas y la clase. Este bloque que arrebata las voces a las indígenas, afrodescendientes y demás subalternizadas, nos pone a la orden de las necesidades estratégicas y prácticas de las mujeres cercanas a las clases y procedencias étnicas y raciales  hegemónicas.

¿Por qué traemos –de manera somera- la discusión que avivó Chandra Mohanty? Pues referirnos a las genealogías de mujeres y sus conocimientos en modo genérico resulta un abrupto, siendo imperioso indianizar esta propuesta.

Adrianne Rich afirmó que «la catexis entre madre e hija estaba en peligro siempre, en todo el mundo» (Rich, 6:1986). Tiempo después se percató de que había establecido como único referente a la cultura occidental, sus mitos y formas de organización familiar. Instó a mirar hacia otras culturas donde «la afirmación del vínculo madre-hija está poderosamente expresada, no primariamente en términos de una díada sino como una faceta de una cultura de mujeres y de una historia grupal que no es meramente personal.» (Idem). Esto no significa negar la catexis de la que habla Rich o la energía que circula entre madres e hijas, sino salir de la universalización e ir hacia la diversidad.

Partiendo de esa exhortación, hay que volcar el interés en algunas culturas indígenas matrifocales y matrilineales donde dominio de las redes domésticas lo detentan las mujeres. La noción, bien desarrollada por Carol Stack (1974), refiere a grupos o redes de diversos hogares y familias donde las mujeres no sólo fungen como las encargadas del cuidado, sino que detentan una autoridad simbólica de la que depende la pertenencia étnica.

Las redes domésticas, además, brindan una seguridad y protección imposible de encontrar en la cerrada relación de la familia nuclear y permiten delegar funciones relativas al cuidado y la educación de la prole en los y las demás integrantes.

En las culturas matrilineales y matrifocales la palabra de la madre no puede ser negada y ella no puede ser tachada, pues la anexión social depende de su nombre. Paula Gunn Allen -escritora de la nación indígena Laguna- en ¿Quién es tu madre? Raíces rojas del feminismo blanco (1986) expone la importancia de la genealogía materna en las sociedades matrilineales y matrifocales, asegurando que es el nombre de la madre lo que permite a las personas situarse en un universo cultural, espiritual e histórico específico. Es decir, la incapacidad para reconocerse en y desde la madre conlleva al fracaso en las relaciones comunitarias, ya que se precisa del orden simbólico materno para sustentar el sistema de parentesco y alianzas.

La negación de la mujer-madre de la que tanto habló Luce Irigaray y Luisa Muraro, como una constante del patriarcado occidental y que conllevó al robo de la potencia del conocimiento de las mujeres, es imposible en las culturas indígenas descritas porque condenarla a muerte y enmudercerla trae destierro y la alienación. No se puede escapar ni negar a la carne materna o e’irukuu (clan), como lo denomina el pueblo wayuu. Es el linaje de la madre quien brinda el antepasado totémico y el lazo a una historia colectiva. Los relatos fundacionales wayuu dejan claro la posición de las mujeres, quienes surgieron primero de la Mma (tierra) y fueron las receptoras de los mandatos ésta:

Para siempre dirán, nosotros somos wayuu por todos los tiempos, por donde estén y por donde caminen. Vengan a mi presencia todas las mujeres ustedes van a ser las autoras de las nuevas existencias, las mujeres orientarán las leyes de los wayuu, las que harán crecer y enaltecer a la familia, las que van a encaminar la vida, las conductas y las costumbres. La carne continuará en sus descendientes, la carne de los wayuu se formará y se heredará de la madre y sabrán siempre que son hijas de la tierra. (Pocaterra, 2009:55).

A pesar de que las autoridades tradicionales del pueblo wayuu son los a’laülaayuu (tíos maternos) y éstos fungen como los mediadores e interlocutores con el mundo no indígena, no se puede prescindir tan fácilmente de la palabra y los conocimientos de las ancianas y mujeres de la familia y de la red de alianzas, contactos y negociaciones establecidos desde el orden simbólico materno. No se puede simplemente enmudecerlas, porque la potencia del e’irukuu es lo que finalmente conforma al individuo, le da voz y una función social en la cultura. La matrilinealidad y la matrifocalidad no inmunizan a una cultura del sexismo y la violencia patriarcal, pero hacen más difícil la tarea del patriarcado occidental de despojar a las indígenas de la autoridad comunitaria y de erradicar la transmisión matrilineal del poder y el saber.

Buena parte de las obras de escritoras indígenas se refieren a los saberes recibidos matrilinealmente. De hecho, el ya mencionado viraje de Adrianne Rich está influenciado por la explosión de la literatura mother-daughter (madre-hija) que, durante la década de los ochenta del siglo pasado, cobró fuerza desde las voces subalternas. En este fenómeno son las nativas norteamericanas las más escuchadas e influyentes (Bea Medicine, Joy Harjo, Paula Gunn Allen, Louise Bell) y quienes hicieron grandes aportes a la corriente mother-daughter desde la poesía. Muestra de ello son los poemas de Bea Medicine, antropóloga y poetisa Lakota:

«Una mujer de muchos nombres todas las designaciones de familia Tuwin: tía Conchi: abuela Hankashi: prima Ina: madre todas honorables, todas buenas.» (Bea Medicine citada por Rich, 1996: 12)

Joy  Harjo  contribuye  al  mother-daughter  en  su  célebre  poema

«Remember», que integra la colección titulada She Had some horses (1983):

«Recuerda tu nacimiento, como tu madre luchaba Para darte forma y aliento. Tu eres la evidencia de su vida, y la de su madre y la ella» (Citado por Christina, 2004:92. La traducción es nuestra).

La relación de la genealogía materna con la pertenencia étnica es evidente, pero es igual de indiscutible cómo -desde ese legado- se habilitan las voces de las escritoras. De la misma forma contribuye Sonny Skyhawk, periodista lakota que experimentó «la autoridad matrilineal» donde las madres y abuelas «establecían los argumentos y su palabras eran ley en nuestra familia» (Skyhawk, versión online. La traducción es nuestra). Skyhawk explica en su artículo ¿Por qué las tribus tienen sociedad matrilineales? (2012) que las indígenas y su sabiduría generalmente son representadas por la mirada etnográfica occidental como entes «detrás de escena», pero la realidad es que sus ideas gozan de autoridad simbólica en los espacios públicos y privados lakota siendo las garantes de la resistencia cultural.

Además de las nativas norteamericanas, en Latinoamérica las genealogías de las mujeres ha sido un tema preponderante para las poetisas y escritoras indígenas quienes producen desde las voces y el saber de las ancestras,  sin  el  mercado  para  la  publicación  del  que  gozan  las norteamericanas.

Para María Isabel Pérez su madre y abuela son cimientos y base de su identidad como hñähñu. Cuando las evoca afirma que «su esencia vivirá en mi palabra, en mi andar y en mi sangre siempre» (Pérez, 2012: 196). También María Clara Sharupi, del pueblo Shuar, las rememora en su poema «Como puma herido»:

«Evoco la memoria de mi Madre pegada a un libro e hilando sus letras queriendo interpretar colores y sabores» (2012, versión digital).

Las citadas poetisas no provienen de culturas matrilineales, pero van hacia las genealogías de las mujeres y su legado, evocándolas desde el reconocimiento amoroso o para cuestionarlas, situación que se evidencia en un poema de la maya k’iche’ Rosa Chávez: «Elena me llaman por mi madre  por mi abuela acaso no merecía un nuevo nombre y crear mis propias desgracias» (Rosa Chávez, 2010:8).

Bien se problematiza a la madre y su herencia, pero se retorna inexorable a ella y a los vínculos con las ancestras:

«Y soy yo y mi madre y mi abuela y soy todas y ninguna Quizás sea otra» (Rosa Chávez, 2010:20).

En el ámbito de la acción política concreta, las indígenas reconocen la importancia de la genealogía de las mujeres para su formación como lideresas. Dicen las mapuches, quienes provienen de una cultura matrilineal, que «la presencia de la madre o la abuela constituyen un apoyo central en la formación de las mujeres líderes, ellas fueron las responsables de transmitir todos los conocimientos y valores a estas nuevas generaciones» (Anaiza Catricheo, María T. Huentequeo, Lorena Ñancupil y Francisca Quilaqueo, 2013:113-115). La machi, cuyo mundo de autoridad es la salud y la filosofía, encabeza gran parte de las ceremonias sagradas y rituales mapuche, siendo una figura que, junto al lonko (autoridad masculina de la comunidad), garantiza la organización social, política y económica.

Todas estas expresiones, de la potencia de las genealogías de las mujeres en las culturas matrilineales y matrifocales indígenas, dan cuenta de sociedades en donde las mujeres son más que diosas a las que se debe adoración o representantes de las diversas facetas de la feminidad. Somos las (re)productoras activas de las culturas, fungiendo como agentes capaces de transformarlas y generar conocimientos estratégicos para la resistencia frente a la opresión patriarcal y colonial. Creo, sin idealizaciones, que ancestralmente poseemos la llave para abordar el «desorden simbólico» del que habla Luisa Muraro o la «maraña de sentimientos» que describe Adrianne Rich. Problema inherente a las sociedades «que funcionan originalmente sobre la base del matricidio» (Irigaray, 1980:34), que deviene en la negación del parto filosófico de las mujeres y su correspondiente exilio del campo del saber. Así, nuestra resistencia radica en seguir aferradas y aferrados al nombre de la madre, ese origen que la cultura patriarcal occidental proscribe y que, en su proyecto de exterminio de los pueblos originarios, nos exige asesinar.

LAS ANCESTRAS HABLAN EN LAS ETERNAS LUNAS DEL ENCIERRO

Tradicionalmente, en la cultura wayuu todas la mujeres deben recibir los conocimientos que se transfieren en el paülujutu’u o encierro, pues es el espacio atávico que contiene la sabiduría acumulada por las mujeres de una familia.

Considerado un rito de paso, es una práctica que se realiza a partir de la menarquía y que inicia a las adolescentes en la adultez. La función que se le atribuye es la de preparar integralmente a las majayülü o jóvenes mujeres para la vida. Es un momento de introspección en el que sólo se comparte con las mujeres mayores de la familia, quienes brindan a la joven conocimientos en torno a los cuidados de la casa, las atenciones a dispensar sobre la pareja e hijos, la salud sexual y reproductiva, así como algunas prácticas mágico-religiosas.

En el encierro las mayores se dedican a cuidar a la encerrada, impidiendo que sea vista y restringiendo sus movimientos. Durante los días del sangrado debe permanecer acostada en una hamaca en un lugar elevado y evitando movimientos bruscos. En este período sólo podrá ser alimentada con una dieta especial en la que se prefieren lo líquidos.

Finalizado el sangramiento puede bajar de la hamaca y comienza a recibir los baños elaborados con plantas mágicas que se suponen brindan los atributos de firmeza y blancura de piel (kutte’ena), contribuyen a la elección de un buen esposo (wui´toi) o promueven el vigor para el trabajo (kushanai).

Creemos que la desobediencia de las normas del encierro ocasiona secuelas en el cuerpo, marcas o cambios negativos que afectan la belleza de la joven, su personalidad y la suerte que le depara.

La primera fase del encierro, en pleno sangramiento, implica el enclaustramiento, introspección y marginación (Mazzoldi, 2004). No es un tiempo para hablar o moverse, es una fase de incubación de la nueva vida como mujer joven. Durante este tiempo se recuerda la vida que se tenía como niña, mientras se espera con mucha impaciencia -y a veces tristeza- la adultez. En la fase de purificación, el cambio que más resiente es el corte de cabello, elemento que se guarda cuidadosamente para asegurar el éxito matrimonial. Estercilia Simanca Pushaina en El encierro de una pequeña doncella alude a esta transformación:

«Antes de mi encierro tenía mis cabellos por la cintura. Siempre desee cortarlos, como las profesoras alijunas que llegan a Uribia a dar clases en el internado donde yo estudiaba, con sus caritas rosaditas y sus cintitas de colores en la cabeza; pero nunca dejármelo tan corto, como me lo dejó  mamá.  La  culpa  de todo la tuvo la vieja Yotchón, quien decía que me lo cortaran hasta el pegue del cuero –Moocholokalü ekii– bien cortico- decía cada vez que mamá cortaba un mechón de mis cabellos. Yo sentía el sonido de la tijera haciendo desastres en mi cabeza y hasta tuve miedo de que mamá me volara una oreja.» (Pushaina, versión  digital).

Estas acciones forman parte del proceso de purificación en el que los baños y la ingesta de infusiones son cruciales para que la joven absorba los atributos que le permitirán ser una mujer sana, reconocida y admirada en el entorno comunitario. Todo lo que posea o toque debe ser nuevo, dejando atrás las mantas que usaba cuando niña y los juguetes que le pertenecían. Este rito que, antiguamente confinaba a la joven por años, culmina con una fiesta ritual (oyonna) donde se invita –según las capacidades económicas familiares- a un buen número de parientes y allegados que irán a conocer a la joven mujer.

Ahora bien, la concepción más común y generalizada del encierro es que tiene la función de proveer herramientas para la consecución de un buen matrimonio, alianza que puede proveer de buenos ingresos, a través de la compra de la novia, y lazos políticos para el beneficio de la familia. Aunque es cierto, cuando se asevera este hecho como única finalidad del rito se invisibiliza o trivializa la trascendencia de los conocimientos allí adquiridos y que forman parte de un patrimonio ancestral matrilineal que ha permitido a las mujeres wayuu enfrentar realidades adversas en el ámbito económico, emocional y social.

Por ejemplo, en el tiempo del encierro la práctica del tejido es vital, igual que el aprendizaje de los kaanas (diseños o patrones) que le permitirán hacer múltiples objetos utilitarios y artísticos que luego podrá vender para contribuir a la economía familiar. Debido a los prolongados períodos sin el compañero masculino que –generalmente- viven las mujeres wayuu, éstas dependen de los conocimientos adquiridos en el encierro para hacer de sus creaciones artísticas una fuente de trabajo.

Los consejos y narraciones de las mujeres que acompañan a la encerrada sirven para estimular a la joven a forjar independencia y rectitud. Una instructora wayuu expone algunas de las enseñanzas que impartió a su pequeña hermana:

«Le aconsejé a Mary que cuando hablara con un hombre tenía que portarse bien y no como antes; sin reírse, sin pena, sin voltear la cara a un lado ni bajar la mirada. Tiene que hablarlo perfectamente como una persona adulta (…) No vas a tener vergüenza cuando hablas» (Nelly Zambrano Uliana citada por Mazzoli, 2004:252).

Las narraciones o anécdotas que se reciben en el encierro, más que fábulas morales son alimentos psíquicos que permiten a las jóvenes afrontar circunstancias difíciles del mundo relacional. Cada relato contiene una fuerza aleccionadora o motivadora que permite las transformaciones necesarias para la prosecución de la vida. No sólo las palabras son aliento, Clarissa Pinkola afirma que podemos transmitir «esta sabiduría las unas a las otras con las palabras, pero también por otros medios. Una simple palabra, una mirada, un roce de palma de la mano, un murmullo o una clase especial de afectuoso abrazo son suficientes para transmitir complicados mensajes acerca de lo que se tiene que ser y el cómo se tiene que ser» (Pinkola, 1992/2008:251). Así, durante el encierro las actitudes de las mujeres de la familia van cambiando, pues la encerrada ya no es la misma. Inicialmente es tratada con mucho rigor y la transformación resulta un proceso doloroso para la joven, quien ya no puede realizar las actividades que acostumbraba. Con el paso del tiempo llega la adaptación y lo que alguna vez fue descontento pasa a ser rutina, tal como lo vivió la protagonista del relato del Estercilia Simanca:

«Así fue transcurriendo el tiempo y el encierro de Iiwa era cada vez más satisfactorio para su madre y sus institutrices (…) Iiwa escuchaba atenta a las indicaciones dadas por su madre y por sus viejas institutrices. Tomaba los brebajes preparados por la vieja Jierrantá sin chistar. La vieja Yotchón al ver el nuevo comportamiento de Iiwa dejó de llamarla juche’e puliikü – oreja de burro- y empezó a tratarla con respeto y más cariño.» (Pushaina, versión digital).

A pesar de su potencia, el encierro es una práctica cultural que resiste con dificultad a la penetración de la cultura criolla, la familia nuclear y la patrilinealidad, en detrimento de la matrilinealidad ancestral. El quiebre que genera la patrilinealidad ha trastocado la legitimidad de las mujeres wayuu y su sabiduría, pues se exalta la prepoderancia de la función reproductiva masculina y el saber androcéntrico, representado muchas veces por las instituciones del mundo alijuna. La educación formal es una de ellas, siendo un Derecho Humano valioso y necesario pero un instrumento que contribuye al trabajo de la colonialidad del saber. Los espacios escolares de las comunidades originarias –con pocas excepciones- alijunizan a las y los indígenas, bajo la premisa de la educación formal como forma de superar el primitivismo, diluyendo y negando los saberes ancestrales que atentan contra status quo del patriarcado colonialista. Restarle importancia al encierro ocasiona una cicatriz en la subjetividad de una mujer wayuu. Aunque al principio a la adolescente no le resulte una molestia, al crecer el mundo de las mujeres wayuu le pedirá cuentas por haber prescindido del rito. Incluso se le mirará diferente, como a una extraña con cara india pero despojada de las voces de las ancestras. Algo parecido a lo que viven quienes no son hablantes del idioma indígena y que son percibidos como indígenas de segunda clase, desarraigados.

Dicen las abuelas que «si se pierde la ley se pierde el juicio, disciplina, seriedad. Lo que se adquiere en el encierro de una vez, es la voluntad, el juicio» (Eudoxia Gonzales citada por Maya Mazzoli, 2004: 265). La amenaza de abandonar ritos como el encierro está latente y es nuestra tarea retomarlo, mas no para volver a lo que pudimos ser en el pasado sino como un espacio para repensarnos como mujeres indígenas y construir allí identidad para la resistencia.

El encierro nos signa como mujeres wayuu adultas pero a la vez nos inaugura como depositarias del antiguo conocimiento del orden simbólico de la madre, constituido por la sabiduría primigenia de la Mma que trasciende el principio de los tiempos.

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Alicia Moncada

Licenciada en Artes de la Universidad Central de Venezuela. Investigadora y docente de la Fundación Juan Vives Suriá - Escuela de Derechos Humanos de la Defensoría del Pueblo. Tesista de la Maestría en Estudios de la Mujer, FACES, UCV