Las Grammar Schools

Alicia Delibes

En un importante discurso pronunciado en la British Academy de Londres, la Primera Ministra británica, Theresa May, ha abierto el curso escolar con la promesa de apoyar y extender en el Reino Unido las casi desaparecidas Grammar Schools o, como las ha llamado en su discurso, Selective Schools. Las Grammar Schools son centros estatales de educación secundaria muy exigentes en las que, para poder matricularse, los alumnos deben pasar un examen de selección a los 12 años.

Para conocer el origen de las Grammar hay que remontarse al sistema tripartito que estableció en el Reino Unido la Ley de Educación de 1944, ley aprobada por el gobierno de coalición que Winston Churchill presidió en plena Segunda Guerra Mundial. Aquella Ley establecía la obligatoriedad de la escolarización hasta los 15 años en dos etapas: Primaria de 6 a 11 años y Secundaria de 11 a 15. Al finalizar la Primaria, a los 11 años, todos los niños debían pasar un examen que se llamó Eleven Plus (11+). De acuerdo con los resultados obtenidos en este examen, los niños iban a una Grammar School, a una Technical School o a una Modern School.

Las Grammar estaban destinadas a preparar para el ingreso en las universidades. A ellas solamente podían ir los niños que aprobaran el examen 11+. Como las Technical  no llegaron a desarrollarse nunca del todo, la gran mayoría de los alumnos que no superaban el examen 11+ acudía a una Modern School.

Aquella Ley contemplaba, además, la posibilidad de abrir otro tipo de centros escolares que se llamaron Comprehensive Schools y que ofrecían una enseñanza secundaria que integraba las tres opciones sin necesidad de pasar ningún examen. Estas escuelas se abrían sobre todo en las zonas rurales con escaso número de alumnos.

En 1956 se publicó en Inglaterra un libro que ha llegado a tener una gran influencia en la historia de la educación británica, The Future of Socialism. Su autor, el laborista Anthony Crosland (1918-1977), pertenecía a una familia de la aristocracia británica, había estudiado en los mejores y más elitistas colegios y universidades de Inglaterra y combatido heroicamente en la Segunda Guerra Mundial. En su libro Crosland sostenía la necesidad de una revisión profunda del pensamiento socialista de los laboristas británicos en una línea claramente izquierdista. En una sociedad moderna y democrática, mucho más importante que nacionalizar la industria, decía Crosland, era dirigir y controlar la educación de los ciudadanos.

En aquel libro Crosland cargaba contra el elitismo intelectual y la discriminación social de las Grammar que, según él, creaban aún más desigualdades sociales al dar la oportunidad de prosperar en la sociedad a los hijos de familias sin recursos solo si eran buenos estudiantes. Apostaba Crosland por un sistema de enseñanza que fuera uniforme, no selectivo ni elitista. Consciente de la imposibilidad de cerrar las tradicionales public Schools, Crosland abogaba por la eliminación de las selectivas Grammar y por la generalización del modelo de las Comprehensive.

La coexistencia de los modelos se mantuvo mientras los conservadores ostentaron el poder. En 1965, tras el triunfo electoral de los laboristas, el nuevo Primer ministro, Harold Wilson, nombró Ministro de Educación a Anthony Crosland que, fiel a sus principios, pocos meses después de ocupar su cargo, publicó la Circular 10/65, que obligaba a todas las autoridades locales a modernizar sus escuelas con el sistema “comprensivo”. En los años siguientes sólo se abrieron Comprehensive Schools, y las autoridades educativas obligaron a integrar los tres modelos, Grammar, Technical y Modern School, en uno único, el de las Comprehensive.

En los años sesenta se fueron abriendo cada vez más Comprehensive en las que se incorporaban todas las experiencias pedagógicas con caché de progresistas e innovadoras de la época. Por el contrario, la enseñanza de las Grammar se seguía caracterizando por ser disciplinada, exigente y tradicional.

Más tarde, cuando en 1970 el conservador Edward Heath ganó las elecciones, Margaret Thatcher, nueva Ministra de Educación, suspendió la aplicación de la Circular 10/65. Thatcher contaría en sus Memorias que ya por entonces la situación era irreversible, que la filosofía igualitaria y la pedagogía progresista estaban tan extendidas en la educación que hasta los conservadores creían en la superioridad moral del modelo de escuela comprensiva. La selección, la competencia, el reconocimiento del mérito escolar, la disciplina y el esfuerzo eran expresiones asociadas a un elitismo académico que se consideraba perjudicial para la educación de los futuros ciudadanos de una sociedad democrática.

A finales de los ochenta del siglo pasado, cuando Thatcher encaraba su tercer mandato como primera ministra, decidió emprender una reforma sustancial de la educación británica. En 1988 se aprobó la Education Reform Act que contemplaba, esencialmente, un nuevo plan de estudios, el National Curriculum. Pero el asunto de las Grammar quedó en el aire. No estaban prohibidas pero tampoco se destinaba presupuesto especial para extenderlas.

Tony Blair, cuyas promesas electorales en 1997 fueron  “Education, Education, Education, continuó la política educativa de Margaret Thatcher. En sus Memorias explica los motivos que le llevaron a mantener la línea marcada por los conservadores y critica con dureza la política de Crosland, al que incluye en el grupo de esos intelectuales de izquierdas que se preocupaban del pueblo sin sentirse como él.  Allí, califica de “vandalismo académico” la forma en que se suprimieron las Grammar Schools, “selectivas pero excelentes” y se implantaron las Comprehensive, “no selectivas y a menudo no excelentes, y en ocasiones realmente espantosas”.

Ni Thatcher, ni Blair, los dos grandes reformadores de la educación británica, se atrevieron a decir lo que May acaba de prometer en su discurso ante la British Academy, que apoyará y extenderá las Grammar Schools porque son buenos colegios que permiten que los niños más capaces puedan “llegar tan lejos como su trabajo y su talento se lo permitan” y porque no discriminan por el dinero sino por la capacidad académica de cada niño. Son, asegura, colegios apropiados para un país donde se quiera valorar el mérito por delante de los privilegios.

En el Reino Unido existen todavía 170 Grammar Schools de las que padres y directores se sienten orgullosos y desearían que otras escuelas copiaran su modelo. “¿Por qué entonces –se pregunta May- restringir las Grammar? ¿No será porque hay políticos que ponen los dogmas por delante de los intereses de la gente?”

Theresa May recibirá muchas críticas, de dentro y de fuera de su partido, porque desde hace ya muchos años, en el mundo educativo de gran parte de los países occidentales, la palabra “selección” está maldita. Es posible que, a la hora de la verdad, se abran pocas Grammar en el Reino Unido, pero solo con su discurso ya ha puesto la nueva Primera Ministra británica el dedo en la llaga de la enferma educación occidental.

Fuente del articulo: http://www.redfloridablanca.es/las-grammar-schools-alicia-delibes/

Fuente de la imagen:http://www.redfloridablanca.es/media/Cowbridge-School-1860.jpeg

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Los desheredados

Alicia Delibes

En 1964 el prestigioso filósofo y sociólogo francés Pierre Bourdieu publicaba Los herederos, que estaba llamado a convertirse en la biblia de todos los pedagogos sesentayochistas. En ese libro, que tanta influencia va a tener después, Bourdieu, como buen marxista, dio una vuelta de tuerca más a la teoría de la lucha de clases como motor de la historia. Y esa vuelta de tuerca fue considerar que las clases no sólo vienen determinadas por la posesión de bienes materiales, sino también por la diferencia de conocimientos y hábitos culturales. De manera que, igual que un marxista convencido debía luchar por acabar con las clases sociales, también debía esforzarse por acabar con esas diferencias culturales, que eran otra expresión de la opresión de unos privilegiados sobre el resto.

Cincuenta años después de su publicación, François-Xavier Bellamy, nacido en 1985, profesor de Filosofía formado en la Escuela Normal Superior de París, ha escrito Les déshérités («Los desheredados»), un libro en el que el autor clama por la recuperación de la escuela como transmisora de conocimientos. Según Bellamy, aquellos estudiantes que en mayo de 1968 tomaron las calles de París reclamando una escuela libre y democrática, al convertirse en padres y maestros han renunciado a transmitir a sus hijos y alumnos el legado cultural que ellos habían recibido.

El libro de Bellamy comienza con el emocionante relato de lo sucedido en la Ópera de Roma el 12 de marzo de 2011. Se conmemoraban los 150 años de la unidad italiana con la representación del Nabucco de Verdi, dirigida por el maestro napolitano Riccardo Muti. Al poner fin al coro de los hebreos, el famosísimo Va, pensiero, entre los ensordecedores aplausos se alzaron varias voces pidiendo el bis. «De pronto, –escribe Bellamy– se hace el silencio. (…) un escalofrío recorre el patio de butacas. El maestro se vuelve hacia la multitud: ‘Estoy de acuerdo’».

No es amigo Muti de hacer concesiones al público. Una decisión tan extraordinaria exigía una explicación y se la dio al público:

Ya no tengo treinta años, he vivido mi vida; pero como italiano que ha recorrido mucho mundo, me avergüenzo de lo que pasa en mi país. Accedo a vuestra petición de bis por Va, pensiero. No es solo por la alegría patriótica que me hace sentir, sino porque esta tarde, mientras cantaba el coro «Oh mi país, tan bello y perdido», he pensado que, si continuamos así, vamos a matar la cultura sobre la cual la historia de Italia ha sido construida. Y si es así, nuestra patria estaría verdaderamente «bella y perdida», y nosotros con ella.

Esa misma noche, en Asnières-sur Seine, banlieu del oeste de París, un chico de 15 años era asesinado en la puerta del liceo en el que, curiosamente, Bellamy había empezado su vida profesional como profesor de Filosofía. Un liceo conflictivo de los muchos en los que la educación francesa muestra su tremendo fracaso. «Si no se encuentra un remedio», escribe el profesor Bellamy, «Francia, como Italia, tendrá que entonar el canto fúnebre de la cultura«.

Para Bellamy la crisis que atraviesa la enseñanza francesa es fruto de una opción deliberada según la cual la escuela debe dejar de transmitir el legado cultural de nuestros antepasados. «La crisis de la cultura, de la educación, de la familia, de las autoridades tradicionalmente investidas de la responsabilidad social de la transmisión, no es un fracaso. Al contrario, es el resultado de un trabajo reflexionado». Bellamy señala a Descartes, Rousseau y al citado Pierre Bourdieu como responsables intelectuales de las políticas que han llevado a ese desprecio oficial de la transmisión de saberes.

El Discurso del método (1637) de René Descartes fue «el primer acontecimiento de una revolución (…) cuyas consecuencias serán inmensas». Descartes, que había sido un extraordinario alumno del colegio real regentado por los jesuitas, La Flèche, y que gozaba ya entonces de una gran reputación intelectual en toda Europa, en Eldiscurso del método pone en cuestión todo lo que había aprendido a lo largo de su educación. Había sido el mejor alumno del mejor colegio de Francia en el siglo más avanzado y, sin embrago, sentía que una creciente inseguridad se apoderaba de sí mismo. Era tanta la información que tenía, había leído tanto lo que otros habían escrito que temía que otros hablaran por su boca y que ninguno de sus pensamientos fuera propiamente suyo. No soy yo el que piensa, otros lo hacen por mí. Llega así a la conclusión de que la transmisión de los saberes y de la cultura ofusca la razón y dificulta la creatividad. Para Descartes, la educación debe poner buen cuidado en preservar la inteligencia natural del hombre, «no buscar otra ciencia que aquella que se puede encontrar en uno mismo», preservar «la luz natural de la razón».

Cien años después, Rousseau, en el Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), cuestiona el valor de los saberes transmitidos con el argumento de que «cuanto más perfeccionado está el hombre por la cultura, más se aleja de la naturaleza». Más tarde en Emilio (1762), el libro que más influencia ha tenido en la pedagogía moderna, explicará cómo educar a ese hombre para que no se aleje de la naturaleza, cómo mantenerle en la feliz ignorancia. Emilio deberá crecer lejos de la influencia de padres y preceptores, sin amigos, sin libros, sin estudios. El educador no debe enseñarle nada más que aquello que precise para sobrevivir. Pues para Rousseau «más vale la pureza de la ignorancia que la alienación de la transmisión».

El tercer paso de esta revolución anticulturallo dará dos siglos más tarde Bourdieu con el citado Les héritiers (1964), un libro que fue leído por los estudiantes del 68 como si fuera el evangelio. Bourdieu aporta todo tipo de datos estadísticos para demostrar que los hijos de la clase dominante tienen más posibilidades de triunfar en la escuela que los hijos de familias desfavorecidas. El conocimiento, la cultura, es un capital que se lega de padres a hijos y, por tanto, ser una persona culta es un privilegio de la clase dominante.

En 1979 se publicó un nuevo libro de Bourdieu sobre la escuela tituladoLa distinction. Aquí se sirve de la estadística para demostrar que la transmisión de conocimientos impide la movilidad social. La cultura entendida como el conjunto de saberes, costumbres y formas de comportarse en el mundo viene impuesta por la clase dominante y se utiliza para hacer distinciones entre los hombres. Aquellos que pertenecen a la clase burguesa aspiran a adquirir la cultura de las élites, mientras que la clase obrera se tiene que conformar con aprender lo necesario para sobrevivir.

Así fue cómo, según Bellamy, la propia cultura francesa engendró el instrumento de su destrucción. Descartes soñaba con un hombre que hubiera nacido con la plenitud de su inteligencia y que nunca hubiera sido niño, Rousseau puso como modelo un hombre que siempre permanecería niño, contribuyendo así a la creación de la emblemática figura del buen salvaje. Finalmente, Bourdieu llevó a la escuela la lucha de clases.

El hombre sin cultura no es un hombre. Un país que se niega a transmitir su herencia cultural está abocado a caer en la barbarie. Eso es lo que Riccardo Muti quiso decir aquella noche en la Ópera de Roma y eso es lo que quiere mostrar Bellamy con este libro. Los saberes, los conocimientos que adquiere un niño a lo largo de su educación configuran su personalidad. Sin ellos no es nada.

Bellamy critica a los pedagogos posmodernos que han encontrado en las tecnologías la coartada perfecta para enterrar definitivamente la enseñanza tradicional. El profesor Google puede facilitar toda la información que el alumno precise en un tiempo récord. ¿Para qué entonces malgastar el tiempo y el esfuerzo en transmitir conocimientos? Hoy los niños lo que tienen que hacer en la escuela es aprender a aprender. La tecnología viene así a completar la revolución anticultural iniciada por Descartes hace cuatrocientos años.

La cultura que uno adquiere a lo largo de su vida, dice Bellamy, no es como una maleta que se va llenando de contenidos, uno es lo que sabe, lo que ha aprendido a lo largo de su vida. Sin civilización el hombre sería el más desvalido de los animales, sin cultura carecería de humanidad. El esfuerzo por aprender, por recordar, por leer, por escribir, construye al individuo como ser humano. Y para aprender, para construirse a sí mismoel niño necesita maestros, necesita libros y necesita condiscípulos.

«Hemos decretado que la lengua era fascista, la literatura sexista, la historia chovinista, la geografía etnocentrista y las ciencias dogmáticas –y ahora no comprendemos por qué los niños terminan por no saber nada». Y al final, sin saberes, sin cultura, ¿qué quedará del hombre?, se pregunta Bellamy. Cuando ya se haya destruido toda la cultura «sólo quedará la barbarie».

El autor cerró el último capítulo de su libro con una llamada de urgencia: «Podemos superar la crisis de la transmisión, pero hay que hacerlo pronto, porque la desculturización progresiva y de cada vez más gente solo puede significar que el mundo se hace cada vez más salvaje».

Era el final del verano de 2014. Quince meses más tarde añadió un post scriptum (que ya aparece en la reedición francesa que yo he leído): «No sabía hasta qué punto los inviernos que siguieron iban a confirmar mi sombrío presentimiento». El 7 de enero diez periodistas y dos policías son asesinados en un atentado a la sede de la revista Charlie Hebdo; el 8 de enero un policía es asesinado en Montrouge. El 9 de enero, cuatro clientes de un supermercado de Vincennes son asesinados. Algunos meses más tarde, el 13 de noviembre, varios terroristas siembran de muertos las calles de París. «Víctimas, sin duda, de la locura de los criminales; pero víctimas también, y al mismo tiempo de nuestras propias abdicaciones».

La gran diferencia entre los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York y estos de París, dice Bellamy, es que estos crímenes han sido cometidos por jóvenes nacidos en Francia que han estado sentados durante años en los bancos de nuestras escuelas. «Hace falta que el mal sea muy profundo para que, después de miles de horas pasadas en la escuela de la República, un joven se revuelva con tanta violencia contra su propio país, contra el hombre, y contra lo que hay en él mismo de humano».

Fuente del articulo: http://www.libertaddigital.com/opinion/alicia-delibes/los-desheredados-78767/

Fuente de la imagen: http://s.libertaddigital.com/2015/11/22/650/0/bataclan_cordon.jpg

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Educación humanista

Basta con fijarse en la evolución de los planes de estudio de la enseñanza media a lo largo de los últimos cincuenta años para darse cuenta de que tanto las lenguas clásicas como la poesía, la gramática y, en general, las que se llaman asignaturas de letras o de humanidades, han ido perdiendo importancia en el Bachillerato. En gran parte porque ese Bachillerato se ha ido reduciendo hasta quedar convertido en dos escuetos cursos en los que se pretende preparar a los alumnos para estudios superiores.

Pero una educación humanista no tiene que ver solo con las asignaturas de los planes de estudio, sino también con los valores que se pretende transmitir a los niños y jóvenes durante los años de formación. Una educación que persiga la más completa formación humana debería, al menos, ocuparse del desarrollo de las tres potencias del espíritu que Santo Tomás tomó de Aristóteles: la memoria, el entendimiento o inteligencia, y la voluntad.

Pues bien, la memoria, no sólo como método pedagógico, sino también como la facultad de aprender de nuestros antepasados, conocer sus hechos, sus pensamientos, su ciencia y su arte, está hoy totalmente desprestigiada.

Se comenzó por decir que no se debía dejar que el niño se aprendiera las cosas de memoria porque entonces no razonaba. Como si la razón humana estuviera reñida con la capacidad de recordar. George Steiner, uno de los pocos maîtres à penser que quedan entre nosotros, en su libro Elogio de la transmisión, publicado por Siruela en 2005, hacía un canto a la memoria como la facultad que hace más libre el entendimiento y la conciencia del hombre. Steiner, para quien “nuestra escolaridad es hoy amnesia planificada”, reivindica el uso de la memoria como herramienta de aprendizaje, pues, en su opinión, si la memoria no se ejercita, como ocurre con los músculos, acaba por atrofiarse.

El desarrollo del entendimiento como la facultad del intelecto humano para comprender, pensar y razonar, estuvo presente siempre en la enseñanza. Un buen profesor consideraba que su tarea era conseguir que sus discípulos aprendieran cuanto más mejor. Por sentido común sabía que no a todos los niños se les podía exigir lo mismo porque no todos tenían la misma facilidad para aprender, pero era muy consciente de que su responsabilidad era lograr que todos sus alumnos desarrollaran al máximo sus capacidades intelectuales.

Un día empezó a decirse que el desarrollo del intelecto individual podía ser fuente de desigualdades. Que las diferencias intelectuales no eran producto de la naturaleza sino consecuencia de las diferencias sociales. Que no bastaba con lograr que toda la población fuera escolarizada sino que era necesario que todos recibieran la misma formación. Esa idea de que una auténtica igualdad de oportunidades solo se logra si todos estudian lo mismo ha llevado a censurar cualquier método de enseñanza que pueda distinguir a los que aprenden más de los que aprenden menos. Así fue como los exámenes quedaron desterrados de nuestro sistema escolar hace casi medio siglo y así es como incluso la propia transmisión de saberes y conocimientos es hoy cuestionada.

Se nos presenta como indiscutible que todo sistema democrático de enseñanza deba basarse en el principio de la “equidad”. Una equidad que, al buscar una igualdad real de los talentos, va mucho más allá de la igualdad de oportunidades. Una idea de equidad que convierte en elitista y segregadora la aspiración humanista de lograr el máximo desarrollo de talento individual.

Eliminados de la escuela el fomento de la memoria y del entendimiento nos quedaría la educación de la voluntad. Por voluntad entendemos la capacidad que tiene cada persona de hacer aquello que quiere o cree que debe hacer. La formación de la voluntad exige, sin duda, sacrificio y disciplina. Dos palabras malditas en el lenguaje educativo de nuestro tiempo.1

El niño ha de ser feliz, ha de serlo desde su nacimiento y a su felicidad no se debe poner límites. Esto es lo que psicólogos y pedagogos han estado mucho tiempo enseñando a padres y profesores. Continuamente surgen nuevos métodos pedagógicos que aseguran que se puede aprender mediante el juego, sin esfuerzo alguno. Métodos que, una y otra vez, padres y maestros aceptan de buen grado pensando que alguien ha conseguido descubrir el jarabe milagroso que les librará de tener que cumplir con la responsabilidad de exigir a los niños. Y eso que saben, por su propia experiencia, que ese jarabe no existe, que todo aprendizaje necesita esfuerzo y que todo esfuerzo supone sacrificio.

La voluntad, como la memoria y como el entendimiento, cuando no se ejercita, muere. Una inmensa mayoría de nuestros jóvenes salen hoy de las escuelas con la voluntad virgen. Y es que esa pedagogía moderna que ha condenado el valor del esfuerzo, de la disciplina y del sacrificio, no sólo puede dejar al joven indefenso ante los problemas y dificultades, sino que puede dejarle incapacitado para tomar las riendas de su propia vida.

Igual que el descubrimiento de la imprenta, no solo no supuso el fin del Humanismo renacentista, sino que permitió la divulgación de las obras de los escritores humanistas y la entrada de Europa en la modernidad, el uso de internet y de las redes sociales deberían servir para mejorar el aprendizaje y hacer que la transmisión del conocimiento y de los saberes llegara a mucha más gente.

Y es que, en contra de lo que algunos dicen, la introducción en el aula de las  tecnologías de la información y de la comunicación no debería ser un obstáculo para el resurgimiento de una educación humanista. Es cierto que existe una nueva corriente pedagógica que pretende aniquilar la institución escolar con la excusa de que el maestro Google puede enseñar más y mejor que cualquier profesor, pero confiemos en que no sea más que una moda pasajera.

Fuente del articulo: http://www.fundacionvillacisneros.es/educacion-humanista/

Fuente de la imagen://1.bp.blogspot.com/_vgqYQ_2gsf0/SvG70p8LvVI/AAAAAAAAAZc/ZDlvkHgXwjI/S1600-R/marquecina+educ-larga.jpg

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La educacion, o el suicidio cultural de occidente.

Por:  ALICIA DELIBES

En 1964 el prestigioso filósofo y sociólogo francés Pierre Bourdieu publicaba Los herederos, que estaba llamado a convertirse en la biblia de todos los pedagogos sesentayochistas. En ese libro, que tanta influencia va a tener después, Bourdieu, como buen marxista, dio una vuelta de tuerca más a la teoría de la lucha de clases como motor de la historia. Y esa vuelta de tuerca fue considerar que las clases no sólo vienen determinadas por la posesión de bienes materiales, sino también por la diferencia de conocimientos y hábitos culturales. De manera que, igual que un marxista convencido debía luchar por acabar con las clases sociales, también debía esforzarse por acabar con esas diferencias culturales, que eran otra expresión de la opresión de unos privilegiados sobre el resto.

Cincuenta años después de su publicación, François-Xavier Bellamy, nacido en 1985, profesor de Filosofía formado en la Escuela Normal Superior de París, ha escrito Les déshérités (Los desheredados), un libro en el que el autor clama por la recuperación de la escuela como transmisora de conocimientos. Según Bellamy, aquellos estudiantes que en mayo de 1968 tomaron las calles de París reclamando una escuela libre y democrática, al convertirse en padres y maestros han renunciado a transmitir a sus hijos y alumnos el legado cultural que ellos habían recibido.

El libro de Bellamy comienza con el emocionante relato de lo sucedido en la Ópera de Roma el 12 de marzo de 2011. Se conmemoraban los 150 años de la unidad italiana con la representación del Nabucco de Verdi, dirigida por el maestro napolitano Riccardo Muti. Al poner fin al coro de los hebreos, el famosísimo Va, pensiero, entre los ensordecedores aplausos se alzaron varias voces pidiendo el bis. «De pronto, -escribe Bellamy- se hace el silencio. (…) un escalofrío recorre el patio de butacas. El maestro se vuelve hacia la multitud: ‘Estoy de acuerdo'». [En el vídeo, a partir del minuto 7]

No es amigo Muti de hacer concesiones al público. Una decisión tan extraordinaria exigía una explicación y se la dio al público:

«Ya no tengo treinta años, he vivido mi vida; pero como italiano que ha recorrido mucho mundo, me avergüenzo de lo que pasa en mi país. Accedo a vuestra petición de bis por Va, pensiero. No es solo por la alegría patriótica que me hace sentir, sino porque esta tarde, mientras cantaba el coro «Oh mi país, tan bello y perdido», he pensado que, si continuamos así, vamos a matar la cultura sobre la cual la historia de Italia ha sido construida. Y si es así, nuestra patria estaría verdaderamente «bella y perdida», y nosotros con ella».

Esa misma noche, en Asnières-sur Seine, banlieu del oeste de París, un chico de 15 años era asesinado en la puerta del liceo en el que, curiosamente, Bellamy había empezado su vida profesional como profesor de Filosofía. Un liceo conflictivo de los muchos en los que la educación francesa muestra su tremendo fracaso. «Si no se encuentra un remedio», escribe el profesor Bellamy, «Francia, como Italia, tendrá que entonar el canto fúnebre de la cultura».

Para Bellamy la crisis que atraviesa la enseñanza francesa es fruto de una opción deliberada según la cual la escuela debe dejar de transmitir el legado cultural de nuestros antepasados. «La crisis de la cultura, de la educación, de la familia, de las autoridades tradicionalmente investidas de la responsabilidad social de la transmisión, no es un fracaso. Al contrario, es el resultado de un trabajo reflexionado». Bellamy señala aDescartes, Rousseau y al citado Pierre Bourdieu como responsables intelectuales de las políticas que han llevado a ese desprecio oficial de la transmisión de saberes.

El Discurso del método (1637) de René Descartes fue «el primer acontecimiento de una revolución (…) cuyas consecuencias serán inmensas». Descartes, que había sido un extraordinario alumno del colegio real regentado por los jesuitas, La Flèche, y que gozaba ya entonces de una gran reputación intelectual en toda Europa, en El discurso del método pone en cuestión todo lo que había aprendido a lo largo de su educación. Había sido el mejor alumno del mejor colegio de Francia en el siglo más avanzado y, sin embargo, sentía que una creciente inseguridad se apoderaba de sí mismo. Era tanta la información que tenía, había leído tanto lo que otros habían escrito que temía que otros hablaran por su boca y que ninguno de sus pensamientos fuera propiamente suyo. No soy yo el que piensa, otros lo hacen por mí. Llega así a la conclusión de que la transmisión de los saberes y de la cultura ofusca la razón y dificulta la creatividad. Para Descartes, la educacióndebe poner buen cuidado en preservar la inteligencia natural del hombre, «no buscar otra ciencia que aquella que se puede encontrar en uno mismo», preservar «la luz natural de la razón».

Cien años después, Rousseau, en el Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), cuestiona el valor de los saberes transmitidos con el argumento de que «cuanto más perfeccionado está el hombre por la cultura, más se aleja de la naturaleza». Más tarde en Emilio (1762), el libro que más influencia ha tenido en la pedagogía moderna, explicará cómo educar a ese hombre para que no se aleje de la naturaleza, cómo mantenerle en la feliz ignorancia. Emilio deberá crecer lejos de la influencia de padres y preceptores, sin amigos, sin libros, sin estudios. El educador no debe enseñarle nada más que aquello que precise para sobrevivir. Pues para Rousseau «más vale la pureza de la ignorancia que la alienación de la transmisión».

El tercer paso de esta revolución anticultural lo dará dos siglos más tarde Bourdieu con el citado Les héritiers (1964), un libro que fue leído por los estudiantes del 68 como si fuera el evangelio. Bourdieu aporta todo tipo de datos estadísticos para demostrar que los hijos de la clase dominante tienen más posibilidades de triunfar en la escuela que los hijos de familias desfavorecidas. El conocimiento, la cultura, es un capital que se lega de padres a hijos y, por tanto, ser una persona culta es un privilegio de la clase dominante.

En 1979 se publicó un nuevo libro de Bourdieu sobre la escuela tituladoLa distinction. Aquí se sirve de la estadística para demostrar que la transmisión de conocimientos impide la movilidad social. La cultura entendida como el conjunto de saberes, costumbres y formas de comportarse en el mundo viene impuesta por la clase dominante y se utiliza para hacer distinciones entre los hombres. Aquellos que pertenecen a la clase burguesa aspiran a adquirir la cultura de las élites, mientras que la clase obrera se tiene que conformar con aprender lo necesario para sobrevivir.

Así fue cómo, según Bellamy, la propia cultura francesa engendró el instrumento de su destrucción. Descartes soñaba con un hombre que hubiera nacido con la plenitud de su inteligencia y que nunca hubiera sido niño, Rousseau puso como modelo un hombre que siempre permanecería niño, contribuyendo así a la creación de la emblemática figura del buen salvaje. Finalmente, Bourdieu llevó a la escuela la lucha de clases.

El hombre sin cultura no es un hombre. Un país que se niega a transmitir su herencia cultural está abocado a caer en la barbarie. Eso es lo que Riccardo Muti quiso decir aquella noche en la Ópera de Roma y eso es lo que quiere mostrar Bellamy con este libro. Los saberes, los conocimientos que adquiere un niño a lo largo de su educación configuran su personalidad. Sin ellos no es nada.

Bellamy critica a los pedagogos posmodernos que han encontrado en las tecnologías la coartada perfecta para enterrar definitivamente la enseñanza tradicional. El profesor Google puede facilitar toda la información que el alumno precise en un tiempo récord. ¿Para qué entonces malgastar el tiempo y el esfuerzo en transmitir conocimientos? Hoy los niños lo que tienen que hacer en la escuela es aprender a aprender. La tecnología viene así a completar la revolución anticultural iniciada por Descartes hace cuatrocientos años.

La cultura que uno adquiere a lo largo de su vida, dice Bellamy, no es como una maleta que se va llenando de contenidos, uno es lo que sabe, lo que ha aprendido a lo largo de su vida. Sin civilización el hombre sería el más desvalido de los animales, sin cultura carecería de humanidad. El esfuerzo por aprender, por recordar, por leer, por escribir, construye al individuo como ser humano. Y para aprender, para construirse a sí mismo el niño necesita maestros, necesita libros y necesita condiscípulos.

«Hemos decretado que la lengua era fascista, la literatura sexista, la historia chovinista, la geografía etnocentrista y las ciencias dogmáticas -y ahora no comprendemos por qué los niños terminan por no saber nada». Y al final, sin saberes, sin cultura, ¿qué quedará del hombre?, se pregunta Bellamy. Cuando ya se haya destruido toda la cultura «sólo quedará la barbarie».

El autor cerró el último capítulo de su libro con una llamada de urgencia: «Podemos superar la crisis de la transmisión, pero hay que hacerlo pronto, porque la desculturización progresiva y de cada vez más gente solo puede significar que el mundo se hace cada vez más salvaje».

Era el final del verano de 2014. Quince meses más tarde añadió un post scriptum (que ya aparece en la reedición francesa que yo he leído): «No sabía hasta qué punto los inviernos que siguieron iban a confirmar mi sombrío presentimiento». El 7 de enero diez periodistas y dos policías son asesinados en un atentado a la sede de la revista Charlie Hebdo; el 8 de enero un policía es asesinado en Montrouge. El 9 de enero, cuatro clientes de un supermercado de Vincennes son asesinados. Algunos meses más tarde, el 13 de noviembre, varios terroristas siembran de muertos las calles de París. «Víctimas, sin duda, de la locura de los criminales; pero víctimas también, y al mismo tiempo de nuestras propias abdicaciones».

La gran diferencia entre los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York y estos de París, dice Bellamy, es que estos crímenes han sido cometidos por jóvenes nacidos en Francia que han estado sentados durante años en los bancos de nuestras escuelas. «Hace falta que el mal sea muy profundo para que, después de miles de horas pasadas en la escuela de la República, un joven se revuelva con tanta violencia contra su propio país, contra el hombre, y contra lo que hay en él mismo de humano».

Publicado primeramente en: http://www.expansion.com/actualidadeconomica/analisis/2016/04/24/571c68d1e2704e37048b4570.html

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