La política en el antropoceno: tiempo de desbordamiento e imaginación

Por: Emiliano Teran Mantovani

Todavía la crisis climática y la noción de los “límites del planeta” son percibidas por buena parte de la población como cuestiones para un futuro próximo: pero ya hemos cruzado el umbral de un nuevo mundo.

Antropoceno y tiempo de desbordamiento: los nuevos paisajes de la política

Antier era el colapso de la nación venezolana y su gran crisis migratoria, los incendios en la Amazonía o las múltiples revueltas en varias partes del mundo como Líbano, Hong Kong, Irak, Ecuador o Chile; ayer, el inicio de una pandemia global que ha tomado formas nunca antes vistas, el asalto al capitolio de los Estados Unidos, el desplome histórico en negativo de los precios del petróleo, la cotización del agua en bolsa de valores o la dramática crisis haitiana, intensificada con el magnicidio de Jovenel Moïse. Evento tras evento que al parecer se suceden cada vez con más frecuencia, eventos que se agolpan. El tiempo de hoy es fundamentalmente un tiempo convulso y abrumador, que ahoga el pasado e invisibiliza el futuro. Capas sobre capas de crisis se solapan, se entrecruzan.

Y todo este complejo y conflictivo tejido socio-político se despliega y reproduce en los vastos entramados ecológicos del planeta Tierra, unos entramados que hoy se encuentran intoxicados y enfermos de capitalismo, modernidad y lógicas civilizatorias. El año 2021 nos sobrecarga de eventos climáticos extremos, como un cuerpo-Tierra que nos habla, en su lenguaje, de este tiempo-convulsión que avanza: heladas históricas como las de Madrid, Moscú, Texas, preceden a la «cúpula de calor» del nor-occidente de Canadá y EEUU, los 80º C en Lut (Irán) y Sonora (México), las inundaciones en Alemania y China, o los incendios en Siberia, Grecia y Turquía, por mencionar varios de los ejemplos más visibles.

Todavía la noción de los “límites del planeta” y la crisis climática son percibidas en buena parte de la población, como cuestiones para un futuro próximo. Pero parece que, muy al contrario, estamos ya al interior de esta crisis. Hemos cruzado el umbral de un nuevo mundo. Y quizás nos encontramos en un largo período en el cual estamos, como humanidad, tratando de dimensionar los significados y sentidos de este nuevo mundo.

En el siglo XXI cada vez es más común, en los debates académicos, políticos e institucionales, la noción de antropoceno, para señalar el surgimiento de una nueva era geológica en la cual el humano se ha convertido en la principal variable de cambio planetario. Y justamente, hablar de antropoceno tiene, en verdad, muchas implicaciones: no se trata sólo de una crisis ambiental en los términos más tradicionales, más bien nos remite a la vastedad que supone inscribir y pensar nuestra crisis en la larga historia de la Tierra, y del homo sapiens; a la vastedad del impacto del orden civilizatorio dominante, de la ruptura metabólica, que se ha generado sobre esta extensa geo-historia, o de la configuración de lo que podríamos llamar una geología política; a la vastedad que implica la interpelación a los propios sentidos de la vida, a los sentidos del ser humano y su rol histórico en el planeta. Se trata de un cuestionamiento demasiado profundo como para tomarlo a la ligera.

Este nuevo mundo es de difícil comprensión, de a ratos se presenta inasible. Quizás lo que lo va definiéndolo no es lo que lo forma, sino más bien lo que se está desestructurando del viejo mundo. Si hay algo que se va haciendo presente en cada ámbito de la vida socio-política, de la vida en la Tierra, es el desbordamiento: desbordamiento de la capacidad de recuperación e integridad de los ecosistemas; cadenas de puntos de inflexión y sistemas caotizados; asalto a las últimas fronteras planetarias; desbordamiento de los sistemas políticos y la gobernabilidad; desbordamiento demográfico, epidemiológico, urbano; y también, se desbordan los marcos de comprensión dominantes, los límites de lo impensado, de los horizontes éticos (desde la evolución del desencanto, la contingencia y el relativismo posmoderno, la espectacularización de la violencia, la expansión de la post-verdad, hasta los ‘challenges’ en redes sociales para cometer actos de lo más perturbadores). Todos, factores profundamente imbricados: cambia una dimensión e impacta determinantemente en un cambio de todo. Un mundo, desde lo más profundo de sus órdenes socio-ecológicos, des-bordándose, mutando hacia lo desconocido.

Las implicaciones de esto son enormes, lo sabemos. Por esto, a la política, tal y como la conocemos, se le están moviendo las placas tectónicas, le está cambiando drásticamente el escenario, la materialidad de la que se alimenta, sus geografías; y por tanto, sus dinámicas, sus códigos dominantes, su horizonte histórico, sus tiempos, su teleología y sus imaginarios fundamentales. ¿Qué puede ser la política en un potencial contexto de contingencia permanente, de estado de emergencia permanente? ¿Qué puede ser ante la desertificación de la reproducción de la vida? ¿Cómo puede expresarse ante una desintegración del futuro o ante una situación de máxima incertidumbre? ¿Cómo se configura ésta, en un mundo de posibles espacios discontinuos, en ámbitos dominados por los desplazamientos, por los nomadismos?

Un primer principio, a nuestro juicio, se desprende de estos escenarios: no podemos pensar ya la política fuera del antropoceno. Y por tanto, se trata de otros códigos, otras condiciones, otras políticas.

La política en el antropoceno: imaginación, estremecimiento y ecologización

¿Cómo pensar y recrear la política en el antropoceno, particularmente una política en clave de emancipación, de potenciación y reafirmación de la vida? Evidentemente no hay receta ni libreto, no hay promesa que hacer, que sostener. En cambio, las dimensiones geológicas de esta crisis hacen crujir absolutamente todo y, por tanto, nos abren una gran oportunidad para re-pensarlo todo. Ante un tiempo extraordinario, requerimos de repuestas extraordinarias. Esto supone poner en juego muchas cosas, pero principalmente imaginación política, estremecimiento y ecologización, además de un gran sentido del tiempo histórico que vivimos.

No se trata de pensar en hacer tábula rasa. El colapso sistémico, antes que un simple episodio apocalíptico, es un largo proceso que tiene también matices, claros, temporalidades variadas, oportunidades. Necesitamos audacia para no desesperar, pero también para sortear la fuerza paralizante que puede generar un tiempo de desbordamiento, turbulencia y confusión como este; audacia para saber abordar un contexto de emergencia, para comprender cómo construir en un mundo diferente.

Es en este sentido que hablamos de estremecimiento. Estremecernos, estremecer los pilares de un sistema decadente. Un sacudón a la civilización, a la narcotizante ‘normalidad’ ‒y mucho más, a la ‘nueva normalidad’. Ciertamente esto nos remite a un sacudón epistémico y cultural; pero en lo concreto, también lo podemos conectar con las protestas y estallidos sociales que se están sucediendo en todas partes del mundo, sea en el Sur o en el Norte Global: Colombia, Túnez, India, protestas antirraciales en los Estados Unidos, Ecuador, Cataluña, Chile, Hong Kong, Rusia, bloqueo de avenidas principales o plazas en ciudades europeas por parte de activistas ecologistas de ‘Extinction Rebellion’, Venezuela, Líbano, Haití, Nicaragua, Irak, numerosas estatuas del orden colonial derribadas.

En muchas de estas movilizaciones, ya conectadas por un tiempo histórico, aparece el hartazgo como una de las expresiones compartidas en las mismas. Y este hartazgo tiene, a nuestro juicio, más de una dimensión: no sólo se alimenta de la precarización material de millones de personas, del autoritarismo y la represión policial y de cuerpos de seguridad, de la gran carencia de justicia social y ambiental, de las desigualdades económicas, raciales, de género; sino que también se nutre de un malestar mucho más profundo, histórico, si se quiere existencial. Ruge por el vacío que deja el extravío del futuro (sobre todo en los jóvenes); por la degradación del valor de la vida en las sociedades actuales (intensificada en la pandemia), que aviva también una pulsión de (re)existir, un agonismo vital; por la caducidad que se expande sobre la política tradicional, y que, en diversos grados, se viene expresando a través de un gran descrédito de los sistemas de partidos y liderazgos políticos.

Hay otras codificaciones políticas en estas nuevas movilizaciones –sin contar con nuevas subjetividades que emergen desde los feminismos, los ecologismos, los pueblos indígenas, las juventudes, etc–, que son complejas, heterogéneas, híbridas, cambiantes, que son también difíciles de asir. Con el ritmo del cambio de mundo que estamos experimentando, estas se revelan como potenciales formas de una transformación de la política. Algunos podrían catalogarlas como un nihilismo epocal, pero si así fuese tendrían muy diversas vertientes: libertaria, reaccionaria, autonomista, contestataria, hiper-individualista. Múltiples potencialidades y limitaciones. En todo caso, se trata de una expresión político-cultural de que sencillamente lo que existe no funciona, no está funcionando, y que parece que ya hemos llegado al límite, lo que se suma a la brecha que se hace cada vez más y más grande entre las promesas y lineamientos partidistas, electoralistas y gubernamentales de ‘desarrollo’, sostenibilidad y democracia, por un lado, y la realidad social cotidiana que se da en los barrios, las comunidades, las calles y los territorios, en la dinámica de nuestro mundo caotizado, por el otro.

Para transformar en clave emancipatoria, y transformarnos con este mundo cambiante, no servirán viejos paradigmas, ni serán útiles instrumentos caducos. Esto no sólo interpela a las rancias corrientes políticas de los tradicionales sectores conservadores, a las nuevas derechas, o a un amplio grupo de sectores reformistas, sino también a las izquierdas. Se nos hace inevitable recurrir nuevamente a las preguntas sobre qué es y qué significa la izquierda hoy, en este contexto de fracasos, colapsos y hartazgos; cuál es su nivel de diálogo con esta cambiante realidad, cuál es su rol ante la emergencia de nuevas y múltiples subjetividades políticas, y si sus formatos fundamentales y dominantes pueden responder a este cambio de mundo.

La fe puesta en un supuesto nuevo ‘ciclo progresista’ para América Latina, como una “nueva posibilidad de transformación para los pueblos” desde arriba, desde las instituciones estatales, no sólo es la enésima pendulación política, la fuerza inercial que lamentablemente termina despachando las duras lecciones del pasado, sino también una ruta carente de estremecimiento, que no se sacude con la estrepitosa vibración del movimiento de las placas tectónicas del mundo en el que vivimos. Y sobre todo, es una apuesta que prescinde de la imaginación política ante estos drásticos escenarios.

No se pretende, de ninguna manera, proponer una lectura en blanco y negro, en absolutos o alternativas polarizadas. Se trata, por un lado, y como mencionamos anteriormente, de un sentido del tiempo histórico; y por otro lado, de la urgente búsqueda de nuevos referentes de la política, nuevas ontologías, nuevas ecologías; colocar en el centro otros elementos vitales, justo cuando la vida, tal y como la conocemos, está en juego. Abolir el histórico Estado-centrismo no sólo sería parte de un largo sacudón a la civilización, sino que también abre el camino a la re-apropiación social de la política que, finalmente, es el camino de la imaginación política.

Finalmente, si el estremecimiento es el sacudón, y la imaginación política es la fuerza creativa, la ecologización es la sustancia de este cambio. Colocar en el centro otros elementos vitales supone desplazar la primacía de lo abstracto, para hacer prevalecer la reproducción de la vida, en su más amplio sentido. El antagonismo popular en la modernidad necesita salir del des-tierro al que fue condenado por la separación ontológica entre el humano y la naturaleza; necesita derrocar al antropocentrismo. Ecologizar es volver a la tierra, territorializar la política; es ser Tierra, en comunidad con el resto de especies del planeta, honrando la Casa Común; es cambiar el Tiempo dominante, el del progreso, el de la promesa política, el de la sociedad de consumo, para hacer emerger los tiempos de la reproducción de la vida, de la comunidad, acompasados con los ritmos y ciclos de la naturaleza.

Se trata, como ya hemos dicho, de darle sustancia material a este cambio. Y sobre todo, pensar en las herramientas vitales de una política en el antropoceno: resiliencia, restauración, comunización y cuidado.

El principio de imaginación política

¿Podemos soñar en el antropoceno? La pregunta aparece como una inquietud existencial actual, a la que no parece que podamos decir que no. Más allá la omnipresencia de la idea de ‘progreso’ en la modernidad y las ideologías futuristas funcionales al desarrollo capitalista, las utopías también han cumplido una función crucial en la propia existencia del ser humano: canalizan el deseo (de vivir), las pulsiones vitales, dotan de ilusión, de estética y poética a la construcción del tiempo. Un mundo sin utopía ni siquiera merece ser visto, decía Oscar Wilde.

Sin embargo, hoy, la ruta al ‘futuro’ parece bloqueada. No es primera vez que ocurre. El shock generado por el nazismo y la Segunda Guerra llevaban a Theodor Adorno a preguntarse si podría haber poesía después de Auschwitz. En los mismos tiempos, Ernst Bloch escribía ‘El principio de esperanza’, seguramente con el propósito de tratar de desbloquear esa ruta al porvenir. Sólo que ahora, ya no se trata de revivir las utopías de la modernidad. El tiempo, decíamos, está cambiando radicalmente, se fragmenta, se encoge, se extravían los horizontes teleológicos; la palabra ‘esperanza’ proviene del latín esperar, esperar algo que está por venir; palabra de raíces teológicas que posteriormente terminaría empalmada con la construcción de la imagen de la sociedad futura de la modernidad. ¿Es posible hoy la espera?

Quizás apelar a un principio de imaginación, es un intento por esquivar esa espera, por salir de ese no-lugar de la espera, para en cambio sumergirnos en una poética del lugar, en una expresión productiva del deseo, en una emanación de la vida, simbólica y concreta, en el tiempo del estar, en el tiempo situado.

La disputa no sólo está en los territorios, sobre la economía, las instituciones políticas, en los sistemas de conocimiento. La disputa también está en la capacidad de imaginar. El sistema de poder, además de policías, estructuras judiciales, burocracias y mercados excluyentes, instaura alcabalas en el pensamiento, coloniza el deseo y seca la imaginación –véase la frase que se ha hecho popular “Hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”–, instalando la imposibilidad de pensar en algo diferente a este sistema.

Una cosa es una visión que sopesa con realismo nuestro rumbo civilizatorio. Otra es el pesimismo puro, que es en realidad el espíritu del poder dominante en el cuerpo. Requerimos exorcizarlo. Imaginemos. Imaginación política como herramienta de lucha. Imaginémonos la vida fuera de esos muros. E invitemos a otros a imaginarla.

Fuente: https://www.alainet.org/es/articulo/213418

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El nuevo asalto al agua y las rutas del capitalismo azul

Se han prendido las alarmas a nivel mundial en la segunda semana de diciembre, cuando CME Group –una compañía internacional especializada en los mercados de derivados financieros– comenzó a cotizar en bolsa derechos de uso del agua en California, específicamente en mercados de futuros. Sí, del agua.

Los mercados de futuros (futures Exchange), que permiten la realización de contratos de compra o venta de commodities para una fecha futura pactando el precio y las condiciones en el presente, son fundamentalmente nuevos ámbitos de enriquecimiento (especulativo y rentista) que crea el capital financiero sobre la base de dos factores muy sensibles que se potencian en la crisis civilizatoria: la inestabilidad y la escasez, vinculadas a las ‘materias primas’. Inestabilidad, que se intensifica con el caos dominante, la profunda crisis económica global, la conflictividad política y factores ambientales y climáticos cada vez más intensos, que ponen en jaque el acceso a cosechas y los bienes comunes en general. Escasez, que tiene que ver no sólo con las desigualdades reinantes y con la dramática degradación de los medios socio-ecológicos de vida, sino principalmente con el desquiciado ritmo de consumo impulsado por el sistema capitalista, a una velocidad que la capacidad de regeneración de los ecosistemas no puede aguantar. Y el agua para el uso humano está claramente insertada en esta dinámica depredadora. Algo verdaderamente muy peligroso.

Los contratos de futuros de derechos de uso del agua, surgen de la previsión de escasez del líquido para los próximos años –sobre todo en zonas geográficas más secas–, algo sobre lo que se han venido generando fuertes alarmas a lo largo del siglo XXI. El capital financiero parece darnos otra señal más de que el ‘futuro’ nos ha alcanzado. Y aunque algunos tratan de minimizar el hecho, sus implicaciones son múltiples: expresa un claro avance para convertir el agua en un indiscutible commodity –y derrocar toda su tradición de bien público y común–, abre la puerta a una clara inserción del vital líquido en la desquiciada lógica del capital financiero –dominada por el lucro de un puñado de grupos–, y revela un escalofriante acelerón hacia el abismo, cuando más bien todas la voces y fuerzas sociales y políticas sensatas en el mundo están clamando por cambios urgentes para evitar un escenario ambientalmente catastrófico.

Este paso reciente en la mercantilización y financiarización del agua no parece ser algo que pueda pasar desapercibido.

La ruta histórica del asalto sobre el agua

La cotización en bolsa de derechos de uso del agua en California no es un hecho aislado. En realidad refleja una continuidad histórica en los procesos de privatización, mercantilización, y más recientemente, financiarización del agua en los sistemas moderno-capitalistas. Su génesis está en los procesos de cercamiento de bienes comunes entre los siglos XVI y XVIII, fundamentales en la emergencia del capitalismo mundial, en los que los sistemas hidrográficos también fueron siendo incorporados a la lógica de acumulación de capital, generando considerables impactos y transformaciones en estos, así como en diversas formas preexistentes de gestión comunitaria del agua. Sin embargo, para entonces el agua seguía siendo una sustancia común, disponible a todos, si se quiere, un recurso abierto.

Es a partir de las Revoluciones Industriales en las que se va a configurar un nuevo metabolismo hídrico intensivo, donde el agua va a ser tratada como un ‘recurso’, y disputada por diferentes ramas de la producción capitalista: para usos requeridos por la manufactura y la industria pesada, para el vertido de desechos, para actividades extractivas fluviales y marítimas, entre otras. Con “La Gran Aceleración”, el nuevo salto del capitalismo de la post-guerra (+1945) que va a desplegar un nivel de consumo de materiales y energía sin precedentes en la historia de la humanidad, entraremos en una desquiciada dinámica de uso del agua –enormes sistemas de riego, expansión de la distribución de aguas hasta otras geografías, dramático crecimiento de la huella hídrica de las industrias y el sector servicios, etc– que va a comenzar a socavar dramáticamente numerosas fuentes aptas para el consumo, llevándonos a una situación muy comprometida hasta nuestros días. A pesar de ello, primordialmente en los siglos XIX y XX, con la consolidación de los proyectos republicanos contemporáneos, se iba estableciendo una masificación del servicio de agua para los ciudadanos, posibilitado por medio de la gestión pública, algo que iba a asentarse después de la Segunda Guerra Mundial, con más claridad en el Norte Global, pero también en otras regiones como América Latina.

A partir de la década de los 70 y 80, a la par que comienza a crecer la preocupación mundial por la conservación del agua, el modelo de la posguerra va a entrar en crisis dando paso al neoliberalismo. Este es quizás el hito más importante y reciente de esta ruta histórica del asalto sobre el agua: con la expansión de la globalización, comienza un proceso de mercantilización de todos los ámbitos de la vida, que va a tener un impacto sin precedentes en los sistemas de gestión del líquido. El empuje global privatizador y mercantilizador, principalmente desde los años 90, va a intentar desplazar los derechos colectivos o públicos preexistentes en relación al agua. Van surgiendo procesos de privatización de sistemas públicos locales y municipales, de represas, acueductos, entre otros; compras de derechos de acceso de aguas subterráneas y cuencas hidrográficas; aumento del control privado de sistemas de riego; emprendimientos económicos de sistemas de purificación de agua, plantas de desalinización y otras tecnologías para ampliar el acceso al líquido; expansión de la industria del agua embotellada; y el posterior surgimiento de fondos e índices bursátiles y comerciales orientados exclusivamente al “negocio” del líquido, tales como el Summit Water Equity Fund. Todo esto, en el marco de un proceso de intensificación aún mayor de la huella hídrica y la degradación de las cuencas hidrográficas y fuentes de esta vital sustancia.

El impulso de este tipo de políticas se generó desde gobiernos bajo la influencia del Consenso de Washington, el crecimiento de empresas privadas encargadas del asunto del agua, pero también de organismos multilaterales como el Banco Mundial o Cepal, que estimularon la idea de que el creciente problema hídrico era un problema de ‘eficiencia’, y que el mercado y el sector privado eran los que podrían mejorar esa gestión. Existen casos donde los formatos de privatización y mercantilización del vital líquido avanzaron considerablemente, como en Chile, donde bajo la dictadura de Augusto Pinochet, la entrega de derechos de agua a perpetuidad superó la propia disponibilidad hídrica y benefició a empresas agrícolas, forestales y mineras, en detrimento de la gente. En países que suelen caracterizarse por tener grandes regiones secas, se fueron desarrollando mercados para la compra y venta de derechos de uso del agua, tales como Australia, Estados Unidos, España, Sudáfrica, Reino Unido, Irán, y otros del sur de Asia. En países de América Latina, como Bolivia o Argentina, políticas de privatización del servicio de agua no lograron sostenerse debido a protestas y estallidos sociales que rechazaron que el suministro se hubiese vuelto tan costoso, sobre todo para los sectores más empobrecidos de la sociedad.

Todos estos procesos de neoliberalización hídrica han estado en permanente búsqueda de avance y posicionamiento en numerosos países en el siglo XXI. La creación del índice ‘Nasdaq Veles California Water’ en octubre de 2018 por parte del mencionado CME Group, con el fin de colocar un marcador bursátil de futuros del agua en California, tiene como antecedente próximo la formación de mercados de futuros que involucraron perversamente a los alimentos desde 2008, como pasó con el trigo, el cacao o el arroz. Esto provocaría que la gran banca privada transnacional destinara enormes cifras a la compra de dichos títulos, mientras se especulaba con los mismos, disparando los precios de los alimentos y aumentando la cantidad de hambrientos en el mundo.

Mientras estos mecanismos de privatización, mercantilización y financiarización del agua han buscado avanzar como supuestas soluciones a este problema mundial, en el planeta tenemos alrededor de 2.200 millones de personas que no cuentan con servicio de agua potable seguro, 4.200 millones de personas que no cuentan con servicio de saneamiento adecuado y unas 3.000 millones que carecen de instalaciones básicas para el lavado de manos. Las cifras son dramáticas y más bien revelan el trasfondo de un modelo civilizatorio que destruye aceleradamente los medios de vida en el planeta, al tiempo que funciona para el enriquecimiento de unos pocos, a costa de crear enormes desigualdades en el acceso a la riqueza y los bienes comunes.

El agua y los nuevos ‘enclosures’: capitalismo azul y neoliberalismo extremo

A nuestro juicio, la cotización en bolsa de valores de derechos de uso del agua –algo que además abre la puerta para financiarizar directamente al líquido–, es la expresión de un potencial neoliberalismo de tercera generación, uno de carácter extremo que se acomoda a este actual tiempo de umbrales, de ‘eventos extremos’, de capitalismo del desastre permanente y que nos presenta variados y perturbadores dispositivos para avanzar hacia las últimas fronteras de vida –geográficas, de bienes comunes, de cuerpos, de ámbitos vitales, de marcos de pensamiento– y de los sistemas de derechos sociales y ambientales, seriamente amenazados por lógicas de estado de excepción y regímenes de guerra permanente.

Jugar con el agua es una medida extrema, pero el capital financiero ante un sistema económico en crisis, ha catalogado la “industria del agua” como uno de los negocios más estables y predecibles, una de las inversiones más seguras y rentables a largo plazo, que precisamente podrían proteger el dinero de los inversores cuando otros mercados se tambaleen. Misma lógica podría aplicarse con el oxígeno –o con más exactitud, el aire limpio–, ante ciudades como Zaozhuang, Karachi, Delhi, Ciudad de México o Pekín en las cuales se levantan ‘alertas rojas’ o ‘alertas ambientales’ por la terrible contaminación atmosférica. Difícil no asociar estos hechos con literatura y cinematografía distópica y de ciencia ficción; lamentablemente en ocasiones la realidad supera la ficción.

En la encrucijada existencial en la que nos encontramos, antes que tomar medidas urgentes ante la situación hídrica y ambiental global, el capitalismo y la política sin ningún escrúpulo, desde un nihilismo puro, abren caminos para que buitres financieros ronden desde sus alturas al agua, algo absolutamente abominable.

El marco más amplio de estos procesos de despojo hídrico, de estos nuevos ‘enclosures’, es lo que podríamos llamar un capitalismo azul, una estrategia de largo plazo de asalto de este neoliberalismo extremo, orientado a la acumulación de capital, materiales y energía, a partir del mundo marino y los ecosistemas de agua dulce –el denominado ‘Mundo Azul’. En diversos planes económicos de organismos como la Unión Europea o la FAO, se explicita la extrapolación de la lógica del crecimiento al mundo acuático: biotecnología marina, energía del océano, minería en los lechos marinos, turismo de costa, acuacultura, entre otros. Todo esto, planteado en nombre de la ‘sostenibilidad’, la innovación y el crecimiento ‘inteligente’ e inclusivo. No hay frontera que la expansión capitalista no haya imaginado.

Somos uno con el agua, somos de agua. El ineludible cambio civilizatorio

El delicado problema del agua en la actualidad no está basado únicamente en las dificultades para lograr una más eficiente gestión del “recurso”; en realidad, nos expresa con claridad el nivel de maduración que ha alcanzado la crisis civilizatoria, en la cual lo que está hoy en entredicho es la posibilidad de la vida en planeta, tal y como la hemos conocido hasta ahora.

La crisis del agua es la crisis del ser humano. La condición patológica, el umbral epidemiológico que hemos cruzado en la actualidad no tiene sólo que ver con la aparición de la pandemia de la COVID19, o incluso de la cadena de pandemias de menor nivel que hemos vivido en las últimas décadas (Mers, ébola, zika, etc); estamos colectivamente enfermos en la medida en la que los elementos vitales que nos constituyen se han venido enfermando (sistemas hidrográficos, ecosistemas, aire, cadenas tróficas). Esto es una realidad ineludible sobre la que no podemos sólo voltear la mirada: la degradación de la Tierra es, directamente, nuestra propia degradación.

El agua no es meramente un ‘recurso’, no es un elemento externo a nosotros; muy al contrario, somos uno con el agua, somos de agua. Comprender esta fundamentación ecológica y ontológica del humano, nos permitiría dar cuenta que lo que está en amenaza es nuestra posibilidad de ser/estar en la Tierra.

Ante esta profunda crisis, nada haremos con reformas. Necesitamos de un cambio de todo el orden civilizatorio imperante y el cambio exige de acciones inmediatas. Las falsas soluciones, que promueven mercados de agua, privatizaciones, soluciones de capital, fe extrema en la tecnología, y gestiones muy centralizadas, no sólo han fallado en resolver los problemas de acceso, calidad y sostenibilidad de las fuentes de agua, sino que en realidad han sido parte del problema, al concebir este elemento vital como un mero ‘recurso’, y colocar el lucro de unos pocos y la apropiación del líquido primordialmente para la gran industria, como los factores centrales de la gestión hídrica.

Requerimos en cambio declarar el agua como un bien común universal y un derecho humano y ecológico (también de otras especies), así como garantizar, sin titubeos, su acceso general para la reproducción de la vida; transitar la ruta del decrecimiento y el post-extractivismo, a través de cambios económicos (agro-ecología, ecoturismo, etc) que podrían ser graduales pero que deben comenzar a materializarse ahora, y así iniciar la urgente modificación de la huella hídrica hasta adaptarla a los ritmos y ciclos de la naturaleza; abordar la problemática del agua desde la gestión de las cuencas hidrográficas, partiendo de restauraciones de las mismas y de la participación más activa del ámbito social y comunitario; promover soluciones locales y municipales de uso, re-uso y separación de aguas, así como diferentes tecnologías (modernas y tradicionales) adaptadas a las condiciones territoriales, como sistemas de recolección de agua de lluvia, recarga de acuíferos, entre otros; y la defensa y promoción de diversas concepciones y cosmovisiones tradicionales sobre el agua, que contribuyen a una concepción más integral, histórica, ecológica y espiritual sobre este vital elemento.

La otra ruta, la de los mercados, fondos bursátiles, industrias, buitres del agua, es sencillamente la ruta hacia el abismo. Necesitamos elegir la ruta de la vida.

Fuente: https://rebelion.org/el-nuevo-asalto-al-agua-y-las-rutas-del-capitalismo-azul/

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El Coronavirus más allá del Coronavirus: umbrales, biopolítica y emergencias

Por: Emiliano Terán Mantovani.

 

Para el 19 de marzo de 2020, la pandemia global del Coronavirus (COVID-19) se aproximaba rápidamente a los 250 mil casos (220.313), registrándose el fallecimiento de 8.980 personas, lo que representa el 4,07% del total de estas cifras.

El asunto crítico general con el COVID-19 no es tanto su tasa de mortalidad, sino su ritmo de contagio especialmente acelerado (fácilmente de persona a persona), lo que se convierte en algo delicado en un mundo globalizado, alta y velozmente interconectado. Esto nos ha puesto ante un escenario de potencial contagio masivo a escala planetaria (¿cuántos más podrían contagiarse en el mundo?) que, por un lado, tendría un alto costo en vidas humanas (principalmente personas de la tercera edad) y, por el otro, profundizaría la precariedad e insostenibilidad de la vida cotidiana en la actual globalización tardía y descompuesta.

No sólo colapsan sistemas de salud de las más “desarrolladas” economías del mundo (como en el caso de Italia), sino que también se paraliza buena parte del comercio internacional y doméstico (debido a las restricciones impuestas para frenar la pandemia), generando cierre de fábricas y empresas, crecientes despidos, derrumbe de las proyecciones económicas por países, entre otros. Los efectos interconectados se han traducido en cosas como el desplome del valor de las monedas, la caída de la demanda de petróleo (sin precedentes) y de los precios; o el derrumbe de las bolsas de valores internacionales (Dow Jones registró a mediados de marzo la segunda peor caída de su historia).

La actual pandemia podría causar más daño, o bien podría ser superada. No lo sabemos hasta el momento. Pero parece que todo esto que está ocurriendo, nos dice muchas cosas más. Por eso también necesitamos tratar de interpretar qué expresa esta pandemia, más allá de ella misma; qué significado tiene en este preciso tiempo (geo)político; qué nos dice del particular mundo que hoy enfrentamos.

 

Tiempo de umbrales: el Coronavirus es síntoma y punto de inflexión

Imagen: Sarah Grillo/Axios.

Todos los ojos, las conversaciones, las angustias y debates están sobre la pandemia global del COVID-19. Pero tenemos que hablar de más cosas que se articulan con ella. La pandemia se inscribe en un proceso histórico del capitalismo contemporáneo: estamos ante las pandemias de la globalización neoliberal, que han venido incrementándose y sucediéndose desde las décadas de los 80-90s. La del COVID-19 es apenas una pandemia más de una particular lista que, en un grado u otro, han constituido amenazas para la humanidad, pero también advertencias. El SARS-CoV en 2002, la llamada “gripe aviar” (H5N1) en 2003, la porcina (H1N1) en 2009, el Síndrome Respiratorio de Medio Oriente (MERS-CoV) en 2012, el ébola en 2013 o el Zyka (ZIKV) en 2015. A decir del que fuera Subdirector General de la OMS para Seguridad Sanitaria, Keiji Fukuda, al sortear estas pandemias, “sentimos que hemos esquivado una bala”. Pero aún, en la actualidad, seguimos jugando con nuestra suerte.

Sin embargo, la emergencia de estas pandemias de la globalización no tiene nada de ‘desastre natural’ o de un ‘hecho fortuito que tarde o temprano tenía que pasar’. Más bien son el resultado del avance neoliberal de mercantilización de la vida y ocupación de nuevas fronteras ecosistémicas de las últimas décadas: agricultura y avicultura intensivas e industriales (que propiciaron la gripe aviar), comercio de animales salvajes y exóticos (como ocurre en China), manipulación genética, expansión del turismo depredador, deforestación, abusos en el consumo de antibióticos, por mencionar ejemplos. Factores como estos se potenciaron con una forma transnacional de transmisión, posible por la expansión de las interconexiones de la movilidad humana y de mercancías, el extraordinario crecimiento de las ciudades, la precarización de los sistemas de salud pública, entre otros.

Este sistemático avance degradante y depredador del capital, durante las últimas décadas, sobre las fronteras de la vida, sobre los límites del planeta, pero también sobre los sistemas e instituciones de asistencia social, ha venido agravando no sólo la incidencia y rasgos de fenómenos globales como estos, sino también la situación de insostenibilidad del sistema globalizado actual. Por mencionar un ejemplo ilustrador, el derretimiento de glaciares de vieja data, debido al cambio climático, podría liberar virus de 15.000 años de edad, los cuales son desconocidos por la ciencia y se ignora su nivel de letalidad.

El particular tiempo en el que surge la pandemia del COVID-19 es un tiempo revelador, que nos muestra una serie de eventos límites que en realidad están concatenados, como los incendios en la Amazonía, los incendios de Australia o el hecho que 2019 haya sido el segundo año más caliente registrado. Los ecosistemas alcanzan umbrales, en los cuáles se abre un proceso sistémico en el que se desarrollan nuevas propiedades, se generan cambios repentinos y acelerados, que van a modificar las dinámicas socio-ecológicas tal y como las conocemos en la actualidad. Los años 2019-2020 nos están mostrando con mucha más claridad esto.

Y estos umbrales no son sólo ecológicos. Todo el sistema, que articula sintéticamente las dimensiones económica, cultural, social y política, con las redes y tejidos de la vida ecológica, se estremece desde muy adentro, desde lo más profundo. Por eso la pandemia del COVID-19 aparece como un detonante fundamental de una próxima y muy probable recesión económica global, la cual está conectada históricamente con la crisis económica 2008-2009 (que ha marcado nuestro tiempo reciente), pero también con la crisis sistémica desarrollada desde la década de los 70s del siglo XX, e incluso con la crisis de la civilización moderno-occidental. La pandemia del nuevo Coronavirus es un síntoma más de la crisis civilizatoria que nos atraviesa.

¿Tiene entonces el COVID-19 y la pandemia que ha desatado, algo de particular, algo de diferente en relación a las anteriores pandemias globalizadas? Sí. Es cierto que se habla mucho menos de cómo la hepatitis viral mata en el mundo 1,3 millones de personas al año; cifra similar se da con los accidentes de tránsito (si, ¡el carro mata!) y las enfermedades diarréicas (que sufren principalmente los sectores más pobres de la sociedad), por mencionar ejemplos dramáticos. Pero estamos ante otro ritmo de contagio, de ‘viralidad’, que aunque mata fundamentalmente a sectores específicos de la sociedad (como la gente de la tercera edad), en realidad no deja nada ni nadie por fuera de ella. Se escurre por cualquier vía que el humano transite. Así que, logra incorporarlo todo a su dinámica. Su potencial masividad (y ya hoy, con 200 mil infectados, es masivo) satura todo: satura los sistemas e instituciones médicas, satura la política y los medios de comunicación, satura la percepción de amenaza y muerte, satura la movilidad y la interacción social, satura al Estado y al poder.

Claro que hay desigualdades de clase, de género, raciales, que determinan quienes sufren más y primero esta pandemia. Pero esto desborda lo que el propio sistema de poder y privilegios puede controlar. Deja al desnudo los simulacros del poder. Ya no hay nadie que pueda “ver desde afuera” esto, así que el nivel de interpelación es máxima. Paradójicamente el capitalismo, con su dinámica devoradora, extractiva y mercantilizadora, infecta sus propias rutas comerciales, sus mercados, sus instituciones. Inviabiliza el necesario movimiento expansivo del capital. El nivel de contradicción es también el máximo.

A diferencia de un siglo atrás, cuando la ‘Gripe Española’ mataba unas 50 millones de personas, la pandemia actual del COVID-19 emerge ante un sistema global que es mucho más frágil que antes, mucho más inviable. Somos más vulnerables que nunca. Parece quedar claro que se ha abierto una puerta que nos dice que ya las cosas no serán como antes. Y esto también parece revelarnos que, del mismo modo, transitamos hacia una nueva gestión y organización del sistema. Ahora sí, ¿fin de la globalización?

 

Pandemia COVID-19: bio-política de la ‘emergencia’ y sus paradojas

Imagen: Reuters

La saturación máxima que provoca la pandemia del COVID-19 ha generado diferentes respuestas de los Estados, cada una con resultados diferentes (pensemos en los casos de China, Corea, Italia o España). Lo que vemos desarrollarse, en general, es la progresiva adopción de estrictas medidas de cuarentena por parte de los Estados a nivel mundial, sostenido por una advertencia por parte de expertos y asesores científicos de que el virus alcanzará a buena parte de la población mundial, y de que la vida social en el planeta será notablemente trastocada por muchos meses.

Esto claramente allana el camino para la consolidación de lógicas de una situación extraordinaria o de emergencia, que permite poner en suspenso la democracia y sirve de pilares a la normalización y permanencia de regímenes de excepción. Es la bio-política en su máxima expresión, que ya venía precedida de normativas de emergencia y nuevas doctrinas de seguridad nacional, formas de militarización de la sociedad y los territorios, generalizadas al conjunto de la población en nombre de la ‘lucha contra el terrorismo’, el narcotráfico y el crimen organizado, grupos armados irregulares, contra el desborde de la migración y contra el ‘vandalismo’ en las protestas (recuérdese el año pasado en América Latina la relación entre protestas y estados de excepción). Y valga la pena añadir: estas lógicas están también en consonancia con el auge de las extremas derechas en varias partes del mundo, que desde patrones racistas y nacionalistas, pueden adjudicar la situación a ‘infecciones extranjeras’, una política migratoria permisiva y la necesidad de economías autárquicas (de nuevo, ¿otro factor para decirle adiós a la globalización?).

Férreos y drásticos controles sociales en el caso de China, Taiwán, Japón, Corea y posteriormente y menor medida Italia y España, se han expresado en cosas como la prohibición oficial de salir de casa; el establecimiento de reportes por persona (nombres, temperaturas corporales, movimientos y viajes, contactos con personas, etc) para luego ser procesados en forma de ‘Big Data’; la realización de tests express que, por ejemplo para el caso de Corea, suponía realizar a una persona un raspado nasal en un ‘drive in’ para determinar si la persona estaba infectada; entre otras medidas, que en casos como el chino, incluyeron el uso del ejército.

Pero precisamente, por esta dinámica de saturación máxima de la pandemia del COVID-19, se presenta una primera paradoja que conviene resaltar: el éxito que ha tenido China para detener el crecimiento del contagio ha abierto canales de legitimación a esta bio-política de alta intensidad (¡mirad el ejemplo chino!). El arrinconamiento societal que genera la posibilidad de un desbordamiento de la pandemia global puede hacer ver plausible y viable una sociedad de control bajo estos criterios de bio-seguridad. Así que esto nos pone ante un escenario no sólo de imposición política sino de un cierto consentimiento de un sector de la sociedad. Pero, ¿qué alternativas existen a este formato de gobernanza biopolítica, en este contexto pandémico?

Si el transitar de la crisis civilizatoria nos ha llevado a este tiempo de umbrales, de eventos extremos, de emergencia permanente (recuérdese la ‘emergencia climática’), ¿nos dirigimos hacia un capitalismo administrado como un ‘capitalismo del desastre’ permanente? ¿Cómo podría funcionar la democracia (o su posibilidad) en un régimen como ese?

Hay una segunda paradoja o tensión a resaltar: la política de estrictas medidas de cuarentena es absolutamente contraria a la necesidad de movilidad y dinamismo que tienen los mercados. El encierro social es una necesidad pero a la vez es un suicidio económico para el capitalismo. Los gobiernos del mundo se debaten entre la debacle epidemiológica y la económica. Y aquí cabe resaltar la que hasta hace unos días fuese la política del Gobierno británico liderada por Boris Johnson, ante la pandemia de COVID-19: una especie de bio-liberalismo, ‘dejar hacer, dejar morir’. Sir Patrick Vallance, Jefe de los asesores científicos del gobierno, anunciaba para la cadena Sky News el pasado 13 de marzo, que había que lograr la “inmunidad del rebaño” dejando que el 60% de la población británica se contagiara con el COVID-19, sin colocar mayores restricciones sociales a la movilidad y la actividad. Esto supondría que unos 40 millones de personas deberían como mínimo contagiarse a lo largo del tiempo para lograr dicho objetivo, estimando el Gobierno que al menos el 1% moriría (unas 400.000 personas).

Esta escalofriante política ponía de relieve, de forma descarnada que, en realidad entre el resguardo de la vida y el crecimiento del PIB, el gobierno de Johnson prefiere lo segundo –y ya ha dicho recientemente que “haría lo que fuese” para proteger la economía del Coronavirus. Pero sobre todo, revela una forma instrumental de representar la vida de millones de seres humanos, dentro de la categoría cuantitativa de  ‘población’. Tanto los regímenes de férreo control como estos bio-liberalismos, comparten esta noción instrumental de la vida humana, en la cual esta se traduce en un número funcional: 50.000, 500.000 o 5.000.000 de personas; 0,5; 5% o 15%. Todo depende de para qué sirva o no sirva. ‘Población’ borra rostros, historias personales, diversidades, para ser simplemente asunto operativo de Estado. Pero en todo caso, lo resaltante es que se mantiene la premisa biopolítica foucaultiana de “hacer vivir, dejar morir”, ahora en el marco de un tiempo de eventos extremos. Para este bio-liberalismo, lo que se revela es una lógica socio-darwinista de abandono a la muerte (‘a su suerte’) de una parte de la sociedad (seguramente, la parte más anciana y enferma).

Esto nos lleva a una tercera y última paradoja que nos gustaría destacar: la decisión estatal de quiénes se confinan, quiénes trabajan, quiénes viven y quiénes mueren en este tiempo de umbrales está en clara contradicción con las pulsiones de vida que se expresan desde abajo. Si hemos dicho que el encierro, la cuarentena, es una necesidad, al mismo tiempo esta es socialmente insostenible en el tiempo. Para los miles de millones de precarizados del mundo, es inmediatamente inviable. Para otros, representa una parálisis de anhelos, sociabilidades, descontentos, proyectos. Parálisis que se da justo cuando millones en el mundo se habían estado movilizando por el hartazgo de la situación en sus países (recordemos Chile, Irak, Libano, Hong Kong, Ecuador, Catalunya, etc). ¿Qué ruta pueden seguir estas pulsiones? ¿Pero qué pasa también con esos otros que se rehúsan a ser los daños colaterales, las bajas estadísticas de esta bio-política de la ‘emergencia’ (que pudiesen ser nuestros abuelos, los sabios, los maestros de la comunidad, o bien nuestros hermanos o colegas, afectados por una u otra enfermedad)?

Difícilmente la parálisis y el confinamiento puedan disolver los descontentos sociales que han emergido y emergen como síntoma de la decadencia de este sistema imperante. Esto lo saben los grandes administradores de esta bio-política de la emergencia. Por eso, el Gobierno de Johnson también retrocede en su política de la “inmunidad del rebaño”; por eso el Presidente francés Emmanuel Macron, un neoliberal, ante la pandemia gira en su discurso y plantea que la salud pública es un bien precioso que debe estar fuera de las leyes del mercado; por eso otros gobiernos retroceden en políticas de recortes a las clases trabajadoras.

Las tres paradojas mencionadas anteriormente en realidad se inscriben en una paradoja mayor: nada está garantizado, nadie puede ya garantizar el control de la situación. El sistema capitalista se estremece en su propia constitución. Nunca en su historia el capitalismo había tenido tantas grietas.

¿Qué hacemos nosotros?

El confinamiento social de la cuarentena, pero también las calles vacías o semi-desiertas, los mercados truncados, el confinamiento de los más pobres a una extraña precarización socio-económica ralentizada, nos abren el camino hacia otras temporalidades, otros ritmos, otras sociabilidades, otras apreciaciones y sensibilidades. Nunca parecía estar tan a la mano una oportunidad de despliegue de la otredad de esas lógicas y ritmos diferentes a los del sistema capitalista. La centralidad, ante los desafíos que representa esta paradoja colapso/oportunidad, parece estar en una política de lo común, del cuidado, de la reproducción de la vida, ante este capitalismo que se va quedando al desnudo. Ese camino se ha abierto ante nosotros, sin que eso necesariamente represente una garantía de éxito.

Pero fuera de ese espacio particular, en el espacio de la arena política, siguen prevaleciendo los tiempos del capital, de la pandemia, de la biopolítica de la emergencia, del cambio climático. Este sigue siendo el espacio colectivo del descontento, de las luchas, de las demandas sociales, de la transformación. ¿Cómo conectar ese resguardo, ese ‘distanciamiento social’ con la necesidad de re-encuentro, de exigencia al poder, de asunción de poder? Mientras que cuidamos de la vida en ese espacio particular, hay que seguir exigiendo, demandando cosas como una radical redistribución de las riquezas existentes para que se dirijan a la asistencia universal en la salud pública; la suspensión del cobro de la deuda externa de los países del Sur Global, suspensión de los impuestos a los más pobres y recuperarlos de los sectores más ricos; socializar los conocimientos científicos; respetar a la naturaleza y detener el avance de la mercantilización y las últimas fronteras de vida en el planeta; y un largo etcétera.

Hay que convertir la emergencia global en la emergencia de otro sistema que tribute a la vida y a los pueblos. Si el colapso sistémico nos va llevando a escenarios impensables, hay que, como lo reivindicara un famoso lema del mayo del 68, ser realistas y pedir lo imposible. Otro mundo diferente a este, ahora.

Fuente del artículo: http://www.ecopoliticavenezuela.org/2020/03/19/el-coronavirus-mas-alla-del-coronavirus-umbrales-biopolitica-y-emergencias/

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