La violencia sexual contra las mujeres indígenas: más que indisciplina

El trabajo de la brasileña Rita Segato y las dominicanas Ochy Curiel y Yuderkys Espinosa, introduce la palabra colonialismo para pensar lo específico de la relación entre el “Estado”, y las comunidades indígenas y afro que habitan territorios propios.

En mi columna anterior llamé la atención sobre la importancia de pensar la situación de la violencia sexual contra las mujeres indígenas y afro en nuestro país a la luz del lente de lo interseccional. Sugerí que si seguimos pensando que la violencia sexual siempre es la misma, la expropiación de la subjetividad de las mujeres, no vamos a avanzar mucho en comprender por qué se despliega de manera distinta entre distintos actores en distintos lugares ni vamos a poder reflexionar sobre las mejores maneras de prevenirla y repararla.

No es solamente darnos cuenta que la violencia sexual contra mujeres indígenas y afro tiene características de crueldad y sevicia, de desprecio, que generalmente no están presentes en la violencia sexual contra otras mujeres. Es darnos cuenta que los cuerpos de distintas mujeres están marcados por distintos significados y, por tanto, que “tomarlos” quiere decir cosas diferentes.

Me ha costado mucho trabajo empezar a entender el punto de vista de las mujeres indígenas y afro. Cuando intenté trabajar con algunos grupos indígenas en la pregunta por las mujeres y mandé como mensajera a una de las estudiantes de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, la respuesta que recibí es que “ellos no quieren pasar otra vez por esa línea de preguntas. Les basta decir que su mundo está estructurado por dos polos complementarios y que en esa complementariedad hay igualdad”.

Por mucho tiempo no encontré lecturas relacionadas con el feminismo indígena que no replicaran esta frase de cajón. En la torre de marfil que es la Universidad de los Andes, he tenido pocas oportunidades de aprender de mujeres afro. Encontré algunas en mis estudios en el exterior. En mis cursos de los últimos años, y haciendo homenaje al reclamo de que las voces de mujeres diversas entren en los salones de clase, he asignado lecturas que me sugieren mis estudiantes y hemos visto juntos vídeos en los que se expone el proyecto del feminismo negro.

La reciente aparición de los eventos de violencia sexual contra mujeres indígenas por parte de militares y policías es por esta razón sorprendente y muy importante. Esos datos, que hace rato están en manos de las organizaciones de mujeres y funcionarios públicos, han dormido en los cajones y archivadores por más de diez años sin diferenciación y sin relevancia en el mar de impunidad que es la “violencia sexual del conflicto armado”.

En un trabajo que hicimos para el Ministerio de Justicia en 2016, mostrábamos ya que la violencia sexual contra mujeres indígenas y afro es distintiva; no solamente porque la ejercen con más frecuencia las fuerzas “regulares”, sino porque cuando la realizan grupos armados irregulares es parte de un conjunto de agresiones que generalmente termina en la muerte. Sugerimos, como lo han dicho muchos en este debate, trabajar en la reforma de las fuerzas militares.

Pero ya en ese momento estábamos convencidas de que se necesitaba algo más que las capacitaciones éticas y de género. Esta reforma estructural es parte de las transiciones y supone depuración y profesionalización de los ejércitos para darles herramientas y prestigio que les conduzca a un respeto de la normatividad que están destinados a proteger.

También sugerimos un trabajo con las jurisdicciones indígenas para fortalecer su capacidad de investigación y sanción de los daños que sufren las mujeres de la comunidad. Pensamos en ese momento, en línea con lo que han sugerido otras autoras en América Latina, que por difícil que sea la lucha interna por los derechos, la discriminación en la rama judicial es de tal magnitud que es difícil hablar de justicia: no hay traductores oficiales, no hay abogados con entrenamiento específico, se reproducen los estereotipos raciales y culturales, se prolonga indefinidamente la solución del asunto. No pudimos participar en los proyectos que siguieron a este, pero parecería que en cuatro años poco ha pasado en estos dos frentes.

El trabajo de la brasileña Rita Segato y las dominicanas Ochy Curiel y Yuderkys Espinosa, introduce la palabra colonialismo para pensar lo específico de la relación entre el “Estado”, representado como fuerzas militares, y las comunidades indígenas y afro que habitan territorios propios. En los casos que han aparecido recientemente en la prensa, ha sido difícil encontrar un enfoque que nos explique, en línea con lo que sugieren estas autoras, cómo y por qué están los militares viviendo tan cerca de los territorios indígenas. Si los territorios indígenas son los remansos de paz que nos han dibujado cuando los declaran reservas naturales, con los indígenas cuidando sabiamente a la madre tierra, ¿por qué necesitan la vigilancia de militares en las calidades y cantidades que finalmente propician estos ataques a las comunidades? Sería difícil creer que no hay intereses económicos de gran envergadura que subyacen a la movilización de esas tropas. No estoy en contra de esta estrategia en abstracto, pero es difícil no sospechar cuando se supone que el conflicto ya terminó (para unos en 2005 y para otros en 2016). ¿Será que ahora el Estado va a proteger a quienes infringen normas?

Por otra parte, ¿por qué sale todo el mundo a decir que lo que pasa es que a las comunidades indígenas no les importa la violencia sexual y que por eso a los militares hay que condenarlos con las penas más altas posibles de prisión ante la justicia ordinaria? En particular, la Corte Suprema de Justicia (según lo reporta El Espectador) ha anunciado que estos casos no pueden “salir” de la justicia ordinaria, así se cumpla el criterio de que el delito haya ocurrido en el territorio indígena, porque en la justicia indígena las víctimas carecen del acompañamiento psicológico y las garantías procesales que les ofrecen los jueces ordinarios. Por ser sujetos de especial protección, solamente pueden ser “cuidados” por los jueces “blancos”.

Raro que el proceso profundamente espiritual que han propiciado las comunidades como forma de sanación para sus víctimas, ahora resulte menos bueno que un tratamiento psicológico sometido a las lógicas del financiamiento estatal de la salud: tres citas de 15 minutos para que se cure del todo. Tampoco hay que descartar que en muchos casos las autoridades indígenas carezcan de los recursos para proteger a sus propios miembros y que castigar a personas ajenas a su cultura puede terminar en sanciones como el encarcelamiento.

El balance que habría que hacer es por cómo construimos un mundo en el que empecemos restituir el equilibrio destruido, para las mujeres y para las comunidades. Definitivamente creer que las comunidades ancestrales carecen de sistemas normativos suficientemente fuertes como para proteger a sus miembros agrega el desprecio cultural a la explotación económica que parece estar cada vez más presente en la relación entre el “Estado” y estos pueblos.

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Lo que ganamos con la diversidad

Por: Isabel Jaramillo.

 

La orientación y la identidad sexual se han convertido en categorías sospechosas en el sentido de que si alguien las usa se sospecha que está discriminando. Por ejemplo, se sospecha que si alguien le dice “maricón” a su vecino no lo hace de cariño. Le toca demostrar a esa persona su buena intención y no a quien se queja de este tratamiento demostrar que esta actitud le causó un perjuicio.

Me invitaron esta semana a la celebración de los 15 años de Colombia Diversa, la organización que ha liderado varios de los litigios que han llevado al reconocimiento de derechos de las personas de orientación e identidad sexual diversa. Me acordé de mi escepticismo frente a sus causas cuando primero las plantearon: ¿para qué quieren participar de un régimen -el del matrimonio- que ha sido tan pernicioso para las mujeres? ¿por qué creen que en su caso los efectos van a ser distintos -piensan que habrá menos violencia o menos pobreza? En ese momento me parecía que necesitábamos una reflexión más amplia sobre las instituciones del derecho de familia y que este reclamo de las minorías sexuales iba a hacer más difícil tener esa conversación. Personalmente prefiero pensar en reformas que asumen que todos y todas vivimos en un régimen de sexualidad problemático y no que los problemas son de unas minorías que no logran ajustarse a las reglas que los demás sí aceptamos (precisamente no creo que los demás estemos tan contentos con esas reglas).

Al revisar la suma de los cambios legales que se han producido en Colombia por vía del litigio, sin embargo, creo que el balance es más positivo que negativo, y no solamente para quienes se identifican como parte de la comunidad LGBTI, sino para todos y todas las colombianas. El mérito no está, como oí decirlo a algunos, en que nuestro marco jurídico actual sea particularmente avanzado o ejemplar. Países como Argentina y México, en América Latina, y como Noruega, Holanda, Inglaterra y Alemania, en Europa, cuentan con normas jurídicas eficaces para garantizar la seguridad y bienestar de las personas más allá de su orientación o identidad sexual. Me parece que el verdadero logro ha sido que en un país con nuestra historia política y jurídica, se haya logrado encuadrar el debate de tal manera que lo central no sea determinar qué o quién es perverso, sino cuáles son los retos de aceptar nuestra diversidad. Este ha sido un cambio importante en la opinión pública, así como en la doctrina jurídica. Debemos esto en buena parte a la inteligencia con la que se ha trabajado en este litigio, así como a la coherencia de nuestros magistrados y magistradas.

Una encuesta sobre clima escolar realizada por el equipo de Colombia Diversa (Colombiadiversa.org), por ejemplo, muestra que si bien sigue habiendo un ambiente bastante hostil para las personas con orientación o identidad sexual diversa, el 70% de los estudiantes entrevistados dice sentirse incómodo con los comentarios y actuaciones discriminatorios o violentos y el 50% de los estudiantes que fueron discriminados o agredidos cree que las autoridades escolares fueron eficaces en sus respuestas. Tal vez nos está haciendo falta nombrar y capitalizar esta incomodidad que expresan la mayoría de los alumnos, pero no podemos dejar de contar esto como un cambio positivo. Las anécdotas de mis hijas en su colegio me parecieron ilustrativas precisamente de esto. Hace unos dos años, una de ellas me dijo al llegar del colegio que había tenido una experiencia muy mala porque un compañero había dicho que los “homosexuales son unos pervertidos”. Ella se sintió profundamente afectada y le respondió al niño que había dicho esto “en realidad el pervertido es usted por pensar de esa manera”. Aunque el niño quedó mudo y ella estaba satisfecha con la respuesta que le dio, seguía convencida de que era inaudito que alguien en estos tiempos pudiera decir en voz alta semejante cosa. Los profesores no la callaron, pero tampoco tenían claro cómo respaldarla o qué hacer en este enfrentamiento.

Los datos del Observatorio de la Democracia de la Universidad de los Andes reportados en 2016 muestran también un aumento en la aceptación de la homosexualidad (esta fue la pregunta que hicieron) y que los jóvenes (de 18 a 28) y las mujeres de cualquier edad muestran una mayor aceptación. Así mismo reflejan que los cambios en la opinión son más importantes entre quienes cuentan con educación superior y viven en la zona central. Si bien el reporte es enfático en que no llegamos a una aceptación del 50% de la población encuestada, creo que las preguntas que se hicieron son difíciles. Si se compara con el 60% de personas que están de acuerdo con proteger los derechos de las mujeres, que son la mitad de la población, creo que el 30% que tienen ganado las minorías sexuales es un avance.

Mucho más definitivo es el cambio en la doctrina jurídica. Si bien las instituciones, incluida la Corte Constitucional, pasaron muchos años mirando hacia otro lado y encontrando excusas formales para no involucrarse en la protección de personas con orientación sexual diversa, a partir de 2007 ha sido clara la postura de que la orientación e identidad sexual están protegidas como parte de nuestra personalidad y que no es aceptable referirse a estas elecciones de manera despectiva y mucho menos basar tratamientos perjudiciales en ellas.

La orientación y la identidad sexual se han convertido en categorías sospechosas en el sentido de que si alguien las usa se sospecha que está discriminando. Por ejemplo, se sospecha que si alguien le dice “maricón” a su vecino no lo hace de cariño. Le toca demostrar a esa persona su buena intención y no a quien se queja de este tratamiento demostrar que esta actitud le causó un perjuicio (Sentencia T-141 de 2017). Se sospecha también que si una persona trans dice que le negaron un cupo en un colegio por su identidad esto es verdad y no, que como no tiene evidencia de lo que verbalmente le dijeron en el colegio, debe ser mentira (Sentencia T-804 de 2014). La coherencia con esta postura, me parece, ha sido central para avanzar a pasos agigantados en materia de igualdad. En lo que necesitamos seguir trabajando es en la coherencia de nuestra cotidianidad, pero para eso hay que abrir los espacios para tener más conversaciones y que los que rechazan la discriminación salgan de su encierro y sean capaces de defender relaciones más igualitarias para todos y todas.

Fuente del artículo: https://www.semana.com/opinion/articulo/lo-que-ganamos-con-la-diversidad-columna-de-isabel-c-jaramillo/634453

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La Ley Micaela: Tomarse en serio la educación para la equidad de género

 

Por: Isabel C. Jaramillo Sierra.

 

El 9 de abril de 2017 fue encontrado por las autoridades argentinas el cuerpo sin vida de Micaela García. La joven de 21 años era activista del movimiento “Ni Una Menos”, que ha reunido a las mujeres argentinas en torno a la causa del feminicidio y más recientemente del aborto. Su asesinato se le atribuye a un violador serial que fue juzgado y condenado a nueve años de prisión pero dejado en libertad antes de terminar de cumplir su condena.

El cuerpo sin vida de Micaela fue encontrado varios días después de su desaparecimiento. El dolor que causó su muerte entre sus familiares y amigos, y entre sus compañeras del movimiento, fue procesado a través de una propuesta para transformar las actitudes y conocimientos de los funcionarios públicos en materia de género. La Ley Micaela fue aprobada por el Congreso argentino en diciembre de 2018 como parte de un paquete de 12 leyes encaminadas a lograr mayor equidad de género.

Es verdad que no es del todo novedoso que un Congreso ordene que se “eduque”. En el caso colombiano, varias leyes recientes sobre equidad de género han tenido elementos “educativos”. La ley 581 de 2000, ley de cuotas, por ejemplo, incluía la posibilidad de que se evaluara qué tan adecuados eran los textos escolares en materia de perspectiva de género y se impidiera la circulación de aquellos que obraran en contra del propósito de la equidad de género. La Corte Constitucional declaró inconstitucional esta manera de intervenir en la educación. La ley 1257 de 2008, ley de violencia de género, adoptó otra perspectiva: ordenó al Ministerio de Educación Nacional hacerse cargo de vigilar que en las instituciones educativas, incluyendo las universidades, enseñaran a los estudiantes nociones básicas de derechos humanos, derechos sexuales y reproductivos y equidad de género. Como profesora de universidad y madre de hijas que atienden el colegio, no he visto que esta orden tanga mucho impacto. El Ministerio de Educación tampoco ha rendido cuentas al respecto. La obligación consignada en la ley es vaga y general al punto que casi parecería imposible obligar su cumplimiento por medio de acciones legales. La ley 1761 de 2015, ley Rosa Elvira Cely, por su parte, ordenó también que se incluyera el tema de perspectiva de género en los currículos en todos los niveles de educación y que se capacitara a los funcionarios públicos relacionados con el tema de atención, protección y prevención de la violencia de género, en materia de derecho internacional humanitario, derechos humanos y perspectiva de género. No es claro qué pasó con la orden perentoria que se le dio al Ministerio de Educación de cumplir el mandato en seis meses, pero ciertamente después de 3 años de aprobada la ley no es claro que se estén realizando las acciones de capacitación necesarias.

La ley Micaela es innovadora en varios sentidos que merecen nuestra atención. En primer lugar, la ley fue entendida como respuesta directa a la terrible situación de la muerte de una activista. Es verdad que el derecho argentino ya cuenta con leyes que desde 2012 castigan duramente el causarle la muerte a una mujer por ser mujer. Pero en lugar de exigir solamente que dichas leyes se cumplieran, ignorando el contexto que las hace ineficaces, se tomó en cuenta el aprendizaje de las activistas de Ciudad Juárez y la lección de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su sentencia Campo Algodonero. En este caso, que involucró el desaparecimiento y muerte de más de 500 mujeres por razones que aún hoy no se conocen cabalmente, la Corte Interamericana encontró que a la raíz del problema está la ineficacia estatal para investigar estos delitos y que en buena parte dicha ineficacia se vincula a los estereotipos de los funcionarios públicos sobre las razones por las que las mujeres dejan sus hogares y sobre el valor de la vida de las mujeres jóvenes. Así, señaló la Corte, no basta con tener leyes que sancionen el delito si los funcionarios no son capaces de prevenir, investigar y sancionarlo porque no pueden “ver” el peligro y el daño que se causa a las mujeres.

En segundo lugar, la ley se dedicó solamente al tema de la capacitación y fue más allá de los funcionarios que podrían estar principalmente involucrados para ordenar que TODOS los funcionarios de la rama ejecutiva sean capacitados. Esto hace que el tema del cambio de actitudes y adquisición de conocimientos nuevos reciba la importancia que se merece y no aparezca como una adenda o detalle adicional, como una buena intención que sería bueno que se diera pero no es tan importante. En tercer lugar, la ley recibió el apoyo de más de veinte académicas. Estas son mujeres que han venido trabajando desde distintas instituciones (El Observatorio de Género de La Ciudad de Buenos Aires, la Universidad de Buenos Aires, la Defensoría Pública, entre otras) en identificar fallas en el funcionamiento del estado y maneras de resolverlas. El apoyo de las académicas fue reconocido por las congresistas de manera explícita en su motivación para la ley y muestra un respeto mutuo en el trabajo necesario para adelantar las reformas que se necesitan. Es difícil realmente pensar que cambios en el nivel de la educación van a llevarse a cabo sin involucrar a las Universidades y cuerpos dedicados a la capacitación en distintas entidades públicas. En cuarto lugar, la ley establece que se apropiarán los recursos para la capacitación y, lo que es más importante, ordena que se cree una página web en la que los ciudadanos puedan consultar el nivel de cumplimiento de la ley por parte de cada una de las instituciones. De manera que no solamente se crearon obligaciones ciertas con recursos asignados, sino que se ordenó entregar a los ciudadanos la vigilancia de un tema que le concierne directamente. Finalmente, debe resaltarse la gestión decidida y el compromiso claro de las congresistas argentinas que hacen parte de la “Multipartidaria” con la agenda de la equidad de género. Este grupo de congresistas fue responsable de la aprobación en la Cámara de Representantes (Cámara de Diputados) de la ley que despenalizaba el aborto. Ahora está trabajando para que la ley llegue a ser aprobada también por el Senado. Tomar riesgos en un tema tan importante como es el del aborto muestra su fuerza, convicción y capacidad estratégica. Sería realmente “grande”, con dicen los argentinos, que nuestra propia bancada de mujeres lograra acuerdos similares para avanzar con paso cierto y sin titubeos en los temas de importancia para todos.

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