¿Qué profesor cambió tu vida? Una reflexión sobre la manera de ser de los docentes

Por: Andrea Giraldez

Todos tenemos un profesor que, para bien o para mal, cambió en algo el rumbo de nuestras vidas. En mi listado hay, afortunadamente, unos cuantos del primer grupo y, por qué no decirlo, algunos del segundo. También hay muchos que pasaron desapercibidos.

¿Qué profesor cambió tu vida?

Hoy me gustaría hablar de los primeros y de algunas cosas que podríamos hacer para asemejarnos a una de esas profesoras o uno de esos profesores que fueron tan importantes. ¿Puedes recordar cuál fue el tuyo? ¿Qué hacía que fuese especial? Si es posible, interrumpe unos pocos minutos la lectura para responder a estas preguntas; es importante que lo hagas.

Cuando formulo las mismas preguntas a algunos de los estudiantes y docentes con los que trabajo, invariablemente se mencionan cualidades tales como la pasión por enseñar, la humildad, la curiosidad, la generosidad y la manera en que esa profesora o ese profesor les miraba y escuchaba, cómo confiaba en sus posibilidades o cómo, de alguna manera, les hacía sentir importantes y les transmitía, de un modo u otro, este mensaje: tú vales.

¿Deberían ser estas cualidades inherentes a la profesión docente?

¿Deberíamos, al menos, aspirar a que todos los docentes las tuviesen en mayor o menor medida? Y en caso de que así fuese: ¿cómo podríamos conseguirlo?

La formación de los docentes no puede quedarse, como se queda, en las cuestiones disciplinares y técnicas de la enseñanza

Mi respuesta a las dos primeras preguntas es que sí. Ser docente supone mucho más que dominar una materia y conocer y aplicar metodologías innovadoras. Esto es necesario, pero insuficiente. Permíteme explicarlo con una analogía. Imagina a un joven que va a una autoescuela para aprender a conducir. Allí aprende las normas de tráfico y las cuestiones prácticas que le acreditarán como conductor. Una vez obtenido el carnet, nuestro joven conductor sale a la calle con su coche, y desde el punto de vista técnico su pericia es indiscutible. Sin embargo, una observación más atenta nos deja ver que en cuanto puede se salta los pasos de peatones poniendo en peligro la vida de los viandantes, no respeta los límites de velocidad o le cuesta controlar su ira ante cualquier incidente y es fácil verle insultando a otros conductores. ¿Subirías en su coche? Y aún más, ¿confiarías a tus hijos para que ese conductor les llevase a algún sitio?

«A los docentes se nos exigen muchas cosas, a veces demasiadas, pero justamente no se nos exige algo fundamental para educar: ser buenas personas»

“Los docentes deberían pasar una ITV”

Del mismo modo que aprender a conducir debería ser algo más que memorizar las normas de tráfico y aprender la técnica para llevar el coche, la formación de los docentes no puede quedarse, como se queda, en las cuestiones disciplinares y técnicas de la enseñanza. No hay, ni en las Facultades de Educación ni en las oposiciones, nada que garantice que un profesor cuente con estas cualidades que parecen tan importantes. En el caso de las facultades, a través de actividades (que no materias) de desarrollo personal (sí, personal) de los estudiantes, podríamos ayudar a desarrollar algunas habilidades psico-sociales fundamentales. En el caso de las oposiciones, tal como se hace en la mayoría de las empresas a través de los departamentos de Recursos Humanos, aseguraríamos que quienes acceden a la carrera docente son las personas más idóneas. Y, puesto que hablamos de algo que no se adquiere de una vez por todas, sino que requiere de una práctica continuada, el superar la oposición no supondría una garantía de por vida, sino que cada tanto, recurriendo nuevamente a los coches, deberíamos pasar una ITV.

Rita Pierson

 

Fuente e Imagen: https://www.educaciontrespuntocero.com/opinion/que-profesor-cambio-tu-vida/70852.html

 

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¿Estás seguro de que lo que enseñas es lo que tus alumnos necesitan aprender?

Por: Andrea Giraldez 

¿Recuerdas todo lo que te enseñaron en la escuela o en la universidad? ¿Qué porcentaje de aquello podrías decir que has aplicado a lo largo de tu vida académica, profesional o personal? ¿Estás seguro de que lo que enseñas es lo que tus alumnos necesitan aprender?

¿Más contenidos es igual a más aprendizaje?

Estas son algunas de las preguntas que todos los docentes nos deberíamos hacer. No desvelo nada nuevo si digo que la inmensa mayoría de los programas de enseñanza están sobrecargados. En el caso de las escuelas, podríamos ‘responsabilizar’ a los encargados de diseñar las políticas educativas. Ya sabemos que el papel lo soporta todo, y la cantidad de contenidos del currículo sobrepasa con mucho lo que podría enseñarse en los años de escolaridad.

Definir qué es lo básico que el alumnado debe aprender no es tarea fácil, pero es mucho más razonable que intentar enseñarlo todo por las dudas

A esta sobrecarga contribuyen también los libros de texto, que interpretan las propuestas curriculares con criterios bastante arbitrarios. Lo malo de esto es que una vez que los libros están en el aula, los alumnos se verán obligados a “consumirlos”. Sabrás que no falto a la verdad si digo que muchas veces he escuchado aquello de “tengo que terminar el libro porque si no los padres se molestan” o “tengo que terminarlo porque de otro modo los alumnos no sabrán lo que necesitan para pasar al curso siguiente”.

¿Estás seguro de que lo que enseñas es lo que tus alumnos necesitan aprender?

Si ampliamos la mirada a cualquier nivel educativo, desde Infantil a la universidad, los responsables no son ya los políticos o las editoriales, sino los propios profesores que, en definitiva, son quienes diseñan las programaciones. Es frecuente oír a muchos docentes decir “que tienen que terminar el temario”, un temario que ellos mismos han creado. Y en medio de esa imposición están los alumnos y las alumnas, que deben consumir a toda prisa los contenidos, sin importar realmente cuánto aprendan y, sobre todo, si lo que aprenden tiene utilidad y sentido.

Mientras escribo esto imagino las caras críticas de algunos colegas pensando en que lo que intento defender es una educación “light”. Nada más lejos de la realidad. Más bien, mi intención es la de sugerir que hagamos todo lo posible para tener una educación racional, que tenga un impacto positivo en el crecimiento cultural del alumnado.

¿Qué deberían saber?

Esta es, seguramente, una pregunta difícil de responder, pero ante la duda prefiero recordar aquella idea expuesta por Coll (2006) cuando hablaba de “lo básico de la educación básica” refiriéndose a aquellos contenidos imprescindibles para asegurar que al finalizar la escolaridad obligatoria todos podrían desenvolverse de manera adecuada y contarían, además, con una base sólida para seguir aprendiendo.

Seguramente definir qué es lo básico no es tarea fácil, pero es mucho más razonable que intentar enseñarlo todo por las dudas.

Rogers (1996) también se refería a lo que los estudiantes debían (o no) aprender y decía que tenía un concepto negativo de la enseñanza porque se basa en preguntas equivocadas. “Cuando pensamos en enseñar, surge la pregunta de qué enseñaremos. ¿Qué necesita saber una persona desde nuestro superior punto de vista? Me pregunto si en este mundo moderno tenemos el derecho a dar por sentado que somos sabios sobre el futuro. ¿Estamos realmente seguros acerca de lo que deberían saber? Luego está la pregunta ridícula sobre la extensión del programa. El concepto de extensión está basado en el supuesto de que todo lo que se enseña se aprende y todo lo que se presenta se asimila. No conozco ningún otro supuesto tan falso. No necesitamos hacer una investigación para comprobar su falsedad. Sólo nos bastaría hablar con unos pocos estudiantes”. Asimismo, afirmaba que la enseñanza y la transmisión de contenidos solo tienen sentido en un mundo estático, pero ha perdido su razón de ser en un mundo marcado por el cambio continuo y la incertidumbre.

Sin duda, algunas alfabetizaciones seguirán siendo fundamentales, como es el caso de la lectoescritura. Pero hablamos de alfabetizaciones, no del sintagma nominal al margen de cualquier cosa que dé sentido a la lectura o la escritura. Y también lo seguirán siendo las ciencias, las artes o las humanidades, pero no como saberes que hay que acumular al precio que sea, sino como contenidos que forman parte de procesos que posibilitan el desarrollo de competencias que sí sabemos que son y seguirán siendo fundamentales, como es el caso del pensamiento crítico y la resolución de problemas, la creatividad, la comunicación o la colaboración, así como de cualidades del carácter que ayudarán a los estudiantes a enfrentarse a un mundo cambiante e incierto. Por éstas me refiero a la curiosidad, la iniciativa, la adaptabilidad, la persistencia o el liderazgo.

La escuela de las asignaturas compartimentadas y de los temarios infinitos ya ha demostrado con creces su inutilidad. Está en nosotros cambiarla a partir de una reflexión profunda, tanto individual como colectiva, acerca de qué es lo que los alumnos necesitan aprender. Cada vez confío menos en que ese cambio venga de la mano de las políticas educativas, así que prefiero pensar en que la suma de muchos profesores será la que permita romper la baraja y generalizar un camino y una manera de hacer que algunos centros y algunos docentes ya han iniciado. Puede que el siguiente seas tú. ¿Te animas?

Referencias:

Coll, C. (2006). Lo básico en la educación básica. Reflexiones en torno a la revisión y actualización del currículo de la educación básica.

Rogers, C. R., & Freiberg, H. J. (1996). Libertad y creatividad en la educación. Barcelona: Paidós.

*Fuente: https://www.educaciontrespuntocero.com/opinion/alumnos-necesitan-aprender/80806.html

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El arte de la posibilidad: ¿Y si cambiar la escuela fuese viable?

 Andrea Giraldez

Innovar en la escuela no es fácil pero la actitud de los docentes es clave. Depende de en qué grupo se posicionen. Andrea Giráldez reflexiona sobre la postura que pueden adoptar unos (reconociendo las dificultades pero sin cejar en su empeño) y la de otros (los permanecen estáticos enumerando la retahila de dificultades…). ¿En qué lado estás tú?

Conversaba hace unos días con cuatro profesoras de Instituto que asisten a un grupo de trabajo sobre coaching en educación. De repente, una dijo: “Eso sería estupendo, pero es imposible con el sistema que tenemos”. De ahí derivó un largo e interesante debate. Volviendo a casa, recordé a Benjamin Zander y “El arte de la posibilidad”. Cuenta, en su libro del mismo nombre, que una fábrica de zapatos envía a dos comerciales desde Manchester a África para comprobar si era posible expandir el mercado. A los pocos días, uno de los comerciales envía un telegrama diciendo “Situación imposible. Aquí nadie usa zapatos”.  El otro comercial también envía un telegrama muy distinto: “Una gran oportunidad de negocio. No tienen zapatos”. Para el vendedor que no veía zapatos, no había opciones. Para su colega, las mismas condiciones eran una oportunidad en la que solo veía posibilidades.

Mientras unos son capaces de reconocer las dificultades y, a pesar de ellas, innovar en el mejor sentido del término, otros han decidido no hacer nada más allá de enseñar como siempre lo hicieron

Una mirada atenta a la escuela (usando el término en su sentido más amplio e incluyendo también a la universidad y a cualquier otra institución educativa) nos permitiría ver cómo los profesores pertenecen a uno u otro grupo. Mientras unos son capaces de reconocer las dificultades y, a pesar de ellas, innovar en el mejor sentido del término y hacer de la escuela un lugar al que vale la pena ir cada día, otros han decidido no hacer nada más allá de enseñar como siempre lo hicieron. Las razones que alegan son muchas, y ciertas: el currículo y esa nefasta ley heredada del ministro en el exilio dorado, el desinterés de algunos estudiantes (que es real, pero también debería invitarnos a pensar qué lo genera), los recortes, la masificación en las aulas, y así podríamos continuar con un listado interminable. Todo esto es real y, en cierta medida, indiscutible.

Cuando digo cambiar la escuela, me refiero a decidir qué es lo que realmente queremos ofrecer a nuestros estudiantes

La pregunta es si estamos dispuestos, como muchos ya lo hacen, a cambiar la escuela a pesar de esas dificultades. Y cuando digo cambiar la escuela no me refiero a cambiar el sistema ni la educación. Eso es una entelequia y el camino más fácil para dejar la responsabilidad en manos de otros, porque equivale a decir que hasta que la ley y todo lo que le rodea no cambie, nada podemos hacer.

Cuando digo cambiar la escuela me refiero a ese cambio que empieza por uno mismo, y sigue por el entorno más próximo, y quizá continúe expandiéndose, como sucede cuando uno arroja una piedra en un estanque. Cuando digo cambiar la escuela, me refiero a decidir, como docente y como grupo de docentes que trabajamos en un mismo centro, qué es lo que realmente queremos ofrecer a nuestros estudiantes (y aquí, he de reconocerlo, me importa bastante poco lo que ponga el currículo, o al menos invito a hacer una lectura crítica de lo legalmente establecido). Cuando digo cambiar la escuela me refiero a la responsabilidad personal, al telegrama que cada uno podría enviar mañana, después de considerar la realidad y reflexionar sobre lo que está decidido a hacer.  Y ahora, si quieres, sal a dar un paseo y piensa: ¿qué escribirías en tu telegrama?   

Imagen: Sole Hope. Fotografía de Eden Photography (2010)

Fuente: http://www.educaciontrespuntocero.com/opinion/innovacion-escuela-cambio-viable/45440.html

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La vida no es un examen

Por Andrea Giráldez

Estaba con mis notas para escribir este artículo cuando vi un breve post de Diego Ojedapublicado en educ@contic: Lo que no entra en el examen. Desde otra perspectiva, el post se relacionaba con aquello sobre lo que había estado pensando en los últimos días: la (in)utilidad de lo que se enseña en las escuelas y en las universidades, el exceso de contenidos y la escasa consideración del impacto real que aquello puede tener en las vidas de los estudiantes.

He hablado de este tema con cientos de profesores, y siempre que lo hago una inmensa mayoría dice enseñar lo que enseña porque lo pone el currículo, ese documento al que algunos llaman “el temario”, que “hay que cumplir”.  Cuando lo mencionan, suelo hacer algunas preguntas muy simples:

  • ¿Cómo se “cumple” el currículo?
  • ¿Todos los profesores interpretan lo mismo cuando leen el currículo de su materia? Si es así, ¿cómo explicamos tanta diversidad de contenidos y enfoques metodológicos en las aulas?
  • ¿Quién creéis que cumple más con lo que establece el currículo: el profesor que sigue un libro de texto, el que tiene una programación estricta que hay que terminar sí o sí, el que trabaja por proyectos (y por tanto hace una selección de contenidos) o el que crea una programación con propuestas a la medida de sus alumnas y alumnos?18823910388_df0b0ef1a5_b

En la conversación suelen surgir muchos temas interesantes que nos sirven para pensar en por qué hacemos lo que hacemos y por qué enseñamos lo que enseñamos.

Recuerdo, por ejemplo, a aquel profesor convencido de que debía incluir a 12 filósofos en la programación para evitar que sus estudiantes saliesen del Bachillerato con lagunas importantes en sus conocimientos. Lo curioso es que en la misma conversación había colegas de distintas comunidades, lo que nos permitió descubrir que la cantidad de filósofos varía de una comunidad a otra: en alguna son 8, en otras 12, en otras aún más.

¿Cómo se explica esto? ¿Significa que el estudiante que vive en la comunidad en la que “solo” se exige estudiar a 8 filósofos estará peor preparado? Y, más aún, ¿se trata de aprender sobre filósofos o de hacer filosofía en el aula? ¿Qué es lo que va a tener más impacto en los alumnos? ¿Qué va a despertar en ellos el interés?

Porque convengamos que si uno de los grandes propósitos de la educación es el de formar a alumnas y alumnas capaces de seguir aprendiendo a lo largo de la vida, es indispensable “encender la llama” para que quieran seguir aprendiendo por sí mismos,y esa llama no se enciende con más contenidos, sino con propuestas capaces de despertar un interés genuino y de emocionar. Después de todo, como dice Francisco Mora: “Sin emoción no hay curiosidad, no hay atención, no hay aprendizaje”.

¿Qué hace pensar a algunos docentes que tienen que enseñar muchas cosas; que la cantidad vale más que la calidad?

Cantidad versus calidad

¿Qué hace pensar a algunos docentes que tienen que enseñar muchas cosas; que la cantidad vale más que la calidad? ¿Por qué parecen convencidos (cuando no obsesionados) de la importancia de terminar “el programa”, un programa que la mayoría de las veces ellos mismos han creado? Desconozco las razones, pero puesta a elegir entre un programa interminable que lleva al rechazo y al olvido y otro más razonable, siempre he preferido optar por este último y hacerme dos preguntas muy sencillas:

  • ¿Para qué le podría servir al alumno esto que intento enseñarle?
  • ¿Cómo puedo hacer para que el proceso de aprendizaje resulte más interesante y significativo?

Más valen unos pocos temas que dejen con ganas de seguir aprendiendo que un currículo abultado de cosas absurdas que se olvidarán en cuanto pase el examen

Y claro, hacerse esas dos preguntas ayuda, y mucho, a reducir el tamaño de las programaciones, a seleccionar y a buscar lo que de verdad importa, lo que no solo logrará despertar la curiosidad y emocionar, sino que permitirá sentar las bases para nuevos aprendizajes.

Ahora bien, una vez encontradas las respuestas hay que tener la convicción de que estamos haciendo lo mejor por nuestros alumnos, de que más valen unos pocos temas que dejen con ganas de seguir aprendiendo que un currículo abultado de cosas absurdas que se olvidarán en cuanto pase el examen, y hay que tener la valentía de no conformarse con la respuesta fácil, esa que hecha balones fuera y culpa al currículo, al inspector o a los libros.

Hace unos días, nuestro colega Toni Solano hacía una pregunta provocadora en las redes:

  ¿Y si en vez de dar 15 unidades didácticas, que olvidarán antes de que acabe el verano, hicieses con ellos 5 tareas que nunca olvidasen…?

Toni Solano @tonisolano

¿Y si en vez de dar 15 unidades didácticas, que olvidarán antes de que acabe el verano, hicieses con ellos 5 tareas que nunca olvidasen…?

Antes de seguir leyendo, detente un minuto y contesta, con toda sinceridad: ¿tú qué harías?

Yo no tenía duda en la respuesta, puesta a elegir hubiese optado por las cinco tareas. Pero lo interesante no era pensar en mi respuesta, sino seguir los comentarios de muchos profesores. He aquí una pequeña muestra:

  • ¡Bravo!
  • No lo verán mis ojos
  • Bucear… en lugar de hacer la plancha para llegar con los “temas”
  • Experimentando es como se aprende, pero entonces dejas de crear robots
  • ¡Qué motivadora resulta una propuesta en apariencia tan sencilla!
  • Yo lo he hecho. Un año duré en el colegio J Con 6 unidades, pero olvidarse no se han olvidado.
  • Cada vez más convencida: en educación muchas veces, menos es más.
  • Con horas de 50 minutos, dividiendo por asignaturas, con aulas masificadas y sin biblioteca de aula ni conexión a Internet, con el uso prohibido de dispositivos móviles en el aula y teniendo que evaluar en función de cuando caiga la Semana Santa es, cuando menos, un reto interesante.

exam-1346150_960_720Y fijaros lo que decía, en una de las respuestas, José Manuel López Blay: Pasado mañana presentaré en Ontniyent una ponencia sobre el Centro de Colaboración pedagógica de Segorbe, una experiencia pionera de formación permanente del magisterio, puesta en marcha por el Ministerio de Instrucción Pública durante la II República Española. Una vez al mes, maestros y maestras de la zona de Segorbe-Viver se reunían con el inspector para debatir y reflexionar colectivamente sobre sus prácticas.

El 9 de mayo de 1935, el maestro de Gátova, Jesús Alonso, dio una charla sobre la necesaria conciliación de las dos escuelas (la tradicional y la moderna) y señaló como una de las innovaciones que deberían introducirse en las escuelas de entonces la de enseñar poco pero bien. Ya ves, Antonio, 80 años después a veces siguen escandalizándonos aquellas palabras. ¡Maldita noche de piedra que segó tantos sueños!

Enseñar poco pero bien, enseñar poco pero con sentido, enseñar poco pero con la convicción de que ese poco que enseñamos vale mucho, muchísimo más que un programa abultado de contenidos descontextualizados, de información que puede encontrarse a golpe de clic, de conceptos que intentan enseñarse al margen de la experiencia.

Ahora que queda poco menos de un mes de clase, ¿renunciarías a las últimas unidades didácticas por una tarea inolvidable para tus alumnas y alumnos? ¿Te atreverías a olvidarte de lo que va a entrar en el examen (ese examen que tu mismo vas a diseñar) y a hablar de lo que sucede a nuestro alrededor, de lo que verdad importa y nos conecta con la vida, aún a sabiendas de que eso no entrará en un examen?  De ti depende

Fuente: http://www.educaciontrespuntocero.com/opinion/la-vida-no-examen-andrea-giraldez/36659.html

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Tiempo para pensar en la escuela

 Por: Andrea Giráldez

 

Últimamente se habla mucho, y con razón, de la importancia de pensar en la escuela. Congresos como ICOT 2015, propuestas como la del Center for Teaching Thinking de Robert Swartz o los títulos de la Biblioteca de Innovación Educativa de SM son una pequeña muestra. Pero, ¿hay algo de novedoso en todo esto? ¿Acaso el propósito de la educación, en todos sus niveles, no ha sido siempre el de generar conocimiento a través de procesos de pensamiento crítico y reflexivo?

Sin esta habilidad difícilmente lleguaremos a progresar de forma autónoma, a imaginar y crear mundos posibles, a cuestionar otros que no deberían existir y, en definitiva, a ser libres.

Puede que estas nuevas acciones se deban, justamente, a que con los años aquél propósito de enseñar a pensar que parecía inherente a la educación se ha ido reemplazando por un enseñar desprovisto de espacios de reflexión, por un enseñar más próximo a la definición del DRAE que no es otra que la de “instruir, doctrinar, amaestrar con reglas o preceptos”, por un enseñar asimilado al proceso de depositar contenidos en la mente del alumnado (sí, la educación bancaria de la que nos hablaba Freire). Y todo ello a pesar de que aprender a pensar debería ser, sin duda, el principal objetivo y razón de ser de la educación. Sin esta habilidad difícilmente llegaremos a progresar de forma autónoma, a imaginar y crear mundos posibles, a cuestionar otros que no deberían existir y, en definitiva, a ser libres.

Hay muchas maneras de aprender a pensar en contextos educativos y muchas razones para hacerlo, pero no me referiré a ellas en este artículo, entre otros motivos porque la literatura ofrece ya numerosas ideas (véanse, por ejemplo, clásicos como Cómo pensamos: Nueva exposición de la relación entre pensamiento y proceso educativo de John Dewey o títulos más recientes como los de la colección de SM que antes he mencionado). En su lugar, hablaré del tiempo para pensar, de la necesidad de tomarse y de brindar esos minutos o esas horas sin las que el pensamiento reflexivo, profundo y de calidad no son posibles.

¿Y por qué hablar del tiempo? Porque en la sociedad de la inmediatez, de la comida rápida y el aprendizaje rápido, de la multitarea y la (pretendida) eficacia, parece que no tenemos tiempo para pensar, empezando por los docentes, cada vez más dedicados a tareas administrativas y burocráticas y siguiendo por los estudiantes, atiborrados de contenidos cuyo fin último parece ser superar evaluaciones más preocupadas por la cantidad que por la calidad de lo aprendido cuando, en realidad, la investigaciones nos muestran que el pensar y el reflexionar son parte esencial del aprendizaje, y cuando esto significa que necesitamos tiempo para pensar –y para hablar– acerca de las ideas que suscitan los nuevos conceptos y la nueva información.

En su libro titulado Time to Think: Listening to Ignite the Human Mind, Nancy Kline nos recuerda cómo cada vez más personas dicen “no disponemos de tiempo para pensar en lo que tenemos que hacer; estamos demasiado ocupados haciéndolo” cuando, en realidad, el tiempo dedicado a pensar es tiempo ganado para actuar más eficazmente. Esta autora introduce una idea que puede ser clave en contextos educativos: la creación de ambientes propicios para la reflexión. Además del tiempo, uno de los componentes fundamentales de esos ambientes es la igualdad. Otro es la escucha respetuosa y sin interrupciones. Otro es el evitar las conjeturas limitadoras. Otro es la apreciación. Llevado al contexto del aula (pero también al de las reuniones entre docentes o los claustros) esto significa que todos disponen de tiempo para pensar y para expresarse sin ser interrumpidos, mientras reciben una atención respetuosa e interesada por parte de sus pares.

¿Cuántas veces los docentes, en lugar de dejar que los estudiantes encuentren sus propias respuestas, ofrecemos las soluciones?

Pensemos ahora en nuestras clases, o en nuestras reuniones, ¿dejamos, realmente, tiempo para que las personas piensen y para que expresen sus ideas? ¿Somos capaces de escucharles sin interrumpir y sin interpretar lo que dicen? ¿Cuántas veces formulamos una pregunta en clase y si el alumno no contesta a la primera pasamos al siguiente, dando por sentado que no sabe la respuesta cuando, en realidad, está pensando? ¿Cuántas veces, incluso en las conversaciones cotidianas, cuando se produce un espacio de silencio nuestro interlocutor se disculpa y dice “perdona, estoy pensando”, dando por sentado que si no lo aclara podemos creer que se ha quedado en blanco o no tiene la respuesta?  ¿Cuántas veces los docentes, en lugar de dejar que los estudiantes encuentren sus propias respuestas, ofrecemos las soluciones?

Las buenas ideas requieren de tiempo, de un tiempo exclusivo para pensar. Pero el pensar no parece hoy una actividad demasiado valorada. ¿Cuántas veces vemos a alguien inmóvil, con la mirada como perdida, y pensamos “no está haciendo nada”? ¿Cuánto tiempo dedicamos nosotros mismos a pensar? ¿Cuánto tiempo dejamos a nuestros estudiantes (dentro y fuera de la escuela) para pensar?

Si, realmente, como lo muestran investigaciones, congresos, cursos, libros y otras acciones que se han multiplicado en los últimos años, aprender a pensar es importante, quizá deberíamos entender que, más allá de esas interesantes técnicas y de las sugerencias metodológicas para fomentar el pensamiento crítico y creativo en la escuela, debemos comenzar por recuperar la posibilidad de dar y darnos tiempo para pensar, que las mejores respuestas no son necesariamente las más rápidas, que cuando “no hacemos nada” pueden surgir las ideas más interesantes. Y ahora que en muchos países comienzan las vacaciones de verano, quizá podemos plantearnos la posibilidad no solo de “pensar en las musarañas”, sino de acompañar a los otros en sus procesos de pensamiento aplicando los componentes de los que nos habla Nancy Kline. Puede que nos sorprendamos descubriendo cómo el descanso veraniego ha terminado por convertirse en una oportunidad para entender el valor del tiempo como factor clave para el pensamiento de calidad.

 

 

Tomado de: http://www.educaciontrespuntocero.com/opinion/tiempo-pensar-la-escuela-andrea-giraldez/37819.html

Imagen: https://www.google.com/search?q=Andrea+Gir%C3%A1ldez&tbm=isch&imgil=0agn-L1vrUXneM%253A%253BmkezKJltcn3DfM%253Bhttps%25253A%25252F%25252Foeidominicana.org.do%25252F2015%25252F02%25252Fandrea-giraldez-destaca-importancia-de-educacion-artistica-en-las-escuelas%25252F&source=iu&pf=m&fir=0agn-L1vrUXneM%253A%252CmkezKJltcn3DfM%252C_&usg=__Gf-7DcbglJD-H6f8OYY3bRQiJVI%3D&biw=1366&bih=623&ved=0ahUKEwjO55vd1-7NAhXFax4KHa6SBzsQyjcIKw&ei=YEiFV863MMXXea6lntgD#imgrc=0agn-L1vrUXneM%3A

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