Por un Pacto Ecosocial con la desobediencia

Por definición un pacto plantea un acuerdo entre dos o más partes, muchas veces solemne, donde se establece una obediencia a cumplir los puntos establecidos en lo que puede ser o no un contrato formal, en ocasiones conseguido incluso debajo de la mesa.

Tan agobiante definición puede generar confusiones, más cuando erradamente se mete en un mismo saco a todos los pactos nacidos en estos convulsos tiempos. Pese a ello, el Pacto Ecosocial del Sur no plantea un acuerdo formal para cumplir una hoja de ruta cerrada ni propone un listado de demandas dirigidas a los gobernantes. No es un pacto con el poder, ni para acceder al poder; este pacto enuncia ideas de cambio de las fuerzas sociales que lo impulsan.

Vivimos la peor crisis moderna de la humanidad; una crisis que rebasa al azote sanitario del coronavirus pues se descubren las fracturas multifacéticas y sistémicas de la civilización dominante. En medio de esa crisis, y pese al aislamiento físico, un grupo de personas sintonizadas desde hace tiempo elaboró un documento corto proponiendo -lo que a mi juicio es- un pacto con la desobediencia, buscando alternativas sistémicas y concertadas con diversos procesos sociales.

En clave de transiciones (en plural), sin olvidar el horizonte utópico, se plantean nueve puntos de acción:

  • una transformación tributaria solidaria donde “quién tiene más, paga más”; anular las deudas externas estatales y construir una nueva arquitectura financiera global, como primer paso de reparación histórica de la deuda ecológica y social contraída por los países centrales desde la colonia;
  • crear sistemas nacionales y locales de cuidado donde la sostenibilidad de la vida sea el centro de nuestras sociedades, entendiendo al cuidado como un derecho que exige un papel más activo del Estado en consulta y corresponsabilidad permanente con pueblos y comunidades;
  • salir de la trampa de la pobreza extrema con una renta básica universal que sustituya las transferencias condicionadas focalizadas de herencia neoliberal;
  • impulsar la soberanía alimentaria combinada con políticas que redistribuyan la tierra, el acceso al agua y una profunda reforma agraria, alejándose de la agricultura industrial de exportación y sus nefastos efectos socioambientales;
  • construir economías y sociedades postextractivistas para proteger la diversidad cultural y natural desde una transición socioecológica radical, impulsando salidas ordenadas y progresivas de la dependencia del petróleo, carbón y gas, de la minería, y de los grandes monocultivos, frenando la deforestación masiva;
  • recuperar y fortalecer espacios de información y comunicación desde la sociedad, actualmente dominados por los medios de comunicación corporativos y las redes sociales que forman parte de las corporaciones más poderosas de nuestros tiempos, para disputar los sentidos históricos de convivencia;
  • fortalecer la autonomía y sostenibilidad de las comunidades locales frente a la fragilidad de las cadenas globales de producción, para potenciar la riqueza de los esfuerzos locales y nacionales;
  • y, concluyendo este listado siempre preliminar, propiciar una integración regional y mundial soberana favoreciendo los sistemas de intercambio local, nacional y regional, con autonomía del mercado mundial globalizado y enfrentando al monopolio global corporativo.

Muchas de estas ideas aparecen en otros documentos elaborados en estos años, no solo durante la pandemia. La diferencia radica en que este Pacto Ecosocial propone acciones concretas a corto plazo sin olvidar las utopías y la imperiosa necesidad de construir imaginarios colectivos, para acordar un rumbo compartido de transformaciones radicales y una base para caminar con plataformas de lucha en los más diversos ámbitos de nuestras sociedades.

La crisis desnudada por la pandemia ha potenciado las desigualdades y muestra, quizás con más brutalidad que antes la incertidumbre y fragilidad de nuestro futuro, siempre en juego. Nos toca enfrentar un mundo desigual e inequitativo en extremo, plagado de todo tipo de violencias (patriarcales, racistas, extractivistas…) que aumentan aceleradamente con la pandemia. Pero también es una enorme oportunidad para (re)construir nuestro futuro desde principios básicos para una vida digna: el cuidado, la redistribución oel reparto, la suficiencia y la reciprocidad, desde bases comunitarias y autonómicas antes que estatales. En concreto, el campo principal de acción aparece en donde podemos actuar propiciando vidas mancomunadas, en espacios comunes: plurales y diversos, con igualdad y justicia, con horizontes construidos colectivamente, para resistir el creciente autoritarismo y construir simultáneamente todas las alternativas posibles.

En realidad este Pacto viene desde abajo, desde los movimientos sociales y la Madre Tierra (origen y base de todos los derechos); eso sin ocultar la responsabilidad de quienes lo redactaron. Este Pacto surge, en definitiva, desde múltiples luchas de resistencia y de re-existencia en nuestra región, incluso se sintoniza con la larga memoria de los pueblos originarios, algunas de cuyas más importantes organizaciones lo respaldan.

Así, desde esas luchas, reflexiones y realidades se propone este Pacto Social, Ecológico, Económico e Intercultural desde el Sur, desde América Latina, desde Abya Yala y Afro-Latinoamérica, proyectándolo a los sures del mundo, convocando a desobedecer y confrontar al poder para enterrar al mundo del capital y crear un mundo nuevo. Y para conseguirlo, caminando desde el aquí y el ahora, quienes escribimos este Pacto buscamos horizontes de transformación civilizatoria, en esencia postcapitalistas, tanto para superar el antropocentrismo, como la colonialidad, los racismos y el patriarcado. El fin es construir un mundo donde quepan muchos mundos -un pluriverso- pensados desde las perspectivas, deseos y luchas de los pueblos y sus derechos.-

Fuente: https://rebelion.org/por-un-pacto-ecosocial-con-la-desobediencia/

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La geografía como verbo, no como sustantivo.

Por: Alberto Acosta

 

La geografía debe cumplir un servicio mucho más importante.

Debe enseñarnos, desde nuestra más tierna infancia,

que todos somos hermanos,

cualquiera que sea nuestra nacionalidad

Piotr Kropotkin  

Constituye un gran honor abrir una conferencia de geógrafos y geógrafas en un país como Ecuador, cuyo nombre proviene de una línea imaginaria, producto del trabajo de una comisión científica que tenía que ver con geografía. Cuando en el siglo XVIII se discutía si la Tierra estaba achatada por los polos o por la mitad, se optó por enviar una misión a que midiera la longitud del arco del meridiano en “el ecuador de la Tierra”. El trabajo que realizaron los geodésicos franceses, entre los que se destacó Charles Marie de La Condamine, con el concurso activo de un nativo de estas tierras: Pedro Vicente Maldonado, marcó una época de discusiones científicas en Europa. [3] Ese esfuerzo científico, relacionado con una línea imaginaria, nos dejó de herencia el nombre de esta república andina: Ecuador.

En Francia se había decidido que esta medición estuviera a cargo de dos comisiones científicas: una en estas tierras ecuatoriales y, simultáneamente, otra en las tierras árticas. Se optó por enviar dicha misión a los Andes, en la Real Audiencia de Quito, que formaba parte de la colonia española. Las otras opciones en la línea ecuatorial no eran las mejores: África ecuatorial no estaba explorada, es decir que aún no había sido colonizada; Borneo no se había abierto al mundo; y la Amazonía tenía unas características inadecuadas por la espesura de sus selvas.

Motivado por este antecedente, asumí la tarea, reconociendo que no soy un geógrafo profesional, pero que durante mi vida he sentido una atracción permanente por esta ciencia cuya vivencia rebasa ampliamente los gabinetes de académicos y expertos. Del “cuarto de mapas” al mapa satelital.

Es evidente que los mapas no hacen a la geografía, pero no es menos cierto que estos son instrumentos fundamentales para esta ciencia y sus aplicaciones; y para muchas personas, como fue en mi caso, la puerta de entrada a la geografía se da a través de los mapas. En la década de los cincuenta, durante la escuela, y luego en el siguiente decenio, en el bachillerato, el “cuarto de mapas” ejercía una atracción especial. El maestro extraía de allí unos cartones o unos lienzos, muchas veces llenos de colores, en donde “asomaba” el mundo, el país, la provincia, el barrio… Poco a poco estas mapotecas, de pergaminos apolillados y amarillados por el tiempo, fueron cambiando para incluir mapas en relieve y de colores aún más vistosos, con mapamundis, atlas temáticos… Este esfuerzo de aprendizaje lo completábamos haciendo mapas, ya sea dibujándolos o fabricándolos en relieve con papel maché…

Desde entonces, tres mapas dan todavía vueltas por mi cabeza. El de Juan Gualberto Pérez, un mapa de Quito, impreso en 1888 en París, que presenta “todas las casas” de la ciudad, orientado hacia el occidente, no hacia el norte, en donde está el volcán Pichincha… Con el tiempo entendería que en ese mapa aparecen las casas construidas para determinados segmentos de la sociedad, no necesariamente las viviendas de los constructores, es decir, de los albañiles y peones, sobre todo indígenas, que construyeron Quito. El mapa del geógrafo alemán Teodoro Wolf, impreso en Leipzig, en 1888, resulta por igual inolvidable, con una estructura alargada que recoge y resalta el eje norte-sur de Ecuador, teniendo en su costado izquierdo inferior las islas Galápagos y en su parte inferior derecha toda la Amazonía ecuatoriana que, en ese mapa, llegaba hasta Tabatinga en el Brasil; allí se destaca una leyenda: “Zonas poco conocidas habitadas por indios salvajes”, frase que para mí cobraría vida, con los años, al comprender el trato que ha recibido en esa región ―y en Ecuador entero― el mundo indígena. Y ese enorme país imaginario se plasma por igual en otros mapas que reproducen su supuesta grandeza; en este tercer caso me refiero al mapa de fray Enrique Vacas Galindo, de factura parisina, impreso en 1906, en donde Ecuador por el norte incluye al puerto de Buenaventura, con Pasto, Popayán, Cali, Buga, Champanchica y Guarchicona; por el sur llega hasta el Alto Ucayali, casi lindando con Bolivia, y en el extremo oriental, nuevamente se topa con Brasil . [4]

Recuerdo también que, a más de los mapas, esta materia escolar y colegial demandaba mucha memoria: ríos, montes, lagos, hoyas, cabos, golfos, ciudades, países… había que aprenderlos todos, muchas veces en el orden correspondiente. A pesar de lo poco pedagógico que resultaba este método memorístico, muchas veces impuesto de forma brutal ―sobre todo en el colegio―, no perdí nunca mi afición por la geografía. Para probar nuestra memoria, una de las preguntas recurrentes era saber con precisión en qué cuenca oceánica desembocan los ríos andinos: en el Pacífico o en el Atlántico. Por cierto, pasarían también muchos años para comprender lo importante que es saber por dónde corren y en dónde desembocan los ríos; así, por ejemplo, en estos días, con la pretendida explotación de minerales en el páramo de Quimsacocha, en la provincia ecuatoriana de Azuay, que está siendo detenida por sus comunidades, que están en contra de gobiernos y mineras, afloran las amenazas de esta actividad extractivista para los tres ríos que nacen en ese páramo: el Tarqui, que luego de bañar tierras azuayas fluye por la Amazonía hasta llegar al Atlántico; el Yanuncay, que suministra la tercera parte del líquido vital a Cuenca, y que va también por la vía amazónica; mientras que el tercer curso fluvial, que tiene su origen en la misma región andina, llega al Pacífico regando amplias zonas agrícolas en la costa ecuatoriana…

La geografía me llegó también por otras vías. Los libros de aventura llenaron de vida los mapas y los accidentes geográficos aprendidos de memoria. Julio Verne y Emilio Salgari destaparon mi imaginación y el deseo de conocer otras realidades, otros mundos. Un libro que me regaló mi abuelo, cuando cumplí once años, es decir, hace ya seis décadas, La tierra y sus recursos, de Leví Marrero, impreso en La Habana (1957), me encaminó, sin entenderlo a cabalidad en ese entonces, a una primera lectura de los extractivismos, pues de eso precisamente trata este texto: los recursos de la naturaleza explorados, explotados, mercantilizados en nombre del desarrollo. Recordemos que en 1949, un par de años antes, había empezado la mayor cruzada de la humanidad por alcanzar el desarrollo; varias décadas después entendería que tal desarrollo no es más que un fantasma.

Desde una vertiente menos lúdica que la ofrecida por las aventuras de Verne, me nutrí de los viajes de Alexander von Humboldt, considerado por muchos como el “segundo descubridor de América”. Este científico alemán marcó una época con su viaje por estas tierras entre 1799 y 1804. Fue un personaje que, durante sus travesías, sin que con esto desmerezca sus aportes, muchas veces “descubría” lo que ya se sabía en el mundo indígena; por ejemplo, el sistema fluvial que une el Orinoco con el Amazonas o la misma corriente… de Humboldt.

Eran épocas de rápidos cambios tecnológicos. Del radio a tubos se pasaba al transistor. Aparecían las primeras televisiones a blanco y negro. Comenzaban los viajes al espacio: el soviético Yuri Gagarin, el miércoles 12 de abril de 1961 , sería el primer ser humano en viajar al espacio en la nave Vostok 1; desde allí mandó un mensaje potente de indudable actualidad justo cuando vio la Tierra desde lo alto: “Pobladores del mundo, salvaguardemos esta belleza, no la destruyamos”, nos dijo. Y con eso se confirmó, una vez más, que el planeta es redondo, como lo habían visualizado Pitágoras, Eratóstenes de Cirene, Nicolás Copérnico… y que, de hecho, había sido comprobado por Cristóbal Colón. Valga señalar en este punto que en nuestro mundo no faltan quienes creen todavía que la Tierra es plana, o que también hay una geografía propia de una Tierra subterránea.

Sin entrar en más detalles, lo cierto es que mi trajinar por el mundo me llevó a estudiar geografía económica en la Universidad de Colonia, Alemania, en los años setenta. Allí, en un curso sobre los recursos naturales, el profesor Hans Michaelis me presentó por primera vez unos mapas satelitales. Entonces también, en un curso sobre movilidad humana, pude estudiar, desde una perspectiva geográfica, los flujos migratorios en la Europa de la posguerra, cuando las oleadas de trabajadores extranjeros que llegaban a Alemania desde diversas regiones del viejo continente configuraban un proceso de círculos concéntricos, que se extendían paulatinamente desde las periferias más cercanas a las más lejanas.

Desde entonces, el salto ha sido cada vez más vertiginoso. Hoy, los mapas de Google o el GPS o la misma tecnología G-5 ya no nos sorprenden. La explosión globalizante de las tecnologías no puede, sin embargo, ocultar la realidad de un mundo dominado por una civilización, la civilización capitalista que globaliza y desglobaliza acelerada y permanentemente… haciendo y deshaciendo los mapas en función de las apetencias del poder, como veremos más adelante.

La locura de un mundo cada vez menos humano

Sin negar cuán importantes son los veloces avances tecnológicos ―tanto los de las últimas décadas como aquellos por venir― es evidente que estos no siempre benefician a toda la humanidad. Por ejemplo, hay segmentos enormes de la población mundial que no acceden por igual a la informática. Aun hoy, en pleno siglo XXI, cientos de millones de personas no han tenido contacto con internet . Y muchos que sí lo tienen son verdaderos analfabetos tecnológicos: son prisioneros de nuevas tecnologías que no conocen ni pueden usar a plenitud, al tiempo que devienen cada vez más en adictos sumisos, pasivos y dominados de ellas y sus empresas.

Además, tanto avance tecnológico no es indispensable para resolver los graves problemas sociales que afectan a la humanidad, por ejemplo, el hambre. Producimos alimentos en el planeta que cubrirían las necesidades de 10 u 11 mil millones de personas, más que suficiente para los actuales 7,6 mil millones de humanos; pero bien sabemos que diariamente se van con hambre a su casa ―si es que la tienen― entre 800 millones y mil millones de personas. De hecho, las soluciones frente a la urgencia de asegurar los mínimos nutricionales para todos los habitantes del planeta no pasan por más tecnología alimentaria, ni más productividad. Basta ver cómo cada año alrededor de un tercio de todos los alimentos producidos en el mundo se desperdician. A más de la inequidad en su distribución, se los produce para saciar el hambre del automóvil o incluso por razones especulativas. Y todo esto devastando la biodiversidad en tanto se priorizan actividades agrícolas rentables para el capital sustentadas en el monocultivo y en el uso destructor de agroquímicos y organismos genéticamente modificados.

Más grave aún es ver cómo los avances tecnológicos recientes han devenido en “ una herramienta capaz de controlar multitudes con la misma eficacia que el control individualizado. Las tecnologías que se han desarrollado en los últimos años, muy en particular la inteligencia artificial, van en esa dirección… se desarrollan prioritariamente aquellas que son más adecuadas para el control de grandes masas ”, explica Raúl Zibechi (2018, párr. 2). Un ejemplo es el monitoreo absoluto chino: el sistema de vigilancia del país más poblado del mundo llegó a la identificación facial ―logro de ciencia-ficción―; ya han instalado 176 millones de cámaras de vigilancia, y hasta el 2020 esperan haber colocado otras 200 millones. Nadie puede dudar que vivimos en una época de dominación tecnológica, que como anota el mismo Zibechi: “ es parte de la brutal concentración de poder y riqueza en los estados, que son controlados por el 1 por ciento más rico ” (2018, párr. 7).

Las redes sociales, que parecían liberalizadoras, incluso democratizadoras (recordar la Primavera Árabe), son cuestionadas. George Soros, [5] el gran especulador global, en el Foro del 1 % más Rico, en enero del año 2018, en Davos, afirmó que mientras petroleras y mineras explotan el medio ambiente, las redes sociales explotan el ambiente: influyen en cómo la gente piensa y actúa, implicando un riesgo para la democracia (volviéndose hasta un problema de salud pública). Facebook, propietaria de Instagram y WhatsApp, registra más de 2130 millones de personas como parte de su comunidad, mientras que 332 millones tienen cuenta de Twitter; estas cifras crecen diariamente. El 67 % de adultos norteamericanos declara informarse vía redes sociales. Estas no necesariamente crean la información, pero sí la priorizan según las necesidades de los negocios involucrados, es decir, de la acumulación de sus capitales.

Esta afirmación obviamente repercute en la economía global, pues las redes sociales y sus desarrollos tecnológicos son monopolizados por pocas grandes transnacionales, que combinan el control de la información con la especulación financiera, en un ejercicio de acumulación global inaudito.

Esos “logros” del progreso provocan violencias múltiples, propias de un sistema que ahoga toda dimensión vital. Productivismo y consumismo, alentados desde el ansia de lucro incesante, el patológico “amor al dinero” (Keynes 1930) [6] y al poder que este representa, [7] crean una “civilización del desperdicio” (Schuldt 2013) destinada al abismo. Sin duda, esta es “la era de la supervivencia” (Giraldo 2014), donde la especie humana se juega su futuro en cada paso. Un acertijo de escasas soluciones, peor si se confirma que “la estupidez es una fuerza cósmica democrática. Nadie está a salvo. Y ya sea en el norte, el sur, el este o el oeste, cometemos las mismas estupideces una y otra vez. Parece existir algo que nos hace inmunes a la experiencia” (Max-Neef 2017).

Tanto avance tecnológico, atado casi siempre a la voracidad de acumulación del capital, ha contribuido a la destrucción ambiental, en la medida que se subordina la naturaleza a las demandas de dicha voracidad. El resultado de la tendencia a la mercantilización de la naturaleza es la continua ruptura del “metabolismo” entre el mundo social y natural; ruptura en donde los límites naturales van siendo superados dramáticamente, poniendo en riesgo tanto a la vida humana como a cualquier forma de vida dentro del planeta. Basta mencionar algunos potenciales efectos de esa tendencia a la mercantilización natural en tiempos capitalistas: la emisión de gases de efecto invernadero y el calentamiento global causado por la actividad humana [8] (que va llegando a temperaturas récord, como en el caso de los océanos); la acelerada pérdida de biodiversidad y procesos de extinciones masivas, lo cual está amenazando seriamente el suministro mundial de alimentos; el incremento de las migraciones forzadas a causa de la mortal combinación de cambio climático y conflictos bélicos; la deforestación de la Amazonía; la exacerbación del extractivismo, el cual trae consigo corrupción, profundización de relaciones racistas y patriarcales, violencia (incluyendo el asesinato de quienes se oponen al extractivismo) y demás efectos socioterritoriales; la latente amenaza generada por un creciente gasto armamentístico, por un lado, y el peligro nuclear por otro… Todo esto como parte de la mencionada “civilización del desperdicio”, como brillantemente lo demostró Schuldt (2013).

Frente a esta indiscutible realidad cabe preguntarnos: ¿cuál es el papel que cumple la geografía?

Los mapas como herramienta del poder

La geografía tiene un enorme potencial político. Eso es indiscutible. Ha servido y sirve para ordenar los territorios, inclusive para organizar y hasta dirigir la sociedad y la producción en el espacio, partiendo muchas veces de la ubicación ―no siempre exacta― de determinados accidentes geográficos o la supuesta existencia de recursos naturales. Se puede afirmar, entonces, que ―para bien o para mal― la geografía tiene que ver con el poder, en términos amplios.

Por esa razón, por mucho tiempo, e inclusive en la actualidad, a la geografía, más específicamente a la cartografía, se le confunde con el Estado. La elaboración de mapas es vista todavía hoy como una atribución estatal; el mejor ejemplo de esta afirmación es la posición aún dominante que tiene el Instituto Geográfico Militar en Ecuador, cuyos mapas fueron cotizados tesoros en otras épocas y que hoy son todavía indispensables para procesos judiciales, por ejemplo. Y si los mapas son o han sido casi un monopolio del poder, la enseñanza de la geografía también aparece inmersa dentro de esas estructuras. En síntesis, la geografía se presenta ―desde esa perspectiva― como una ciencia positivista, íntimamente relacionada con otras ciencias de carácter imperial como la economía (Acosta 2015). En ese sentido, constituye un dispositivo de poder propio inclusive de la cultura oficial de los estados.

Sería largo recordar cuántos conflictos se han desarrollado desde la misma elaboración o interpretación de los mapas. Su manipulación ha estado permanentemente presente. No han faltado mapas que se han relacionado con explicaciones de conflictos bélicos. A modo de ejemplo, bastaría recordar que la geografía y su utilización han sido elementos de la historia limítrofe de América Latina, desde la época colonial. Es decir, han sido componentes de dolorosas disputas territoriales; también han sido y aún son parte de la construcción o destrucción del poder.

En mi caso, incluso sin ser geógrafo profesional, o quizás por no serlo, entendí pronto que el poder controla ―o al menos lo intenta― los mapas, que la geografía puede ser y es muchas veces una herramienta de dominación, y que detrás de los mapas hay inclusive ideología… La pregunta muchas veces no es solo qué enseñan o quieren enseñar los mapas, sino qué es lo que ocultan. En síntesis, un elemento determinante en el análisis de los mapas tiene que ver con los efectos de poder que estos trasmiten. Su publicación es por definición un acto político. Su función es sencilla: consolidar o inclusive cuestionar una determinada estructura de poder.

Uno de los casos recientes, y por cierto sonados, es la manipulación cartográfica en relación con la Iniciativa Yasuní-ITT (Acosta 2014). Ecuador sorprendió al mundo en el año 2007, cuando propuso oficialmente dejar en el subsuelo del Yasuní, en plena Amazonía, un significativo volumen de petróleo. Esta propuesta, que surgió mucho antes desde la sociedad civil, no alcanzó a consolidarse a nivel oficial debido a las inconsistencias y las contradicciones del entonces presidente Rafael Correa. Por cierto, también pesó la insensibilidad de los gobiernos de los países más poderosos, que no quisieron asumir sus responsabilidades. Definitivamente, no es cierto que “la iniciativa se adelantó a los tiempos, y no fue comprendida”, como dijo el primer mandatario ecuatoriano, el 15 de agosto de 2013, al anunciar su finalización; en realidad quien no la comprendió y no estuvo a la altura del reto propuesto por la sociedad ecuatoriana al mundo fue el propio expresidente Correa. Y no solo eso, cuando el exmandatario enterró públicamente la Iniciativa Yasuní-ITT se produjo un cambio de rumbo de 180°. Muchos de los argumentos esgrimidos durante seis años dentro y fuera del país para impulsar esta iniciativa fueron olvidados o simplemente negados. La protección de una biodiversidad extremadamente frágil, de la noche a la mañana pasó a ser algo fácil de asegurar. La emisión de CO2 dejó de ser motivo de preocupación. Los potenciales ingresos que generaría el petróleo exportado, como por arte de magia, más que se duplicaron. Simultáneamente, se ofreció a la sociedad la esperanzadora noticia de que, ahora sí, con el crudo del ITT Ecuador ampliaría sustantivamente su horizonte petrolero y por fin se podría erradicar la pobreza… Pero lo que nos interesa en este punto es destacar la manera más grotesca y burda como los pueblos ocultos o en aislamiento voluntario fueron literalmente desaparecidos… de los mapas. Dichos pueblos aparecían en los mapas oficiales hasta el 22 de abril del 2013, antes de ser borrados desde el 24 de agosto del mismo año.

Este acto se enmarca en los procesos históricos de permanente negación de los indígenas o de blanqueamiento de las sociedades. Procesos en los que la cartografía siempre jugó un papel importante para el saqueo y la dominación, como ya anotamos en el caso del mapa de Teodoro Wolf. Ese trajinar comienza con la cartografía hecha por el Papa, cuando dividió Abya Yala entre Portugal y España con el Tratado de Tordesillas (1494); tal cartografía autorizó a los imperios a territorializar y a explotar los recursos naturales y a sus poblaciones… punto de partida de la conquista y colonización, presentes todavía en las actuales épocas republicanas.

¿Qué buscaban los europeos cuando llegaron a América? ¿Qué buscan las transnacionales en la actualidad? ¿Qué pretenden los distintos gobiernos, progresistas o neoliberales?, son algunas preguntas de indudable vigencia.

Cristóbal Colón, con su histórico viaje en 1492, sentó las bases de la dominación colonial, con consecuencias indudablemente presentes hasta nuestros días. Colón buscaba recursos naturales, especialmente especerías, sedas, piedras preciosas y, sobre todo, oro. Él, quien llegó a mencionar 175 veces en su diario de viaje a este metal precioso, consideraba que “el oro es excelentísimo; del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega incluso a llevar las almas al paraíso” (Colón 1986).

Su viaje, en consecuencia, abrió necesariamente la puerta a la conquista y la colonización. Con ellas, en nombre del poder imperial y de la fe, empezó una explotación inmisericorde de recursos naturales. Con la llegada de los europeos a Abya Yala, por efecto, especialmente, del robo y del saqueo, de la sobreexplotación de la mano de obra y del aparecimiento de desconocidas enfermedades en estas tierras, se produjo un masivo genocidio. Esta auténtica hecatombe demográfica se llevó a cabo, en última instancia, en nombre del progreso y de la civilización occidental y cristiana.

Para sostener la producción amenazada por dicho genocidio, se recurrió al violento traslado forzoso de gran cantidad de mano de obra africana esclava. La esclavitud, existente en el mundo desde mucho tiempo atrás, fue un puntal de la colonización europea y permitió el desenvolvimiento global del naciente capitalismo. Fue un importante aporte para el proceso de industrialización al ser una fuerza de trabajo en extremo barata. Esto lo reconocería con claridad Carlos Marx (1846):

Sin esclavitud no habría algodón; sin algodón no habría industria moderna. La esclavitud ha dado su valor a las colonias, las colonias han creado el comercio universal, el comercio universal es la condición necesaria de la gran industria. Por tanto, la esclavitud es una categoría económica de la más alta importancia.

El espíritu inicial de la conquista se plasmó en sucesivos “descubrimientos” de nuevos territorios por su potencial en recursos naturales. Así, el “descubrimiento” económico del Amazonas se cristalizó en 1640, cuando el padre Cristóbal de Acuña, enviado del rey de España, informó a la Corona sobre las riquezas existentes en los territorios “descubiertos” por Francisco de Orellana (1540). Acuña encontró maderas, cacao, azúcar, tabaco, minas, oro… recursos que aún alientan el accionar de los diversos intereses de acumulación nacional y transnacional en la Amazonía.

Desde aquella época arrancó una larga y sostenida carrera tras de El Dorado, que aún no concluye… Oro se buscaba, oro se busca. Cuánta vigencia tiene. La afirmación de Adam Smith (1776): “Cuando estos aventureros arribaban a alguna costa desconocida, preguntaban si en aquellos países había oro, y por los informes que les daban sobre el particular, resolvían o dejar el país, o establecerse en él”.

En la etapa republicana las violencias desatadas por la voracidad de la conquista y la colonización no concluyeron. Aumentaron. Fue el inicio de la cartografía de la dominación.

La maldición de la abundancia

Desde entonces estas economías están, como se ha demostrado a lo largo de la historia, estrechamente vinculadas al mercado mundial. De allí surgen los impulsos para ampliar o no la frontera extractivista y la economía misma. Y cuando las reservas de algún producto declinan o se ven afectadas por cambios tecnológicos, los gobiernos concentran su atención en otros recursos naturales. En todo este empeño conquistador, las geografías dominantes y dominadoras tienen mucho que decir.

La dependencia de los mercados foráneos, aunque paradójico, es aún más marcada en épocas de crisis. Hay una suerte de bloqueo generalizado de aquellas reflexiones inspiradas en la simple lógica. Todos o casi todos los países con economías atadas a la exportación de recursos primarios, caen en la trampa de forzar las tasas de extracción de dichos recursos cuando sus precios caen. Buscan, a como dé lugar, sostener los ingresos provenientes de las exportaciones de bienes primarios. Esta realidad beneficia a los países centrales: un mayor suministro de materias primas ―petróleo, minerales o alimentos―, en épocas de precios deprimidos, ocasiona una sobreoferta, reduciendo aún más sus precios. Todo esto genera un “crecimiento empobrecedor” (Baghwaty 1958).

Cabría pensar también en el vínculo que tienen los precios de los productos primarios de exportación con los grandes ciclos de la economía capitalista mundial identificados, por ejemplo, por Nikolai Kondratieff (1935). Al mismo tiempo, convendría revisar el vínculo de esos ciclos y aquellos que influyen particularmente a las economías extractivistas, que de una u otra manera juegan un papel subordinado en estos procesos de profundas transformaciones tecnológicas, al tiempo que con sus materias primas subvaloradas contribuyen a financiar dichos cambios.

En este tipo de economía extractivista, con una elevada demanda de capital y tecnología, que funciona como un enclave ―sin integrar las actividades primario-exportadoras al resto de la economía y de la sociedad― el aparato productivo en extremo orientado a la economía internacional queda sujeto a las vicisitudes del mercado mundial. En este entorno, la geografía extractivista, la de los recursos naturales como la mencionada por Leví Marrero, juega un papel preponderante.

Estas economías extractivistas quedan aún más vulnerables a la competencia de otros países en similares condiciones, que buscan sostener sus ingresos sin preocuparse mayormente por un manejo más adecuado de los precios. Las posibilidades de integración regional, indispensables para ampliar los mercados domésticos, se frenan si los países vecinos producen similares materias primas, compiten entre sí e incluso deprimen sus precios de exportación en vez de encadenar en un solo bloque sus procesos productivos. Y la integración deviene en un esfuerzo, cartográficamente recogido, de vinculación de las riquezas naturales regionales ―minerales, petróleo, diversidad, agua, etc.― con el mercado mundial. Esta tendencia presenta una perspectiva global y glocal, siempre transnacional, con sus consiguientes enclaves. Los mejores ejemplos los tenemos con la Iniciativa en Infraestructura Regional Sudamericana (IIRSA) o Consejo Sudamericano de Infraestructura y Planeamiento (COSIPLAN): proyectos de integración sustentados en “portafolios de inversiones violentas/sangrientas”.

Eso no es todo. Recurriendo a la simple lógica, es imposible aceptar que todos los países productores de bienes primarios similares ―que son muchos― crezcan esperando que la demanda internacional sea suficiente y sostenida para garantizar un desempeño satisfactorio de sus economías.

Un punto medular. El control real de las exportaciones nacionales depende de los países centrales, aun cuando no siempre se registren importantes inversiones extranjeras en actividades extractivistas. Incluso muchas empresas estatales de economías primario-exportadoras (con la anuencia de los respectivos gobiernos, por cierto) parecerían programadas para reaccionar únicamente a impulsos foráneos. Y no solo eso, pues sus operaciones con frecuencia producen impactos socioambientales tan o más graves que los de las empresas transnacionales; en ocasiones estos entes estatales levantan la bandera del nacionalismo para romper las resistencias de las comunidades que se oponen a la ampliación de la frontera petrolera o minera. Es el accionar de empresas transnacionales y estatales, bajo una misma lógica motivada por la demanda externa, el que influye decididamente en las economías primario-exportadoras.

Casi complementando lo anterior, han sido y son muy limitados (o definitivamente no los hay) los encadenamientos que potencien nuevas líneas productivas, incluso desde las propias actividades extractivistas. Son muy pocos o definitivamente inexistentes los conglomerados productivos para el mercado interno o para ampliar y diversificar la oferta exportable. Tampoco hay una adecuada distribución del ingreso, y a la postre, ni los necesarios ingresos fiscales, porque estos siempre son desbordados por demandas reprimidas o ficticias. Y no solo eso, pues esta modalidad de acumulación (capitalista) orientada en extremo hacia afuera fortalece un esquema cultural dependiente del exterior, que minimiza o definitivamente margina las culturas locales. Asimismo, se consolida un “modo de vida imperial” (Brand y Wissen 2017) en las élites y las clases medias, con un efecto “demostración” incluso en segmentos populares.

Debido a estas condiciones y a las características tecnológicas de las actividades extractivistas, como la petrolera, minera o monocultivos, no hay una masiva generación directa de empleo. El procesamiento de dichas materias primas en los países industrializados es el que demanda una mayor cantidad de mano de obra, no su extracción. Esto explicaría también la contradicción que se da en países que son ricos en materias primas donde, en la práctica, la masa de la población no tiene empleo o cae en el subempleo y, como consecuencia, está empobrecida; mientras que en los países ricos la producción se orienta al consumo de masas, en los que son pobres casi siempre está direccionada al consumo de élites que, encima, consumen una gran cantidad de productos importados.

Esta modalidad de acumulación no requiere del mercado interno ―lo que se plasma en mapas que demuestran la orientación de las vías de comunicación hacia los centros de exportación― e incluso puede funcionar con salarios decrecientes. No hay una presión social que obligue a reinvertir en mejoras de la productividad ni a respetar la naturaleza. Es más, la renta de la naturaleza, en tanto fuente principal de financiamiento de esas economías, determina la actividad productiva y el resto de relaciones sociales, incluyendo la organización territorial. Para colmo, el extractivismo ―sobre todo petrolero o minero― promueve relaciones sociales muchas veces perversas. Véase, por ejemplo, los perniciosos efectos de las relaciones e inversiones comunitarias de estas empresas que terminan por sustituir al propio Estado en la dotación de servicios sociales, sin que esta sea su función específica.

Hay más… Los Estados rentistas construyen un marco jurídico referencial favorable a las empresas extractivistas, que, en varias ocasiones, aprovechan que los propios funcionarios o intermediarios han estado incrustados en los gobiernos. De hecho, hay todo un aparato de abogados y técnicos que no solo buscan el ingreso al país de las inversiones extranjeras sino, sobre todo, que velan para que las reformas legales les sean ventajosas. Esta intromisión ―alentada por organismos multilaterales― se registra una y otra vez en los sectores petrolero y minero, donde los mismos directivos de las empresas o sus abogados llegan a dirigir las instancias de control estatal o la dirección de la empresas extractivistas: la puerta giratoria está a la orden del día. Otra situación retorcida se da cuando gente sin conocimiento asume el funcionamiento de dichas empresas, que en breve se deterioran creando las condiciones para que las transnacionales devengan en las salvadoras de última instancia.

En todos estos procesos, el vaciamiento de los territorios está a la orden del día. Desde la lógica de esa geografía de los recursos naturales, mencionada al inicio, se camina hacia geografías vacías de comunidades, geografías de tierras baldías, geografías de “desiertos” amazónicos, geografías de páramos sin utilidad productiva… geografías de aquellas “ zonas poco conocidas habitadas por indios salvajes”, como decía en su mapa Teodoro Wolf en 1888. En fin, se transforman dichas regiones en territorios de sacrificio, que son condenadas a la función de suministradoras de recursos naturales, muchas veces de manera brutal, como sucede en las provincias amazónicas de Morona Santiago y Zamora Chinchipe en Ecuador. Y así se construyen otras relaciones territoriales: enclaves, conectores, espacios soporte: hidroeléctricas, puertos… (Gudynas 2015). Se producen nuevos paisajes. Registramos montañas en los Andes del Perú, lagunas o ríos que desaparecen en Bolivia o en Colombia, para mencionar de paso apenas un par de ejemplos.

Es un escenario de múltiples efectos derrame locales o nacionales (Gudynas 2015), más allá de los “derrames” ambientales: normativos a través de flexibilizaciones sociales y ambientales; reacomodo de los derechos ciudadanos; y violación de derechos humanos y de la Naturaleza, incluso simbólicos/subjetivos, como pude apreciar con el paso de “de víctimas a beneficiarios” en Paracatu de Baixo/Mariana, luego del brutal derrame minero en Samarco, Brasil.

Carlos Walter Porto-Gonçalves (2018) es muy claro:

Se trazan carreteras, se instalan represas, se blanquea el territorio, tenemos un territorio blanco, que no tiene nada que ver con los pueblos. Eso tiene que ver con una episteme, con una visión colonial que persiste con la misma visión del colonialismo. Entonces tenemos una crisis de un patrón de saber/poder que nos gobierna desde hace 500 años…

Estas son geografías perversas, geografías extractivistas propias de sociedades impregnadas de un ADN extractivista. Los extractivismos demandan nuevas territorializaciones y cambio de subjetividades en nombre del desarrollo/progreso… Se desacraliza la naturaleza para dominarla, sacrificando las comunidades en nombre del desarrollo/progreso, tal como sucedió en el caso del Territorio Indígena Isiboro Sécure (TIPNIS) en Bolivia (Acosta et al. 2019). A partir de una planificación territorial conquistadora emergen “ciudades del milenio”, o como las definen Japhy Wilson y Manuel Bayón (2017), La Selva de Elefantes Blancos, refiriéndose a los centros poblados “modernos” construidos por el gobierno de Rafael Correa para alentar los megaproyectos extractivistas en la Amazonía ecuatoriana. En nombre del desarrollo/progreso se “devoran territorialidades y ocupan geografías nacionales” (Gudynas 2015), teniendo a la violencia como condición necesaria, no como su consecuencia… En nombre del desarrollo/progreso, se arrasa con todo, dejando verdaderos desiertos a su paso.

Todo eso demanda maniobras y manipulaciones cartográficas que desembocan en nuevos mapas, en geografías en las que no aparecen los conflictos, geografías de mirada plana, en donde no se puede identificar con claridad las distintas incidencias espaciales del Estado. Son “geografías manchadas y fragmentadas” (Gudynas 2015). Lo que empezó hace 500 años se acelera más y más como fruto de una mercantilización desenfrenada. A la postre, en nombre del desarrollo/progreso, tenemos una permanente pérdida de soberanía para seguir persiguiendo un fantasma: el desarrollo (Quijano 2000). Los mapas de la resistencia

Lo que debe quedar definitivamente establecido es que, en realidad, no hay territorios vacíos, no hay espacios geográficos vacíos. Estos están habitados por diversas formas de vida humana y no humana; sobre todo destaco aquellos grupos sociales que los habitan con concepciones propias de esos territorios. Son espacios cargados de vivencias, de relaciones. En definitiva, son espacios construidos socialmente, “con acumulación desigual de tiempos”, al decir de Milton Santos (1978), uno de los mayores representantes de la geografía crítica. Espacios desde donde surgen las resistencias, la construcción de alternativas y, por lo demás, nuevas geografías o nuevas formas de hacer geografía.

A más de los mapas que dibujé o que hice en papel maché en la escuela y luego en el colegio, aprendí, muchos años después, la importancia de hacer mapas desde abajo, con la participación de las personas interesadas y afectadas por el poder. Se trata de una geografía que surge desde los sujetos sociales en sus territorios. Los planes de vida de las comunidades indígenas, por ejemplo, demandan conocer y ordenar el territorio como parte de una pedagogía para vivir en común, compartir un lenguaje común y bienes comunes. Es decir, para hacer realidad el Buen Vivir (Acosta 2013).

Esta forma de ordenamiento tiene mucha historia. La gente intenta construir su propio paraíso a partir de lo que podrían ser consideradas cartografías con enfoque de cuenca, por ejemplo. Esta experiencia fue muy aleccionadora en un proyecto amazónico en el que participé activamente por casi cinco años. Con Carlos Córdoba Martínez y Mauricio Betancourt (2004), en ese proyecto se desarrolló una metodología para la construcción de una geografía y de mapas participativos: TACHIWA: Saberes y Prácticas del Ordenamiento Territorial en la Amazonía.

Esta forma de hacer geografía cambió definitivamente mi forma de entenderla. Fue una manera de apreciar con claridad que inclusive la democracia no depende solo del comportamiento humano, sino del propio entorno, que puede ser alterado por el primero incluso llegando a afectar la convivencia democrática. Algo que sucede brutalmente con los diversos extractivismos; solo tengamos ante nuestros ojos las devastaciones que provoca la minería, si queremos mencionar una actividad cada vez más violenta y siniestra.

Si hay otros mapas, también hay otras formas de hacer geografía. Sin ser geógrafos profesionales, sin tener el saber experto, las comunidades indígenas, con sus conocimientos ancestrales, son geógrafos en tanto entienden y ordenan sus territorios: la chacra, el ojo de agua, el camino, las terrazas… definiciones que constituyen pasos fundamentales para la defensa territorial. Podríamos afirmar, entonces, que una sociedad que transforma y entiende su territorio comprende de geografía, está compuesta por geógrafos/as que asumen la construcción de su futuro en sus manos. Esta forma de entender y hacer la geografía choca con la visión desde el poder.

Cabría preguntarse, ¿con cuál de estos procesos se identifican los geógrafos y las geógrafas profesionales?

La pregunta es más que pertinente. No hay LA GEOGRAFÍA, como una única ciencia de indiscutible estructura y vigencia, eso es evidente. A más de las conocidas geografías física, política, humana, de recursos naturales… hay otras formas de calificarlas. La geografía puede ser pasiva o plana. Hay geografías comprometidas/cómplices con el sistema, aquellas que aúpan el vaciamiento de los territorios por la fuerza o “planificadamente”, con las “ciudades del milenio”, por ejemplo. También podemos encontrarnos con geografías pragmáticas; aquellas que, como sucede en muchas ciencias y profesiones, apenas aspiran a hacer las cosas mejor por la vía de la “gobernanza”.

Pero hay otras geografías que no se quedan en lo descriptivo. Que reniegan de toda forma de manipulación. Que critican y no aceptan ser una proyección sesgada al servicio de la mirada del poder. Que son capaces de mostrar los conflictos, la desigualdad, las asimetrías, las violencias y las destrucciones provocadas. Geografías, como dice Carlos Walter Porto Gonçalves (2003) entendidas como verbo: “geo-grafiar”. Se trata, que no quepa duda alguna, de geo-grafiar desde las resistencias, que son el espacio desde donde surgen las alternativas y las propuestas… Desde abajo… Desde los indígenas y campesinos, desde los feminismos, desde los pobladores, desde una gran diversidad de sujetos sociales en diversas partes del planeta, comprometidos con la construcción del pluriverso (Kothari et al. 2019) en tanto horizonte utópico de futuro, es decir, horizontes poscapitalistas.

Esas geografías ―con las que me identifico― no hacen mapas para los reyes, para el Estado, para los extractivismos, para el poder. Son geografías sintonizadas con aquellas visiones que buscan superar el antropocentrismo y los utilitarismos, recuperando las ricas y diversas valoraciones de las comunidades y sus entornos. Diríamos que se trata de geografías estrechamente vinculadas con los derechos humanos y los derechos de la naturaleza.

Se trata de geografías para hacer otro mundo posible. De eso trata este esfuerzo transformador. Demanda, sobre la marcha, imaginar y construir sociedades inspiradas en principios totalmente opuestos a los de la actual civilización, causantes de crecientes desequilibrios, frustraciones y violencias. Sociedades sustentadas en la relacionalidad en vez de la fragmentación; la reciprocidad en lugar de la competencia desbocada; la solidaridad y la correspondencia en vez del individualismo egoísta. La codicia, rectora del capitalismo, debe reemplazarse por la búsqueda de una vida en armonía. Desaceleración, descentralización y desconcentración, sobre todo de las grandes urbes, deben poner un alto al paroxismo consumista y al desbocado productivismo. Y en todo este empeño, desde lo comunitario, desde territorios concretos, habrá que desarmar, democráticamente, las estructuras jerárquicas patriarcales, racistas, empobrecedoras, destructoras, concentradoras y autoritarias. Con todo esto, y contando con geografías emancipadoras, se podrá dar paso a la construcción del pluriverso: un mundo donde quepan muchos mundos, en donde sea posible la vida digna para todos los seres humanos y no humanos.

Bibliografía

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Este texto, publicado en el libro DEBATES ACTUALES DE LA GEOGRAFÍA LATINOAMERICANA, publicado por AGEC – PUCE – IGM – GIZ (2019), se inspira, en gran medida, en las notas utilizadas en la conferencia magistral con la que inauguré el XVII Congreso de Geógrafos de América Latina, el día 9 de abril del 2019. Este texto sintetiza varias reflexiones del autor que viene trabajando sobre la materia desde hace varias décadas. Basta recordar el libro Acosta, Alberto; El Buen Vivir Sumak Kawsay, una oportunidad para imaginar otros mundos, ICARIA, (2013), a partir de una edición preliminar en Abya-Yala Ecuador (2012). (Este libro ha sido editado en ediciones revisadas y ampliadas continuamente, en francés – Utopia 2014, en alemán – Oekom Verlag 2015, en portugués – Editorial Autonomia Literária y Editorial Elefante 2016, en holandés – Uitgeverij Ten Have 2018).

El autor es Economista ecuatoriano. Profesor universitario; sobre todo catedrático de “teorías del desarrollo” en varias universidades del Ecuador y del exterior. Ministro de Energía y Minas (2007), presidente de la Asamblea Constituyente (2007-2008), candidato a la Presidencia de la República (2012-2013). Compañero de luchas de los movimientos sociales dentro y fuera de su país.

Notas:

[3] La novela histórica de Nicolás Cuvi (2012) nos ofrece una forma amena e informativa de aproximación a este viaje.

[4] Para comprender la importancia de los mapas en la historia de Ecuador recomiendo el libro de Ana Sevilla Pérez (2013), El Ecuador en sus mapas: estado y nación desde una perspectiva espacial.

[5] Consultar en https://www.theguardian.com/business/2018/jan/25/george-soros-facebook-and-google-are-a-menace-to-society?utm_source=esp&utm_medium=Email&utm_campaign=GU+Today+main+NEW+H+categories&utm_term=261824&subid=18666060&CMP=EMCNEWEML6619I2

[6] “ El amor al dinero como posesión – a diferencia del amor al dinero como medio para los goces y realidades de la vida – será reconocido por lo que es, una morbosidad más bien repugnante, una de esas propensiones semi-criminales, semi-patológicas de las que se encarga con estremecimiento a los especialistas en enfermedades mentales” (Keynes 1930).

[7] “La inversión y confusión de todas las cualidades humanas y naturales, la conjugación de las imposibilidades; la fuerza divina del dinero radica en su esencia en tanto que esencia genérica extrañada, enajenante y autoenajenante del hombre. Es el poder enajenado de la humanidad” (Marx 1844).

[8] Más allá de las opiniones de los negacionistas del cambio climático, el hecho de que la actividad humana está provocando el reciente calentamiento global es aceptado por la gran mayoría de la comunidad científica.

 

Fuente:  http://www.rebelion.org/noticia.php?id=265227&titular=la-geograf%EDa-como-verbo-no-como-sustantivo-

Imagen: https://pixabay.com/photos/globes-spheres-maps-ball-world-1246245/

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Derechos humanos y derechos de la naturaleza, un aliento de esperanza

Por: Alberto Acosta

“Levántate, en pie, defiende tus derechos.

Levántate, en pie, no dejes de luchar”

Bob Marley

Setenta años de la Declaración de los Derechos Humanos parecen nada; tal como los siglos transcurridos desde la Revolución Francesa, cuando se asumieron los Derechos del Hombre y del Ciudadano (por no mencionar el trágico destino de quien, en aquel momento, pidiera los Derechos de la Mujer y la Ciudadana). Basta abrir cualquier periódico del planeta para constatar -ya desde la primera página- (casi) siempre noticias sobre alguna violación a dichos derechos. Y eso sin mencionar las violaciones estructurales de los derechos a la vida (derechos fortalecidos no solo en los derechos políticos, sino en los derechos sociales, culturales y ambientales de individuos y pueblos, todos igualmente violados casi a diario).

A pesar de tantos discursos escuchados y acciones desplegadas por años, falta muchísimo para la real vigencia de los derechos humanos. Más allá de las buenas intenciones, las organizaciones y las instituciones especializadas, la actualidad de tales derechos es sombría más aún en el mundo empobrecido. Pero si bien la realidad induce a un pesimismo profundo, el derrotismo es inadmisible. Los avances civilizatorios son lentos, a ratos imperceptibles, pero existen y debemos evaluarlos y analizarlos, sin caer tampoco en triunfalismos de ocasión. El objetivo es redoblar esfuerzos para que los derechos humanos sean una realidad que trascienda las meras proclamas.

Pensarlos como mecanismo de medición de procesos en marcha no ha dado resultados satisfactorios. Apenas un ejemplo: medir los impactos sociales y ambientales de las políticas económicas no basta para detener la irracionalidad del capital. El saldo será siempre lúgubre y frustrante si la humanidad y su madre -la naturaleza- no son el centro de atención de la política y la economía. No bastan las políticas sociales paliativas de los impactos de la acumulación capitalista…

Buscar imposibles equilibrios macroeconómicos sacrificando y empobreciendo a poblaciones enteras debe condenarse de entrada. Siempre las políticas económicas -agrarias, industriales, comerciales, etc.- deberían diseñarse bajo el respeto pleno de los derechos humanos. A la postre el asunto no es solo económico, sino fundamentalmente de ética política. Sin olvidar las expresas restricciones en la legislación nacional e internacional sobre derechos humanos, urge dar al menos dos pasos adicionales.

Un primer paso implica superar la lógica mercantil -todo se vende y se compra, desde escrúpulos y principios hasta la propia vida- que ha penetrado en todas las esferas de la existencia incluso mercantilizando la naturaleza: se establece bancos de semen o vientres de alquiler; comercializa el clima; se construye el mercado de la información genética (que sueña con transformarnos en “maquinas inteligentes” que vuelvan irrelevante a lo “humano”)… La experiencia humana se transforma profundamente y hasta puede extinguirse, a menos que rompamos radicalmente la actual globalización del capital. A pesar de eso hay logros en temas de equidad de género, participación de la sociedad civil… avanzamos lentamente en el derrocamiento del dominio patriarcal y de la colonialidad. Pero toda esa lucha será inútil si no detenemos al desenfrenado tren de la Modernidad y sus delirios de auto-aniquilación.

Nos falta entender a plenitud -y con humildad- que la experiencia humana emerge de relaciones, significados y practicas entre seres humanos y no-humanos, todos constitutivos de la misma naturaleza de quien somos apenas una pequeñísima extensión. Todos -humanos y no humanos- somos actores indispensables en el teatro de la vida, pero no somos los únicos y menos aón los principales protagonistas. Por eso al primer paso, debe seguir un segundo: entendamos que la naturaleza es sujeto de derechos (recuperando experiencias como de la Constitución de Ecuador).

Ambos pasos, cual vigorosas alas, pueden llevarnos a la discusión y el abordaje de cuestiones vitales para la humanidad y por ende la naturaleza. Nos toca organizar la sociedad y la economía asegurando la integridad de los procesos naturales, garantizando los flujos de energía y de materiales en la biosfera, preservando siempre la biodiversidad del planeta. En estricto, los derechos a un ambiente sano para individuos y pueblos son parte de los derechos humanos, pero no son derechos de la naturaleza. Las formulaciones clásicas de derechos humanos como los derechos a un ambiente sano o calidad de vida son antropocéntricas, y deben entenderse separadamente de los derechos de la naturaleza. Tampoco cabe aceptar que los derechos humanos se subordinan a los derechos de la naturaleza, como afirmó algún solemne ignorante. Al contrario, ambos tipos de derechos se complementan y potencian.

Entender los alcances civilizatorios de los derechos de la naturaleza demanda liberarnos de dogmas y de viejos instrumentarios analíticos. En el tránsito hacia una civilización biocéntricano solo cuenta el destino, sino también los caminos que lleven a una vida en dignidad. Garantizando a todo ser, humano y no humano, del más pequeño y humilde al más grande y majestuoso, un presente y un futuro, aseguraremos la supervivencia humana en el planeta. Supervivencia hoy amenazada por las ambiciones de lucro y de poder. Así, los derechos humanos y los derechos de la naturaleza, complementarios como son, sirven de hoja de ruta y aliento de esperanza.

Vistas así las cosas nada nos puede conducir al desánimo. Aspiremos siempre a más derechos, nunca dejemos de luchar.-

El autor es conomista ecuatoriano. Expresidente de la Asamblea Constituyente. Excandidato a la Presidencia de la República del Ecuador.

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«Pluriverso»: hacia horizontes postcapitalistas

Por: Alberto Acosta 

“Hablar del pluriverso significa: revelar un espacio de pensamiento y de práctica en el que el dominio de una modernidad única haya quedado suspendido a nivel epistémico y ontológico; donde esta modernidad haya sido provincializada, es decir, desplazada del centro de la imaginación histórica y epistémica; y donde el análisis de proyectos descoloniales y pluriversales concretos pueda hacerse honestamente desde una perspectiva des-esencializada”. (Arturo Escobar (2012) )

La actual crisis mundial es sistémica, múltiple y asimétrica, con claros alcances civilizatorios. Nunca antes tantos aspectos cruciales de la vida fallaron simultáneamente, y las expectativas sobre el futuro son tan inciertas. Los problemas ambientales ya no pueden ocultarse por más poderosos -y torpes- que sean los negacionistas. Tampoco pueden ocultarse las abismales desigualdades, que van en aumento a medida que la sombra del “desarrollo” cubre todas las partes de la Tierra. Cual virus mutante, las manifestaciones de la crisis se perciben en todos los espacios: ambientales, económicos, sociales, políticos, éticos, culturales, espirituales…

Dejar de buscar al fantasma del “desarrollo” es difícil . Su retórica seductora, a veces llamada “mentalidad de desarrollo” o “desarrollismo”, se ha internalizado en prácticamente todos los países. Sobre todo en aquellos que sufren las consecuencias del crecimiento industrial en el Norte Global. Norte Global que, por cierto, fue el primero en aceptar un camino único de progreso, sin aceptar su responsabilidad en la grave crisis socio-ambiental global . De hecho, hasta parte del Sur no asume el reto ambiental al acusar al Norte de impedirle alcanzar el “desarrollo” (inspirado en el mismo estilo de vida del Norte).

Casi siete décadas después de que la noción de “desarrollo” [1] se extendiera por todo el mundo, la verdad más bien parece indicar que el mundo vive un “mal desarrollo” . Dentro de ese “mal desarrollo” están inclusive los países llamados industrializados o “desarrollados”. Es paradójico, pero el discurso del “desarrollo” en términos vitales solo lleva a la consolidación de la crisis sistémica actual.

Dicha crisis no es coyuntural ni manejable desde la institucionaliad existente. Es histórica y estructural, y exige una profunda reorganización de las relaciones tanto dentro, como entre las sociedades de todo el mundo, como también entre la Humanidad y el resto de la “Naturaleza”, de la cual formamos parte. Y eso implica, evidentemente, una reconstrucción institucional a escala mundial, algo inviable desde las actuales instituciones de alcance planetario e inclusive desde los estrechos márgenes estatales.

Tal como sintetiza el libro Pluriverso – Diccionaro del Postdesarrollo [2], nuestra lección más importante como Humanidad es reencontrarnos con la Madre Tierra para garantizar una vida digna para todos los seres (humanos y no humanos). En todas partes, cada vez más personas buscan satisfacer sus necesidades afirmando los derechos y la dignidad de la Tierra . Esas búsquedas responden al colapso ecológico, al acaparamiento de tierras, a las guerras destadas para controlar las reservas petroleras y mineras, así como a otros extractivismos (agroindustria, plantaciones agroexportadoras, incluso con cultivos genéticamente modificados) que casi siempre destruyen los medios de vida rurales y generan pobreza urbana. A veces, el “progreso” occidental se vuelve el principal causante de que nuestro mundo esté enfermo de opulencia, alienación y desarraigo. Ante ello, los movimientos de resistencia popular se encuentran extendidos en todos los continentes.

A medida que la globalización del capital desestabiliza las economías regionales y nacionales, dejando a su paso poblaciones enteras de refugiados -incluso dentro de sus propios países-, algunos sectores de la población afrontan la situación identificándose con el poder machista de la derecha política, con su promesa de “quitar empleo” a los migrantes, artificialmente señalados muchas veces como causantes de las crisis… A menudo, las clases trabajadoras inseguras también adoptan tal postura. El resultado es una peligrosa derivación global hacia el autoritarismo.

Por su parte, la -privilegiada- tecnocracia promueve el neoliberalismo con ilusiones de democracia representativa y trayectoria de innovación para el crecimiento perpetuo. Algo perverso, pues denota que hasta la diferencia derecha-izquierda ortodoxa es difusa en cuanto a modernización y progreso. Además, cada una se basa en valores eurocéntricos y machistas.

Karl Marx nos recordó que, cuando una nueva sociedad nace desde adentro de la vieja, esta arrastra muchos defectos del sistema antiguo. Más tarde, Antonio Gramsci observaría: “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer; en este interregno aparece una gran variedad de síntomas morbosos.” Lo notable es que ahora -algo no anticipado por estos intelectuales europeos- las alternativas emergen sobre todo desde los márgenes políticos de ambas periferias del capitalismo, tanto desde su periferia colonial como de superiferia doméstica . Basta anotar los esfuerzos de los grupos decrecentistas que avanzan desde la academia a la configuración de un vigoroso movimiento social .

Por cierto, el análisis desde Marx es necesario, pero no basta; debe complementarse por otras propuestas, incluidas las que emana del Sur global como las perspectivas del sumak kawsay o Buen Vivir, del eco-svarag, del ubuntu, del comunitarismo; incluyendo las versiones críticamente reflexivas de las principales religiones y, por supuesto, los aportes de la convivialidad de Ivan Illich para construir una sociedad que permita a todos sus miembros la acción más autónoma y creativa posible, usando herramientas controlables por ellos mismos. En una transición como ésta, crítica y acción requieren nuevas narrativas imaginativas, combinadas con soluciones materiales prácticas. Tejer resistencias y sumar proyectos alternativas potenciará el tránsito por senderos pluriversales.

Ya no podemos hacer lo mismo, aunque lo hagamos mejor. Ya no podemos confiar en crear “corporaciones más responsables” o “burocracias reguladoras eficientes”; ni siquiera basta con reconocer la ciudadanía plena para los “de color”, “viejos”, “discapacitados”, “mujeres” o “queer” dentro del pluralismo liberal. Del mismo modo, no bastan los parches “prístinos” de la Naturaleza, de poco efecto sobre el colapso de la biodiversidad. Ninguna opción basta si no se ataca el corazón de la crisis sistémica mundial: el capitalismo y sus ansías infinitas de poder expresadas en una acumulación depredadora tanto de la vida humana como de las demás formas de vida.

En aquellos esfuerzos parciales que no cuestionan al capital, el fantasma del “desarrollo” se reencarna de infinitas maneras, pues los remedios de corto plazo desde el poder solo sostienen el statu quo Norte-Sur, el patriarcado, la colonialidad y el divorcio Humanidad-Naturaleza. Por supuesto, incluso las mejores intenciones –carentes de horizontes postcapitalistas- pueden llevar, sin quererlo, a soluciones superficiales, falsas y hasta agravantes de los problemas globales. Eso sí, es difícil distinguir las iniciativas “convencionales”, “falsas” o “superficiales” de aquellas “transformadoras radicales”. Además, en el proceso de transición muchas propuestas hoy innovadoras irán perdiendo su vigencia en el camino. Pero justamente tendremos que aceptar esta dialéctica en donde hasta las propuestas más potentes deberán reemplazarse por propuestas superiores, aunque la superación no provenga desde nuestra cosmovisión.

Aquí caben las palabras del notable sociólogo alicantino José María Tortosa en su libro “Maldesarrollo y malvivir – pobreza y violencia a escala mundial” (2011):

“La tarea es enorme y, precisamente por ello, no hay por qué hacerle ascos a compañeros de viaje, compañeros de marcha que no compartan otras variables. Los ateos podrían trabajar con los agnósticos y los creyentes, los budistas con los cristianos, los católicos con los protestantes. Los que pueden tener motivaciones para alterar el funcionamiento del sistema las tienen originadas en religiones o en ideologías bien concretas y comparten una cierta idea de la justicia aunque no compartan la cosmovisión. No importa. De lo que se trata desde esta perspectiva es ponerse a marcar el paso en una misma dirección: la de una sociedad más justa y, por tanto, menos empobrecida y violenta. La acumulación de pequeñas reformas podría ser, entonces, revolucionaria. Por eso ninguna de éstas tiene que ser despreciada si, unidas a las demás, puede producir el salto cualitativo: aislada puede tener sentido, ligada a las demás lo puede tener con mucha más razón ya que ya no sólo se tratará de afrontar necesidades locales sino que puede coadyuvar en el cambio de las reglas del juego.”

Inpulsando el cambio del juego mismo, cabría anotar.

Las alternativas transformadoras -como sinetizan más de cien aportes en el libro mencionado- difieren de las “soluciones convencionales” de varias maneras. Como se resume en la introducción de dicho libro, primero, idealmente van a las raíces de al menos un problema. Segundo, cuestionan las características centrales del discurso del “desarrollo”: crecimiento económico, retórica del progreso, racionalidad instrumental, mercados, universalidad, antropocentrismo, sexismo, etcétera. Tercero, abarcan una ética radicalmente diferente a la del sistema actual, reflejando valores basados en una lógica relacional; un mundo donde todo está interconectado; y con sociedades que abarcan valores como: diversidad y pluriversalidad; autonomía y autosuficiencia; solidaridad y reciprocidad; bienes comunes y ética colectiva; unidad con la Naturaleza y sus derechos; interdependencia; simplicidad y suficiencia; inclusión y dignidad; justicia y equidad; sin jerarquía; dignidad del trabajo; derechos y responsabilidades; sostenibilidad ecológica; no violencia y paz. Cuarto, a medida que avanzamos, la agencia política pertenecerá a los marginados, explotados y oprimidos. Y, quinto, la transformación debe integrar y movilizar múltiples dimensiones: política, económica, social, cultural, ética, espirituales, aunque no necesariamente de golpe. Hay varios caminos hacia una socio-bio-civilización, donde el único centro sea la vida misma.

Muchas cosmovisiones y prácticas radicales hacen ya visible al pluriverso. La noción de pluriverso cuestiona a la “universalidad” propia de la modernidad eurocéntrica. Como dirían los zapatistas de Chiapas, el pluriverso representa “un mundo donde caben muchos mundos”: un mundo en donde todos los mundos conviven con respeto y dignidad, sin que ninguno viva a costa de otros. Esta es la definición más sucinta y adecuada del pluriverso.

El camino es largo para que la multiplicidad de mundos se vuelva totalmente complementaria, pero ya hemos tomado rumbo: los movimientos por la justicia y la ecología encuentran cada vez más puntos comunes. Igualmente, las luchas políticas de mujeres, indígenas, campesinos, así como de pobladores urbanos a lo largo y ancho del planeta, están convergiendo.

Si bien las transiciones son complejas y no completamente radicales, son “alternativas” si al menos tienen potencial para la transformación sistémica. Dada la diversidad de visiones imaginativas, permanece abierta la creación de sinergias entre ellas. Habrá reveses; unas estrategias se desvanecerán otras será cooptadas por el poder del capital, y otras surgirán. Las diferencias, tensiones e incluso contradicciones existirán, pero esa es la esencia misma de un intercambio constructivo. Intercambio en donde todas las visiones tienen un espacio para expresarse e intercambiar experiencias, críticas y sobre todo sueños.

Los caminos hacia el pluriverso –sustentados en las reflexiones del post-desarrollo y la post-economía – son múltiples, abiertos y están en continua evolución. Una evolución que demanda siempre más democracia, nunca menos; más libertad, nunca menos; más vida, nunca menos.

Notas:

[1] Para comprender este proceso de discusiones múltiples se recomienda el libro de Koldo Unceta: “Desarrollo, postcrecimiento y Buen Vivir”, Abya-Yala, 2014 .

[2] Editado por Ashish Kothari, Ariel Salleh, Arturo Escobar, Federico Demaria, Alberto Acosta; con su primera edición en la India (estará publicado en octubre del 2018). Este artìculo se inspira en la introducción de ese libro, que sirvió de base para el texto publicado en la Revista Ecuador Debate 103 del CAAP (2018): “Encontrando senderos pluriversales”, de los mismos autores . La idea de armar tal compilación fue discutida por primera vez por Alberto Acosta, Ashish Kothari y Federico Demaria, en la Cuarta Conferencia Internacional sobre el Decrecimiento en Leipzig, 2014. Un año después, Ariel Salleh y Arturo Escobar se unieron al proyecto y la planificación comenzó en serio. El libro cuenta con 110 entradas, de diferentes temáticas, como aportes de 120 autores y autoras de todos los continentes.

Alberto Acosta, economista ecuatoriano. Profesor universitario. Exministro de Energía y Minas. Expresidente de la Asamblea Constituyente. Excandidato a la Presidencia de la República.

*Fuente: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=243929

Imagen: Internet

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El cuento chino y la violencia minera

El cuento chino y la violencia minera

Por: Alberto Acosta
Rebelión

Prólogo del libro «Ofensiva megaminera china en los Andes. Acumulación por desposesión en el Ecuador de la «revolución ciudadana»

  En este libro, William Sacher propone una profunda lectura sobre cómo se impone la megaminería en el Ecuador. Como uno de los mayores conocedores de la materia, Sacher se adentra en los entretelones de las empresas chinas, que comienzan a copar el escenario minero ecuatoriano, y se plantea tres preguntas claves: ¿Por qué los chinos? ¿Por qué ahora? ¿Por qué aquí, en la cordillera del Cóndor?

La tarea que asume el autor nos ayuda entender las razones y las consecuencias de la gran ofensiva minera china en América Latina, particularmente en los Andes. Con su profundo análisis, nos brinda una mejor comprensión de los procesos de acumulación originaria (Carlos Marx) y desposesión (David Harvey), que marchan de la mano con el cada vez más vigente imperialismo chino. Esta es la punta del ovillo que Sacher hala con inteligencia y sagacidad, para luego desmenuzar la política minera de la ‘revolución ciudadana’.

Las informaciones y reflexiones presentadas en estas páginas empiezan retratando a un capitalismo con ‘rostro chino’, un proceso que empezó en China con la disolución de bienes comunes y la liquidación masiva de las tradicionales empresas públicas, para potenciar la incursión transnacional de capitales chinos en el mundo. Aquí aparecen los primeros grandes rasgos del actual imperialismo chino, a los que Sacher califica como un ‘cuento chino’, que sintetiza una cada vez más dura realidad para muchos países en el mundo.

Del Consenso de Washington, que impuso la apertura, flexibilización y liberalización económica en Nuestra América, caminamos al ‘Consenso de Beijing’, que profundiza y amplía los extractivismos, genera relacionamientos mediante grandes obras de infraestructura construidas por compañías chinas (muchas ligadas al complejo minero-petrolero-energético), y un masivo endeudamiento externo con capitales chinos. Todo esto consolida la ‘chinificación’ de economías como la ecuatoriana. El libro explica cómo ha evolucionado la minería en el país, desde los años neoliberales hasta la época ‘progresista’. En particular, la lectura de la minería en la década correísta describe una marcha que hace recordar a las agujas del reloj. Uno de los puntos cumbre en esa marcha del tiempo minero correísta se cristalizó con el ‘mandato minero’, expedido por la Asamblea Constituyente de Montecristi el 18 de abril de 2008, que daba marcha atrás a las normas jurídicas y la hemorragia de concesiones neoliberales. Un mandato –construido desde la resistencia a la megaminería– que, particularmente, planteaba la posibilidad de repensar la minería en Ecuador, al establecer, por ejemplo, limitaciones a las actividades mineras en fuentes de agua.

Ese distanciamiento inicial de las máximas pretensiones neoliberales duró poco. De hecho, Correa transitó cada vez con más premura hacia la imposición de la megaminería en el Ecuador. Y en la práctica, desplegando perversamente un discurso de soberanía nacional, ha cristalizado y ha revivido –de largo– muchas de las aspiraciones neoliberales de los capitales mineros. Apenas unos días después de aprobado el mencionado ‘mandato minero’, cuando todavía sesionaba la Asamblea Constituyente, el propio presidente Correa pactó con los grandes capitales mineros y, en poco tiempo, él se transformó en el mayor promotor de la megaminería de toda la historia republicana.

La posición prominera de Correa explica el incumplimiento del mencionado mandato constituyente y también la imposición, en enero de 2009, de una ley de minería abiertamente inconstitucional, tal como lo reconocería incluso la mal llamada Corte Constitucional de Transición. Así, con el incumplimiento del ‘mandato minero’, se abrió la puerta al festín minero del siglo XXI, cuestión que se analiza detenidamente en este libro sobre la ‘Ofensiva megaminera china en los Andes’.

La marcha del capital minero chino por la geografía ecuatoriana se concentró – ¿por lo pronto?– en la Amazonía. La cordillera del Cóndor experimenta las primeras incursiones de un extractivismo desconocido hasta entonces en el país, como lo es la megaminería. Es más, William Sacher anticipa la posible consolidación de un distrito minero binacional peruano-ecuatoriano, precisamente en dicha cordillera, que hace de frontera entre los dos países. Por eso bien podemos adelantar la conclusión de que actualmente estamos viviendo los primeros momentos de un desbordamiento minero de proporciones impredecibles.

Sin embargo, lo interesante del caso ecuatoriano es la resistencia al extractivismo minero observada desde hace algún tiempo. Esa resistencia, y la lucha en contra del extractivismo petrolero y depredador formaron parte sustantiva de las propuestas de la naciente ‘revolución ciudadana’ en 2006, cuando se planteaban incluso novedosas alternativas para superar la condición primario-exportadora del país. El Plan de Gobierno de Alianza País 2007-2011 –elaborado en 2006 con amplia participación social– proponía, por ejemplo, una moratoria petrolera en el sur de la Amazonía y la recuperación de las áreas degradadas por la actividad petrolera y minera, particularmente. No podemos olvidar tampoco los reclamos y proposiciones de organizaciones ecologistas agrupadas en el Comité Ecuatoriano para la Defensa de la Naturaleza y el Medio Ambiente (Cedenma), que fueron aceptados públicamente por el entonces candidato Rafael Correa y su movimiento.

En ese horizonte está también la Iniciativa Yasuní-ITT, surgida desde la sociedad civil, y, por cierto, todas aquellas disposiciones constitucionales revolucionarias, como los Derechos de la Naturaleza. Lo lamentable es que todo ese bagaje transformador y muchos otros puntos destacables hoy están olvidados. 
El gobierno de Correa dio marcha atrás a sus compromisos iniciales antes de cumplir los dos años en funciones. Desde entonces las agujas de su reloj caminaron hacia un claro reencuentro con el neoliberalismo extractivista.

Mientras tanto, muchas comunidades se demuestran cada vez más empoderadas y dispuestas a enfrentar los extractivismos, particularmente el minero. En diversos lugares del país se multiplica la lucha en defensa de la vida. Una acción que aflora paulatinamente también en diversas ciudades; una resistencia que el Estado correísta intenta romper con medidas represivas: judicializando y criminalizando a quienes se oponen a la megaminería. Esto sucede en toda América Latina: los gobiernos ‘progresistas’ y neoliberales, sin excepción, se hermanan cuando se trata de imponer la megaminería u otros extractivismos. Bien vemos que la modalidad primario-exportadora se ha instalado con cada vez mayor profundidad en la matriz de acumulación de todos los países latinoamericanos. 
En el Ecuador, como bien expone William Sacher en este libro, la megaminería se impone, literalmente, a sangre y fuego. Basta ver los detalles de lo que ocurre en Tundayme, provincia de Zamora Chinchipe, o bien en Nankints, provincia de Morona Santiago. Así, una vez más, varias regiones del Ecuador aparecen como tierra de conquista y colonización, en un esfuerzo miserablemente justificado bajo una ilusión desarrollista. Un atrevimiento que conjura todo tipo de violencias.

Para enfrentar esta compleja situación, no basta con plantear salidas negociadas buscando imposibles equilibrios sociales y ambientales. La megaminería provoca verdaderas amputaciones a la Madre Tierra, la Pachamama, como se la definió en la Constitución de Montecristi. Sus efectos despedazan los tejidos sociales, económicos, y hasta culturales de los pobladores de esas tierras, sobre todo pueblos y nacionalidades indígenas, cuyos derechos están claramente establecidos en dicha Constitución, e incluso a escala internacional por Naciones Unidas. Estas violencias no solo son materiales, son también simbólicas. Surgen cuando se destruye culturalmente a pueblos enteros o se presiona psicológicamente a individuos aislados u organizados, criminalizándolos o recriminalizándolos como fundamentalistas, de ‘ecologistas infantiles’ o de ‘ancestrales disfrazados’. Todas estas violencias, desplegadas en nombre de la ley y el orden, cobijadas por el credo del progreso y del ‘desarrollo’, no son una mera consecuencia de la megaminería o de las actividades petroleras. A lo largo de su libro, William Sacher indica cómo estas violencias son una condición necesaria para ejecutar tales extractivismos. Desde sus orígenes coloniales, estas violencias han sido indispensables para sostener los procesos de acumulación en el capitalismo periférico. La apropiación de minerales, según las necesidades de un supuesto ‘desarrollo’, incluso pretende tornar legítimo el momento de la represión violenta por parte del Estado. Así, el presidente Correa ha asumido los intereses chinos como propios y ha convertido al Estado ecuatoriano en policía de las transnacionales de ese país. Desde que el gobierno de la ‘revolución ciudadana’ abrió las puertas a la megaminería –completando la tarea emprendida por los gobiernos de ‘la larga noche neoliberal’–, las acciones represivas y violentas desplegadas desde el Estado para acceder a los recursos minerales han sido permanentes. Para entender mejor lo que esto representa, nada mejor que leer con detenimiento las páginas de un libro claro y preciso, un libro comprometido con la lucha de los pueblos por la vida.

Alberto Acosta: Economista ecuatoriano. Exministro de Energía y Minas. Expresidente de la Asamblea Constituyente. Excandidato a la Presidencia de la República del Ecuador.

Fuente :http://www.rebelion.org/noticia.php?id=235594&titular=el-cuento-chino-y-la-violencia-minera-

Imagen: https://lh3.googleusercontent.com/0vADktcCFJwYhA0wLsZdVwk9o5R5dVTvSRWvbM76we_nHUQ5C1wQGNUSPzYlpv8Vaj-IFw=s85

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Defender la vida: Una rebelión global desde la desobediencia civil

La lucha por defender el planeta, y por tanto la vida, se extiende en todos los continentes. Sea en países empobrecidos o enriquecidos, la resistencia y la construcción de alternativas florecen en todas partes. La sociedad civil se organiza y se rebela para enfrentar tanta destrucción ambiental provocada, sobre todo, por los múltiples extractivismos, que vienen acompañados de un creciente empobrecimiento social de las regiones expoliadas. Todo en medio de una carrera enloquecida tras los pasos de un fantasma y de su sombra: el progreso y el desarrollo, respectivamente.Esa brutal carrera, en donde el ideal de “progreso” encubre la búsqueda sin fin de lucro y poder en las sociedades modernas capitalistas, realmente pone en peligro a la vida. Por ejemplo, es sabido que si se extrae la totalidad de combustibles fósiles se provocaría una hecatombe ambiental, como indica la Agencia Internacional de Energía. Sabemos también que se debe reducir entre el 70 y el 95% de las emisiones de CO2, como señala el Panel Intergubernamental de Cambio Climático. Pero esos mensajes parecen caer en saco roto…

Entre los extractivismos más voraces está la minería, la cual desmonta bosques y suelo cultivable, contamina agua y aire, y hasta expulsa a las personas de sus hogares y destruye pueblos, tal como sucede en todas las zonas mineras de Alemania, Colombia, Congo o de cualquier otro rincón del globo. Clima, comunidades, cultura y Naturaleza son sacrificadas para financiar el bienestar de la gente, reza el discurso dominante. Se sacrifica vida en nombre de la vida, y en realidad ese sacrificio alimenta a estructuras de poder y dominación. Las consecuencias de semejante (i)lógica recaen sobre los propios seres humanos, tanto sobre quienes viven en las regiones sacrificadas o en sus alrededores, como aun en otras partes lejanas. Basta notar la crisis climática -de escala global- provocada por tanta destrucción.

Cuando se reúna en Bonn la conferencia de las Naciones Unidas sobre cambio climático 2017, en noviembre próximo, el mundo volverá a discutir estas cuestiones. Será una oportunidad para profundizar la discusión y seguir politizando el tema. Esto último es urgente pues, parafraseando a Bertolt Brecht, el peor analfabeto es el analfabeto político: aquel que no oye, no habla, ni participa en los acontecimientos políticos, aquel que no sabe que los graves y crecientes desórdenes ambientales dependen de las decisiones políticas; ese imbécil que se enorgullece e hincha el pecho diciendo que odia la política. A tales analfabetos cabe agregar a otros imbéciles que -actualizando la cita de Brecht- consideran el cambio climático como “un cuento chino” y no saben (¿o sí saben?) que su “ignorancia” nutre las enormes utilidades de grandes empresas nacionales y transnacionales, cuyo galope apocalíptico deja una grave destrucción ambiental.

La propia realización de la Cumbre en Bonn constata que la situación ambiental y la pobreza en algunos estados es insostenible, al punto que esta reunión no se podría llevar a cabo en el territorio del Estado que la presidirá: me refiero a las islas Fidji, uno de esos estados insulares del Pacífico, con “limitación en sus capacidades técnicas, sus recursos humanos y financieros” (como reza el discurso diplomático de Naciones Unidas): un país en peligro de desaparecer tragado por el océano. Solo este hecho ya debería provocar reflexión y acción, reiterando que semejantes fenómenos ambientales –propios del capitaloceno– exacerban los conflictos sociales, económicos y políticos, presionando cada vez más migraciones forzadas.

Igualmente, cuando se reúnan en la antigua capital de la República Federal de Alemania los representantes de todos los países del mundo para discutir estas cuestiones, se constatará que los países presentados como “ejemplo” internacional -he ahí al propio anfitrión- son grandes causantes de los problemas ambientales globales. Los países ricos son los mayores demandantes de materias primas extraídas con altos costos socioambientales en diversas esquinas del globo.

Un ejemplo de la responsabilidad de tales países en el daño ambiental es su incapacidad de poner fin a la extracción del carbón, tal como demanda la ciudadanía alemana organizada en la campaña “Ende Gelände”. Dicha campaña lucha contra la expansión minera en la Renania -la mayor productora europea de carbón de lignito- desde hace ya varios años y es un potente ejemplo a seguir.

Pero Bonn -esa pequeña ciudad en donde nació Heinrich Böll hace cien años y 60 años después mi primer hijo- también alojará esperanza. En el Landesmuseum, los días 7 y 8 de noviembre se reunirán representantes de la sociedad civil del planeta para transitar otros caminos que enfrenten los problemas ambientales desde sus raíces. Caminos que, desde la ética, sensibilicen a la Humanidad para que asuma definitivamente su futuro y reconozca que ya no puede confiar más en sus gobernantes (meros ejecutores del sacrificio que alimenta al capital); más aún en momentos en los que grupos neofascistas y negacionistas comienzan a emerger con fuerza en el planeta.

Tales caminos buscan conformar un sistema internacional que sancione tantos crímenes en contra de la Madre Tierra y sus defensores, y que ya empezó a germinar hace un par de años con la creación del Tribunal Internacional de los Derechos de la Naturaleza. Un Tribunal que ya ha sesionado en Perú, Australia, EEUU, Ecuador, Francia. En esta ocasión se discutirá la minería en Alemania y el riesgo en el que se encuentra la Amazonía por el extractivismo, también las falsas soluciones energéticas al cambio climático (como la nuclear, el fracking y la consolidación de la actividad petrolera) en todo el mundo, la carretera en el TIPNIS en Bolivia, la escases de agua para comunidades y ecosistemas en España por el abuso de las industrias, las implicaciones nefastas del libre comercio sobre la Naturaleza, la estafa del tan promocionado sistema REDD (Programa de las Naciones Unidas para la Reducción de Emisiones causadas por la Deforestación y la Degradación de los Bosques), así como las violaciones a los Derechos Humanos de los defensores de la Naturaleza en los EEUU, en Rusia, en la Guyana francesa y en otras latitudes.

En síntesis, mientras unos sacrifican vida para alimentar al poder, la resistencia sigue. He ahí la iniciativa “Ende Gelände” en Alemania, los Yasunidos en Ecuador o la resistencia en Standing Rock en los Estados Unidos, que apenas nos sirven de ejemplos de un rebelión mundial, en la que se destacan las acciones de los pueblos indígenas en la Amazonía, en los Andes o en la India, las comunidades negras en muchas partes, como en el delta del Níger.

Frente a la gran máquina capitalista y su falsa democracia está surgiendo una gran ola de desobediencia civil mundial que demanda una justicia política, económica, de género, étnica, climática, etc., en síntesis, una justicia total. Todas las aristas de esa justicia total son rostros de una misma lucha para construir democráticamente sociedades democráticas.

El autor es economista ecuatoriano, ex-presidente de la Asamblea Constituyente y ex-candidato a la Presidencia de la República del Ecuador.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Fuente: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=232364

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Las deudas abiertas de Hamburgo

Por: Alberto Acosta

Compromisos en extremo generales, con muy escaso contenido concreto, caracterizan la declaración de clausura de la cumbre del G-20 en Hamburgo. Más allá de las tradicionales lecturas y análisis sobre los resultados obtenidos, que arrancaron apenas se despidieron los gobernantes de los países más poderosos del mundo, quedó absolutamente claro que en algunos puntos no se avanzó nada y en otros los problemas fueron ignorados olímpicamente.

En el tema de los acuerdos ambientales de París, los EEUU mantuvieron su posición y el cuestionado gobernante turco anticipó que su parlamento no ratificaría dichos acuerdos. Esto es lamentable para la Humanidad. Lo que se logró en la capital francesa a fines del 2015 era muy tibio. Lo que impulsa Donald Trump es grave: no solo más de lo mismo, sino más de lo peor…

Otro asunto es el relativo al endeudamiento externo. Esta cuestión afecta críticamente a 116 países en todo el mundo, como se desprende del informe anual de la organización alemana erlassjahr.de. Una situación que se explica sobre todo por el sistema imperante, que ha transformado históricamente a la deuda externa en una herramienta de dominación de las grandes potencias. Es lamentable que en este punto, cuando parecía haber algunos avances en la pasada reunión de ministros de finanzas del G-20 también en Alemania, en la ciudad hanseática ya no se dijo nada. Recordemos que en marzo del presente año, en el conocido casino de Baden-Baden, los ministros de finanzas hablaron de un esquema referencial: Operational Guidelines for Sustainable Finance, que se esperaba serviría para normar de alguna manera la concesión de créditos.

A la final de tanta palabrería en la cumbre organizada por la canciller Angela Merkel sabemos que los problemas no solo que seguirán siendo los mismos, sino que, con seguridad, aumentarán. Aceptémoslo, junto a la deuda externa financiera, emergen y se consolidan otras deudas, también externas: las deudas social y ecológica. Y todas esas deudas demandan nuevas y creativas luchas democráticas, al margen de la sinrazón destructora de unos cuantos que con su miopía alimentan y hasta dan pábulo para que se “justifique” la violencia estatal en todas sus formas.

Conocemos la miseria y la pobreza que provocan las crisis de la deuda financiera externa y lo que ocasionan las políticas fondomonetaristas para intentar -casi siempre inútilmente- resolverlas. Esos impactos sociales configuran una enorme deuda social, en la que los acreedores de la deuda financiera son los deudores de la deuda social. A la par, las grandes potencias económicas deberían asumir su corresponsabilidad por los destrozos provocados a la Naturaleza, en otras palabras deben aceptar y pagar su deuda ecológica.

No se trata simplemente de una deuda climática. La deuda ecológica encuentra sus primeros orígenes con la expoliación colonial –que empezó con la extracción de recursos minerales en Potosi o con la tala masiva de los bosques naturales, por ejemplo–, se proyecta tanto en el “intercambio ecológicamente desigual”, como en la “ocupación gratuita del espacio ambiental” de los países empobrecidos por efecto del estilo de vida depredador de los países industrializados.

Aquí cabe incorporar las presiones provocadas sobre el medio ambiente a través de las exportaciones de recursos naturales –normalmente mal pagadas y que tampoco asumen la pérdida de nutrientes y de la biodiversidad, para mencionar otro ejemplo– provenientes de los países subdesarrollados, exacerbadas por los crecientes requerimientos que se derivan de la aperturismo comercial a ultranza y por el servicio de la propia deuda externa financiera. La deuda ecológica crece, también, desde otra vertiente interrelacionada con la anterior, en la medida que los países más ricos han superado largamente sus equilibrios ambientales nacionales, al transferir directa o indirectamente contaminación   (residuos o emisiones) a otras regiones sin asumir pago alguno.

A todo lo anterior habría que añadir la biopiratería, impulsada por varias corporaciones transnacionales que patentan en sus países de origen una serie de plantas y conocimientos indígenas. En esta línea de reflexión también caben los daños que se provocan a la Naturaleza y a las comunidades, sobre todo campesina, con las semillas genéticamente modificadas, para mencionar otro ejemplo. Por eso bien podríamos afirmar que no solo hay un intercambio comercial y financieramente desigual, sino que también se registra un intercambio ecológicamente desigual, que resulta desequilibrado y desequilibrador.

La crisis provocada por la superación de los límites de la Naturaleza nos conlleva necesariamente a cuestionar la institucionalidad y la organización sociopolítica. Tengamos presente que, “en la crisis ecológica no solo se sobrecargan, distorsionan agotan los recursos del ecosistema, sino también los ‘sistemas de funcionamiento social’, o, dicho de otra manera: se exige demasiado de las formas institucionalizadas de regulación social; la sociedad se convierte en un riesgo ecológico” (Egon Becker). Este riesgo amplifica las tendencias excluyentes y autoritarias, así como las desigualdades e inequidades tan propias del sistema capitalista.

Ante estos retos, la tarea radica en el conocimiento de las verdaderas dimensiones de la sustentabilidad y en asumir la capacidad de la Naturaleza de soportar perturbaciones, que no pueden subordinarse a demandas antropocéntricas. Una nueva ética para organizar la vida misma es cada vez más necesaria. Se precisa reconocer que el desarrollo y el progreso convencional nos conducen por un camino sin salida. Los límites de la Naturaleza, particularmente exacerbados por las demandas de acumulación del capital, están siendo superados de manera acelerada.

La labor parece simple, pero es en extremo compleja. En lugar de mantener el divorcio entre la Naturaleza y el ser humano, hay que propiciar su reencuentro, algo así como intentar atar “el nudo gordiano” roto por la fuerza de una concepción de vida depredadora y por cierto intolerable, especialmente desde la implantación de patrones civilizatorios de corte patriarcal.

La economía debe subordinarse a las demandas de la sociedad y de la ecología. El ser humano antes que el capital, implica, a la vez, que el ser humando debe vivir en armonía con la Naturaleza. Por una razón muy simple, la Naturaleza establece los límites y alcances de la sustentabilidad y la capacidad que poseen los sistemas para auto regenerarse, de las que dependen las actividades productivas y sociales. Es decir, que si destruye la Naturaleza se destruye la base de la economía y de la sociedad misma.

Escribir ese cambio histórico, es decir el paso de una concepción antropocéntrica a una socio-biocéntrica (en realidad se trata de una trama de relaciones armoniosas vacías de todo centro), es el mayor reto de la Humanidad. Un reto que no será enfrentado por el G-20, que configura una suerte de gobierno global de los poderosos interesados en defender sus privilegios, un gobierno legitimado exclusivamente por el poder de unas pocas naciones.

Fuente:http://www.rebelion.org/noticia.php?id=229227

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