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Maker Spaces: hacer, acceder, activar

“El hombre educado no es el que sabe, sino el que sabe hacer, y transporta, mediante la acción, a la vida las ideas. Y a hacer, solo se aprende haciendo, y a indagar y pensar, que es un hacer fundamental, pensando, no pasivamente leyendo, ni contemplativamente escuchando…”

La mejor forma de predecir el futuro es inventarlo, sostenía a principios de los años 70 el tecnólogo Alan Kay. Enseñar no es transferir conocimiento, sino crear las posibilidades para su propia producción o construcción, decía un Paulo Freire para quien enseñar exigía comprender que la educación es una forma de intervención en el mundo. Aprendemos para entender el mundo y poder actuar sobre él. Para actuar y cambiar el mundo hay que hacer cosas, dice la cultura maker.

Enseñar no es transmitir conocimientos sino de adquirir herramientas que permitan explorar y comprender con rigor la realidad. (Miguel Ángel Santos Guerra. Una pretensión problemática: educar para los valores y preparar para la vida. 2010. Revista educación).Construimos nuestro entendimiento del mundo mediante la exploración activa, la experimentación, la discusión y la reflexión (Mitchel Resnick Rethinking Learning in the Digital Age). Aprender hoy tiene que ver con nuestra capacidad de adquirir al mismo tiempo saberes, habilidades y actitudes. Tiene que ver con manejar alfabetizaciones múltiples. Participar en el propio proceso de aprendizaje. Desarrollar un aprendizaje abierto, relevante, conectado, situado y contextualizado. Tiene que ver con crear redes de aprendizaje, compartir prácticas y experiencias, comprender y manejar el aprendizaje colaborativo.

Aprender no es copiar, ni reproducir la realidad, ni replicar sin cambios una información suministrada, nos dicen desde hace años las ciencias de la educación. No se trata de verter información en la cabeza de nuestros alumnos. Al contrario, aprender es un proceso activo (Mitchel Resnick). Aprender siempre implica construir pero el resultado del aprendizaje no es solo un producto. En el aprendizaje producto y proceso son relevantes. Aprendemos haciendo, o mejor, aprendemos haciendo y reflexionando sobre lo que hemos hecho, mantienen desde hace décadas los defensores de las pedagogías activas y centradas en los alumnos. Inventar, colaborar, aprender haciendo y compartiendo con otros de forma abierta, sostienen también desde el movimiento maker.

No aprendemos sobre la nada. No se construyen nuevos conocimiento sobre el vacío, sino desde unos conocimientos previos que nos permiten dotar de significado a los nuevos. Aprender nos exige también el esfuerzo de modificar lo que sabemos. Aprender es combinar, mezclar y compartir. Aprendemos pensando, haciendo y compartiendo. Lo nuestro y lo de otros. Aprendemos modificando nuestros recursos internos y también manejando recursos externos. Aprendemos pensando, haciendo, combinando, transfiriendo conocimientos, dando sentido a la realidad.

No basta. También hay que compartir. No aprendemos solos. Aprendemos de y con otros. Aprendemos en la interacción con los demás. Aprendemos en el mismo proceso de compartir. La única manera de enseñar es aprendiendo (Paulo Freire). Aprendemos colaborando. Aprendemos unos de otros. Aprendemos dando sentido al conocimiento pero también compartiéndolo. Aprender hoy sería aprender a editar un mundo de cultura abierta y conocimiento compartido.

Compartir conocimiento no es una tarea fácil. La mayor parte del conocimiento no es explícito sino tácito. Y el conocimiento tácito es difícil de comunicar. Siempre sabemos hacer más de lo que podemos decir y podemos decir más de lo que podemos escribir.

Documentar es liberar el conocimiento generado en un proceso de aprendizaje, creativo y colaborativo, y hacerlo accesible a otros. Documentar es hacer transferible el conocimiento. Documentar es hacer a otros competentes. Documentar es aprender y es enseñar. Es permitir que otros aprendan de lo ya hecho, que lo puedan replicar. Explicitar nuestras representaciones nos permite no solo generar nuevo conocimiento, sino también dar nuevo sentido al que ya tenemos, es decir, aprender y, por tanto, poder enseñar.

La gran revolución que estamos viviendo está vinculada a la producción y a la distribución de conocimiento, pero también a la transformación de las prácticas, los procesos y las formas de crearlo. Necesitamos espacios para un aprendizaje abierto, compartido, participativo y común.

  1. Hacer del makerspace un lugar de aprendizaje abierto, compartido y participativo.
  2. Convertir el makerspace en un lugar producción de conocimiento y de colaboración de expertos y no expertos. Un lugar donde mezclar y combinar distintos campos del saber. Un ecosistema abierto de aprendizaje donde convivan recursos y personas.
  3. Utilizar contenidos (OER), procesos, prácticas (OEP) e infraestructuras (software y hardware libre) abiertos.
  4. Producir y licenciar todo en abierto.
  5. Documentar todos los productos, procesos y prácticas con licencias CC o copyleft.
  6. Publicar los productos, procesos y prácticas con sus documentaciones.
  7. Establecer un plan de comunicación que favorezca la interacción con la comunidad.
  8. Abrir el makerspace al barrio y a la comunidad.
  9. Crear una red de intercambio de prácticas con otros espacios.

Fuente:http://santillanalab.santillana.com/index.php/2017/07/05/maker-spaces-acceder-activar/

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Prepararnos a prueba de futuro

Por Carlos Magro

Pensar es poner las cosas en movimiento, decía hace poco el escritor Miguel Ángel Hernández. No puedo estar más de acuerdo. Pensar es, sin duda y ante todo, un verbo de acción. Es una particular manera del hacer. En muchos casos, pensamos con la manos, y no son tampoco raras las ocasiones en las que, a la inversa,hacemos con la cabeza.

Si hacemos caso a John Dewey, cosa que en general recomiendo, aprendemos haciendo y reflexionando sobre lo que hemos hecho. Para Ángel Pérez Gómez, aprender es, ante todo, aprender a pensar. Pensar para poder elegir, así que tiene todo el sentido del mundo lo que, por su parte, sostiene Marina Garcés cuando dice que enseñar es dar(nos) a pensar.

Lo que nos diferencia de otras especies, lo que nos hace verdaderamente humanos, sostiene Juan Ignacio Pozo en Adquisición de conocimiento (p.119-120) es nuestra capacidad de hacer explícitas nuestras propias representaciones y, por tanto, nuestra capacidad para informar sobre ellas o comunicarlas, a otros o a nosotros mismos. No fue solo, como tradicionalmente se pensaba, la liberación de las manos y el uso de herramientas lo que nos hominizó (J.I.Pozo. pp. 121-122), sino nuestra capacidad de representarnos a nosotros mismos y a los otros, de convertir nuestra mente en un objeto de conocimiento. Lo que nos humanizó, sostiene por su parte el paleontólogo Eduald Carbonell fue la adquisición de la capacidad de pensar sobre nuestra inteligencia, de entender el proceso de la vida y de adaptarnos al entorno través del conocimiento, la tecnología y el pensamiento. Somos humanos, podríamos concluir, porque hacemos, reflexionamos sobre lo que hemos hecho y podemos comunicar a otros eso que hemos hecho. Somos humanos porque pensamos, hacemos y nos comunicamos.

Elliott Erwitt. USA. New York City. 1950.

Elliott Erwitt. USA. New York City. 1950.

Explicitar nuestras representaciones nos permite no solo generar nuevo conocimiento, sino también dar nuevo sentido al que ya tenemos, es decir, aprender y, por tanto, poder enseñar. El punto decisivo de la evolución humana fue la formación de comunidades cognitivas señala Félix Angulo. “Lo que nos hace seres humanos es nuestra educabilidad, nuestro potencial para el aprendizaje y nuestra enorme capacidad para enseñar y educar al otro”. Somos humanos, entonces, porque aprendemos y enseñamos a otros. Somos humanos porque nos educamos los unos a los otros para la vida, para vivir mejor. “La educación es el motor de nuestra evolución y el paso del homo al human, de la hominización a la humanización.” (Félix Angulo)

Aprender no es copiar, ni reproducir la realidad, ni replicar sin cambios una información suministrada. Aprender no es memorizar. De hecho, nuestra memoria no está hecha para “recordar con fidelidad el pasado, sino para anticipar de modo flexible el futuro” (Edgar Morin).

Somos más eficientes proyectando futuros que replicando pasados, anticipando “lo por venir” que recordando lo ya pasado. A diferencia de otras especies, no aprendemos solo asociando y relacionando, sino también construyendo (J.I.Pozo). Aprender es construir, nos dicen desde hace años las ciencias de la educación. Aprender es elaborar una representación personal del objeto de aprendizaje. Aprender es una actividad mental. Aprender es pensar. Es un proceso de reorganización de nuestro sistema cognitivo.

Aprender no es solo un resultado. Es también, o ante todo, un proceso. En el aprendizaje, producto y proceso son relevantes.

Si aprender es hacer y pensar. Y pensar es, como hemos dicho, poner las cosas en movimiento. Aprender sería poner cosas en movimiento, movilizar recursos para hacer algo. Aprender es cambiar. Aprender tiene entonces más que ver con mudar que con acumular. Aprendemos para ser capaces de actuar. Aprender es un verbo de acción.

Elliott Erwitt. Newyork 1977

Elliott Erwitt. Newyork 1977

No aprendemos sobre la nada. No se construyen nuevos conocimiento sobre el vacío, sino desde unos conocimientos previos que nos permiten dotar de significado a los nuevos. Aprender nos exige también el esfuerzo de modificar nuestros esquemas previos. Enseñar sería ayudar a los alumnos en este costoso proceso de modificación y cambio. Enseñar consistiría entonces en mover o ayudar a moverse al que aprende.Enseñar es motivar. Entendiendo por motivación, como dice Juan Ignacio Pozo (min.15), la acción de mover a alguien hacia algo: “partir de lo que los alumnos quieren y desean aprender para llevarles a aquello que no les gustaría aprender o que inicialmente no están interesados en aprender”. Enseñar es también un verbo de acción.

Educar no es solo transferir, transmitir, trasladar. Educar no es solo proporcionar información sino ayudarnos a adquirir los procesos, las formas de pensar y los criterios que nos permitan convertir esa información en conocimiento, dice el mismo Pozo. “Educar(se) supone reconstruir no solamente los modelos mentales conscientes y explícitos, sino de manera muy especial los mecanismos, hábitos, creencias y mapas mentales inconscientes y tácitos que gobiernan nuestros deseos, inclinaciones, interpretaciones, decisiones y reacciones automáticas”(Ángel Pérez Gómez). Educar(nos) nos demanda experiencia, acción y reflexión.

Conocer y pensar no es llegar a una verdad absolutamente cierta, sino dialogar con la incertidumbre, afirma Edgar Morin. Es precisamente la incertidumbre la característica que mejor define hoy a nuestro mundo. Un mundo líquido (Zygmunt Bauman), desbocado (Anthony Giddens) y del riesgo (Ulrich Beck). Un mundo con más preguntas que respuestas y en el que más que suministrar las respuestas correctas debemos enseñar a hacer las preguntas adecuadas, dice Ángel Pérez Gómez.

Vivimos un intenso proceso de cambio que ya no es solo visible en el paso de una generación a la siguiente, sino dentro de una misma generación. Un cambio intrageneracional que todos estamos experimentando en primera persona (Mariano Fernández Enguita). Estamos inmersos en una de esas grandes (y escasas) revoluciones de la historia que “excede lo que son capaces de seguir las instituciones educadoras tradicionales, familia y escuela”.Un cambio que está afectando, por tanto, al sentido mismo de la escuela.

Elliott Erwitt

Elliott Erwitt

En este escenario, parece entonces razonable sostener, como hizo Guy Claxton en 1990, que la función principal de la educación en este mundo incierto debería ser dotar a la juventud de la competencia y confianza en sí misma necesarias para afrontar bien la incertidumbre (citado por Elena Martín).

La principal función de la escuela debería ser, como dice Helen Haste, dotarnos de la capacidad de respuesta creativa para gestionar la ambigüedad e incertidumbre que nos rodea y tratar constructivamente con múltiples perspectivas a veces irreconciliables. La principal función de la escuela sería “llevar a los alumnos al territorio de los problemas, entendiendo por tal tareas relativamente abiertas, que no tienen una única solución y que requieren de una gestión metacognitiva”, sostiene, por su parte, Juan Ignacio Pozo (Educar en tiempos inciertos. p. 277). Ser creativos en un contexto como el actual de especial incertidumbre. La principal función de la educación escolar, podríamos concluir, debería ser convertirnos en buenos aprendices. 

Cuestionar o cuestionarse los fines (los objetivos) de la educación escolar no es algo nuevo. Todos los movimientos de renovación pedagógica en los últimos cien años tenían detrás una idea concreta sobre esos fines. A mi me gusta especialmente por su claridad, la propuesta hecha por la UNESCO en su conocido Informe Delorsque identificó los cuatro pilares básicos de una educación para el Siglo XXI en la necesidad de aprender a conocer; aprender a hacer; aprender a ser y aprender a convivir: “para cumplir el conjunto de las misiones que le son propias la educación debe estructurarse en torno a cuatro aprendizajes fundamentales, que en el transcurso de la vida serán para cada persona, en cierto sentido, los pilares del conocimiento: aprender a conocer, es decir, adquirir los instrumentos de la comprensión; aprender a hacer, para poder influir sobre el propio entorno; aprender a vivir juntos, para participar y cooperar con los demás en todas las actividades humanas, por último, aprender a ser, un proceso fundamental que recoge elementos de los tres anteriores.” Es decir, la función de la escuela, para el informe Delors, sería la de formar a las personas de manera integral, algo que tradicionalmente no había sido el objeto de la escuela (más centrada en los saberes formales y abstractos) sino de otros ámbitos educativos situados fuera de la escuela, en la familia, las actividades de ocio, la educación no-formal y la informal.

La sociedad actual demanda, nos demanda, enfrentarnos a una creciente complejidad en muchas áreas de nuestras vidas. El conocimiento tiene sentido si nos ayuda a entender las características complejas de la vida actual y nos permite desarrollar las competencias para conocernos y gobernarnos, relacionarnos con los demás y llevar adelante nuestros proyectos vitales. Parece que la educación que necesitamos es aquella que nos permita dar respuesta e intervenir de la manera más apropiada posible con respecto a los problemas y cuestiones que nos va a deparar la vida en todos sus ámbitos de actuación. Aquella que nos ayude a construir nuestro proyecto vital en los ámbitos personal, social, académico y profesional. La escuela no puede, por tanto, quedarse solo en la enseñanza y aprendizaje de contenidos disciplinares. Debe buscar el desarrollo en cada alumno de un conjunto de conocimientos, habilidades, emociones, actitudes y valores que les permitan afrontar situaciones nuevas e imprevistas (Ángel Pérez Gómez). Debe formarnos para ser capaces de enfrentarnos a lo nuevo modificando los esquemas previamente aprendidos. El principal desafío que enfrenta la escuela es, entonces, dotar a cada alumno de la “capacidad de asumir su realidad, reflexionar críticamente sobre ella, decidir con autonomía intelectual y sustentado en valores, construidos social y democráticamente” (Elia Mella Garay).

Debemos comprender que “aprender a decir y a hacer son dos formas diferentes de conocer el mundo y, por tanto, no basta con tener conocimiento para saber usarlo, se requieren además estrategias, actitudes, adecuadas para afrontar nuevas tarea…. Saber hacer, usar el conocimiento adquirido, requiere un entrenamiento específico basado de alguna forma en la solución de problemas, no en la mera acumulación de saberes”, afirma, por su parte, Juan Ignacio Pozo en su brillante Aprender en tiempos revueltos (pp. 190-191).

Elliot Erwitt. Ireland. Ballycotton. 1991.

Elliot Erwitt. Ireland. Ballycotton. 1991.

Volviendo sobre los cuatro pilares de Delors, no es lo mismo aprender a decir (aprendizaje verbal, declarativos), que aprender a hacer (aprendizaje procedimental), que aprender a ser (aprendizaje actitudinal). Nuestra cultura ha tendido a limitar el aprendizaje escolar “solo” a los aprendizajes verbales, menospreciando los saberes prácticos. Hemos separado artificialmente los saberes teóricos, experimentales y experienciales. Hemos pensado que nos bastaba con aprender a decir (saberes simbólicos y abstractos) para saber hacer y usar ese conocimiento posteriormente (saberes prácticos y encarnados) y también para saber ser. Pero no es así.

Nuestra propia experiencia nos indica que sabemos decir mucho más de lo que somos capaces de hacer. Y, a la inversa, sabemos hacer muchas cosas que, sin embargo, no podemos explicar.

La actual sociedad del aprendizaje nos exige abordar los procesos de enseñanza/aprendizaje desde una perspectiva integral. Además del qué se aprender, hemos de replantearnos el cómo, el cuándo, el dónde y el para qué, tan útiles para promover la transferencia después de esos aprendizajes. Debemos aunar de nuevo producto y proceso. El qué y cómo. El qué y el para qué.

Nuestro objetivo debe ser que nuestros alumnos sean activos, participativos, autónomos, curiosos, independientes, reflexivos y capaces de planificar y evaluar su propio aprendizaje a lo largo de la vida. Debemos ayudarles a desarrollar los recursos mentales, emocionales y sociales que les permitan hacer frente a la incertidumbre y la complejidad del mundo actual. Formarles para que sean capaces de construir su plan de vida contribuyendo a su plan personal pero también participando de forma activa con otros.

Nuestro objetivo es que nuestros alumnos sean competentes. Entendiendo por competencia el “poder actuar eficazmente en una clase de situaciones concreta movilizando y combinando en tiempo real y de forma pertinente recursos intelectuales y emocionales” (Philippe Perrenoud).

Wayne Miller. 1958

Wayne Miller. 1958

Necesitamos una escuela que forme a los alumnos para una sociedad cambiante. Una sociedad, como hemos dicho, caracterizada por la incertidumbre, la inseguridad, la flexibilidad, el relativismo y la ambigüedad. Nos enfrentamos al difícil desafío de anticipar un futuro que no podemos predecir. La escuela se enfrenta al reto de preparar a los alumnos para un futuro incierto. Prepararles, como dice Cristóbal Cobo, a prueba de futuro. Prepararles para la vida o, mejor, prepararles para prepararse durante toda la vida. Todo parece demandarnos un nuevo paradigma para el aprendizaje y la enseñanza escolar que paradójicamente recupere nuestra esencia como especie, nuestra enorme capacidad para enseñar y educar al otro.

*El título de este post está tomado del recomendable libro de mi amigo Cristobal Cobo, La innovación pendiente (p. 38). Descargable aquí.

**La fotografías son del fotógrafo estadounidense Elliott Erwitt, nacido en París en 1928, hijo de emigrantes rusos-judios y emigrante él mismo a la edad de diez años (1939) a consecuencia de la II Guerra Mundial y del fotógrafo estadounidense Wayne Miller (1918-2013).

Fuente: https://carlosmagro.wordpress.com/2017/04/12/prepararnos-a-prueba-de-futuro/

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Poner al centro educativo en el centro del cambio

Por Carlos Magro

La educación se encuentra hoy en una encrucijada, dice Mariano Fernández Enguita (pdf). Una encrucijada provocada por un cambio hacia una época global, postnacional, postindustrial (Bell), digital, líquida (Bauman),desbocada (Giddens) e incierta (Beck). Un cambio de época, dice Manuel Castells. Un cambio económico, social y tecnológico acelerado que está transformando los modos de creación, acceso y difusión del conocimiento y que está planteando, por tanto, enormes retos a los sistemas educativos. Cambios que desafían a la escuela y a su capacidad de adaptación.

1964. Dr. Strangelove. James Vaugha. https://flic.kr/p/7Fktpp

1964. Dr. Strangelove. James Vaugha. https://flic.kr/p/7Fktpp

Parece que finalmente vivimos en la sociedad del aprendizaje que avanzaron en 1968 y 1969 Torsten Husén yRobert Hutchins respectivamente. Y, un poco paradójicamente, es esa misma sociedad del aprendizaje la que nos reclama, con cierta urgencia, un cambio profundo en nuestras maneras de aprender y enseñar.

Vivimos un momento de enorme interés hacia la educación por parte de toda la sociedad y, consecuentemente, un momento de gran demanda y exigencia, especialmente para la educación escolar.Aprender se ha vuelto hoy una actividad paradójica, sostiene Juan Ignacio Pozo en Aprender en tiempos revueltos (2016), porque cada vez, dice, “dedicamos más años de la vida, y más horas de cada día, a la tarea de aprender, y sin embargo, aparentemente, cada vez se aprende menos, o por lo que parece, hay cada vez una mayor frustración con lo que se aprende y cómo se aprende.”

Ponemos tanto empeño, invertimos tantos recursos y esperamos tanto de la Escuela. Está tan presente en nuestras vidas, nos preocupa tanto y nos demanda tanto esfuerzo y tiempo, que no es extraño que nunca haya satisfecho nuestras expectativas, ni las individuales, ni las colectivas. Para unos, siempre ha sido insuficiente. Para otros, excesiva. Para muchos ha sido la gran institución liberadora, el gran sueño de la Ilustración. Para otros, una institución opresiva y mantenedora del status quo. Una institución que lejos de disminuir las diferencias sociales ha reproducido esas diferencias o las ha aumentado. En ocasiones la hemos acusado de ser demasiado moderna y experimental y de olvidar con demasiada facilidad la memoria colectiva, los principios y los valores tradicionales. Aunque casi siempre, la hemos criticado por estar desajustada y no responder con suficiente rapidez a los cambios, ni atender a las necesidades reales de la sociedad (otro tema sería ponernos de acuerdo sobre cuáles son esas necesidades reales).

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La situación no es nueva. “Los profesionales de la enseñanza no pueden evitar la sensación de que la escuela se halla sometida a un fuego cruzado, degradado su prestigio y criticada por todos. No les falta razón, pues parece que no existe nada más cómodo para una sociedad que culpar de sus males a la escuela -exculpando así, de paso, a otras instituciones como las empresas y el Estado, y tratar de encontrar soluciones mágicas a través de su permanente reforma, lo que sirve para distraer la atención de lo que verdaderamente necesitaría ser reformado, dentro y fuera de la institución escolar”, escribía en 1995 el mismo Enguita en La escuela a examen. Pero aunque no es nueva parece que en los últimos años se ha incrementado y generalizado el malestar.

¿Qué está pasando?. ¿Por qué se extiende un creciente malestar sobre su funcionamiento cuando la gran mayoría de los indicadores manifiestan tendencias positivas?. ¿Por qué es tan fácil mantener esa crítica constante a la labor de la escuela apelando a una engañosa apariencia de inmovilismo o incluso de retroceso? ¿Cómo podemos decir sin más que la escuela no ha cambiado en los últimos 200 años sin generar apenas controversia.? ¿Es necesaria tana inquietud? ¿Es necesario un cambio?

No es cierto que nada haya cambiado en 200 años. No es cierto que nuestro sistema educativo esté cada vez peor. Nuestro sistema educativo, como casi todos los sistemas educativos de la OCDE, ha experimentado un gran avance en las últimas tres décadas, hasta el extremo de poder hablar del milagro educativo español, como se ha encargado de recordarnos hace solo unos días Miguel Ángel Cerdán.

James Vaughan. https://flic.kr/p/7fwzaX

James Vaughan. https://flic.kr/p/7fwzaX

Sólo algunas cifras a modo de contexto. Mientras que en Finlandia prácticamente toda la población sabía leer a finales del s. XVIII, en la España de 1920 seguía habiendo un 20% de analfabetos. En 1967, hace 50 años, solo el 10% de los españoles que iniciaron la educación primaria terminaron el Bachillerato superior a los 16 años. Y sólo en 1984 se alcanzó la plena escolarización hasta los 14 años y en el año 2000 se extendió hasta los 16. El Panorama de la Educación de 2013 (con datos de 2011) indicaba que el 54% de los adultos entre 25 y 64 tenían un título de educación secundaria postobligatoria, frente al 76% de la media de la OCDE. Es decir, cualquier comparativa de un sistema educativo debe tener en cuenta la historia. En el caso de España, vemos que la comparativa histórica con otros países del entorno es muy desfavorable. Es importante saber, por tanto, desde dónde venimos para entender dónde estamos hoy.

No es cierto tampoco que los alumnos cada vez sepan menos. No es eso, desde luego, lo que nos dicen informes como el Programa de Evaluación de Competencias de Adultos (PIAAC), donde los adultos españoles salimos sistemáticamente peor parados que las generaciones de españoles más jóvenes al compararnos con otros países de la OCDE. Como media de los países que participaron en el PIAAC, un 32% de los jóvenes de 25 a 34 años tiene un nivel educativo superior al de sus padres. En España, este porcentaje supera el 40%.

No es cierto, por tanto, que los resultados hoy sean peores que los de hace décadas. Lo que tenemos es una brecha creciente entre las necesidades sociales de educación y los resultados que el sistema educativo es capaz de generar. Tenemos la sensación de retroceder, cuando en realidad son las expectativas las que han aumentado y las metas del aprendizaje las que se alejan. Cada vez pedimos más a la educación porque somos conscientes que, en esta sociedad del aprendizaje, la formación es una condición necesaria, aunque no suficiente, para garantizarnos la capacidad necesaria de adaptación a los cambios y la incertidumbre que parece que nos demandará el futuro.

Nadie duda de que la escuela y la educación requieren importantes transformaciones. Claro que es necesario un cambio profundo, especialmente en los sistemas educativos formales, pero hay que hacerlo desde el reconocimiento tanto de las carencias y disfunciones que tenemos como de lo mucho que se ha avanzado en los últimos decenios. Lo contrario sería injusto con el esfuerzo colectivo que hemos hecho.

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El cambio es necesario y urgente al menos por dos razones. Primera porque las altas tasas de fracaso escolar, de abandono temprano y de repetición de curso que presenta el sistema educativo español son insostenibles y nos están indicando que aún no hemos resuelto bien el paso de un sistema educativo selectivo a otro formativo y inclusivo. Segunda, porque los sistemas educativos, como señala Enguita, deben dar respuestas al menos a tres grandes retos: digitalización, globalización y naturalización del cambio.

Ambas razones están directamente relacionadas con el modelo educativo, con la organización escolar y con lo que podríamos llamar como una ‘nueva’ cultura del aprendizaje. Con pasar de un concepto de aprendizaje centrado en la reproducción de lo aprendido a otro centrado en la capacidad de transferirlo. Por entender que aprender hoy es ser capaces de apropiarnos de nuevos conocimientos que nos permitan interpretar el mundo de otra manera. Ser capaces de relacionar lo nuevo con lo que ya sabemos. Ser capaces de usar el conocimiento adquirido en situaciones distintas a aquellas en las que se aprendió y, por tanto, que enseñar pasa por dotar a los alumnos de estrategias (análisis del problema, selección de la estrategia de intervención, ejecución y evaluación) para abordar nuevos retos.

Enseñar es desarrollar la inteligencia de nuestros alumnos, entendida como lo hizo Jean Piaget como un “saber lo que hacer cuando no sabemos qué hacer“. O como dice Philippe Perrenoud (Cuando la escuela pretende preparar para la vida), por entender que “la formación que necesitamos es aquella que nos permita dar respuesta e intervenir de la manera más apropiada posible con respecto a los problemas y cuestiones que le va a deparar la vida en todos sus ámbitos de actuación”.

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Educar en la escuela (escolarizar) se ha vuelto un asunto de gran complejidad. Primero porque los alumnos hoy son más y mucho más diversos que los de hace unas décadas, lo que nos exige, entre otras cosas, una capacidad de atención a la diversidad (véase personalización de la enseñanza) para la que no estamos preparados. En las últimas cuatro décadas, hemos pasado de escolarizar poco a la mayoría y mucho a una minoría a escolarizar prácticamente a toda la población por un mínimo obligatorio de diez años y, en la práctica, por quince años o más a casi todos. Y ese aumento ha traído consigo una enorme de diversidad dentro de las aulas que hay que gestionar cada día. Atender a la diversidad es ser capaces de diversificar nuestras formas de enseñar (Álvaro Marchesi y Elena Martín. Calidad de la enseñanza en tiempos de crisis).

Es más complejo también porque se está produciendo un cambio de actitud ante el aprendizaje por parte de los alumnos (y las familias) provocado precisamente por los cambios tecnológicos, culturales y sociales que hemos indicado. Esta tensión entre los sujetos de los procesos de enseñanza-aprendizaje (alumnos y maestros) nos remite de nuevo a la necesidad de cambiar las formas de enseñar. Porque, como estamos diciendo, ya no basta con transmitir contenidos.  Como dice Julio Carabaña, “el aprendizaje no está limitado por la falta de información, sino por la capacidad de convertirla en conocimiento.”  La educación escolar debe garantizar el acceso al conocimiento y a la cultura compartida pero también, o sobre todo, capacitar a los futuros ciudadanos. Por tanto, la función del maestro ya no es exclusivamente transmitir saber. Es ayudar a sus alumnos a digerir ese saber. A ser más críticos y más reflexivos. “La meta del aprendizaje no es tanto proporcionar información como ayudar a las personas a adquirir los procesos, las formas de pensar, que les permitan digerirla, transformarla en verdadero conocimiento.” (Juan Ignacio Pozo. 2016) y, por tanto, que “no se trata de verter información en la cabeza de nuestros alumnos. Al contrario, aprender es un proceso activo. Construimos nuestro entendimiento del mundo mediante la exploración activa, la experimentación, la discusión y la reflexión” (Mitchel Resnick. Rethinking Learning in the Digital Age). Es capacitar a nuestros alumnos para “poder actuar eficazmente en una clase de situaciones concreta movilizando y combinando en tiempo real y de forma pertinente recursos intelectuales y emocionales” (Philippe Perrenoud). Enseñar es ayudar al alumno a aprender. Es ayudar a todos nuestros alumnos a desarrollar la capacidad de aprender a aprender.

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Por si fuera poco, los dos principales actores del acto educativo, alumnos y maestros, no están satisfechos ni con lo que se aprende, ni con cómo se aprende, ni con los resultados obtenidos, ni con la percepción social sobre su desempeño. Hasta el límite que es común oír hablar del malestar docente (José Manuel Esteve) y cada vez lo es más del malestar discente. Un malestar que se manifiesta entre otras cosas en una profunda desmotivación. Desmotivación en primer lugar de nuestros alumnos. Pero desmotivación también de los docentes.

Necesitamos motivar (mover) a los alumnos, dice el adagio popular. Y eso pasa por moverles hacia el aprendizaje. Pasa por ofrecerles un aprendizaje no solo significativo (desde lo que ya conocen) sino también, como dice Pozo, un aprendizaje con sentido, es decir, establecer unas metas definidas, valoradas y alcanzables. Motivar es, por tanto, hacer que nuestros alumnos se sientan capaces de alcanzar las metas. Exigir por encima de las capacidades es desmotivador. Pero exigir por debajo tampoco motiva. Hay que trabajar en lo que Vygotski denominó la “zona de desarrollo próximo”, es decir en la distancia que queda entre lo que uno puede hacer solo y lo que puede hacer con la ayuda de otros.

Pasa también por plantear tareas que promuevan la autonomía y la responsabilidad de los alumnos, cediéndoles el control sobre su aprendizaje. Y lo mismo ocurre con los docentes. Sólo desde el reconocimiento de la profesionalidad, el establecimiento de metas con sentido y la relación en un terreno de confianza y autonomía podemos avanzar hacia una recuperación de la motivación por parte de los docentes. Recordando, que sin motivación no hay aprendizaje pero sin aprendizaje tampoco hay motivación.

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Sin embargo, a pesar de que seguramente estemos todos de acuerdo en casi lo anterior, hoy la mayoría de los sistemas educativos están altamente burocratizados y más centrado en la eficiencia que en la equidad (no seguimos olvidando del todos). La mayoría se ha embarcado en una espiral de reformas que parecen alejarnos cada día más de la visión de la educación como un agente transformador de los individuos y de la sociedad.Tenemos modelos de enseñanza muy rígidos, excesivamente aislados del entorno y basados casi siempre en la transmisión de unos contenidos establecidos en unos curriculums muy definidos. Sistemas, por tanto, que no responden bien a la necesidades de la sociedad de hoy. Que siguen actuando, con excepciones, como si enseñar fuera suministrar materias primas por un extremo y recoger productos finales por el otro.

O al menos eso es parte de lo que revelan informes como PISA, cuyos datos evidencian que la enseñanza en muchos países sigue siendo muy transmisiva, que los alumnos saben pero no saben hacer. Que tienen conocimientos pero no saben utilizarlos. Porque “aprender a decir y a hacer son dos formas diferentes de conocer el mundo y, por tanto, no basta con tener conocimiento para saber usarlo, se requieren además estrategias, actitudes, adecuadas para afrontar nuevas tarea….Saber hacer, usar el conocimiento adquirido, requiere un entrenamiento específico basado de alguna forma en la solución de problemas, no en la mera acumulación de saberes.” (Juan Ignacio Pozo. Aprender en tiempos revueltos).

Lo que nos remite de nuevo a la necesidad del cambio pero de un cambio real en las prácticas. De un cambio hacia una cultura del aprendizaje basada mucho más en el diálogo y la cooperación que en la exposición.

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La pregunta entonces que permanece sin resolver es ¿por qué es tan difícil trasladar el cambio a las prácticas de aula? ¿Por qué, si aparentemente estamos de acuerdo, nos cuesta tanto producir cambios visibles y generalizados en nuestras aulas?

Los últimos 20 años han sido especialmente productivos en la investigación sobre cambio educativo. Sabemos que el cambio requiere que actuemos de manera simultánea sobre tres planos que podríamos llamar macro, meso y micro: cambios globales del Sistema, a nivel de políticas educativas; cambios de las culturas educativas en los centros educativos y, por último, cambios en las prácticas de aula.

Normalmente, hemos actuado casi exclusivamente, sólo sobre el primero de esos planos. Hemos tratado de cambiar los resultados del proceso de enseñanza-aprendizaje a base de reformas legislativas. Y lo que nos muestra la investigación y constata la experiencia, independientemente del país, es que hay “un acuerdo muy generalizado sobre el fracaso de las reformas escolares puestas en marcha por las administraciones educativas y sobre la dificultad de conseguir que las instituciones escolares hagan suyos proyectos de innovación o mejora educativas” y que “las prácticas escolares han permanecido invariables, no se ha modificado sustancialmente lo que pasa realmente en las aulas y el funcionamiento de las instituciones escolares no ha mejorado. Una cosa es la legalidad y otra la realidad. Los centros escolares no se cambian por decreto.” (Enrique Miranda Martín). Es decir, que la innovación educativa no se puede prescribir. O como dijo Michael Fullan: No se puede mandar lo que los centros tienen que hacer.

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Por el contrario, estos últimos 20 años de investigación apuntan a que “el cambio y la mejora real provienen menos de decisiones gubernamentales que de la imaginación, el compromiso y el esfuerzo continuado de los profesionales de la educación.” (Ferrán Ruiz Tarragó) y que “los países que han tenido mayor éxito educativo son aquellos que promovieron mayor flexibilidad e innovación en la enseñanza y el aprendizaje, aquellos que invirtieron mayor confianza en docentes altamente calificados y que valorizaron un currículum amplio y ‘aireado’, sin intentar dirigir absolutamente todo desde arriba” (Andy Hargreaves).

Que, sin negar la importancia de un marco legislativo compartido y facilitador, tienen más éxito los cambios que se inician en la propia escuela como respuesta a un problema como propio (García & Estebaranz). Es decir, que si los cambios quieren tener una incidencia real en la vida de los centros, han de generarse desde dentro para desarrollar su propia cultura innovadora, incidiendo en la estructura organizativa y profesional, con el fin de implicar al profesorado en un análisis reflexivo de lo que hace.

Además los cambios estructurales (que son los que normalmente se promueven desde las leyes) son poco eficientes a la hora de cambiar las prácticas del aula porque ignoran la fortaleza de las creencias profundas, las prácticas y las tradiciones que constituyen la cultura escolar.

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Porque ignoran la importancia de la gramática de la escolarización (David Tyack y Larry Cuban), es decir, los modos concretos de organización y formas de concebir el tiempo y el espacio escolar, y porque no tienen en cuenta las creencias de los docentes sobre la enseñanza y el aprendizaje.

Porque el cambio en las prácticas no es solo algo técnico. Es un cambio de mentalidad (expectativas, valores, metas, concepciones). “La docencia no es una acumulación de habilidades técnicas, un conjunto de procedimientos ni una serie de cosas que usted puede aprender. Si bien las habilidades y técnicas son importantes, la docencia es mucho más que eso. Su naturaleza compleja se suele reducir demasiado a menudo a una cuestión de habilidad y técnica, a cosas que se pueden envasar, dictar en cursos y aprender fácilmente. La docencia no es sólo cuestión de técnica. También es algo moral,” decían Michael Fullan y Andy Hargreaves enLa escuela que queremos.

Para modificar lo que se hace en las aulas hay que cambiar la mentalidad de alumnos y profesores y qué entienden por aprender y enseñar. “En lugar de estrategias burocráticas, verticales o racionales del cambio, la emergencia de dinámicas autónomas de cambio, que puedan devolver el protagonismo a los agentes y, por ello mismo, pudieran tener un mayor grado de permanencia” (Antonio Bolívar).

Es importante, por tanto, dar voz a las intenciones de los docentes; crear oportunidades para que los maestros enfrenten las suposiciones y creencias que fundamentan sus prácticas; mostrar disposición aescuchar y aprender lo que los maestros tienen que decir acerca del cambio; evitar crear una cultura de dependencia que subestime el conocimiento práctico de los docentes; evitar las modas en la forma de una implementación uniforme de nuevas estrategias educativas; facultar a los maestros y sus escuelas para recuperar una responsabilidad sustancial en la toma de decisiones importantes para el currículum así como para la enseñanza; crear una comunidad de docentes que discuta y desarrolle sus intenciones en conjunto, con tiempo, de modo de desarrollar un sentido común de misión en sus escuelas. (Fullan y Hargreaves).

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El cambio se producirá cuando actuemos sobre la cultura escolar. Poniendo medios para estimular y favorecer una cultura de colaboración y habilitando tiempos y espacios para trabajar juntos. “Para que un cambio sea efectivo es necesario, por lo menos, que la propuesta educativa sea adecuada para resolver un problema real, que los profesores estén de acuerdo con los cambios propuestos y que existan las condiciones materiales e institucionales para llevarlos a cabo” (Fullan & Hargreaves). Lo que nos remite de nuevo a la escala del centro educativo. Al centro educativo como el centro del cambio.

El cambio pasará por el desarrollo de un proyecto educativo propio del centro que sea el resultado de un proceso colaborativo y compartido por toda la comunidad educativa. Que responda a tres preguntas básicas: Por qué debemos mejorar, Qué debemos mejorar y Cómo hacerlo (Carlos Marcelo García; Araceli Estebaranz García). Que tenga en cuenta las culturas escolares existentes en el centro y desarrolle una cultura escolar propia y compartida. Que atienda a la cultura profesional de sus integrantes y sea sensible a las visiones de cada uno, para que desde un proceso de reflexión individual y colectivo, se pueda establecer una visión y unos objetivos comunes y compartidos. Construido desde el compromiso profesional. Con un liderazgo distribuido y con la innovación como actividad colaborativa. Capaz de verse a sí misma como una organización de aprendizaje. Y asumiendo que hace falta tiempo. Que la mejora escolar es un proceso lento y no lineal. Un proceso gradual y en espiral. (Paulino Murillo Estepa).

Terminanos, “el cambio vendrá desde las personas, con los alumnos como protagonistas de su propio aprendizaje, con los maestros y profesores como agentes del cambio, empoderándoles, con formación, con reconocimiento, con liderazgo, con renovación pedagógica y con cambios organizativos. Trabajando desde el aula y sobre todo desde los centros educativos. Desarrollando proyectos educativos. Trabajando en equipo. Desde la colaboración y cooperación entre centros y profesorado. Con actitud y asumiendo nuestra responsabilidad. Desde un compromiso social por la educación y un compromiso profesional con la educación.” (Enguita)

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Los retos son enormes pero también las oportunidades. El cambio necesario no nos vendrá dado desde arriba sino que será el resultado del impulso individual y colectivo de los profesionales de la educación y de las escuelas. El desafío nos reclama innovación, imaginación y compromiso social por la educación. No desaprovechemos el momento. Imaginemos la escuela que queremos. Hagámosla realidad. Construyamos entre todos la sociedad que queremos.

Este texto es una versión de la conferencia que he dado esta semana en el Simposio Otra Educación es posible, organizado por la Fundación Santillana en la Ciudad de México. Aprovecho para agradecer a todo el equipo de la Fundación y Santillana MX su amable acogida y felicitarles por la iniciativa.

Yves Klein en la habitación vacía. 1961

Yves Klein en la habitación vacía. 1961

 

Tiene también parte del seminario que di el día 22 de febrero en el IES Carpe Diem en Fuenlabrada(Madrid) en torno al cambio educativo en el marco del Seminario Aprendizaje Basado en proyectos que están impulsando el equipo docente del IES. Aprovecho tanbién para agradecer a Carlos Tribaldo, Daniel Albertos y Ana Moralespor su invitación.

Tanto el simposio como el seminario del IES Carpe Diem son buenos ejemplos del creciente interés de los profesionales de la educación por provocar el cambio y del compromiso social por la educación y el compromiso profesional con la educación que reclamaba Enguita.

Subiré las presentaciones en unos días a la cuenta deslideshare.

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La vida no está organizada en disciplinas

Carlos Magro

Si el dentro es el espacio de la estructura, el afuera lo es del acontecimiento”, dice Manuel Delgado en Elogio del afuera (Sociedades movedizas. p. 29. Anagrama, 2007). Frente al dentro, entendido como el espacio de la seguridad y la estabilidad (entrar es ponerse a salvo) y donde casi siempre tenemos claro nuestro rol (madre-hija, profesor-alumno, ciudadano-estado), Delgado nos invita a abrir las puertas y activar la posibilidades del cambio, a devenir otra cosa y establecer otras relaciones. “Si el adentro constituye la regla (lo que somos); el afuera es lo excepcional (lo que podemos ser). Expandirnos hacia el afuera es negociar el conflicto entre lo que somos y lo que podemos ser.” (Rubén Díaz. Zemos98). Frente al espacio concreto, previsible y acotado que encarna el interior, el exterior se extiende en todas direcciones y representa la incertidumbre, la ambivalencia y la extrañeza. Es el territorio de lo excluido, de lo que se ha dejado fuera, de lo que ha sido rechazado o no ha sido considerado como algo relevante. De todo aquello que ha sido expulsado de la seguridad del recinto cerrado.

Pero el afuera representa también la promesa de la desorganización. Es el reino de las sensaciones y las experiencias. De lo desconocido. De los encuentros fortuitos y la serendipia. Es “el imperio infinito de las escapatorias y las deserciones, de los encuentros casuales y de las posibilidades de emancipación” (Manuel Delgado. Sociedades movedizas. p. 29. Anagrama. 2007). Es el territorio de la automotivación, del interés personal, de la curiosidad y la experimentación. De los aprendizajes no planeados y autodirigidos (Cristóbal Cobo. La innovación pendiente). Es el espacio sin normas y sin forma. Es el terreno de lo informal.

Uno de los grandes retos de la educación escolar siempre ha sido la necesidad de incorporar el contexto, lo que queda fuera de las aulas, lo que sucede más allá del reciento escolar, lo que no está ordenado ni entra en el curriculum, lo informal. A la escuela siempre la hemos reclamado más relación con la vida y la hemos criticado por ser demasiado abstracta y superficial en relación con la educación extraescolar mucho más vital, profunda y real. Mucho más vinculada con los intereses de los alumnos.

Abrir la escuela y salir al barrio, al museo, al campo, expandir, en definitiva, la educación ha sido una constante de todos los movimientos reformistas del siglo XX. Para Dewey, la escuela no debía ser una preparación para la vida sino un espacio de vida. “Exageramos el valor de la instrucción escolar, comparada con la que se gana en el curso ordinario de la vida. Debemos, sin embargo, rectificar esta exageración, no despreciando la instrucción escolar, sino examinando aquella extensa y más eficiente educación provista por el curso ordinario de los sucesos, para iluminar los mejores procedimientos de enseñanza dentro de las paredes de la escuela”. “Todos hemos aprendido la mayor parte de lo que sabemos fuera de la escuela,” decía Ivan Illich. Freinet, por su parte, criticó insistentemente la separación entre escuela y vida y pidió recuperar los “métodos naturales”, el aprendizaje por “ensayo y error”, el “tanteo experimental”.

La disparidad entre los sistemas educativos y la sociedad, la separación entre la escuela y la vida alcanzó un punto crítico a finales de la década de los 60, precisamente cuando se acuñaron varios términos hoy muy populares (Sociedad del aprendizaje, Sociedad de la información, Sociedad del conocimiento) que hacían referencia a un nuevo tipo de sociedad caracterizada por la información y el conocimiento y en la que la adquisición de éste ya no estaría confinada al interior de las instituciones educativas, donde el aprendizaje no estaría limitado a un espacio concreto, ni limitado en el tiempo. Una sociedad en la que el aprendizaje debería ocurrir en cualquier lugar y en cualquier momento y donde el conocimiento sería ubicuo y abundante (The received wisdom).

En 1968, P. H. Coombs conceptualizó esta separación entre el aprendizaje que sucedía dentro de las aulas y el que tenía lugar fuera recurriendo a los términos de educación formal, no-formal e informal. Una conceptualización que a pesar de cariz negativo -lo formal, lo que no es formal y lo que directamente no tiene forma (informal)- tuvo tanto éxito que, aún hoy, seguimos utilizando.

Para Coombs, la educación no-formal y la informal nos permitían dar cuenta del amplísimo y heterogéneo abanico de procesos educativos no escolares o situados al margen del sistema de enseñanza reglada que ese momento, con la expansión de los medios de comunicación, se estaban generalizando. Es de sobra conocido aquello que escribió McLuhan en 1960: “Hoy en nuestras ciudades, la mayor parte de la enseñanza tiene lugar fuera de la escuela. La cantidad de información comunicada por la prensa, las revistas, las películas, la televisión y la radio, exceden en gran medida a la cantidad de información comunicada por la instrucción y los textos en la escuela”.

Desde entonces, casi paradójicamente, hemos vivido un proceso imparable de expansión de la institución escolar (también de las llamadas educación no formal e informal). En las últimas décadas, la escuela no ha hecho más que expandirse. Hemos creído que responder a las demandas de la sociedad consistía en introducir más contenidos, prolongar las jornadas escolares, alargar los tiempos de escolarización. Hemos visto como un conjunto significativo de asuntos relacionados tradicionalmente con la acción de Estado (el desempleo, la salud,…) o con otras estructuras sociales como la familia han sido considerados como problemas de aprendizaje y por tanto incorporados a la escuela, normalmente en forma de asignaturas y contenidos. Hemos creído que aprender era progresar dentro de un currículum determinado, durante un periodo de tiempo establecido y un solo lugar, equiparando así, casi sin cuestionamiento, aprendizaje con educación y educación con escolarización. Y hemos creído que la calidad de este sistema pasaba por aumentar el control sobre las escuelas y los maestros, homogeneizar los curriculums y estandarizar los aprendizajes. El resultado ha sido una escuela hiperregulada, presionada, sobrecargada, sobrerresponsabilizada y altamente desmotivada.

Al mismo tiempo, hemos experimentado un proceso de escolarización de todos los ámbitos de la vida. O como algunos han denominado un proceso de pedagogización de la sociedad (Beillerot. La sociedad pedagógica. 1982) o de educacionalización de la vida, situando la educación como solución de los principales problemas referentes a la justicia social, la convivencia cultural y el orden político (Jon Igelmo sobre Marc Depaepe).

El resultado es que no solo no hemos resuelto la tradicional desvinculación entre escuela y vida sino que, en cierta manera, la hemos agravado al escolarizar ámbitos del aprendizaje y de la vida como el juego, los hobbies, el ocio, la familia, el trabajo o los deportes, que tradicionalmente habían estado separados de la escuela. Lejos de explorar y experimentar nuevas formas de hacer, la educación informal y en mayor medida aún la no-formal han replicado e imitado, en gran parte, las formas de hacer y de organización de la “escuela tradicional”. Hemos estandarizado y burocratizado también lo que sucede fuera de la escuela. Hemos tratado de dar forma a lo informal y disciplinar la vida.

Pero la vida no está organizada por disciplinas. La vida encaja difícilmente dentro de un curriculum, más aún si éste es rígido y está muy compartimentado. No parece que la solución pase por disciplinar lo que sucede más allá de la Escuela para incorporarlo al aula. Si realmente creemos que es necesario tener un curriculum trabajemos entonces para que éste sea más flexible y multidisciplinar, reconozca la multiplicidad de los saberes y promueva la mezcla.

Podemos tratar de disminuir la presión sobre la escuela (y, por tanto, sobre la educación) aumentando su volumen pero a la larga se volverá a llenar y aumentará de nuevo la presión. Parece mejor idea, sin duda, abrir ventanas y puertas y sustituir las rígidas paredes que delimitan las aulas o los centros escolares por membranas móviles y porosas (muy en la línea de las Open Schools de los años 60).

No se trata, como sostiene César Coll, “de cargar la educación formal con una nueva responsabilidad, sino de ubicar su acción en el marco más amplio de las trayectorias individuales de aprendizaje de los alumnos, es decir, de tomar estas trayectorias como punto de partida y como objeto de la acción educativa.Necesitamos ampliar el sistema educativo, hacerlo más poroso, más sensible. No podemos seguir asumiendo que lo que ocurre dentro y fuera del aula sean dos entornos diferentes, separados y aislados entre sí. Necesitamos más educación, pero una educación expandida y abierta.

Necesitamos una escuela sin tabiques. Una educación que “no fabrique fronteras estrictas entre el dentro y el afuera, entre lo formal y lo informal o entre los expertos acreditados y los expertos en experiencia” (Antonio Lafuente y Tíscar Lara). Necesitamos asumir “la ubicuidad del aprendizaje y la falta de demarcación nítida entre los diferentes espacios físicos e institucionales en los que tiene lugar el aprendizaje” (César Coll). Aceptar que el aprendizaje no tiene costuras (seamless learning), que las personas experimentamos una continuidad en nuestro aprendizaje al margen de los lugares, situaciones, tiempos y contextos institucionales en los que aprendemos. Necesitamos aceptar que el aprendizaje se produce, y se producirá cada vez más, a lo largo y a lo ancho de la vida.

No nos sobra educación y no nos sobran escuelas. Necesitamos más educación y más escuela  pero desde la comprensión de que no es lo mismo educación que escolarización, como no es lo mismo aprendizaje que educación. Reconociendo que hay mucho aprendizaje y educación fuera de la escuela. Como también hay mucha vida dentro de la escuela. Necesitamos nuevos “espacios donde abrir preguntas que realmente importen y compartir saberes que verdaderamente nos afecten” (Marina Garcés). Tampoco nos sobran maestros (al contrario) sino que nos faltan muchos actores (Lafuente y Lara). Necesitamos una educación expandida.

La educación expandida “es expectorante y está conformada por todas esas actividades que tratan de aprovechar los recursos del entorno para hacer la educación más divertida, más artesanal, más abierta, más informal y más participativa” (Antonio Lafuente y Tíscar Lara). “Educación expandida, es, por tanto, educación abierta y educación colaborativa.” (Marina Garcés)

Expandir la educación no es lo mismo que educacionalizar la vida. Expandimos la educación cada vez que salimos fuera del centro escolar pero también cuando dejamos entrar a otros actores. Expandimos la educación cuando el alumno es el centro y motor del aprendizaje. Expandimos la educación cada vez que trabajamos por proyectos, atravesando y mezclando las disciplinas, las aulas, los niveles, los alumnos. Más aún sin esos proyectos sirven a la comunidad (aprendizaje servicio) y resuelven problemas o necesidades reales de nuestra comunidad. Expandimos la educación cuando conseguimos que responda al interés personal, la curiosidad, la experimentación y el deseo de actualización permanente. También, porque no, cuando aprovechamos las oportunidades, recursos e instrumentos que nos ofrecen las tecnologías para aprender. Ya hay muchos maestros/as y profesores/as expandiendo la educación.

Una educación expandida es una educación abierta pero con raíces, vinculada al territorio y vinculante. Ocupada y preocupada no solo por lo que pasa sino también por lo que nos pasa. En una educación expandida aprendemos que “vivir es aprender a vivir colectivamente” (Marina Garcés). En una educación expandida aprendemos no solo cómo vivir mejor sino también de la misma manera que vivimos. En una educación expandida aprendemos como vivimos.

Fuente del articulo: https://carlosmagro.wordpress.com/2017/01/30/la-vida-no-esta-organizada-en-disciplinas/

Fuente de la imagen:https://carlosmagro.files.wordpress.com/2017/01/tomasz-gudzowaty_1.jpg?w=610&h=40

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Aprender o jugar

Carlos Magro

Empecemos con algunas preguntas. ¿Son compatibles el juego y el aprendizaje? ¿Es posible generar aprendizajes profundos y permanentes desde el juego, el aprendizaje basado en juegos y la gamificación? ¿Es posible aprender jugando? O se trata de un oxímoron educativo, de una “contradictio in terminis” como dirían los clásicos. Una pregunta entre absurda e incómoda que nos obliga a mirar para otro lado.

¿Es el aprendizaje un plato que se debe comer frío? ¿Es aprender ante todo una cuestión de repetir, reproducir y replicar? ¿Y educar transmitir e inculcar un saber objetivo? ¿Es aprender una cuestión solo de adquirir conocimientos abstractos y formales? ¿Debemos evitar que nuestros alumnos comentan errores y si los hacen hay que erradicarlos lo antes posible? (Juan Ignacio Pozo. Aprender en tiempos revueltos. 2016)

¿Estimulamos a nuestros alumnos a discutir lo que les interesa? ¿A que evalúen sus propias soluciones? ¿A que colaboren entre ellos? ¿Les escuchamos con atención? ¿Les enseñamos lo importante que es cometer errores? ¿Les estimulamos a someter a prueba y a cuestionar lo que ellos mismos y otras personas dan por sentado? ¿Les enseñamos que el juego es valioso? ¿Potenciamos sus capacidades de juego mental: la fantasía, la imaginación y la producción de imágenes? (Guy Claxton. Vivir y aprender. Psicología del desarrollo y del cambio en la vida cotidiana. Capítulo 9: Enseñar. 1987).

¿Ayudamos a nuestros alumnos a que sean aprendices autónomos, a aprender a aprender? ¿Estamos preparando a nuestros alumnos a prueba de futuro? (Cristóbal Cobo. La innovación pendiente. 2016).

¿Qué tenemos hoy?

Un modelo de enseñanza muy rígido, excesivamente aislado del entorno, basado casi siempre en la transmisión de unos contenidos establecidos y con un curriculum inabarcable y demasiado definido.

Un sistema que no responde bien a las necesidades de la sociedad de hoy. Un sistema que piensa que enseñar es suministrar materias primas por un extremo y recoger productos finales por el otro. Un sistema que separa: la razón y la emoción; el cuerpo y la mente; la teoría y la práctica. Que hace “caso omiso de las necesidades de tiempo y de juego, creando, en consecuencia, seres que sólo pueden aprender de modo rutinario“. (Guy Claxton)

Un modelo que provoca, en muchos casos, desmotivación. A pesar de saber, como sostiene Ian Gilbert, que el problema reside en la mayoría de las ocasiones en nuestro empeño por que los alumnos hagan cosas que nosotros, como adultos, deseamos y cuando nosotros las deseamos.

Y que nos lleva a tener que abordar el problema habitual, crónico dice Juan Ignacio Pozo, de la motivación, o más bien de “la falta de motivación para aprender en contextos formales una vez vaciado de toda emoción, una vez eviscerado el aprendizaje, se necesita promover el esfuerzo de aprender y para ello se asocian los resultados del aprendizaje con ciertas consecuencias con contenido emocional para el aprendiz, que son sin embargo ajenas al propio acto de aprender“. (Juan Ignacio Pozo. Aprender en tiempos revueltos. p. 204).

Y a una necesidad cada vez más urgente de cambio educativo. “Debemos cambiar la forma de educar”, decía el tecnólogo educativo Alan Kay ya en 1972. “Ir más allá de la educación tradicional basada en la transmisión de datos y hechos para animar a los niños a observar el comportamiento del mundo real por ellos mismos.” Debemos asumir que enseñar es una actividad subversiva (Neil Postman & Charles Weingartner, 1969). Y que la enseñanza, por sí sola, no produce aprendizaje. Que “no se aprende nada que no esté relacionado, aunque sea de modo muy lejano, con la satisfacción de una necesidad o un deseo o con la evitación de una amenaza…El aprendizaje es la búsqueda de una respuesta para una pregunta que nos interesa.” (Guy Claxton).

Aprender hoy es participar de manera activa en el propio proceso de aprendizaje. “El aprendizaje no es solo una cuestión transmitir información. No se trata de verter información en la cabeza de nuestros alumnos. Al contrario, aprender es un proceso activo. Construimos nuestro entendimiento del mundo mediante la exploración activa, la experimentación, la discusión y la reflexión. En breve: no adquirimos ideas. Las construimos.” (Mitchel Resnick. Rethinking Learning in the Digital Age). “El aprendizaje no está limitado por la falta de información, sino por la capacidad de convertirla en conocimiento” (Julio Carabaña. Las escuelas del futuro. 2012). Aprender hoy es ir más allá de las 3Rs e incorporar las 3 Xs: eXploration, eXpression, eXchange. Es explorar, expresar, intercambiar. Es pensar, hacer, comunicar. Aprender hoy implica revisar formas de hacer, de pensar y de comunicar (Neus Sanmartí. Trabajo por proyecto. ¿filosofía o metodología?. Cuadernos de pedagogía nº472. Noviembre 2016)

Aprendemos haciéndonos preguntas y buscando respuestas. Aprendemos equivocándonos. Aprendemos si el contenido se nos presenta de una manera organizada en relación con nuestras experiencias y aprendizajes previos. Si responde a nuestros intereses, necesidades o problemas. Aprendemos si estamos suficientemente motivados. O como decía Maria Montessori: “Para que los estudiantes se involucren más en el aprendizaje, su curiosidad e intereses deben ser abordados.”

No hay aprendizaje sin emoción. Todo aprendizaje es emocionante en sí mismo. ¡Necesitamos, por tanto, recuperar la emoción!

¿Qué es el juego?

Cultura, criterio, diversión, reto, igualdad, experimentación, comprensión, sociabilidad, conocimiento, libertad…

El juego es un mecanismo natural que despierta la curiosidad. Es placentero y nos permite adquirir capacidades imprescindibles para desenvolvernos mejor en el mundo que nos rodea. El juego, por su propia definición, no tiene ninguna otra finalidad que la alegría y el propio placer de jugar. “El impulso lúdico inicia el interés por lo desconocido, despierta la alegría de aprender, motiva al cerebro para comprender e imaginar.” (Raimundo Dinello. Lúdica y sociedad que re-creamos). “El juego es un invento poderoso de la naturaleza… El instrumento del juego, combinación de curiosidad y placer, es el arma más poderosa del aprendizaje” (Francisco Mora. Neuroeducación. 2013). Somos juego, somos hombres en tanto que jugamos, como diría más de uno al hilo de la conocida afirmación del poeta Schiller: “El hombre juega sólo cuando es hombre…Sólo cuando juega es plenamente hombre.”  (Friedrich Schiller. Cartas sobre la educación estética del hombre. p. 110)

¿Qué sucede cuando jugamos?

El juego es una actividad generadora de placer que no se realiza con una finalidad exterior a ella, sino por sí misma.

El juego activa el llamado sistema de recompensa cerebral asociado a la dopamina que despierta nuestra motivación intrínseca y que, en definitiva, nos permite aprender. El aumento de la dopamina ayuda al aprendizaje porque ante la satisfacción de una respuesta correcta, se refuerza la memorización de la información de la respuesta correcta o del modo en cómo se ha solucionado un problema. El juego aumenta la motivación, la memoria y la atención.

Cuando se producen emociones positivas se activa el hipocampo y ello posibilita que los participantes puedan memorizar más, lo que sugiere la necesidad de generar en el aula climas emocionales positivos y seguros en los que se asume con naturalidad el error, se proporcionen retos adecuados, se fomente la participación y el aprendizaje activo. La ciencia nos dice que más que dejar de lado o suprimir las emociones, lo más eficaz para el aprendizaje es incorporarlas para construir el conocimiento cognitivo.

¿Qué han dicho los pedagogos y los psicólogos sobre el juego?

Para Piaget es la forma de pensar del niño. “Jugar es una forma de que los niños participen activamente en el mundo que les rodea a través de la práctica simbólica.” (Jean Piaget. The language and thought of the child. 1959).

Para Jerome Bruner es la primera aproximación a la comunicación en la infancia. Para Vigotsky las actividades lúdicas deben cumplir dos fines, el aprendizaje, y, como no podía ser de otra manera, el reforzamiento de las relaciones entre los alumnos y su entorno.

¿Cómo podemos poner el juego al servicio del aprendizaje?

El juego promueve el aprendizaje en acción, los procesos cognitivos superiores, el desarrollo de habilidades y capacidades, la movilización de recursos internos y el trabajo en equipo. Si trabajamos con juegos cooperativos y no competitivos permite que los alumnos desarrollen la empatía y la tolerancia, facilita la socialización y fomenta el apoyo mutuo y las relaciones en términos de igualdad.

Siempre hemos aprendido jugando. El juego y el aprendizaje siempre han estado unidos. Los que no siempre han ido de la mano son el juego y la educación y menos aún el juego y la escuela. No es lo mismo la educación que la escolarización, como no es lo mismo el aprendizaje que la educación, nos ha recordado Mariano Fernández Enguita en la Educación en la encrucijada.

Tradicionalemente el aprendizaje y la educación se encontraban distribuidos entre las actividades cotidianas con la familia, los amigos, en el pueblo. “El surgimiento de la escuela supuso una ruptura radical al especificar en alto grado en qué espacio aprender (centro, aula, pupitre), en qué tiempo (edad, calendario, horario, graduación y secuenciación), qué contenido (ordenación, planes, programas, libros de texto, lecciones), de qué manera (pedagogías, actividades, tareas), a cargo de quién (maestros, profesores, mentores…) y con qué resultados (exámenes, calificaciones, diplomas).” (Mariano Fernández Eguita. La Educación en la encrucijada. p. 111).

El proceso de institucionalización del aprendizaje excluyó lugares, seleccionó momentos, eliminó contenidos y privilegió una maneras de aprender en detrimento de otras, consideradas como no apropiadas. Es en ese proceso de escolarización del aprendizaje que dimos la espalda al juego. El juego salió de las aulas. Pero con el juego sacamos también cosas como la manipulación o la curiosidad. Al quitar el juego, como dice Juan Ignacio Pozo, vaciamos al aprendizaje en contextos formales de toda emoción. La pregunta que tenemos que hacernos, entonces, es ¿cómo podemos poner el juego al servicio del aprendizaje en contextos formales?. ¿Cómo podemos volver a introducir el juego en la escuela? (más allá de la educación infantil donde sí es una parte central del proceso de aprendizaje). ¿Cómo podemos poner el juego al servicio de la enseñanza?.

Fuente del articulo: https://carlosmagro.wordpress.com/2016/12/29/aprender-o-jugar/

Fuente de la imagen:https://carlosmagro.files.wordpress.com/2016/12/captura-de-pantalla-2016-12-29-15-45-00.png?w=610&h=45

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Aprobar o aprender

Carlos Magro

Con tantas guías, pruebas parciales, globales y de coeficiente dos, era imposible que no aprendiéramos algo, pero casi todo lo olvidábamos rápido y me temo que para siempre. Lo que aprendimos a la perfección, sin embargo, lo que nunca olvidaríamos, fue a copiar en las pruebas. No sería difícil improvisar un elogio del torpedo, con su letra ínfima pero legible, que reproducía toda la materia en un minúsculo boleto de micro. Pero de poco servía esa obra admirable si no contábamos con la destreza y la audacia necesarias en los momentos clave: con el talento para captar el instante en el que el profesor bajaba la guardia y comenzaban los diez, los veinte segundos de oro“, escribe Alejandro Zambra en su estupendo libro Facsímil (Sexto Piso, 2015).

Puestos ante la disyuntiva de elegir entre aprobar o aprender (Elena Cano), la práctica totalidad de nuestros alumnos, nosotros mismos, optarían (optaríamos) por aprobar y después, si se puede, aprender.

En aprobar, además, siempre nos hemos esforzado más que en aprender. Tal y como sugiere Zambra, podríamos escribir fácilmente una historia de la educación que recogiera los múltiples e innovadores métodos que hemos desarrollado para aprobar. Y en paralelo, claro, deberíamos escribir otra con los métodos utilizados para evaluar, aunque mucho me temo que ésta segunda sería sensiblemente más corta, estaría muy centrada en la calificación y resultaría, desde luego, mucho menos innovadora que la primera.

Cada uno de nosotros podría escribir un capítulo de esa enciclopedia del escamoteo en la que no faltarían el bolígrafo BIC cubierto de una preciosa escritura milimétrica; la lección completa escrita en apenas dos centímetros cuadrados de papel delicadamente enrollado; las tintas invisibles; ni nuestro brazo cuidadosamente tatuado. Tampoco podría faltar un capítulo dedicado a los dispositivos tecnológicos con los que muchos hemos fantaseado y en los que, sin duda, el reloj-chuleta ocuparía un lugar destacado.

¡Quién no ha soñado alguna vez con un reloj capaz de almacenar toda la información necesaria para aprobar!. ¡Quién no ha imaginado alguna vez un dispositivo discreto que nos permitiera saber todas las respuestas conectándonos con un confidente en el exterior y que, ante la llegada del profesor, se quedase mudo y mostrara tan solo unos inocentes dígitos!. ¡Quién no ha soñado con un reloj inteligente, no sólo resistente al agua sino también al olvido, que nunca se quedase en blanco!

Pues resulta que ese reloj ya existe (y aquí) y sus 4GB de memoria le permiten almacenar mucha más información de la que necesitaríamos para superar todos los exámenes de nuestra vida.

Hace unos meses asistimos a una explosión de relojes que se publicitaban abiertamente como relojes-chuleta con fuertes medidas de “seguridad” para evitar precisamente ser “pillados” (botones bloqueantes, pantallas invisibles, gafas polarizadas,…). Enseguida surgieron páginas exclusivas para su venta y su éxito fue tal que no tardaron en aparecer copias de “los relojes para copiar”.

El asunto no es menor y generó un interesante debate entre quienes reclamaban más regulación en las aulas para prohibir estos dispositivos y castigar a los tramposos y quienes sostenían que quizá el problema no estaba en los relojes, ni en la tecnología, ni siquiera en los alumnos que los utilizaban, sino en un sistema educativo rígido, desconectado de la realidad, basado en la transmisión de datos y contenidos y en una evaluación acreditativa, sumativa y retributiva, confundida muchas veces con la simple calificación, y muy alejada de la necesaria evaluación formativa y continua.

Un sistema que no responde ni a las necesidades de la sociedad ni a las de los estudiantes de hoy. Un sistema que no parece tener claro que evaluar no es lo mismo que examinar o calificar, y que aprender no es lo mismo que aprobar exámenes.

Un sistema que afirma una cosa pero hace otra y en el que sigue siendo válido lo que afirmaba hace unos años Miguel Ángel Santos Guerra en un recomendable texto titulado 20 paradojas de la evaluación: Aunque la finalidad de la enseñanza es que los alumnos aprendan, la dinámica de las instituciones hace que la evaluación se convierta en una estrategia para que los alumnos aprueben.

No son pocos, sin embargo, los profesionales de la educación que sostienen desde hace años que la clave para el cambio educativo se encuentra en modificar nuestra manera de evaluar. Que no es posible una transformación educativa sin cambiar los sistemas de avaluación y que tampoco tiene sentido abordar la evaluación separadamente del resto de procesos de enseñanza/aprendizaje.

Sabemos que la evaluación no sólo mide los resultados, sino que condiciona profundamente lo qué se enseña y cómo se enseña y, por tanto, determina qué aprendemos y cómo aprendemos (Neus Sanmartí. 10 ideas claves. Evaluar para aprender) y puede limitar o promover los aprendizajes efectivos (Gordon Stobart. Tiempos de pruebas).

Ante los relojes-chuleta podemos reaccionar prohibiendo su uso en las aulas, igual que hemos prohibido otros dispositivos y hemos puesto barreras y filtros a otros servicios de la web. Pero cada día que pase la tecnología será más barata, más potente y ocupará menos. Es solo cuestión de tiempo que un nuevo dispositivo nos desafíe (wearables, implantes,..) y vuelva a poner en jaque nuestro actual sistema.

El tema de los relojes-chuleta no es un problema coyuntural con un dispositivo, ni su solución pasa por desarrollar tecnologías de prevención, filtro y vigilancia. Lo que necesitamos es actuar simultáneamente sobre el modelo pedagógico, el tecnológico y el organizacional (Michael Fullan). Necesitamos un cambio de modelo.

La relación entre tecnología y educación nunca ha sido sencilla. Su historia muestra la tensión que siempre ha existido entre tecnoutópicos y neoluditas tecnológicos pero también entre quienes han usado las tecnologías para renovar las prácticas de enseñanza/aprendizaje y quienes las han utilizado para perpetuar viejas prácticas.

A la vista de los resultados obtenidos hasta ahora podríamos decir que son los segundos los que han dominado. Es verdad que la tecnología ha encontrado un lugar en muchas aulas, pero su impacto es menor de lo esperado. En la mayoría de las ocasiones las tecnologías han fortalecido, sin cambiar, los enfoques tradicionales de enseñanza (Larry Cuban. On School Reform & Classroom Practice).

El reto que tenemos no es, por tanto, prohibir o combatir unas tecnologías sino desarrollar un modelo pedagógico que cambie las prácticas tradicionales y genere nuevas dinámicas de aprendizaje.

El debate en torno a los relojes ni es nuevo, ni es un debate tecnológico. Es un debate pedagógico. Y es también un debate de política educativa y de responsabilidad ante el futuro de nuestros hijos.

El asunto de los relojes nos obliga a preguntarnos si realmente hacemos las cosas que hacemos porque estamos convencidos de que son mejores para nuestros alumnos o porque son más fáciles para nosotros (Will Richardson. We’re Trying To Do “The Wrong Thing Right” in Schools). A preguntarnos si estamos seguros de que aprenden más cuando les ofrecemos a todos lo mismo, con un curriculum normalizado y dividido en materias; cuando les agrupamos por edad; cuando ignoramos o prohibimos en clase la tecnología con la que viven a diario; cuando solo nosotros decidimos lo qué deben aprender y cómo lo deben aprender; cuando ignoramos su voz y no les dejamos espacio para decidir sobre su aprendizaje; cuando les evaluamos a todos de la misma manera.

¿Qué ocurriría si en lugar de exigirles que repitan lo que han memorizado, les pidiéramos que resolvieran problemas, realizaran proyectos significativos y nos demostraran su autonomía y su sentido crítico?. ¿Qué ocurriría si en lugar medir la adquisición de conocimientos que quedarán obsoletos rápidamente les evaluáramos por su capacidad de aprender a aprender y trabajáramos para favorecer grandes capacidades que puedan recrearse, adaptarse y actualizarse a lo largo de la vida? (Elena Cano. Aprobar o aprender. Estrategias de evaluación en la sociedad en red. 2012). ¿Qué ocurriría si les permitiésemos poner en práctica estrategias de autoevaluación y de evaluación entre iguales?

El aprendizaje no es solo una cuestión transmitir información. No se trata de verter información en la cabeza de nuestros alumnos. Aprender es un proceso activo. Construimos nuestro entendimiento del mundo mediante la exploración activa, la experimentación, la discusión y la reflexión (Mitchel Resnick. Rethinking Learning in the Digital Age). Un buen sistema de evaluación es además aquel “del que el estudiante no puede escapar sin haber aprendido” (Elena Cano. Aprobar o aprender. Estrategias de evaluación en la sociedad en red. 2012).

¿Qué ocurriría si pensáramos en las tecnologías digitales no como instrumentos peligrosos a combatir o como simples herramientas para hacer lo mismo de siempre de manera más eficiente sino como poderosos dispositivos de comunicación y producción con los que darle una segunda oportunidad a la educación progresiva (Seymour Papert. Colombia aprende), a las pedagogías activas, centradas en hacer, experimentar y crear y a los aprendizajes cooperativos, sociales y colaborativos.?

Quizá entonces, como ha señalado Steve Wheeler, los relojes-chuleta dejarían de ser un problema para ser parte de la solución (Steve WheelerThe ‘cheating watch scandal’ – time for a change in our exams system).

Vivimos un momento extremadamente importante para la educación. Un momento de profunda crítica y enorme ilusión como ya ocurrió a principios del siglo XX y en las décadas de los 60’s y 70’s. Transformar este impulso en un cambio real dependerá, como decía Paulo Freire, de nuestra capacidad para disminuir la distancia entre lo decimos y lo que hacemos.

El mundo nos reclama hoy imaginación, osadía y coherencia. Imaginación para soñar nuevos futuros, osadía para plantearlos y coherencia para llevarlos a la práctica.

El mundo nos reclama, más que nunca, el optimismo crítico y realista del que hablaba Freire y al que en cierta manera apelaba la escritora francesa Francoise Giroud cuando afirmó aquello de que “nunca creí que pudiéramos transformar el mundo, pero creo que todos los días se pueden transformar las cosas.” No olvidemos que no hay datos de futuro, que el “futuro no se puede predecir, sino que se tiene que construir, y nuestra actitud debe ser la de afrontarlo de una manera activa” (Maija BerndstonSoñando el futuro. Ideas funky en la gestión de bibliotecas públicas).

El mundo nos reclama acción. No olvidar que el planteamiento de preguntas es más importante que la búsqueda de las respuestas correctas. Transitar desde una pedagogía de las respuestas hacia una pedagogía de la preguntas (Paulo Freire. Hacia una pedagogía de la pregunta. Conversación con Antonio Faundez).

El futuro nos reclama no solo que formemos personas más y mejor informadas sino ciudadanos críticos y autónomos capaces de actuar en un mundo incierto y variable con la combinación justa de ética, coherencia, capacidad y conocimientos.

Al fin y al cabo, “las cosas no son así, están así” (Paulo Freire) y nosotros podemos cambiarlas.

Fuente del articulo: https://carlosmagro.wordpress.com/2016/12/22/aprobar-o-aprender/

Fuente de la imagen: https://carlosmagro.files.wordpress.com/2016/11/12698500024_1cf9d7a98a_o.jpg?w=610&h=42

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La educación es un acto de amor

Carlos Magro

Educar es un acto de amor, dijo ayer para cerrar su intervención el paleontólogo Ignacio Martínez Mendizábal. Y como no puedo estar más de acuerdo, me he permitido la licencia de tomárselo prestado para titular este post.

Robert Doisneau

Ayer estuve en Perales de Tajuña (Madrid) en la presentación de la I Feria de Innovación y Creatividad en Educación (ICE) en una mesa redonda sobre Innovación educativa que compartí con Clara Isabel García, directora del CTIF Madrid Este, Héctor García Barnés, periodista de El confidencial e Ignacio Martínez, profesor titular de Paleontología de la Universidad de Alcalá e investigador del proyecto Atapuerca. Ayer fui aPerales de Tajuña (algo menos de 3.000 habitantes) a hablar de utopía y educación (este texto debe mucho a Ferrán Ruiz Tarragó, Pablo Jarauta y Paulo Freire).

En noviembre de 1516 se publicó en la ciudad de Lovaina el libro de Tomás Moro, Del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía y, ayer, en Perales, más que conmemorar el libro quise celebrar el nacimiento de una palabra. Pocas veces conocemos con tanta precisión el origen de una. Antes de que Tomás Moro escribiera su libro, no existía la palabra utopía. Moro recogió dos palabras griegas al mismo tiempo:eutopia, buen lugar y outopía, ningún lugar. Su intención no era ofrecernos “una visión placentera de la realidad. Su inscripción en el aquí y ahora es total, muy distante de la imagen idealizada que se ha tratado de trasladar” (Francisco Martínez Mesa). Tomás Moro nos enseñó a buscar los medios reales y precisos para mejorar nuestra existencia. Convenció a sus contemporáneos de que podían proyectar un mundo mejor. El mundo moderno posterior, dice Zygmunt Bauman en Tiempos líquidos, “debería ser un mundo optimista. Un mundo que debería tender a la utopía. Un mundo convencido de que una sociedad sin utopía no es habitable”.Donde no hay utopía el presente lo ocupa todo. 

La utopía está vinculada al inconformismo (Amable Fernández Sanz), a las posturas críticas, a la idea de revolución, de transformación social, de progreso, de proyecto. Las utopías se proyectan pero no se habitan (Pablo Jarauta). No se puede vivir en una imagen pero sí necesitamos de imágenes para vivir.Semánticamente la utopía es lo opuesto a escaparse, nos dice Bauman. Utopía es lo opuesto a evadirse. “Las personas en general tendemos a preferir ocuparnos de temas gratificantes o de interés inmediato más que involucrarnos en asuntos complejos o que sólo son relevantes a largo plazo, especialmente si trascienden la esfera individual. La evasión también es desinterés de esforzarnos, de cooperar, es desplazar el discurso de la mejora compartida al de la supervivencia individual. Evadirse implica distraerse de pensar, es desentenderse de inquietudes, es optar por limitar al máximo los dolores de cabeza y las preocupaciones y centrarnos en lo que nos gratifica”, sostiene Ferrán Ruiz Tarragó en su excelente Evasión y utopía.

A la educación en las últimas décadas le ha sobrado evasión y le ha faltado utopía. Nos ha faltado poética y nos ha sobrado burocracia.

¿Dónde han quedado los sueños de una educación diferente, de una educación centrada en el alumno y de un futuro mejor a través de la educación?, ¿cómo podemos transformar la educación para hacerla más relevante y adecuada a nuestros tiempos?, ¿cómo podemos formar ciudadanos inquisitivos y participativos,ciudadanos molestos y no simplemente alumnos que pasen de curso, aprueben exámenes y saquen buenas notas? (Rafael Feito. Escuelas democráticas). ¿Cómo podemos hacer de la educación un agente de transformación y no solo de transmisión? (Ramón Flecha y Iolanda Tortajada).

Nuestro sistema educativo está altamente burocratizado y parece más centrado en la eficiencia que en la equidad. Un sistema que nunca ha dejado de proclamar su aspiración hacia el cambio, pero que se ha embarcado en una espiral de reformas que, sin embargo, parecen alejarnos cada día más de la visión de la educación como un agente transformador de los individuos y de la sociedad.

“Al debate colectivo le falta el punto de utopía necesario para dibujar visiones inspiradoras y a la vez realistas de lo que podría ser un futuro educativo más productivo y satisfactorio” (Ferrán Ruiz Tarragó).

El cambio será posible si recuperamos nuestra mirada poética y nuestra capacidad de proyectar utopías. Pero entonces la pregunta es obvia: ¿cómo recuperamos nuestro espíritu utópico?

Pues asumiendo, como dijo Paulo Freire, que no hay cambio sin sueño, como no hay sueño sin esperanza(Pedagogía de la Esperanza. P. 116), que las cosas no son así, sino que están así. Lo debemos hacer superando tanto el optimismo ingenuo como la desesperación que han caracterizado el debate sobre el cambio educativo en los últimos tiempos. Lo debemos hacer reclamando de una vez el optimismo realista y crítico que demandaba Freire. Lo debemos hacer convirtiendo la escuela en una institución optimista como sostiene Miguel Ángel Santos Guerra.

Tenemos la oportunidad y la responsabilidad de trabajar por una educación mejor, por una educación transformadora. Por una educación utópica. Es un buen momento de trabajar por la escuela que queremos. “Son muchos los datos que demuestran que, aquí y allí, aparecen ventanas de oportunidad que son aprovechadas por paladines, a veces anónimos, de la innovación; docentes, sin más, comprometidos con su trabajo, pero con frecuencia carentes de apoyos, de orientaciones y, sobre todo, de reconocimiento.” (Franscec Pedró. 2015. Guía Práctica de la Educación Digital).

El cambio vendrá desde las personas, con los alumnos como protagonistas de su propio aprendizaje, con los maestros y profesores como agentes del cambio, empoderándoles, con formación, con reconocimiento, con liderazgo, con renovación pedagógica y con cambios organizativos. Trabajando desde el aula y sobre todo desde los centros educativos. Desarrollando proyectos educativos. Trabajando en equipo.Desde la colaboración y cooperación entre centros y profesorado. Con actitud y asumiendo nuestra responsabilidad. Desde un compromiso social por la educación y un compromiso profesional con la educación (Mariano Fernández Enguita. La educación en la encrucijada).

No tenemos datos sobre el futuro, por lo que no podemos predecirlo. Pero sí podemos soñarlo, imaginarlo, proyectarlo y comunicarlo. Sí podemos construir la utopía. Construir la utopía pasa por imaginar las visiones de futuro valientes, coherentes, inspiradoras y realistas que nos reclamaban Seymour Papert y Gaston Caperton en Visiones de la educación.

Visualizar nuestro futuro es al final definir nuestro presente. Es imaginarnos las preguntas que queremos respondernos. Imaginar nuestro futuro es el primer paso para cambiar nuestro presente. Quizá no podamos transformarlo todo pero cada día podemos transformar las cosas. Cada día podemos imaginar nuestro futuro para cambiar nuestro presente.

No olvidemos que “la imaginación y el sueño son fuerzas de cambio y vida” (Josep María Esquirol. La resistencia íntima). No olvidemos, como sostuvo Gloria Steinem, que “soñar, después de todo, es una forma de planificación”.

No olvidemos, en definitiva, que “enseñar exige comprender que la educación es una forma de intervención en el mundo.” (Paulo Freire. Pedagogía de la autonomía. p.97).

No olvidemos que la educación es un acto de amor (Paulo Freire. Education for Critical Consciousness). Recuperemos nuestra capacidad de soñar. Planifiquemos. Imaginemos el futuro que queremos. Hagamos el presente. Pensemos y construyamos nuestra utopía educativa.

Fuente del articulo: https://carlosmagro.wordpress.com/2016/10/02/la-educacion-es-un-acto-de-amor/

Fuente de la imagen: https://carlosmagro.files.wordpress.com/2016/10/captura-de-pantalla-2016-10-02-23-54-54.png?w=610&h=453

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