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Innovaciones educativas y otras saludables polémicas

Por: Víctor Manuel Rodríguez

En los últimos tiempos la polémica alrededor de la necesidad de cambio educativo ha aumentado generándose algunas tendencias que parecen excluyentes pero que podrían acercarse.

Hace unos meses reflexionaba sobre la innovación educativa en este medio preguntándome si algunas de mis prevenciones y suspicacias no serían más bien la constatación de que no soy lo bastante innovador. Entonces ponía de relieve mis cautelas frente a la ofensiva neoliberal que nos dicta qué es innovación y qué no lo es, en función de sus intereses comerciales, y sugería que innovación no es sólo el cambio metodológico sino también y sobre todo el replanteamiento de los objetivos y los contenidos de la enseñanza.

Resulta que de un corto tiempo a esta parte se han sucedido algunos otros pronunciamientos sobre esta cuestión, que podría parecer más o menos inocua, pero que en cambio ha dado lugar a encendidos debates, réplicas y contrarréplicas. Incluso, en ocasiones, se ha desarrollado en unos tonos a los que no estamos acostumbrados en nuestros diálogos educativos, por lo general poco encendidos, salvo en algunos aspectos muy concretos.

Quiero dejar sentado que cualquier debate sobre esta u otra cuestión me parece más que oportuno y estimulante. Considero que ya va siendo hora de que resurjan las polémicas y se pongan sobre la mesa puntos de vista encontrados sobre elementos tan nucleares del hecho educativo como el de la necesidad imperiosa de cambios, con sus implicaciones no sólo pedagógicas, sino sociales y políticas.

Dicho esto, me gustaría apuntar, con la certeza de simplificar mucho, tres perspectivas relacionadas con la innovación que, creo, están en la base de algunos de los planteamientos que he ido recopilando y digiriendo en los últimos tiempos.

En la primera se sitúan muchas personas convencidas de que cualquier tiempo pasado fue mejor, incluso en el ámbito educativo. Pueden proceder del mundo de la docencia universitaria, ser famosos literatos y académicos o pertenecer al colectivo de docentes, por lo general de enseñanza secundaria y en particular al selecto grupo de los que se denominan catedráticos. Suelen pensar que antes era cuando se aprendía de verdad; que es justamente la pedagogía la que se ha cargado la educación; que el único problema es la motivación y la falta de esfuerzo de unos jóvenes últimamente descarriados y que cualquier cambio o innovación debe ser tomado como una agresión pedante y peligrosa. A veces envuelven sus postulados en un halo de progresismo que defiende al sistema educativo de injerencias externas con oscuros intereses, pero por lo general exhiben sin rubor sus pensamientos más profundamente reaccionarios en panfletos y soflamas antipedagógicas. Su convencimiento suele basarse en su propia experiencia -a menudo ya lejana- como estudiantes y muy poco en la conciencia de que su sólida formación no era sino una excepción en sus tiempos, acaso ligada además a su pertenencia a una clase social privilegiada y a unas condiciones óptimas para aprender.

La segunda viene a ser su antítesis. En el mundo educativo han irrumpido con fuerza los que ya empiezan a denominarse gurús pedagógicos, cuya característica común es que han encontrado la piedra filosofal de la educación o el bálsamo de fierabrás con el que van a ser curados casi todos sus males. Suelen proceder de entornos universitarios alejados de la pedagogía -a la que también menosprecian por lo general- y es muy probable que no hayan experimentado jamás la sensación de trabajar con los alumnos y alumnas de los que hablan de manera continua en sus libros o sus ponencias. Aunque comparten el discurso del cambio y una visión angustiosa de las prácticas educativas actuales, suelen especializarse en parcelas muy concretas, que les confieren una cierta exclusividad y a las que dedican toda su energía. Prefieren los términos anglosajones a los castellanos (mejor classroom que clase y mejor summer que verano), seguramente con la intención de apoyar la enseñanza bilingüe y, a diferencia de los anteriores, conceden absoluta preponderancia a cualquier cosa que suene ligeramente moderna y chic, con independencia de que se fundamente en una base sólida o sea solo una visión alucinada. Sus propuestas suelen centrarse en los aspectos metodológicos y pocas veces vienen acompañadas de una reflexión profunda sobre la función de la escuela o sobre su dimensión política y social. Aunque es indudable que su aterrizaje aporta un aire fresco a nuestras instituciones educativas y las impregna de nuevas ideas y posibles caminos, su visión apocalíptica, extremadamente crítica y a veces algo soberbia y petulante puede generar en ocasiones un tremendo rechazo, seguramente evitable si sus propuestas, además de sensatas, fueran un poco más humildes y respetuosas.

Quiero pensar que hay un tercer grupo de profesionales de la educación, mayoritariamente de docentes con responsabilidades concretas y diarias en las aulas y centros educativos, que comparten la necesidad e incluso la urgencia del cambio pero que recelan de las soluciones más o menos mágicas y totalizadoras y aún más de las que adoptan ciertos tintes mesiánicos. Maestras y maestros que están orgullosos de su trabajo y a la vez dispuestos a mejorarlo dando la bienvenida a cualquier idea nueva que pueda encajar en su forma de hacer y en el entorno en el que desarrollan su trabajo. Personas que se muestran dispuestas a aprender y experimentar cosas nuevas porque les encuentran sentido, no porque constituyan la última tendencia pedagógica o porque sean presentadas como la panacea en la prensa o en un congreso. Estos profesionales no rechazan la pedagogía por sistema. Aunque a veces antepongan su experiencia práctica a una teoría bien elaborada y sin aparentes fisuras, suelen ser capaces de extraer ideas que, bien digeridas, pueden integrar en su quehacer educativo de forma más o menos ortodoxa. Miran la tarea de educar con preocupación y con espíritu crítico, pero también con cariño hacia su profesión y su alumnado. Son muy a menudo conscientes de la importancia de su trabajo y del papel de la escuela en la cohesión de la ciudadanía, en la resistencia y en la transformación social y, por eso,x aceptan la necesidad y la urgencia del cambio pero a la vez tratan de defender a la escuela de quienes quieren convertirla en su clientela o quienes le atribuyen como única misión la de formar a sus futuros empleados y empleadas.

Seguramente hablar de estas categorías como excluyentes es errado, como lo es convertirlas en arquetipos. Lo más probable es que muchos y muchas compartamos algún rasgo de cada una de ellas, de manera permanente o casual. Sin embargo, no pasa nada: hablamos de una realidad tan compleja y tan versátil que podemos permitirnos el lujo de ni siquiera estar de acuerdo por completo con nosotros mismos.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/07/17/innovaciones-educativas-y-otras-saludables-polemicas/

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Enfocar la mirada hacia el alumnado para disfrutar la profesión

Por: Víctor Manuel Rodríguez

La educación va más allá de las materias instrumentales, que tiene docentes que escuchan las voces de sus alumnos y saben escarbar en sus silencios.

Cuando hablamos de educación y de escuela, cada vez mencionamos menos a sus principales protagonistas: los niños y las niñas. Sé que es una afirmación bien poco original y que a algunos les puede parecer un tanto naif, pero no puedo evitar que de tiempo en tiempo me asalte una cierta tristeza cuando -de nuevo- lo constato.

Leo sesudos o no tan sesudos artículos en los que se vierten en aluvión grandes y pequeños números, estadísticas complejas, tasas de fracaso o éxito e índices irrefutables sobre cualquier cosa susceptible de ser medida; informes en los que se comparan con gran competencia países, comunidades autónomas, ciudades, barrios y contextos, y en los que se analizan curvas y elípticas, diagramas e histogramas, inversiones en dólares o euros; también la descripción de fastuosos proyectos, planes y programas nacionales, locales o particulares de un centro, de una comunidad de centros o de una red de centros, física o virtual (esto significa de centros cuyos integrantes igual ni se conocen, pero están en red).

Contemplo con desasosiego cómo proliferan los nuevos gurús que han descubierto la piedra filosofal del aprendizaje y la enseñanza; lo último en organización y gestión; lo más moderno en coaching, mentoring o formación de profesorado; o las últimas tendencias pedagógicas -avaladas por cualquier entidad que nos quiera vender algo- que vienen del frío norte de Europa o de oriente, como Papá Noel o los Reyes Magos.

Me pierdo en discusiones con colegas sobre los recortes en recursos materiales o personales (dinerarios en definitiva); sobre los planes de mejora de sus administraciones educativas; sobre los protocolos, leyes, programas, directrices, instrucciones, indicaciones, consejos y sugerencias para poder hacer todo lo que hay que hacer y organizar todo lo que hay que organizar.

Y me pasmo sin paliativos cuando escucho -a veces me consta que de voces bienintencionadas- que hay que abandonar la visión individual, el foco en la alumna, la mirada profunda y directa… que lo que importan son las políticas, los marcos de acción, las prácticas, los métodos, los artilugios.

Y tras las lecturas, el desasosiego, la desorientación y el pasmo, casi siempre me angustian las mismas preguntas: en definitiva, ¿de qué estamos hablando? ¿No convendría pararnos un poco a mirar lo que tenemos delante o justo al lado? ¿No cabría dedicar un poco de tiempo y energía a tratar de escrutar o simplemente a escuchar lo que nuestros alumnos y alumnas tienen que decirnos? ¿No estamos perdiendo una valiosa oportunidad no solo para volver a centrarnos en lo que de verdad importa, sino incluso para poder disfrutar de lo único de lo que merece la pena disfrutar de verdad en nuestra profesión, a veces tan maltratada? Me consta que estas interrogantes no son un dechado de originalidad, pero me invaden, no obstante, de vez en cuando y me parece que no está de más escribirlas y compartirlas.

En algunos colegios convivimos con nuestras criaturas prácticamente desde sus primeros balbuceos hasta su marcha a la universidad, al mundo del trabajo o al mundo que hayan decidido explorar. Eso quiere decir que estamos directamente presentes, o cuando menos muy cerca, de todos los sucesos importantes que van a experimentar a lo largo de una parte esencial de sus vidas.

Claro que ante todo y sobre todo estarán sus familias, esas familias con las que a veces no mostramos complicidad ninguna y a las que a menudo también ignoramos. Pero nosotros también estaremos ahí: estaremos cuando empiecen a correr o saltar; cuando controlen sus esfínteres o descubran el mundo de la lectura y abran los ojos y los oídos como platos; estaremos cuando comiencen a darse cuenta de que los juegos se convierten en tareas pero también cuando descubran que esas tareas y juegos los catapultan a espacios insólitos.

Los tendremos muy cerca cuando consoliden sus amistades -a veces para gran parte de su vida-, cuando se enamoren por primera vez y también cuando se peleen por vez primera, con sus amores o con esas amigas que parecían ser para toda la vida. Vendrán a clase al día siguiente de hacer el amor, quizá de forma torpe y angustiada, y también tras su primer cigarro, su primera cerveza o su primer botellón. Vendrán también a vernos tras cualquier discusión familiar, tras cualquier noche de llanto desconsolado, tras alguna muerte o pérdida imprevista y siempre cruel. Vendrán enfermos, tristes, exultantes u orgullosos. Disfrutarán de la vida o la sufrirán justo ahí al lado, a muy pocos centímetros de donde nos encontramos.

Y no sé si la mayoría de nosotros lo veremos. No sé si experimentaremos la capacidad de asombrarnos de nuevo y de contar a nuestras compañeras la sensación que hemos experimentado. No sé si seremos capaces de darnos cuenta de que todas esas cosas están ahí, aunque no sean tan mensurables, tan evaluables, tan comparables o tan evidentes siempre. Seguramente no lo escribiremos en ningún sitio, nunca podremos publicarlo en una revista de impacto y puede que tampoco constituya el eje central de nuestra próxima charla, tertulia o debate educativo. Nos centraremos en otras muchas cosas que también son importantes, que son sin duda esenciales en nuestro trabajo y en nuestra condición de enseñantes. Pero mucho menos emocionantes.

La buena noticia es que también sé que, aunque no aflore tanto en artículos o tertulias pedagógicas, muchos maestros y maestras siguen dirigiendo su mirada cada día al sitio correcto y siguen siendo capaces de disfrutar de la emoción de ese viaje en el que cuentan con los mejores acompañantes. Sé que hay muchos profesionales que aún piensan que la educación va más allá de las materias instrumentales, del genitivo sajón o la tabla periódica, por importantes que todas ellas sean; que viven su acción tutorial con independencia de que el DOC les atribuya o no esa función; que escuchan las voces de sus alumnos y también saben escarbar en sus silencios o en sus páginas en blanco. Sé que hay profesoras a las que importa más quienes son las personas que tienen delante o al lado que las personas que serán en el futuro; maestros que piensan que no tiene ningún sentido preparar para la vida ignorando que la vida, justamente la vida, bulle también cada día en las aulas, los pasillos y los patios de nuestros colegios.

Y, tras esa constatación, siempre pienso: ¡qué suerte tienen esos alumnos y alumnas! ¡qué privilegio tienen esas maestras y maestros!

Fuente artículo: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/05/29/enfocar-la-mirada-hacia-el-alumno-para-disfruta-la-profesion/

Fuente imagen: http://www.elcorreo.com/noticias/201603/18/media/cortadas/carrera–575×350.jpg

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¿Será que no soy lo bastante innovador?

Por: Víctor Manuel Rodríguez

Es importante plantearnos de forma colectiva qué entendemos por innovación, qué prácticas lo son realmente y hasta qué punto pueden transformar 

Comparto la idea de que en los últimos tiempos estamos asistiendo a una emergencia de prácticas educativas innovadoras y, también, al incremento de debates centrados en cómo debe ser la educación que queremos y qué cambios o qué procesos de transformación nos parecen necesarios.

Durante algunos años, los drásticos recortes en recursos, las agresiones a la escuela y sus profesionales, y el abandono a su suerte o la condena a la exclusión de miles de niños y niñas y sus familias han conducido el debate educativo, en un marco legislativo y administrativo claramente hostil,  hacia reivindicaciones más ligadas a la propia supervivencia o al mantenimiento de algunas conquistas y avances en equidad a finalZes del siglo XX. Hoy día, además de continuar esa necesaria “resistencia”, son muchos los educadores y educadoras que, de forma individual o colectiva, vuelven -en realidad no creo que hayan dejado  de hacerlo- a pensar en cómo transformar sus propias prácticas o las de sus centros para mejorarlos y adecuarlos a nuevos tiempos, necesidades y demandas sociales.

La noción de “innovación educativa” aglutina en gran medida ese impulso renovador, pero lo hace convirtiéndolo en una especie de mantra que no deja claro a qué se refiere en realidad.  Por eso es importante, desde mi punto de vista, plantearnos de forma colectiva qué entendemos por innovación educativa, qué prácticas son realmente innovadoras y hasta qué punto pueden transformar de manera positiva los entornos educativos. Para centrar un poco ese debate, señalo algunos peros o algunas alertas encadenadas que cuestionan determinadas concepciones de la innovación o la manera en la que llegan a los centros educativos.

La primera tiene que ver con la gran dispersión de propuestas de carácter innovador que a veces se presentan nada menos que como la solución definitiva a todos los males de la escuela o, en palabras de Juan Carlos Tedesco en este medio, el milagro que todas y todos estamos esperando. Ninguna escuela podría dar abasto si pretende encaminar sus pasos en las múltiples direcciones que le indican los adalides de cada una de las supuestas soluciones -incluso con Copyright- y sin las cuales, según sus impulsores, no cabe que un entorno educativo pueda llamarse a sí mismo innovador. El catálogo de “buenas prácticas” que se ofrece a los educadores es hoy más abrumador que inspirador y, lejos de clarificar el horizonte, creo que lo enturbia hasta casi difuminarlo.

La segunda nos remite a quienes están detrás de muchas de estas iniciativas. El mundo educativo es, para algunos, un poderoso mercado que debe mantenerse con la maquinaria de compra y venta engrasada. De ahí que, casi de repente, una buena cantidad de empresas financieras, de seguros, constructoras, editoriales y, sobre todo, tecnológicas, hayan decidido infiltrarse sin más tapujos que utilizando el mecanismo de sus propias “fundaciones” para explicarnos qué debemos hacer, quiénes son los verdaderos innovadores y cómo los que no lo son quedan más o menos excluidos de la modernidad pedagógica. Cada día nos ilustran con una ineludible charla TED; nos ofrecen el top 10 o 100 de los innovadores o emprendedores sociales o educativos e, incluso, se permiten otorgar, desde una sociedad “filantrópica” radicada en Dubai y apoyada en la mayor y más elitista red de escuelas privadas del mundo, un premio al que la prensa y muchos incautos han dado en llamar el “Nobel de la educación”.

El tercer pero o alerta tiene que ver con el hecho de que la inmensa mayoría de las propuestas innovadoras se refiere a aspectos ligados a la metodología o, en alguna medida, a la organización y gestión de los centros y casi nunca o pocas veces al núcleo fundamental de nuestro quehacer educativo, que tiene más que ver con qué estamos enseñando o qué está aprendiendo de verdad nuestro alumnado. Con seguridad, la escuela no es el único entorno en el que debamos trabajar por la emancipación y la transformación de un modelo social, económico y político injusto y depredador -con la naturaleza, con las personas y con las relaciones entre ellas- pero sí es, a buen seguro, uno de los más importantes. Creo que tan innovador o más que el cambio metodológico ha de ser ese cuestionamiento y transformación radical del currículo que muchas y muchos demandamos. Cuando alguien me pregunta si nos estamos planteando que cada alumna o alumno disponga de una tableta o incorpore el móvil como herramienta de trabajo , a mí se me ocurre repreguntarle si están trabajando en sus aulas la estafa financiera, el cambio climático, las migraciones y las guerras o las vallas que rodean a su alumnado y a sus semejantes.

Confío en que de los párrafos precedentes nadie deduzca que no asumo la necesidad de transformar nuestras prácticas, nuestras metodologías, nuestros espacios o la manera de organizar mejor los procesos de enseñanza y aprendizaje. Me gusta cambiar y conocer nuevas formas de hacer. Sé que -aunque no siempre- el medio puede ser el mensaje y, por tanto, entiendo que una metodología más participativa enseña también participación y democracia o que el aprendizaje cooperativo enseña a cooperar y a confiar en el otro también fuera de la escuela. Sé también que las tecnologías pueden ayudar en los procesos de personalización de la enseñanza y que pueden abrir la puerta a nuevos saberes, nuevas formas de investigar o de entender el mundo que nos rodea.

Lo que no comparto en absoluto es que algunos de los “retos” que a veces se le plantean a la escuela deban ser asumidos de forma acrítica como propios, sin tener en cuenta sus implicaciones y costes en el alumnado -por ejemplo en el más vulnerable-, en el propio centro o en su entorno cercano o lejano; malentendiendo que son en verdad los retos que plantea la sociedad del siglo XXI, cuando quizá sean sólo retos derivados de la necesidad de reproducción social desde una óptica puramente capitalista, alejada de las necesidades reales y profundas ligadas a nuestra condición de seres humanos.

Aun suponiendo que la innovación que viene no sea la que responde a una lógica mercantilista sin más y al objetivo de hacer de la educación un negocio sustancioso, considero útil trasladar la distinción que realiza S. Riutort (1) entre la innovación que pretende crear valor social en los confines de la economía de mercado y aquella que se concibe como “un vehículo de creatividad y experimentación ciudadana para iniciar procesos de cambio institucional a favor de la democratización de la sociedad”. La primera nos remite a los emprendedores o innovadores como los nuevos héroes de unas sociedades que necesitan regenerarse sin renunciar en lo esencial al orden social instituido. La segunda nos obliga a emprender con otros y otras, a recuperar nuestra condición de agentes transformadores, a cambiar a partir de las necesidades colectivas como ciudadanos, como educadores y como personas, para llegar a construir sociedades más justas, más igualitarias, menos excluyentes y más libres. Sin duda, me gusta más esta segunda.

Nota: (1) Riutort, S. (2016): Energía para la democracia. Madrid: FUHEM Ecosocial/Catarata (p.47)

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2016/12/09/sera-que-no-soy-lo-bastante-innovador/

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