La educación sexual integral, como oportunidad

Por: Héctor Ghiretti.

 

La discusión sobre la implementación de la Ley de Educación Sexual Integral (ESI) ha servido para poner en evidencia un prejuicio y un presupuesto sobre el sistema educativo.

El prejuicio es que la educación pública es un sistema ideológicamente neutral,  desprovisto de sesgos doctrinales. Eso es insostenible. Todo dispositivo del Estado posee una inspiración/orientación ideológica. No existe, por otra parte, una ideología universal o genérica del Estado: se va componiendo de diversas corrientes de pensamiento. Unas veces es coherente, otras contradictoria.

La configuración ideológica del Estado se hace evidente en el sistema educativo. En la Argentina la ideología estatal vigente en materia educativa se impuso en la reinstauración democrática de 1983. Desde entonces ha permanecido inalterada, no sólo en sus presupuestos teóricos, sino también desde el punto de vista práctico de su continua declinación.

El sistema de educación pública en todos sus niveles se mueve en una pendiente descendente desde hace décadas. El fracaso de los países tiende a identificarse con el de su educación. En la medida en que no haya un cambio sustancial de los equipos que deciden el futuro de la educación, no cabe abrigar esperanzas.

El presupuesto del sistema educativo, que responde a un modelo cognitivista e ilustrado, es que sólo funciona si los niños que ingresan en él poseen habilidades sociales y hábitos previamente aprendidos en el contexto familiar. Sin ese presupuesto la educación formal institucionalizada se hace imposible.

Los problemas de la educación corren en paralelo a la crisis de la familia como núcleo social básico. La respuesta del sistema de educación pública ante el notable déficit o ausencia de este zócalo o fundamento familiar ha sido intentar reemplazarlo por su cuenta, con resultados invariablemente negativos: son formas de educación temprana, intensiva y personalizada que sólo pueden darse en un entorno afectivo propio del núcleo familiar.

El Estado pretende suplir a la familia pero llega inevitablemente tarde, lo hace mal y ni siquiera cumple con aquello para lo que fue ideado. La exclusión empieza mucho antes de iniciar la escuela.

El sistema educativo actual no solo está concebido según presupuestos ideológicos que muestran su inadecuación y su fracaso cada día, sino que además está sobrecargado de demandas sociales. Parte de la sociedad piensa que la educación es un sistema de capacidad infinita, que admite la inclusión de todo tipo de contenidos, como si los recursos humanos, materiales o el tiempo a disposición fuesen ilimitados. Es la receta para el desastre.

Tanto el prejuicio como el presupuesto deben tenerse en cuenta en el caso de la ESI. En primer lugar cabe señalar que la idea de una «educación integral» (de lo que sea) en el sistema actual es un eufemismo cruel y mentiroso, máxime si se advierte su funcionamiento. Si los alumnos terminan los ciclos básicos con problemas de lectoescritura y operaciones matemáticas elementales, exigirle otra cosa es una pretensión desorbitada. La parcialidad fragmentaria de lo que se puede enseñar en materia de educación sexual es preocupante, porque es imprescindible integrar esas nociones y habilidades en una visión de conjunto.

Por otra parte, es necesario advertir sobre los presupuestos ideológicos de la ESI. El problema excede las pretensiones de «objetividad científica» con que los defensores la quieren presentar y que los detractores le reclaman. Todas las concepciones educativas poseen un fundamento antropológico, un concepto de hombre del que parten y al que aspiran. Es difícil ponerse de acuerdo en torno a estos presupuestos en sociedades cada vez más complejas. Por eso resulta necesario un replanteamiento profundo, tanto de la ESI como de las articulaciones entre el sistema educativo y la familia.

Si el sistema educativo no puede prescindir de las funciones educativas propias de la familia pero fracasa al querer suplirlas, deberá idear estrategias de intervención y cooperación alternativas. En algunas instituciones se ha puesto en práctica la modalidad de las «escuelas para padres»: instancias formativas que tienen por objeto ayudar a los padres a criar y educar a sus hijos. Esto permite al sistema contribuir a las formas de adquisición temprana de habilidades y conocimientos en el momento apropiado y a través del núcleo comunitario más eficaz: la familia.

El mismo recurso sirve para la educación sexual. Se trata de un aspecto de la formación que atañe a la intimidad, a los procesos individuales de maduración física y psicológica, que demandan un abordaje personalizado. La dimensión afectiva resulta decisiva, no solamente desde la perspectiva de la educación de los niños y adolescentes (a quienes hay que enseñar a querer) sino también desde la perspectiva de los medios necesarios: mientras más estrecha es la relación afectiva entre quien enseña y quien aprende, más rica y fecunda es la educación.

Esta propuesta tiene cuatro ventajas adicionales:

1. Evita recargar los ya saturados diseños curriculares. Si en las actuales circunstancias el docente no alcanza a impartir los saberes básicos, mal podrá incorporar contenidos complejos.

2. Permite contratar personal especializado que puede manejarse con mayor libertad y profundidad con asistentes adultos, al tiempo que se evitan las engorrosas y deficientes capacitaciones adicionales a los planteles docentes.

3. Permite a los padres hacer un filtrado crítico, una mediación y una adecuación de los contenidos impartidos, permitiendo acuerdos básicos entre la enseñanza impartida en casa y en el aula.

4. Otorga mayor capacidad a los docentes en el aula para establecer estrategias de prevención, detección y procesamiento de posibles abusos. La asistencia (o no) de los padres a los cursos, su conducta en ese contexto pueden ser datos que revelen aspectos de la relación con sus hijos.

En el apartado 3.2 de la ley se menciona la necesidad de establecer «consensos, alianzas» entre la escuela y la familia. Aunque lleno de buenas intenciones, es deliberadamente vago y difuso, sin ninguna precisión ni medida concreta. La familia es reducida a un rol complementario, de segundo orden. Lo que se propone aquí, por el contrario, es constituirla como mediadora fundamental e imprescindible de la educación sexual. Se trata de restablecer por medios institucionales el ámbito más adecuado para aprender a querer a los otros y quererse a sí mismo, a disponer y cuidar del propio cuerpo: cosas que no pueden enseñarse de forma disociada.

Fuente del artículo: https://losandes.com.ar/article/view?slug=la-educacion-sexual-integral-como-oportunidad-por-hector-ghiretti

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Educar no es combatir

Por: Héctor Ghiretti

Volvía tarde del fútbol. Partido de hacha y tiza, saldado en empate. Y vi el afiche en la fachada de un conocido y prestigioso colegio secundario, confeccionado previsiblemente por manos adolescentes (¿sabrán qué es educar, qué es combatir?).

Desde que se iniciaron las huelgas docentes la consigna se ha hecho muy conocida, pero recién entonces caí en la cuenta. Lo fotografié y me quedé pensando. Un ejercicio útil para evaluar estos eslóganes es invertirlo: si educar es combatir, ¿combatir es educar? Puesto así, no funciona en absoluto.

Para Platón, que propugnaba una educación que incluía la instrucción militar, estaba claro que eran cosas diferentes. Proponía que los jóvenes asistieran a las batallas a efectos de que aprendieran a través de la observación pero sin intervenir, a prudente distancia y montados en caballos veloces que les permitieran huir en caso de que se produjera un desbande de las propias tropas.

Puede que no sea un argumento suficiente. Quizá sea necesario analizar en qué casos especiales la educación se identifica con la lucha.

¿Qué es combatir?

No parece una noción que haya que explicar. Pero conviene recordar algunos elementos que la constituyen. Primero: debe haber un bien en disputa, de índole material o intangible, algo tan sutil como el honor, el reconocimiento, la gloria. Segundo: deben haber partes enfrentadas por ese bien. Tercero: cuando los oponentes se traban en lucha ponen algo en riesgo, algo que excede el bien en disputa. Luchar es arriesgar: desde un simple reconocimiento hasta la vida misma.
Si no hay un bien en juego, no hay lucha. Si no hay oponentes, la lucha es metafórica. Sin un adversario simétrico, identificable, equivalente, es una pugna de cualquier índole ilustrada por una analogía. Si no hay nada en peligro de perderse, hay reclamo o demanda, pero no lucha.

Los límites de la analogía 

La educación posee múltiples metáforas que la ilustran. Es un lugar común el símil con la lucha, sustentado quizás por el esfuerzo personal que demanda al maestro. Está en la entrañable «Canción de la maestra mendocina» (Alegret – Gómez de Dublanch) hoy olvidada por la referencia confesional y de género:

Adelante, maestras,
a la lucha nos llaman
Con alegres campanas,
con campanas de amor

Es difícil identificar cuál es el enemigo contra el que luchan las maestras, como no sean conceptos abstractos como la ignorancia o la brutalidad. Lo mismo sucede con la enfermedad, los elementos de la naturaleza, el pasado, etc. No hay, estrictamente hablando, enemigo.

Ahora bien: ¿qué hay que entender cuando se afirma que los paros docentes forman parte de la lucha en defensa de la educación pública? Evidentemente estamos en un plano de significación diferente. Aquí sí podemos identificar al enemigo: para los gremios docentes y las agrupaciones estudiantiles es el Gobierno, que con sus políticas de ajuste parece estar desfinanciando el sistema, precipitándolo a una crisis de funcionamiento.

¿Quién es el enemigo?

Toda relación educativa, es decir, la que existe entre maestro y alumno, por muy igualitaria y recíproca que se la conciba, necesita el concurso del principio de autoridad: el reconocimiento público de un saber. Este principio nunca opera aislado. Es un sistema en el que las autoridades se apoyan como tales mutuamente, en una red o sobre un soporte institucional.

Así, la autoridad de los maestros de la escuela primaria deriva de la autoridad de los padres, y la autoridad de los profesores universitarios se funda en los hábitos de respeto que los alumnos han aprendido en los ciclos educativos anteriores. Todo esto posee un respaldo institucional que afirma y formaliza la función educativa. Este complejo tiene en su cabeza al poder político, el Gobierno.

La crisis del sistema educativo tiene su origen en la desarticulación de este sistema solidario de autoridades. En el debilitamiento de la familia se encuentra el origen de la declinación de la autoridad de los docentes, que a su vez padecen una crisis de reconocimiento por causas propias.

Al plantear el reclamo en términos de lucha contra el Gobierno, los docentes erosionan indirectamente su propia autoridad. Los padres aumentarán su descontento con los docentes, al ver que sus hijos pierden irremediablemente días, semanas y hasta meses de clase: ¿hasta donde se puede estirar su comprensión o su solidaridad? La situación pone en un lugar incómodo a las autoridades directas, representantes -de buen grado o no- del Gobierno. Lo más grave: ¿qué impedirá que los alumnos vean en las clases y evaluaciones la imposición de un modelo de pensamiento en continuidad con las políticas de liquidación del Gobierno, porque en definitiva, «nos prefieren ignorantes»? ¿Y cuando esos alumnos, reclutados en defensa de la irreprochable causa de la educación pública, adviertan que en realidad se trata de un reclamo salarial -legítimo, indiscutiblemente justo- que concluirá no bien se llegue a un acuerdo?

Los medios de lucha

En el conflicto docente en general -y el universitario en particular- los docentes no parecen estar arriesgando demasiado. Poseen la garantías de la estabilidad del empleado público y aprovechan la discreta complicidad o anuencia de los directivos, quienes teniendo los instrumentos para dictar la conciliación obligatoria, han preferido no hacerlo.

Si no hay riesgo -decíamos antes- no hay lucha. Pero eso no quiere decir que no haya perjuicio. En toda medida de fuerza existe un perjudicado. En este caso los principales damnificados son los alumnos. Son el colectivo sobre el que se ejerce primariamente la presión de la medida sindical.

Al presentar el reclamo en términos de lucha por la educación pública, los gremios pretenden sumar a quienes perjudican con sus escasamente eficaces recursos de protesta. Rara forma de tratar a los aliados. Saben bien que las voluntariosas estudiantinas son las que engrosarán sus marchas, tomarán edificios y predios universitarios y se radicalizarán, aumentando la presión sobre las autoridades. Los estudiantes tienen un comportamiento diverso de los trabajadores: aquellos son más fáciles de radicalizar y de manipular, porque tienen menos que perder.

Quizá no haya otra herramienta de presión que el paro. Pero en mis tiempos de alumno universitario, los gremios docentes tenían la decencia de dejarnos afuera del reclamo.

Nos decían que no era asunto nuestro.

Educar no es combatir. La pretendida lucha por la educación pública funciona como doble encubrimiento: del reclamo salarial y de una táctica específica de un ataque general al gobierno. Más allá de las mejoras salariales que se puedan obtener, habremos perdido todos.

Fuente: https://losandes.com.ar/article/view?slug=educar-no-es-combatir-por-hector-ghiretti

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