La Ley General de Educación: ¿masificación o precariedad formativa?

Por: José Carlos García Ramírez

 

Consideración general

Hace casi un año, fue publicada la Ley General de Educación (LGE)  en el Diario Oficial de la Federación el 30/09/2019. Es un documento fortalecedor del Estado, en cuanto que eje rector de la política educativa nacional en sus tres niveles de impartición. Es una Ley General donde se centraliza (federaliza) las funciones de la planeación, implementación, operación, gestión, supervisión, corrección y prevención: casi todo en manos de la Secretaría de Educación Pública. La crisis pandémica ocasionada por Covid-19, por el momento ha mandado a la morgue, dicho documento. Pues ante la incertidumbre de la llamada “nueva normalización”, la crisis sociosanitaria en el país ha girado la ruleta de los contenidos del documento en términos generales. Las interrogantes son: ¿cómo iniciar las clases sin contagiarse del virus?, ¿cómo garantizar la información –y no digo la asertividad de los aprendizajes o proceso formativo– escolar hacia todos los rincones del país y sin que ningún educando quede fuera por razones de no contar con recursos económicos e infraestructura básica digital?, ¿la pandemia puso sobre el filo de la navaja los tres pilares estratégicos (gratuidad, obligatoriedad y financiamiento) de la LGE en materia de educación pública?

Las anteriores preguntas tienen que ser condiciones de posibilidad de debates críticos y de propuestas simétricas entre los interlocutores válidos del sistema educativo  nacional (organizaciones magisteriales, comunidades académicas, sociedad civil y actores políticos institucionales). La Secretaría de Educación Pública, no la tiene fácil. Sería un momento de oportunidad escuchar y atender las propuestas alternativas que puedan surgir desde las bases sociales y actores sociales.

Para los fines de este breve análisis sólo quisiera ahondar en la problemática que encierra la gratuidad, obligatoriedad y financiamiento en la política educativa del gobierno en turno.

La LGE es una reconfiguración para transparentar los recursos financieros federales, optimizarlos y contrarrestar los círculos viciosos que paralizan el correcto desempeño de las políticas educativas. Pero también, es un texto desafiante el cual apuesta a la universalidad educativa donde la gratuidad y la obligatoriedad son los criterios normativos a seguir.

La estructura general de la LGE se compone de 11 titulares (Del derecho a la educación, De la nueva escuela mexicana, Del Sistema Educativo Nacional, De la revalorización de las maestras y los maestros, De los Planteles Educativos, De la mejora continua de la educación, Del Federalismo educativo, Del financiamiento a la educación, De la corresponsabilidad social en el proceso educativo, De la validez de estudios y certificación de conocimientos, De la educación impartida por particulares), 36 Capítulos, 181 Artículos y 17 Transitorios. El documento fue validado por el Poder Ejecutivo, Cámara de Diputados y Secretaría de Gobernación.

Lo que el viento se llevó

Dicha Ley pretende ser un documento de vanguardia que se esfuerza por romper con las pasadas prácticas institucionales. Pretende eliminar los engranajes de la burocracia tecnócrata incubada en el sistema de educación nacional y suprime decretos contraídos obsoletos o de dudosa reputación.  Por ejemplo, se derogan la Ley General de Educación (1993) y la Ley General de la Infraestructura Física Educativa (2008), junto con el Instituto Nacional de la Infraestructura Física Educativa,   así como todos los reglamentos, acuerdos, convenios e iniciativas contraídas en los sexenios pasados contrapuestos al nuevo decreto oficial.

En los últimos 20 años, cada forma de gobierno en nuestro país, ha percibido el fenómeno educativo de manera homogénea: las diversas reformas educativas del pasado sostenían que la educación es sólo un medio para adquirir conocimientos, actitudes, habilidades y valores que podían hacer del educando alguien capacitado para el trabajo operativo, de dirección o de facilitador. Se creyó que el lenguaje empresarial, las técnicas de planeación, los resultados con base en indicadores y el cumplimiento de reglamentos rígidos, eran la clave para obtener una educación de “calidad”. Se creía que la escuela es una empresa.

Si se compara la actual reforma educativa con los programas anteriores, particularmente lo referido a la educación superior, aparecen antinomias irreconciliables: antes, los servicios educativos públicos tenían que ser restringidos (cobertura limitada para ahorrar presupuesto), los planes y programas académicos, así como los perfiles deseables de los egresados, tenían que estar direccionados hacia las necesidades de las empresas privadas (nacionales y transnacionales). En la LGE se retoma el imperativo categórico de “educación nacional” y en donde los servicios ofertados deben apostar al desarrollo del interés público, de la industria nacional, del bienestar local y regional, así como a la gratuidad y obligatoriedad. Lo que se busca ya no es la calidad sino la excelencia en las escuelas, universidades y tecnológicos públicos.

Universalidad educativa: sueño o desafío

Gratuidad, obligatoriedad y financiamiento son centro de análisis en torno a la LGE. Artículo Tercero y Fracción Décima Constitucional, señalan temas de la gratuidad, obligatoriedad y responsabilidades del Estado. Artículo Transitorio Décimo Quinto, refiere a la distribución de los recursos económicos para las entidades federativas y municipios, así como de los fondos necesarios para garantizar gratuidad y obligatoriedad  de los servicios en las instituciones de educación superior (IES) públicas.

La LGE se ocupa  de la gratuidad, la obligatoriedad y el financiamiento con el objetivo de garantizar el concepto de universalidad educativa. Nadie pondría en duda la idea de que todo mexicano y mexicana, sin importar edad, lugar de origen, clase social, capacidades distintas y procedencia étnica, tengan un lugar asegurado en alguna institución educativa, principalmente en las IES.

En resumen, la Ley General de Educación pretende reestructurar los siguientes órdenes: de lo político-educativo, porque los principios de igualdad, inclusión y excelencia, son los pilares para construir una sociedad basada en derechos a la educación; de lo social, porque no sólo basta enunciar derechos, sino de instrumentarlos a partir de la apropiación social de los conocimientos, innovaciones científicas y desarrollos tecnológicos, útiles para el desarrollo y recreación de las personas; de lo económico, porque la gratuidad y la obligatoriedad son esquemas públicos de acceso y mejora de oportunidades que a futuro sirven para desarrollo profesional y laboral, así como también ayudan a disminuir los gastos familiares destinados para la educación de los hijos; de lo financiero-administrativo, porque se compromete a inyectar mayores recursos económicos (independientemente del presupuesto ordinario) para infraestructuras físicas, académico-laborales, servicios generales, así como también trasparentar los recursos, reducir procesos administrativos superficiales y promover una cultura administrativa pública basada en la eficacia, eficiencia, equidad y en la honradez.

Cumbres borrascosas: las finanzas

Los problemas comienzan cuando se habla de dinero y de su distribución. Aunque se mencionan fondos derivados por la renta de petróleo, la austeridad republicana y la eliminación de intermediaros “institucionales” (burocracia educativa), para reactivar y asegurar los servicios de gratuidad y obligatoriedad de las IES, a corto plazo, se vislumbra cierta asertividad.  Pero en el rubro sobre financiamiento, se nota cierta oblicuidad borrascosa, pues se requería mucho dinero para lograr las metas del 2024.

Quizás por efecto de la transición de gobiernos, en el 2018 y 2019 el incremento al subsidio ordinario a las IES públicas federales fue de cero por ciento y a las estatales de 0.1 por ciento. Los fondos extraordinarios de apoyo a la calidad, ampliación de la oferta y apoyo a problemas estructurales, cayeron de 15.8 mmp en 2009 a 1.7 mmp en 2019.

Haciendo una comparativa entre sexenios de costo por alumnos en las IES pública, se encuentra lo siguiente: 53.2 mil pesos en el periodo de Carlos Salinas de Gortari; 61.7 mil en el de Ernesto Zedillo; 67.2 en el de Vicente Fox; 69.5 mil en el de Felipe Calderón; 59.3 en el de Peña Nieto y de 49.3 mil pesos en el primer año de López Obrador.

Para alcanzar una cobertura del 50 por ciento al finalizar el sexenio en turno, se requiere un crecimiento de 2. 35 por ciento anual. Actualmente se asignan 114, 728  millones de pesos para educación superior lo que equivale a un 38 por ciento (de los 300 mil 140 millones de pesos asignados al sistema educativo nacional). Para alcanzar la meta sexenal en el 2024 (50 por ciento de atención a la demanda), se requerirá de 2 mil 628 millones anuales. En el 2019 tan sólo se ha alcanzado el 36 por ciento, equivalente a 2.95 millones de alumnos. Al finalizar el sexenio se necesitará de 15 mil 768 millones de pesos para lograr la meta deseada y así haber incorporado a la educación pública superior a 600 mil estudiantes por año, aproximadamente. Ahora bien, si se agrega el rubro de innovación, investigación, ciencia y tecnología, lo programado, en términos financieros, sería una carga más al presupuesto y al plan sexenal de gobierno en turno. ¿Alcanzarían los recursos económicos para tales fines?

¿Masificación educativa y precariedad formativa?

La masificación educativa, especialmente en el nivel superior, no es un tema nuevo. A menos desde mitad del siglo pasado en Europa, se exploró la dinámica (Higher Education Massive Growth) de abrir de manera completa el ingreso a cualquier institución escolar pública.

En América Latina, la tendencia hacia la masificación, provino después de un proceso de democratización que vivió la región a principios de la década de 1980. Los gobiernos democráticos y populares que habían superado las dictaduras y oligarquías nacionales, se oponían a la emergencia del neoliberalismo educativo (privatización de la educación) promovido por los titanes de aquellos años (Margaret Thatcher, Ex Primera Ministra del Reino Unido y Ronald Reagan, Ex Presidente de los Estados Unidos). Los endebles gobiernos democráticos apostaron por políticas de bienestar universales para los ciudadanos en general. Los sistemas educativos, a través de la gratuidad, lograron universalizar el ingreso, la permanencia y el egreso de los jóvenes a las universidades y politécnicas.

La expansión de la cobertura de la educación terciaria o superior continuó desde 1980 hasta casi el 2010. La experiencia lograda fue superar la educación elitista, luego masificarla (llegar al mayor número de personas posibles) y ahora, para estos años y los próximos, consolidarla a través de la universalización.

La mayoría de las personas, en su sano juicio, no se opondría a la gratuidad de los servicios educativos. Probablemente, existan voces contrarias que digan que la educación pública es una inversión estúpida que los gobiernos no deban atender. Esas voces dirían que el populacho no requiere educación, sino más bien trabajos, oficios.

Sin embargo, plantear la idea de masificación educativa en cuanto que recurso ideológico, pragmático-electoral o ingenuo, que no esté articulada de manera orgánica a un proyecto de nación factible, deseable y justo –en términos ético-constitucionales– y de desarrollo ciudadano, sería una falacia muy costosa (social, económica y políticamente).

El problema de la masificación consiste en no poner atención al proceso formativo ni tampoco los contenidos de la enseñanza. Utilizando una analogía, sería como una fábrica de pan malhecho, donde se hace mucho bolillo sucio, duro y sin ningún nutriente. Los procesos de enseñanza-aprendizaje han sido reducidos a formalismos, procedimientos, estrategias y objetivos meramente burocráticos (bancarios, como diría P. Freire), técnicos que vacían los contenidos cualitativos de dicho proceso. La LGE, corre ese riesgo, masifica pero no genera procesos formativos críticos, innovadores, responsables.

En los últimos años y haciendo un breve diagnóstico sobre los resultados de la masificación, en cuanto a las cualidades formativas de la enseñanza a nivel superior, ésta ha sido precaria en cuanto a los desarrollos de las capacidades y apropiación de los conocimientos de los egresados, a la limitada aplicación o transferencia de saberes en los terrenos de lo social, industrial, tecnológico. Así como también escasa conexión de las profesiones con los circuitos de la producción.

Otro hallazgo empírico ha sido el aumento de apoyos económicos o en especie (becas, computadoras, libros) para conservar la matrícula pero, paradójicamente los índices de deserción se incrementan. A mayor tendencia de la masificación educativa, las organizaciones estudiantiles críticas, propositivas, con alto sentido de responsabilidad social, han mermado. En cambio, han aparecido grupúsculos de alumnos que sólo saben gestionar sus intereses particulares.

Otra de las complejas derivaciones de la masificación de la matrícula y también de la expansión de los egresos ha sido la caída relativa del salario de los docentes y de los profesionales, lo que tiene variadas y complejas determinaciones. Por un lado, el egreso de los profesionales universitarios no guarda correlación con los niveles del mercado laboral (con sueldos y salarios decorosos o justos). En ese sentido, las escuelas del neoliberalismo fueron un fiasco, pues aunque también apoyaban la idea de una masificación gradual, el objetivo fue aspirar a desmantelar la educación pública.

Quizás la rebelión de las élites tecnócratas del país contra la educación pública y popular, estén logrando su victoria realizada por el Covid-19: pues la educación pública puede caer una vez más en un bache que seguramente aprovecharan los empresarios o el sector educativo privado para sacar ventajas particulares ante la situación compleja por la que atraviesa el país.

La LGE no tiene que prometer estrategias de universalidad o gratuidad educativa y en los hechos actúe como un programa vulgar de inspiración neoliberal. El prometer no empobrece, pero cuando no se cumple, el pueblo se decepciona. Decía Joseph Addison: “El hombre debe considerar siempre lo que tiene antes de lo que quiere; la infelicidad viene cuando la realidad no llega”, o bien, cuando la turbulencia pandémica eche abajo las buenas intenciones y coagule el fluir de las acciones institucionales.

Fuente: El autor escribe para OVE.

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El imaginario de lo político-pedagógico en la protohistoria de los pueblos originarios. Apuntes para el debate contemporáneo

Por: José Carlos García Ramírez

 

El imaginario de lo político-pedagógico en la protohistoria de los pueblos originarios. Apuntes para el debate contemporáneo

The imaginary of the political-pedagogical in the protohistory of the original peoples. Notes for the contemporary discussion

 

Resumen

El presente artículo pretende cuestionar la idea eurocéntrica de que los pueblos amerindios no tienen nada que decir, ni aportar a la historia mundial, pues de hace quinientos años fueron considerados, en el imaginario peninsular, salvajes y primitivos. Reconstruir las fuentes políticas de América Latina a partir del proceso protohistórico de los pueblos originarios y descubrir el sentido pedagógico del arte de gobernar así como la importancia de los relatos mítico-simbólicos, son tarea a desarrollar en la presente contribución. Descubrir cómo operan, ciertos referentes universales dadores de sentido y de legitimación de estructuras metapolíticas, pueden coadyuvar a comprender las funciones de las instituciones prehispánicas expresadas en los topónimos. Los imaginarios de poder y política son conceptos estratégicos en la historia de los pueblos originarios. Dichos términos pueden, además, ayudar a entender los problemas de la violencia y la pérdida de valores comunitarios del mundo contemporáneo.

Palabras clave

Amerindia, política, imaginario, poder, educación.

Abstract

This article has the purpose put in question the Eurocentric idea which believes that the original peoples have nothing to say, nor contribute to world history: five hundred years ago, they were considered, in the peninsular imaginary, as wild and primitive. To reconstruct the political sources of Latin America from the protohistoric process of the original peoples based on the pedagogical sense of the art of governing and the mythical-symbolic stories, are a task to be developed in this contribution. Discovering how certain universal referents that give meaning and legitimization of metapolitical structures operate can help to understand the functions of the pre-Hispanic institutions expressed in the toponymy of those regions. The imaginary of power and politics are strategic concepts in the history of original peoples. These terms can also help to understand the problems of violence and the loss of community values of the contemporary world.

Keywords

Amerindian, politics, imaginary, power, education.

 

Introducción

Para los fines de este artículo, utilizo la categoría de protohistoria como referencia a los procesos de comunicación oral que algunas civilizaciones del neolítico experimentaron antes de convertirse, algunas de ellas, en pueblos con escritura propia. Las sociedades ágrafas no necesariamente son culturas rupestres, atrasadas o salvajes: forma, estilos y sobretodo cosmovisiones expresadas a través de lenguaje pictográfico, ideogramas, códices o relatos estampados en la arquitectura o en la alfarería, por ejemplo o bien, relatos transmitidos de generación en generación por algunos portavoces de la comunidad (los más sabios de las comunidades), es otro punto de partida histórico-cultural relevante en la historia mundial, (Wallerstein, 1979: 23, 67, 124-45; Battcock y Limón, 2017: 12-15, 43).

Hablar de América Latina, a través de la génesis constitutiva de las primeras comarcas y ciudades fechadas desde el 1200 a.C. (como lo fue la civilización Olmeca, en Veracruz), implica de manera necesaria aludir al concepto náhuatl de Cem Anáhuac el cual desde hace más de 2000 años se refería al Continente de América, o bien desde hace 1500 años al término de Abya Yala que en lengua kuna, tradición Aimara, también se refiere a las tierras de América. De esa manera, Amerindia, en cuanto que región multiétnica, constituye una columna central en el devenir de los pueblos originarios.

En la literatura  filosófica, antropológica y de estudios culturales, “pueblos originarios» es una denominación colectiva aplicada a las comunidades originarias de América. Corresponde a los grupos humanos descendientes de culturas precolombinas que han mantenido sus características culturales y sociales, lingüísticas y jurídicas, filosóficas y simbólicas. Los términos de “culturas aborígenes”, “pueblos indios”, “comunidades autóctonas”, son terminajos que esconden un sentido colonial y eurocéntrico ya elucidado desde las batallas anticoloniales (Fanon, 1961: 23-29; Leff, 2019: 7-15).

Por tal motivo, la estructura metodológica del presente material inicia interpelando las perspectivas eurocéntricas a través de la cuales se excluyeron o invisibilizaron narrativas históricas de pueblo no-europeos o de regiones colonizadas, como es el caso de los pueblos originarios o amerindios. Después, el presente estudio retoma las cosmovisiones de algunas experiencias de culturas (como la teotihuacana o la inca),  de alto nivel racional. Esas experiencias histórico-culturales fueron recreadas desde los imaginarios colectivos, en cuanto que matrices nativas dadoras de sentido, rigurosidad, valores morales, legalidad y orden sociopolítico. Son el caso de las categorías de política y poder como horizontes estratégicos de reproducción de las instituciones prehispánicas y ejes direccionales de la identidad y los relatos históricos y cotidianos: desde la administración de los rituales, pasando por el ejercicio de la política y la guerra, hasta los juegos y la recreación (López-Austin, 2018: 7).

Por eso, las últimas partes de esta investigación, se enfoca a la elucidación de las instituciones y la forma en que éstas eran legitimadas a partir de la palabra (diálogo o consenso) y el buen entendimiento.

Amerindia en la historia mundial

Paralelamente al hegemonismo o centralismo histórico de la subjetividad moderna europea de Kant (1992: 45-56), Hegel (1972: 234-238) y de O’ Gorman (1999: 53,67-70), es tarea fundamental reconstruir las fuentes históricas de América Latina de manera crítica y más allá del hegemonismo epistemológico eurocéntrico (Dussel, 1992: 14-39). Para tal cometido es urgente reorientar los postulados eurocéntricos excluyentes de modos de vida históricos distintos. Más allá del solipsismo y egocentrismo que han definido la identidad moderna europea, considero importante afirmar las múltiples identidades (tan racionales y legítimas) de los pueblos en sus más variados y diversos devenires en la historia mundial. En efecto, tal afirmación no sólo implica el reconocimiento multicultural, sino también, el respeto y la tolerancia de sus sistemas organizativos, simbólicos, políticos, económicos y normativos.

Bajo la óptica interrelacional de las  distintas  culturas, las áreas  de contacto marcan un profundo acercamiento en la que cada una de ellas se define por su particularidad. Así tenemos que Amerindia, en tanto que columna de las Culturas del Océano Pacífico de América, constituye un modo histórico, social y político, fundamental en las grandes culturas del neolítico.

Al igual que Fenicia, Mesopotamia, Egipto-bantú, India y China, las culturas azteca, maya e inca, siguiendo los comentarios de José de Acosta (1940: 39-42), en  su célebre obra de 1638, Historia moral y natural de las indias, ocupan un lugar racional e históricamente central en la historia de la humanidad. Y no simples modos de vida reducidos, por la cultura hispana, a estados naturales primitivos e infantiles.

Existen dos áreas latinoamericanas de gran trascendencia: la región mesoamericana (Kirchhoff, 2019: 5-7) que culmina con mayas y aztecas y la andina del sur, posteriormente inca. No olvidemos que Mesoamérica y lo que después será el imperio incaico, se constituyeron en aquel proceso por el cual habitantes del Este de Asia penetraron desde hace unos 40 mil años en América por el Estrecho de Bering. 35 mil años después los nómadas comenzaron asentarse en diversas geografías del continente para luego dar origen a las comunidades agrícolas. A partir de esa larga tradición autóctona con influencia neolítica de los navegantes de Polinesia, aparecieron en el extremo oriental las culturas urbanas amerindias en las zonas montañosas: de las cordilleras mexicanas hasta los Andes. Fueron culturas con sistemas políticos altamente desarrollados.

          La complejidad urbanístico-política de esas regiones representó no sólo diseños arquitectónicos con profundas orientaciones cósmico-religiosas, calendarios astronómicos que trazaban los ciclos agrícolas organizadores de la vida privada y pública, registros simbólicos que definían los rituales del poder, las fiestas y las guerras, sino también, estructuras formalizadoras de sistemas administrativos (tributarios) controlados por lo que hoy llamaríamos Estado ( y en el que se manifestaron unidades sociales diferenciadas: el calpolli  (clan intrafamiliar), el tlatoque (gobierno colectivo) o calmécac (escuela de sabios), para el mundo azteca (Milbrath, 1975: 36, 45-48; Florescano, 1998: 34-55). Mientras que para los incas fueron la pataychaqra (comunidad agrícola), el tampu-ayllu (casa del ejército) y el callalli (casa de la escritura o escuela de sabios), según la literatura incaica (De la Vega, 1995: 13, 22, 67-89).

          En efecto, de Alaska a Tierra del Fuego, Amerindia representa no sólo un momento específico de la sabiduría crítica milenaria, sino también, una línea creadora y propositiva de lo político y de sus formas de organización social. Pues considero que así como son importantes en la historia de las ideas políticas  textos clásicos como La República (Platón) o el Ensayo sobre el gobierno civil (J. Locke), también lo son los códices políticos de los tlamatini aztecas o los amautas incas, filósofos de aquellas épocas. Si para Platón el mito fundante de la República estriba en el consenso secreto de los sabios según el cual es necesario construir estructuras de creencia en la que los miembros de la polis acepten el orden y la norma como producto emanado de la divina tetractys o del orden cosmogónico y transmitido por oráculos (Platón, 2012: 45-67), así también ocurre con la fundación con el Mul tepatl o Estado teocrático maya, por ejemplo.

La creencia de que un poder transmundano “exige” el orden del espacio ocupado por los mortales para bien de ellos y de la reproducción del cosmos, constituye la narrativa mítica de cualquier orden político. Locke, desde una perspectiva secularizada en la Europa del siglo XVII, también señalaba que todo orden social debe estar sometido a un poder político constituyente. A diferencia de la “cosmopolítica” de Platón o de aztecas y mayas, Locke interpreta la organización social como un producto humano, en que los particulares le conceden a un gobierno, emanado por ellos mismos, la tarea de administrar las libertades particulares, pero todo en función también de un orden ineluctable.

         Si para la tradición Amerindia el orden social, político, religioso, económico, dependen de “discursos” expresados en topónimos, códices y actos pedagógicos orales, por su parte para Platón y posteriormente Locke, la estructuración de la sociedad es regulada por dispositivos discursivos escritos a través de normas, leyes y Constituciones que tienen inspiración divina (creencia que va de Hesíodo, pasa por Anaximandro y llega a Platón) y humana (perspectiva lockeiana, aunque hay ciertas hipótesis que señalan un secularismo político aparente, pues, Locke también piensa que el entendimiento humano está organizado por cierta divine inspiration).

La matriz nativa

¿Dónde está la ciudad de los dioses?,  ¿cómo es el gobierno de éstos?, ¿se gobierna en nombre del orden divino por miedo al caos? Los dioses viven donde habitan los seres humanos y los tratos que éstos tienen con aquellos no son sino aspectos de los tratos consigo mismo. Donde hay una proyección humana existe una subjetivación mítica, arquetipal. Por eso las historias de los dioses son historia humana (Voloshinov, 1976: 9-14).

Amerindia, al igual que las diversas civilizaciones del neolítico, está atravesada por cadenas discursivas cuya pretensión es interpelar los orígenes y fundarlos en redes de significancias simbólica, genealógica, lingüística, política y económicas. Fundar el orden político  en la parusia de los dioses es producto de una racionalización altamente conceptualizada que desarrollaron los profesionales del conocimiento y del poder político de aquellas épocas. Así, la vida privada y pública de las extensas comunidades azteca, maya e inca, son comprendidas a partir de un cosmopolitismo complejo y provocador.

Tenemos que en el periodo preclásico (de 1800 al 100 a.C.) fueron los Olmecas, en las zonas tropicales del Golfo de México quienes fincaron plataformas elevadas de un kilómetro de extensión. Se trata, en ese caso, de la Montaña Verdadera donde se celebraba el origen del universo, se practicaban los cultos pero, sobre todo, representó el lugar público-político por excelencia pues allí se iniciaban guerreros y se consagraban príncipes. De la misma manera sucedió con los mayas en Palenque, donde  recientemente se descubrió al rey Pakal en el Templo de la Cruz, descifrándose toda una iconografía de la guerra y el poder político fundados sobre estructuras universo celeste (Florescano, 1998: 67-69).

          Así también aconteció en Teotihuacán, el complejo urbanístico más poblado de Amerindia, que en el año 47 d.C comienza la construcción de la Calzada de los Muertos y que es abandonada en el 750 d.C. Teotihuacán, fue considerada la gran ciudad ideal donde la organización política no dependió de autoridades visibles. La organización comunal, la economía de los cultos, el comercio y la normatividad estaban en manos de sacerdotes y guardianes de los teocalli (recintos religiosos de legitimación política) y del Omeyocan (referencia simbólica que alude a la región celeste).

Es importante resaltar que tanto Ometéotl, esencia primigenia o dualidad divina de los aztecas, Alom-Qaholom, Madre-Padre creacionales de los mayas o Cuniraya Huiracocha, Gran Arquitecto de los amautas, constituyen no sólo la genealogía que fundamenta a cada identidad cultural en sus determinaciones etnocéntricas o las racionalizaciones hermenéuticas sobre los diversos fenómenos empíricos (ciclos agrícolas, mediaciones astrales, interpretaciones de los sueños y recuerdos colectivos) públicos y privados sino también y, principalmente, el orden y el poder a partir de la fundamentación mítico-normativa (vivida cotidianamente en los usos y costumbres).

A continuación examinemos dos citas que revelan los contenidos mítico- fundacionales de la matriz nativa (de paso recordemos que quienes lograron la inteligibilidad de la palabra proveniente de las iconografías que tematizaron los momentos cumbres creacionales, fueron los tlamatini y los amautas, los viejos filósofos aztecas e incas): «madre de los dioses, el Dios viejo, yaciendo en el ombligo de la tierra, metido en su encierro de turquesas. El que está en las aguas color de pájaro azul, el que está encerrado en nubes, el Dios viejo el que habita en las sombras de la región de los muertos, el señor del fuego y del año” (León-Portilla, 1979: 93).

En efecto, el «Dios viejo» es Ometéotl, primer principio originario dual. Es Madre y Padre, que en los Códices también se le denomina  Abuelo y  Abuela (García, 2003: 32-34). Es dualidad desplegada en tonal (coyote y tlacuache), potencia/género (masculino-femenino), dimensión espacial (cielo-tierra), dimensión temporal (oscurecer-amanecer), dimensión agrícola (maíz-fríjol), dimensión astral (sol-luna), dimensión económica (siembra-cosecha), dimensión política (gobernante-gobernado). Ometéotl «yace en el ombligo de la tierra» y vive en la palabra constituida como costumbre. Sin él no es posible comprender la lógica de universo, ni tampoco es posible gobernar sobre la tierra, ni mucho menos recordar a los muertos, pues él es «verdad sobre la tierra (neltiliztli tlalticpac)», en otras palabras, la cosmovisión es el origen de la eticidad del espíritu amerindio.

Lo mismo sucede con la descripción que realizan los amautas del Gran Arquitecto inca, Cuniraya Huiracocha o también llamado Pachacámac: «el gran hacedor del universo, del mundo, el que tiene cuanto es posible tener. Suyas son las chacras, suyo es el hombre: yo” (Duviols, 1979: 93). Para los filósofos incas Huiracocha es, metafóricamente, el ave solar que funda los entes o seres comprendidos en la totalidad. Es el principio generativo del universo.  Pachacámac es el orden cosmogónico y «ontoteológico» que siendo unidad divina se despliega polimórficamente sobre sus horizontes de constitución.

Supremo significa divinidad; «fuego» es renovación; «totalidad» es curvatura del universo (es una interpretación parecida a los aztecas cuando hablan del Cemanáhuac o anillo del universo); «tierra» es el lugar de las relaciones intersubjetivas y que define la identidad de la continuidad imperial, política. La tierra es el lugar geopolítico donde se estructuran los mecanismos de interacción social, institucional y de poder; “agua” expresa metafóricamente lo que alimenta la vida humana, pues se dice que Huiracocha “habla con palabras de agua». Sintetiza la relación entre lo inmanente y lo trascendente, lo sacro y lo social.

Las construcciones discursivas de los mitos fundacionales amerindios descubren expresiones que revelan modos de vida en la que sus miembros y usuarios de las cadenas de significancias míticas y metafóricas transmiten creencias y costumbres, comunican normas, alimentan memorias pero, ante todo, reflejan determinada actividad humana, real, sensorial, práctica, objetiva. Efectivamente, eso es lo que constituye la racionalidad del modo de vida de las costumbres y de la actividad política mesoamericana e inca, por ejemplo.

Política de los imaginarios: la guerra y el poder

Los discursos de los imaginarios simbólicos de Amerindia se componen de íconos, glifos y en algunos casos numerales y alfabetos. Los  registros indican los lugares y fechas de asentamientos urbanos trazados en  figuras humanas y de animales, flora y  objetos que están presentes en la cotidianidad. Los dispositivos simbólicos que se encuentran impresos en las tabletas de los Códices y en los tallados de basaltos muestran el orden cosmogónico y de pertenencia. Es importante recalcar que la compleja red de símbolos, suelen ser las fuentes históricas que definen la identidad de cada particularidad cultural de Amerindia. Pero no sólo eso, también dan cuenta de la organización de comarcas, confederaciones y Estados mutiétnicos. Narran guerras, describen movimientos poblacionales y fundamentan los usos y costumbres.

Los Códices son registros que, entre otras cosas, ayudan a historificar las grandes epopeyas de la construcción de comarcas e imperios. Ahí se encuentran los sistemas de administración de justicia, las normas comerciales (tributarias) y, ante todo, se destacan los momentos propicios para la consagración de los príncipes, las formas de conservar el poder político y las estrategias de expansión y lucha militar. Así tenemos que entre los aztecas, mayas e incas las estructuras simbólicas eran racionalizadas y reseñadas analítica y estéticamente en los grandes Códices para después “normativizar” las relaciones intersubjetivas, cotidianas, de los diversos participantes sociales.

          Con justa razón, dice Enrique Florescano, que «la reelaboración mexica de los mitos desembocó en una reconstrucción retrospectiva de su pasado, hecha cuando los aztecas contemplaron sus orígenes desde la cúspide del poder adquirido y decidieron rescribir ese pasado, con un sentido que correspondiera el presente glorioso a un futuro aún más prometedor” (Florescano, 1998: 123-128). Sentirse el pueblo escogido implicaba reconstruir el pasado que dignificara su identidad. El primer dispositivo mítico-simbólico que utilizaron para justificar su epopeya migratoria fueron las figuras mitificadas de Aztlán, lugar norteño que encubría su pasado al que pertenecían históricamente y Chicomóztoc (lugar de las siete cuevas) que representa el origen de las diferentes tribus chichimecas a las que pertenecieron los mexicas o aztecas. Al lograr la fundación de México-Tenochtitlán se echó mano de efemérides gloriosas de la cultura tolteca, diciéndose provenir los mexicas de la ciudad política ideal (Teotihuacán).

Es muy importante recordar que una de las deidades importantes es Huitzilopochtli, pues fue quien los condujo a la tierra prometida. Esa deidad  se caracterizó por su belicosidad y su  deseo de  dominio (de  ahí su enfrentamiento constante con Quetzalcóatl (serpiente emplumada) máxima representación del poder político teotihuacano). Los aztecas se inspiraron en esa deidad (Huitzilopochtli). México-Tenochtitlán se funda, por tanto, en las aporías míticas del destino y al amparo de su dios protector. Sin embargo, históricamente, los aztecas la fundan no por inspiración divina, sino como resultado del conflicto y del tortuoso peregrinar por la periferia de la comarca tenochca, soportando desprecios y humillaciones de los gobiernos de Azcapotzalco, Tezozomoc, Colhuacán, Xaltocan, Chalco y Xochimilco (Florescano, 1998: 35-47).

Las interrelaciones de los diferentes gobiernos se deben a las políticas de demarcación geográfica en el que la guerra constituyó la pieza clave,  pues gracias a ella se reorganizaron las diferentes unidades políticas, se determinaron los linajes, el alto mando militar, la comunidad intelectual (los tlamatini), las instituciones educativas y se establecieron las reglas distributivas del trabajo y la producción. Las mercancías fueron administradas de dos maneras: primero, aquellas que servían para la satisfacción de las necesidades (alimentos), segundo, las que fueron ornamento y cuya función principal fue de tipo religioso-político. Las plumas de quetzal y artesanías realizadas en oro, jade y obsidiana, por ejemplo, eran utilizadas en los rituales de iniciación-ascensión  al  poder  político. Caracoles y  pieles de  animales [ocelotl (tigres) y quauhtlin (águilas)] expresaban el poder militar.

Sin temor a equivocarme, Tenochtitlán fue fundada en el lugar de la piedra de agua alusiva a la tierra vacía, la tierra a colonizar, al nopal (cuyos frutos son los corazones humanos), el águila (representante del poder celestial sobre la tierra) y al atl tlachinolli, símbolo de la guerra sagrada (algo así como la llamada Casa de Guerra de los musulmanes) que nutre al sol y asegura el equilibrio cosmopolítico. Ese símbolo guerrero presupone la referencia del origen fundacional de México-Tenochtitlán (Florescano, 1998: 12-19). Cabe señalar que la piedra de agua no sólo denota una expresión metafórica que indica un proceso de la urbanización, sino ante todo, las instituciones. Tenemos que la partícula atl significa agua y tepetl  expresa tierra sólida. Por lo tanto, Altépetl hace referencia al pueblo asentado en un lugar. Dicho lugar es un espacio público-privado donde se estructuran los mecanismos institucionales, administrativos, coercitivos del mundo de vida azteca.

Bajo esas condiciones apodícticas  de la fundación  se constituyó la institución Estado teocrático gobernado por el sacerdocio. Lo religioso estaba al servicio de lo político, como se advierte con toda claridad ente los mayas y los zapotecos de la época clásica. En todos esos casos «la religión y sus funcionarios son una parte del aparato de legitimación y de gobierno, pero nunca un poder autónomo” (Códice Ramírez, 1989: 37). Por autonomía política debe entenderse la capacidad libre y autosuficiente, capaz de darse leyes a sí mismo. Esa definición de autonomía no era aplicable para los azteca pues no olvidemos que el poder político (aunque estuviese centralizado en un individuo) estaba limitado por las Confederaciones que no eran otra cosa sino la coordinada alternancia de los gobiernos distintos (Mul tepal).

De manera independiente a las complejas estructuras de poder administrativo, “legislativo” (la cláusula del código de Motecuhzoma, por ejemplo, restringía la participación pública del soberano) y jurídico (las leyes del Estado), nunca se soslayó el papel simbólico-religioso. Pues la habilidad de gobernar dependía de las virtudes que deberían ser desarrolladas eficientemente por los responsables del orden comunitario.

De la misma manera sucedió con la formación del imperio incaico que se sustentó en fundamentos cosmo-teológicos. La ciudad de Cuzco se inicia cuando es proclamada por el Padre Sol, Pachamarca (Pueblo del Universo). Huiracocha, Gran Arquitecto o Ave del Cielo, Pachamarca son uno y el mismo. La fundación de K’osk’o (Cuzco) dependió de una especie de teología solar fundadora de los entes que conforman la totalidad cósmica. Los primeros gobernantes sobre la tierra fueron los Reyes quienes, por órdenes de Huiracocha, distribuyeron a los seres humanos en diversas regiones. Más sólo pocos tuvieron el privilegio de habitar la «tierra con el arco del sol” o sea una especie de tierra prometida. Pero no solamente repartieron sobre la faz de la tierra la vida humana, sino también animales y vegetales, montañas y lagos, ríos y mares. En esa distribución natural, también se distribuyeron los oficios y los modos en que los humanos habrían de organizarse y gobernarse.

En la labranza varones y mujeres aprendieron a organizarse y a distribuir el trabajo. El trabajo agrícola constituyó la primera experiencia de participación política. A partir del trabajo comunal se diversificaron las múltiples funciones sociales. A las instituciones educativas representadas por los amautas o filósofos se les nombró Callalli. En ese sentido, se produjeron diferenciaciones de unidades sociales dando origen al aparato del poder político que, además, era legitimado por narrativa mítico-solar (Krumpel, 2015: 39).

Existe poca información que permita la reconstrucción sistemática de las reglas del poder político (a excepción del sistema de vasallaje, judicial y educativo). Lo importante para entender los juegos simbólicos del poder incaico es puntualizando, por ejemplo, la ceremonia de entronización del Inti raimi o el futuro gobernante elegido. Es muy importante recalcar que lo privado era un momento constitutivo de lo público. No había tal divorcio. En efecto lo privado, representado por lo familiar y religioso, superado estaba cuando el primero, gracias a los rituales, se convertía en asunto público, en fiesta del pueblo y, además político. El espacio público-político era administrado por la casta hegemónica incaica.

Instituciones y comunidad de participación

Los organigramas de las estructuras políticas en el mundo amerindio están sustentados por una compleja teología arquitectónica del poder. Para los mexicas (aztecas antes de convertirse en el principal poder imperial mesoamericano) la dialéctica entre ellos y los dioses está representada por el Huey tlatoani (el gobernante-sabio) y Cihuacóatl (pareja del gobernante). Las iconografías del Códice Borgia (2019: 18, 22, 51-53) revelan constantemente diálogos entre él y ella (la pareja siempre dual: día-noche, sol-luna, maíz-frijol) aunque la mayor responsabilidad está cargada sobre los dioses y sus mensajes (destino) para el Huey tlatoani. En los topónimos es interesante observar que dichos diálogos siempre acontecen en espacios o recintos privados. Es en el espacio público donde el varón gobernante aparece como figura central. Cihuacóatl, bajo la simbología mítico-política, es la mujer serpiente o también se le conoce como la Diosa Madre (madre del género humano) que daba siempre a luz gemelos.

Es importante resaltar que Cihuacóatl, según Garibay (Hieden, 1988: 40-42) era el principio femenino del pueblo. Su vínculo material a éste es a través de la serpiente la cual hace referencia última a la tierra (de ahí su parentesco con la Coatlicue, que en la época colonial será llamada Tonantzin-Guadalupe). Pero Cihuacóatl no solamente simboliza la unión del pueblo con el tlatoani, sino que también actúa como eje ordenador de la comunidad por medio del aparato militar. Ella hace referencia a la unidad filial. Ambos constituyen un doble principio de cohesión e identidad.  La milicia,  juega así, un papel central en todos los procesos del orden coercitivo de la sociedad mexica y, representa también, un dispositivo guardián de las fronteras imperiales. En ese sentido, el mito del poder militar encarna en tlacaélel, poderoso señor del ejército azteca.

            Por medio de los diagramas del poder público-privado del reinado azteca, se puede comprender el orden celestial. Aquí cabría señalar la importancia de la “cosmopolitéia” del México-Tenochtitlán. Pues si los dispositivos mítico-simbólicos permiten legitimar estructuras histórico-sociales concretas, entonces, se trata de la ley (divina) en la tierra. Si es así, es comprensible el por qué los aztecas creían en su destino delineado por inspiración divina. Eso permitió que las estructuras del poder político se sustentaran en cadenas complejas de topónimos teológicos. No obstante, es completamente inteligible cuando los funcionarios (sacerdotes) más cercanos al Tlatoani recién investido le indicaban lo siguiente: «ya salió el sol (el soberano) (…) este día se tomó a encender la candela y la antorcha que ha de ser luz de México (…) y has de salir a ver las estrellas para conocer los tiempos y signos de ellas y sus influencias y lo que amenazan. Y saliendo, hagas la ceremonia de bañarte y limpiar y luego contemplar los lugares escondidos de los cielos y los nueve dobleces de él, y juntamente has de descender al centro de la tierra, donde están tres casas del fuego” (Hieden, 1988: 44-46).

En efecto, las «tres casas de fuego» representan los tres niveles sociales del orden político institucional: a) el Huey teocalli que es el espacio público-político por excelencia donde solamente participan el Huey tlatoani, los sacerdotes, y el consejo de ancianos. Es un especie de amalgama que podríamos denominar clase política; b) el Tlacatecalli o fuerzas militares que representan el poder coercitivo y c) el Altépetl considerado célula básica del orden socio-económico. Este último hace referencia a la ciudad. Es el espacio público donde converge el pueblo en general. La «primera casa» administra los poderes político, económico, comercial y simbólico. La «segunda casa» ordena coercitivamente a la comunidad y representa, de manera formal, la constitución del reinado o Estado y sus “normas” morales. La «tercera casa de fuego» no solamente hace referencia al pueblo a través de los calpolli, sino también, a la forma en que son reproducidos en los colectivos comunales los juegos reales del mando y la obediencia.

Existe una polémica a saber: ¿el Huey tlatoani es un emperador –semejante al César– o es un monarca absoluto -a la manera de Hobbes-, en el que se concentra el poder total? o bien, ¿su poder es limitado a través de las confederaciones que, en un sentido estricto, son el poder del pueblo representado por unidades populares calpolli? No olvidemos que el Altépetl se organizó con base al calpolli (grupos interfamiliares) que, a su vez, cada uno de éstos tuvieron su tlatoani o rey local elegido por ellos. El grupo de los tlatoani conformaban la gran Confederación.

Así, los calpolli  y sus representantes fueron una especie de poder social representativo  frente a los administradores del poder político. Tanto en los Anales de Cuauhtitlan y los Anales de Tlatelolco, el poder del gobernante no era absoluto, sino que estaba mediado a través de los órganos populares de participación (Florescano, 1998: 66). En segundo lugar las Confederaciones constituían, a su vez, otros dos órganos centrales importantes: una especie de asamblea electoral y el consejo de ancianos (asesores del Huey tlatoani). La primera tenía como misión nombrar al supremo gobernante y al jefe del ejército (tlacatecuhtli). Por su parte el consejo, además de reservarse la consultoría al gobernante, podía nombrar a doce miembros vitalicios que por su responsabilidad pública, honorabilidad, edad y sabiduría, eran seleccionados. En el Códice Boturini aparecen esos doce sabios consultados por el supremo gobernante. Se trata, en efecto, de los doce tlamatini o profesionales del saber filosófico: la comunidad intelectual (Durán, 1979: 22-28, 64, 88).

Sin embargo, ¿cuáles eran los mecanismos de la política imperial azteca en relación con las demás comarcas o reinados? Su estrategia militar fue de extraordinario proceso de ejecución. En efecto, la primera relación que tuvieron, previo a su asentamiento y después de él, fue de amistad-enemistad. Esta relación era definida por las guerras floridas pues a través de éstas se procesaban los conflictos comunitarios y se reagrupaban las diversas fuerzas o unidades políticas (Monjarás-Ruiz, 2016: 241-248). La política entre los aztecas era entendida en términos de guerra, coercitividad, subordinación y exigía, de los sometidos, reconocimiento al poder imperial. La dialéctica del «imperio-comarca» («amo y esclavo» -recordando a Hegel-) predominó cerca de 250 años, según la crónica de Monjarás-Ruiz (2016: 250-252).  Pero volvamos al interior de las estructuras institucionales del poder en los aztecas.

El espacio público-político era el Huey teocalli (lugar que equivaldría a la Sala de Maat entre los egipcios) en el que solamente participaban gobernante, órganos consultivo y electoral, nobles y sacerdotes. Es también interesante observar que existen dos teocalli: uno dedicado a Huitzilopochtli (en forma de colibrí) y otro a Tláloc que por su simbología también podría ser Quetzalcóatl. Lo interesante de ambos diseños es que sobresale y se impone Huitzilopochtli por encima de las otras deidades. Se trata de la lucha entre dioses. Uno representa el poder sobre la tierra y los otros (que además eran venerados por las comarcas sometidas) sus vasallos. El mito de copil expresa perfectamente cómo Huitzilopochtli o águila imperial se postra sobre el tlepetlque o pueblo.

Un paso más, al conjunto de las «tres casas de fuego» (gobernantes,  ejército y  Pueblo –a través de representantes del calpolli–) formaban el Estado en el que las decisiones eran resultado de un ejercicio participativo entre los diferentes grupos sociales.  En los Códices constantemente aparecen encuentros dialógicos entre los miembros de la casta política representada por el gobernante, sacerdotes, militares y representantes populares. Esa especie de pragmática comunicativa simbólicamente era dibujada en forma de cruz, la cual no solamente reflejaba una simbología mítica, astral y geográfica, sino también, expresaba la cartografía del poder político. Seguramente los responsables del Estado sabían que la educación, basada en una especie de consenso participativo, era condición necesaria para la conservación de la «comunidad de vida” (Altbach, 2015: 152).

En cuanto al mundo político de los incas se refiere, su forma de gobierno también adquirió notable desarrollo de convivencia comunal donde nuevamente la relación entre teología y política fue bastante estrecha. Un pilar del imperio era Sepa-inca, es decir, el gobernante supremo descendiente directo de Inti, el dios Sol, de cuya divinidad participaba profundamente. Se le llamaba también «Hijo del Sol, bueno y amigo de los pobres». A su vez el Inca (el gran gobernante) era acompañado por la nobleza formada por los viejos linajes ubicados en las inmediaciones de Cuzco.

El calendario político era  un calendario cosmogónico (Florescano, 1998: 22). Si así como al Huey tlatoani azteca en su momento de entronización era desnudado, bañado con aceites y flores y separado de la vida pública (durante 22 días), en efecto, también acontecía con el Inti raimi. Acompañado por sacerdotes y nobles era conducido a la Puerta del Sol y allí rendía culto a los Antepasados, especialmente a Huiracocha. Posteriormente era transportado a una cueva o caverna, lugar de los espíritus (Huacas)  y de la luz  (contrariamente al mito de la caverna de Platón donde habitan las penumbras, la ignorancia y el mal). Finalmente era puesto frente a la Pakarina (piedra sagrada), la cual simbolizaba al Antepasado (humano, animal o vegetal -o quizá todos-). Dicha piedra también era conocida como markayok. La pleitesía alcanzaba su máxima expresión cuando éste  dirigía un discurso al pueblo.

Las diversas instituciones político-sociales, económicas y educativo-religiosas estaban fuertemente enlazadas con el campo o ayllu. La tierra no solamente representa el lugar del asentamiento urbano para construir la ciudad y en ella la producción y reproducción de las instituciones y del mundo de vida, sino también, expresa su fuerte atracción simbólica y religiosa. Sin la integración equilibrada entre las fuerzas humanas y las naturales no era posible concebir un orden cosmopolítico (López-Austin, 2002: 10-22; Krumpel, 2015: 19).

Conclusiones

De los aproximadamente 60 millones de habitantes que se calcula había en América en 1492 se eliminó a las dos terceras partes en los primeros 50 años. Pensar no es solamente revalorar y tematizar procesos históricos proveedores de claves para entender el presente, sino también para representar adecuadamente las realidades históricas  que ayuden al debate teórico y a la resignificación crítica de aquellas historias borradas por el relato hegemónico excluyente con el que inicia el sistema-mundo colonial capitalista (Wallerstein, 2016: 11).

Hablar de las fuentes históricas de Amerindia y del papel de “lo imaginario” de las concepciones de lo político, el poder, la educación (en términos de relato oral o testimonio empírico) permite ofrecer herramientas de análisis para entender el pasado y cuestionar el presente. El nacimiento de las ciudades-Estado en casi todas las civilizaciones del neolítico, está en estrecha relación con una especie de culto religioso expresado con dispositivos mítico-simbólicos reguladores de la vida público-política. Pienso que las sociedades amerindias se instauraron sobre las bases de una forma de integración del conjunto de componentes sociales reunidos sobre el territorio. La organización del culto fundó las grandes ciudades.

          Con los santuarios o teocalli, por ejemplo, el culto se estabilizó el ritual hundió sus raíces en el suelo y se convirtió en el lugar de arraigo y en mediación dialéctica entre humanos-dioses, pueblo-gobernante, unidos a una territorialidad concreta o lugar mítico-histórico de pertenencia e identidad (León-Portilla, 1996: 45, 67). Las sociedades amerindias se consolidaron gracias al poder convocatorio de los imaginarios simbólicos administrados por sacerdotes y gobernante, principalmente. Justamente, los mitos, expresados en cultos, fueron capaces de reunir a grupos errantes y comarcas geográficamente lejanas bajo una perspectiva religiosa dominante. Así tenemos que la figura mítica de Quetzalcóatl, por ejemplo, de procedencia teotihuacana y subsumida por el imperio azteca, se extendió por varias regiones del norte del país y alcanzó a influir incluso en el sur maya.

          Por tanto, la cohesión social y territorial fue obra del culto a través de juegos de conflictos y alianzas. Sólo por mediación de los rituales se pudieron lograr acuerdos, repartos y exclusiones que configuraron las fronteras espaciales y sociales de los complejos urbanos amerindios. Algo similar también ocurrió en otras civilizaciones, por ejemplo, los griegos de la época clásica llamaron al territorio donde se asentaron los habitantes ónfalos (ombligo de la casa). Ese lugar era un símil del espacio donde habitaban Zeus y todos los dioses inmortales. El ónfalos es lo común a todos (ta koiná). Por tanto, ese lugar es donde todas las cosas comunes se debaten por todos los miembros de la comunidad de ciudadanos (demos). Ahí también no sólo rigió la isonomía o igualdad entre los ciudadanos de la polis, sino también, los motivos mítico-cósmicos: la divina tetractys griega (González, 2004: 26-29).

          Es importante resaltar que lo político no sólo fue considerado como un monopolio del poder, la coacción (a través de tributos de las comarcas al imperio) y la violencia (por medio de las guerras), sino también como un oficio respetable y responsable del gobernante con respecto a sus gobernados. Aunque los pueblos amerindios no construyeron la terminología de lo político, en el sentido “moderno” que hoy entendemos, sin embargo, se deduce su significado a partir de otros elementos conceptuales (“servir”, “hacer justicia”, “posee las cosas de los hombres”, “cuida lo que es común de todos”) siempre referidos a la organicidad de la vida, de comunidad y a la reproducción simbólica de la política a través de la educación (De la Torre, 2019: 58-66).

Para ir concluyendo, quiero citar un párrafo que denota una visión altamente desarrollada sobre el acto político-pedagógico que tuvieron los fundadores originarios de América. Se trata de una censura realizada por el consejo ancianos de la comunidad Cúes al noreste de Michoacán y que data pocos años antes a la destrucción de México-Tenochtitlán (1521). La censura tiene que ver con la responsabilidad ética e histórica del gobernante. Dice así: «Sé obediente y trae leña para los Cúes (…) entra en la casa de los papás a tu oración y retén los vasallos de nuestro dios Kuricaveri que no se vaya a otra parte, y no comas tú sólo tus comidas, más llama a la gente del común y dales de lo que tuvieres; con esto guardarás la gente y la regirás (…) papá mayor, Señor mío, mirad cómo os a honrado vuestros caballeros y vasallos; pues ya sois señor confirmado, habéis de tener mucho cuidado de ellos (…) habéis de mirar que no sean agraviados (…) los habéis de amparar y defender y tener en justicia, porque todos sus ojos están puestos en vos. Sois los que los ha de regir y dar cosas en las cosas de guerra, tengás mucho cuidado, has andar al sol y a la tierra” (Relaciones de Michoacán y Motolinía, 1972: 10, 23, 25).

A partir de la cita textual anterior, como bien señala Enrique Florescano (1998, 34-42), el acto político-pedagógico entre la mayoría de los pueblos originarios, tenían como fundamento organizacional cosmogonías dadoras de sentido simbólico, moral e histórico. No podía entenderse relaciones históricas de vida, si no existían referentes mítico-simbólicos los cuales organizaban la vida social, bélica, productiva de las comarcas amerindias. Ese proceso organizacional estaba sustentado en prácticas pedagógicas comunitarias. El proceso educativo era central no solo para reproducir las relaciones históricas entre los gobernantes y gobernados (pueblo, el Altépetl –azteca–), sino también para darle sentido a las prácticas cotidianas de la comunidad. El respeto a la otredad, la conservación de la vida comunitaria, el equilibrio entre la vida natural y comunal y la justicia, en términos de respeto, diálogo y participación equitativa del pueblo en los asuntos públicos, representan, sin duda, claves del pasado que pueden servir hoy en día para discutir el rumbo o el sentido de la humanidad en un mundo contemporáneo donde la violencia y la incertidumbre prevalen a escala mundial.

 

Referencias

 

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Fuente: El autor escribe para OVE

 

 * Licenciado y maestro en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Doctor en Humanidades por la Universidad Autónoma Metropolitana. Escritor e investigador en las líneas de envejecimiento poblacional, epistemologías críticas e investigación educativa tecnológica. Profesor en el Tecnológico de Estudios Superiores de Chimalhuacán, México e Instituto McLaren de Pedagogía Crítica. Correo electrónico: mzen357@yahoo.com.mx

 

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Coronavirus: ética y tecnologías del futuro

Por: José Carlos García Ramírez

 

A la memoria de las y los galenos caídos en cumplimiento de su amor a la hermana humanidad ante el Covid-19.

A las enfermeras, urgenciólogos, camilleros, personal de intendencia, médicos, paramédicos, administrativos de México y de todo el mundo por ser verdaderos héroes, patriotas y humanistas.

A ellos y ellas, por siempre respeto y eterno agradecimiento. 

 

La peste

Hoy en día los habitantes del planeta Tierra atravesamos una larga noche lúgubre: el cautiverio, en la mayoría de la gente, ha servido para interrogarse a sí mismo sobre su historia de vida particular, familiar, laboral, pero también sobre la condición humana, la fragilidad de la vida y de cómo será el mañana una vez que se reanuden paulatinamente las actividades cotidianas. Es seguro que ya no seamos los mismos: o bien, aprendemos a ser responsables y generosos o volveremos a la “normalidad” pasada para seguir siendo brutales y mezquinos.

Probablemente en los meses y años por venir nos enfrentaremos a otro tipo de peste: la peste emocional, es decir, no sólo las epidemias biológicas amenazan sino también las morales. Las epidemias morales muestran lo peor de las sociedades, lo nauseabundo de la condición humana. Comentaba, en su obra “La náusea”, el filósofo francés, Jean Paul Sartre: “El infierno está en la avaricia mezquina de aquellos hombres que infectan todo con prédicas misántropas: sálvate y olvídate del resto”.

El Coronavirus desnuda la fragilidad humana, exhibe la tremenda corrupción de gobiernos depredadores de los sistemas de salud pública, muestra la inmoralidad de las innovaciones científicas y tecnológicas puestas al servicio de fines militares ecocidas/genocidas y demuestra cómo el género humano quiere caer en un pozo sin fondo al destruirse a sí mismo.

Cuando pase la peste virulenta, lo deseable es que los pueblos del orbe nunca olviden la primera lección letal de este siglo provocada por el Coronavirus. Albert Camus, novelista argelino-francés, en su célebre novela “La peste”, decía: “El único medio de hacer que la gente esté unas con otras es mandarles la peste”.

¿Por qué sólo en las tragedias o en las catástrofes, el ser humano puede ser capaz de ayudar y dar la mano al prójimo? Las pandemias o las pestes, tienen que aparecer para que el humanoide aprenda a valorar la vida. No es el odio ni la indiferencia las que salvan, sino la compasión y cooperación las que humanizan.

Tiempos difíciles

“No hay nada tan fuerte ni seguro durante una crisis en la vida como la verdad”, decía Charles Dickens, al denunciar a quienes provocan enfermedades y pobreza.

El presidente de Francia, Emmanuel Macron y su homóloga la Primera Canciller de Alemania, Angela Merkel, defensores del sistema vigente, han reconocido que en cuanto pase la pandemia, habrá que pensar y hacer cosas para reducir la explotación de la naturaleza, combatir los experimentos científicos con humanos y otras especies, así como generar mejores condiciones de vida para sus ciudadanos.

Recientemente, la República Popular de China, una vez que lograron reducir la curva de contagios y decesos provocados por el Coronavirus, emitió una enmienda constitucional al Artículo 35 en donde se exige promover una “comunidad de destino compartido para toda la humanidad”. La China comunista que en la práctica tiende al capitalismo, tendrá que definir en el futuro inmediato una nueva economía política: ¿será posible lograrlo ante la lucha hegemónica por los mercados mundiales, frente a Estados Unidos y Rusia?

Jean Jacob Rousseau, advertía que los seres humanos son fuertes si están juntos y débiles si están separados. El pacto social es fundamental para restablecer relaciones de convivencia. Con el Coronavirus, pareciera descubrir algo relevante: urge un “contrato social mundial”. Los problemas mundiales requieren una solución mundial, acordada entre todos los países. Sólo así se podrá ir desprivatizando la salud, la educación, el esparcimiento lúdico, los fármacos, las tecnologías.

Decía Gandhi, no hay peor enfermedad que la pobreza. La agencia de políticas de desarrollo, Oxfam, presente en 94 países y asesorada por científicos del MIT (Massachusetts Institute of Technology), proporcionó en el 2019 los siguientes datos: el 1% de la humanidad controla más de la mitad de la riqueza del mundo. El 20% más rico posee el 94,5% de esa riqueza, mientras que el 80% debe conformarse con el 5,5%. Es una profunda desigualdad que traducida éticamente significa una injusticia perversa.

Ética y tecnologías del futuro

A la famosa TINA (There Is No Alternative), “no hay alternativa” de la cultura del capital, debemos confrontar una TIaNA (There Is a New Alternative), “hay una nueva alternativa”. Si hasta ahora la prioridad estaba centrada en la riqueza acumulada en pocas manos a costa de la expoliación de la naturaleza y del desprecio del trabajo humano, en esta segunda será la vida en su gran diversidad, también la humana con sus muchas culturas y tradiciones la que organizará la nueva forma de habitar la Casa Común.

Es impensable para el futuro pensar la ética sin desarrollo tecnológico y viceversa. La ética no es un catálogo de buenas intenciones, ni mucho menos se reduce a perspectivas individuales o subjetivas locuaces de que cada quien define lo bueno y malo. La ética es reflexión y acción sobre las cosas que hacen que la vida humana y de todo ser vivo sea reproducida, respetada a partir de principios factibles necesarios para la sobrevivencia y sostenibilidad de la Tierra.

Toda praxis política, cultural, económica y tecnológica tienen que ser direccionadas por principios éticos. Son éstos últimos los que empezarán a definir el futuro de la humanidad.

Seguramente habrá una gran discusión de ideas sobre qué futuro queremos y qué tipo de Tierra queremos habitar. Con el Coronavirus sobre la espada del mundo, se tiene que definir qué futuro estaremos dispuestos a construir: felicidad o tragedia, desarrollo humano para todos o riqueza para pocos, capitalismo “natural” y “verde” o procesos emancipatorios de tercera generación como pronostican Alain Badiou y Slavoy Zizek.

Ciencia, tecnología e innovación no deberán estar más al servicio de producir “cucherías” y artículos de confort los cuales contaminan y destruyen el planeta.  El premio Nobel de economía, Joseph Stiglitz, ha dicho con razón: “tendremos una ciencia no al servicio del mercado, sino el mercado al servicio de la ciencia”. Pero hoy, ante el contexto pos-pandémico (Covid-19), añadiría: “ciencia y tecnología al servicio de la vida”.

No saldremos de la pandemia del Coronavirus como entramos. Seguramente habrá cambios significativos en las tecnologías, tal vez incluso estructurales. Se buscará energías alternativas a las fósiles, menos impactantes para los ecosistemas. Se tendrá más cuidado con la atmósfera, las aguas y los bosques. La protección de la biodiversidad será fundamental para el futuro de toda la comunidad de la vida.

Es imposible imaginar transformaciones realizadas de un día a otro. Es comprensible que las fábricas y las cadenas de producción quieran conservar modelos eficientistas y agresivos para el trabajo y la naturaleza, los cuales no serán aceptables.

Deberán someterse a un proceso de reconversión en el que todo el aparato de producción industrial y agroindustrial, deberá incorporar el factor ético-ecológico como elemento esencial. La responsabilidad social de las empresas no es suficiente. Se impondrá la responsabilidad socio-ecológica como imperativo categórico.

Enrique Fernández Fassnacht, ingeniero y fisicoquímico mexicano, en su artículo “Una mirada a los desafíos de la educación superior en México”, señala acertadamente: “El reto, para el presente y para los años por venir, es resolver esos problemas desde una perspectiva integral, sostenible y sistémica, que facilite que los beneficios de este nivel educativo se extiendan a todos los sectores sociales y económicos”.

Hoy más que nunca la independencia tecnológica mexicana tiene que constituir un pilar central en el proyecto nacional mexicano. Depender de tecnologías y patentes extranjeras por siempre, hacen que el futuro quede cercenado y no se tenga capacidad para enfrentar los retos que pueden poner en riesgo no sólo la economía del país, sino la vida de los mexicanos. Las tecnologías para la salud son un área de oportunidad olvidada.

El Coronavirus es un buen maestro de la historia: exige tener conciencia de la responsabilidad interpersonal, tecnologías adecuadas para futuras mutaciones de virus y estrategias factibles, como dice, Fernández Fassnacht, donde la educación y la apropiación social del conocimiento estén al servicio del desarrollo nacional, así como de la integración mundial por construir una Casa Común para los ciudadanos de este planeta.

*   Tecnológico de Estudios Superiores de Chimalhuacán/Instituto McLaren de Pedagogía Crítica: mzen357@yahoo.com.mx

Fuente: El autor escribe para OVE

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