Aprender enseñando

Porque gesticulen parecido, o sus ojos, nariz y boca muestren rasgos similares a los de su madre o padre, ello no otorga derecho a los progenitores para imponerles criterios negándoles el espacio a la confrontación de ideas.

Haberlos traído al mundo no concede patente para gobernarlos a ultranza. Y la experiencia como mamá o papá enseña que, en tanto vayan creciendo quienes una vez fueron parvulitos, más creatividad, lucidez, honestidad, transparencia, indulgencia, solidaridad y comprensión deberán derrochar los mayores, no solo para asistirlos en la toma de decisiones (que al final asumirán en honor a su independencia), sino en aras de preservar la confianza mutua que fortalezca el vínculo afectivo padres-hijos.

Una amiga de la juventud me comentó con cierto tono de queja en su entonación que su única niña —a quien le ha dedicado la vida entera— esgrime un comportamiento evasivo cuando la invita a hablar de determinados temas que le preocupan. Esquiva conversar de asuntos “delicados” y, sin embargo, se los consulta a una vecina igualmente “entrada en años”.

Sin ánimo de quedarme solo con la versión de una de las dos partes, fui al encuentro de la joven —conocida desde que nació— además de haber crecido y estudiado en las mismas escuelas de uno de mis hijos. Sentados en un banco del parque cercano a su casa le pregunté si depositaba toda la confianza del mundo en los criterios y consejos de su madre.

“¡Yo no desconfío de ella, pero cuando me quiere explicar algo emplea un tono de regaño y se contraría si no hago lo que me indica! Así es imposible entendernos. Prefiero no discutir y  evitar encontronazos, por eso me escurro hasta donde vive la vecina, una señora de la misma edad de mi mamá quien —quizá por no tener ningún vínculo sanguíneo conmigo, o por ser más condescendiente— habla con indulgencia hasta darme la vuelta por tal de hacerme entender cómo resolver ciertas cuestiones”, dijo la muchacha, hoy convertida en una universitaria con excelente aprovechamiento académico.

La letra con sangre entra. Así decían antaño quienes amarraban cortico a sus hijos imponiéndoles férreas conductas, cercenándoles sus libertades y en ocasiones frustrándoles sueños, sin que ello —cuando los muchachos entraran en la adolescencia— les garantizara tener allí la simiente de un hombre o una mujer de bien.

No pocos descendientes, ya en la adultez, lejos de experimentar agradecimiento y amor hacia sus padres, abrigan rencores y reproches contra aquellos que los abochornaban en público si hacían algo incorrecto cuando eran pequeños, o porque les pegaban en presencia de otros para corregir determinada falta. La violencia solo engendra violencia.

Desatar la agresividad para intentar reducir a la obediencia a los muchachos —ya sea diciéndoles palabras obscenas, recriminándolos o golpeándolos en presencia de conocidos o no— lejos de contribuir al respeto, conduce a la rebeldía. Y un joven rebelde, que lo niega todo y lo contradice todo porque nunca ha encontrado amor y comprensión, se torna en un problema para la sociedad.

Cualquiera de nosotros, madre o padre, ha enfrentado de­sa­venencias con sus hijos, es natural, máxime si en la convivencia diaria no todos tiran parejo del carro de los deberes hogareños. Quienes hayamos protagonizado algunos de esos enfrentamientos sabremos que el diálogo pausado, capaz de generar confianza mutua para resolver las diferencias, es la única vía de preservar el respeto y el amor para toda la vida.

Fuente del articulo: http://www.granma.cu/opinion/2015-08-27/aprender-ensenando

Fuente de la imagen:http://www.granma.cu/file/img/2015/08/medium/f0041927.jpg

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Mi vecinita nativa digital

Por:

No le creí a la vecina cuando me dijo que su niña, de solo 27 meses de nacida, ya pulsaba las teclas del celular para ver los muñequitos que ella le tiene grabados.

Aquello parecía una exageración de la madre, animada en presentarla a los ojos ajenos como una superdotada.

Ante mi incredulidad —desaprobada por la progenitora— le mostré interés por comprobar si no estaba escuchando una fábula nacida de su vasta imaginación. Así que a la mañana siguiente decidí acercarme sigilosamente a la ventana de la vecina que da al portal de su casa, en el intento de verificar si no había sido el destinatario de una exageración.

La pequeña se hallaba sentada en el suelo, rodeada por varios peluches, una muñequita de trapo y otros juguetes más. Haciendo caso omiso a esos acompañantes que la custodiaban, entre sus manitas sostenía un celular y, a juzgar por su nerviosa sonrisa, se divertía de lo lindo apretando las teclas cada vez que finalizaba una de las historietas grabadas en el aparato.

Después de corroborar lo asegurado por la madre, me escurrí lentamente hasta ganar la salida del portal, para evitar la pena de no solo tener que aceptar las afirmaciones de días pasados, sino pensando en cómo justificaría el haberme asomado a la ventana, en franca desconfianza.

¿De qué me había asombrado?, pensé al instante. Esos niños de hoy son los jóvenes que en un abrir y cerrar de ojos acceden a los centros de trabajo con un dominio absoluto de la computación, sus mañas y secretos, pues viven en un entramado mundial donde las noticias vuelan, se entrecruzan, capturadas por medio de diferentes soportes que nutren hasta a la saciedad el interés por conocer sobre cualquier tema.

Comparé entonces la época en que los graduados universitarios de la carrera de Periodismo llegamos a los medios —a principios de la década del 70 del siglo pasado— y contábamos para ejercer la labor con una máquina de escribir, las informaciones cablegráficas emanadas de los viejos teletipos, la memoria recogida en el archivo del diario y, en el mejor de los casos, el concurso de una fuente viva de información, si los funcionarios al mando estaban dispuestos a ofrecer datos de valor.

Así se trabajaba en el Granma de esos tiempos, cuajado de hombres y mujeres de la noticia, en su mayoría curtidos en el diario devenir de varias décadas en el oficio, no pocos crecidos de manera empírica hasta su consagración, entregados a una profesión que preserva espacio a la longevidad de sus creadores.

Hoy los «nativos digitales» llenan las redacciones de este centro que puja por entregar un producto superior. Esos jóvenes —nacidos para conquistar la más moderna técnica en aras de ejercer el periodismo— no cejan en su afán de sumar conocimientos y habilidades en pos de la noticia, argumentarla y presentarla de manera amena a los lectores. Una fuerza así, espabilada, certera, que en promedio de edad no rebasa los 30 años, es la garantía del futuro.

¿Acaso esos jóvenes que hoy conviven en las redacciones junto a los veteranos no han sido tan despiertos como la niñita de mi vecina?

Fuente: http://insurgenciamagisterial.com/mi-vecinita-nativa-digital/

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Lo que abunda, no daña

Por Alfonso G. Nacianceno García | nacianceno@granma.cu

Lo que abunda, no daña, menos si apuntamos a un recordatorio vigente en cada minuto —durante el año entero— igual en periodo lectivo como en las esperadas vacaciones.

Cuidar la vida es sinónimo de respetar las leyes del tránsito, sin que ello se convierta en una camisa de fuerza contra la diversión y el relajamiento, especialmente en nuestro caluroso verano, cuando recesan las clases y crece el número de personas en la vía.

Disfrutar sin tener que lamentar. Esa es la máxima cuando asumen una gran responsabilidad tanto aquel conductor de un vehículo como quienes lo acompañan, pues si la amenidad de la jornada se busca en verle el fondo a una botella de ron —aunque sea en familia— no vale de nada que el chofer se mantenga alejado de la bebida si sus parientes o amigos, pasados de copas, lo distraen durante el viaje, incluso, con la impertinencia de aquel que a esa hora, sin claridad para ponerse al volante, quiere sobresalir ante los demás.

Hoy, lamentablemente, en Cuba muchas personas no conciben la diversión si mesa por medio faltan la botella de cerveza o la de cualquier otra bebida alcohólica, acompañada por algo para “picar”. La música, el relato de una anécdota interesante, la conversación placentera —en parejas, grupos o familiar— pasan a un segundo plano cuando los participantes se sumergen en esa euforia que acaba por ahogar la claridad mental y la fuerza motriz. Incluso, en un avanzado estado de descontrol, la fiesta puede coronarla un pleito de todos contra todos con inusitadas consecuencias.

No quedan exentos de estas historias aquellos transeúntes que en una actitud desafiante —montados en varias líneas de su licor preferido— zigzaguean entre los automóviles para cruzar de una acera a la otra, porque ese es su mejor escenario para lucir cuán estimulados y certeros se hallan después de darse varios “toques”, sin pena ni gloria mientras cargan la caneca en el bolsillo trasero del pantalón.

El muro del Malecón habanero, clásico espacio para soltar la imaginación, alimentar el amor y la cordialidad, se puebla a diario de personas de diferentes edades —esencialmente jóvenes— que o bien ponen la botella como centro en su rinconcito preferido o deambulan de un lado a otro de sus ocho kilómetros de extensión, disfrutando del aire puro y la mar tranquila.

En este verano nuestro, la familia se pone de acuerdo para el fin de semana hacer una incursión a la playa. Ese ha de ser un día para estrechar vínculos, descansar de los avatares diarios y no para convertirlo en una presumible tragedia traída de la mano del alcohol. He visto a mayores ebrios, con un niño en los brazos, tambalearse dentro del agua, mientras le muestran al resto sus “probadas capacidades” para resistir y enseñar a nadar al infante, osadía irresponsable muy alejada del sano disfrute en grupo.

Cualquiera de nosotros pudiera aportar una anécdota a estas líneas cuyas intenciones no van más allá de invitarnos a la reflexión, ahora que el calor en ocasiones nos colma la paciencia; ahora que veremos más niños en las calles; ahora que estamos a tiempo para evitar ser protagonistas de una nefasta historia. La cautela siempre será poca, pero, en este tema de tomar precauciones, lo que abunda, no daña.

Fuente: http://www.granma.cu/opinion/2016-06-30/lo-que-abunda-no-dana-30-06-2016-19-06-07

Imagen de uso libre tomada de: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/5/56/Cuba.Habana.Malecon.01.jpg

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La autocrítica

Autor: Alfonso G. Nacianceno García

En el béisbol, desentrañar el lenguaje de las señas del rival ofrece un resquicio para marcar diferencias en la pizarra, máxime en juegos reñidos desde el primero hasta el último episodio.

Batear avisado con hombres en bases es una de esas ventajas a las que aludimos. Por ejemplo: si un corredor ancló en segunda —de frente al pedido que le hará el receptor al pitcher— le puede indicar al bateador cuál lanzamiento le tirarán.

Algo parecido acontece en la cotidianidad. Hermanadas en la historia, la crítica y la autocrítica llegan hasta nuestros días para contribuir al mejoramiento humano. Sin embargo, hoy asistimos al espectáculo de quienes batean avisados ante un auditorio donde alguien “muy servicial” le adelantó que debía autocriticarse fuerte en la reunión para esquivar el peso de la reprimenda colectiva.

Entonces, tras robarse la arrancada, el encartado tiene la opción de mostrarse honesto, profundo, armado de razones e ideas, dispuesto a corregir su gestión junto a los compañeros bajo su dirección; o apreciamos que —presumiendo un vendaval de opiniones en su contra— el señalado asume la ofensiva y descorre el telón de la farsa: se constriñe en la silla, pone cara de carnero degollado, e inicia una melopea hueca, cobijado por una imagen desdibujada casi siempre resumida en la frase: “¡yo no estoy defendiendo mi puesto!”.

Ante esta última escenificación existen dos alternativas. ­O los convocados exigen profundidad y objetividad en el análisis; o escuchan inertes la apología a “mí mismo”, ya sea porque entre ellos hay intereses creados y no quieren conflictos; o porque han recibido dádivas comprometedoras que supeditan la justa opinión crítica a los designios de un jefe capaz de vajear a una parte del colectivo. Como consecuencia, allí convive el temor de ir al fondo del problema para resolverlo con la manga al codo.

No será la reiterada alabanza al buen hacer lo que enaltezca al hombre. Se prefiere a quien mirándonos a los ojos pone su mira y disparo sobre los puntos susceptibles de perfección en la obra colectiva, que aquel aprovechado —experto en lisonjear— avivado en no perderle ni pie ni pisada al jefe, casi siempre para distraer la atención, desviarla de sí, porque a derechas él no es un buen trabajador.

Desempeñarse con dedicación, entusiasmo y realismo al frente de un colectivo, velar por el rendimiento en cada jornada, atender a los problemas personales de sus integrantes, pudieran ser quizá las claves para emprender relaciones interpersonales llevaderas, pero si quienes lo dirigen entronizan inmerecidas ventajas para algunos de sus componentes —ya sea en el trato o por el otorgamiento de beneficios materiales sin sustento comprobado— ahí crecerá la discordia. La protesta no será hija de una excesiva susceptibilidad de los excluidos, sino porque en esta época, cuando se enfatiza en elevar la productividad y la producción para entonces aspirar al incremento salarial, molestan en grado sumo los reconocimientos no avalados por el esfuerzo cotidiano.

No cabe duda que cualquiera recibirá con beneplácito un elogio frente a una desaprobación de su proceder. Es humano y eleva la autoestima, pero si a menudo nos miráramos en el espejo y algún día vemos reproducida una imagen fuera de foco, existirá la posibilidad de echarle mano a la rectificación de los actos propios y de los estados de ánimo y de conciencia.

Parecerse a uno mismo, tomando muy en cuenta lo que los demás esperan de nosotros, implica practicar el rigor del autoanálisis crítico, ese sí es capaz de poner nuestra imagen en foco.

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