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Ofensiva contra la ciencia

Por: Javier Sampedro

El rechazo a las vacunas, el ataque a los transgénicos o la negación del cambio climático son la nueva versión del viejo ataque a la ciencia.

Desde el tribunal eclesiástico que juzgó a Galileo para hacerle desistir de sus conclusiones experimentales, la ciencia lleva más de cuatro siglos dándose de bofetadas con los señores del lado oscuro. Visto desde hoy, cuesta imaginar por qué las teorías de Copérnico, Kepler y el propio Galileo no fueron aceptadas de inmediato por su inmenso poder explicativo. Como decía el astrofísico Carl Sagan: “Me pregunto cómo es que apenas ninguna religión ha mirado a la cienciay ha concluido: ‘¡Esto es mejor que lo nuestro! ¡El universo es mucho mayor de lo que dijeron nuestros profetas, más sutil y elegante!”.

Por ejemplo, Dawkins desarrolló en los años ochenta un argumento chispeante contra el “diseñador inteligente” de los nuevos creacionistas, que deducen la existencia de Dios a partir de la complejidad de sus criaturas. Pero un diseñador inteligente, aduce Dawkins, debe ser aún más complejo que las criaturas a las que pretende dar explicación, luego no les da ninguna. Es un razonamiento brillante, a la altura de su autor.

El problema con todo esto, naturalmente, es que un individuo irracional no atiende a razones. Las personas religiosas se basan en la fe, no en el argumento. Y este mismo es el problema con las otras religiones, las creencias modernas que han sustituido la catequesis por una serie de credos laicos, como la fe en la madre naturaleza, el repudio a la tecnología opresora y los hechos alternativos que emanan de la Casa Blanca como versículos del Evangelio. Los meros argumentos racionales no van a parar esto. No lo han hecho nunca, y no lo van a hacer ahora.

“Os metéis con la homeopatía cuando no le ha hecho nada a nadie”, decía un whatsapp que circulaba el otro día. No sé quién es su autor, pero tiene una exquisita mala uva. La homeopatía, en efecto, no le ha hecho nada a nadie, ni podría hacérselo. Un producto homeopático, según los textos fundacionales de esta sandez, no es más que agua pura y cristalina, con algo de cloro si sale del grifo. Esta religión moderna consiste en diluir una sustancia dañina en tantos órdenes de magnitud que al final no puede quedar una sola molécula de ella. Es increíble que una idea tan estúpida se haya generalizado de tal forma. Pero así es (véase artícu­lo adjunto).

La homeopatía no es más que una estafa. Una cuestión más grave, por supuesto, es que el chamán convenza al paciente de que tiene que dejar su tratamiento médico para abrazar el elixir fraudulento. Ahí muere gente, y los tribunales pueden actuar. Pero, cuando no se llega a esos extremos, o no muy frecuentemente, los productos homeopáticos seguirán gozando de una estantería vistosa en la farmacia. Es avalar una estafa, pero los políticos parecen estar acostumbrados a esa práctica, a juzgar por sus (nulas) iniciativas para erradicarla. Fácil: la mayoría de los españoles creen en la homeopatía, y no están los tiempos para perder votos.

Vacuna experimental contra la gripe aviar desarrollada en la Universidad de Maryland en 2005. ampliar foto
Vacuna experimental contra la gripe aviar desarrollada en la Universidad de Maryland en 2005.  GETTY
 El rechazo a las vacunas es a la vez más complicado y más grave. Hace décadas que los abogados de colmillo más aguzado aguardan apostados a la salida de los hospitales norteamericanos a que salgan los familiares de los pacientes que han muerto. Una vacuna puede proteger al 80% o al 90% de quienes la reciben, y eso deja un margen jugoso del 10% o el 20% al que los letrados pueden agarrarse para plantear una demanda. Contra el médico, contra el hospital o contra la empresa farmacéutica que ha descubierto la vacuna.

Si nada de eso funciona, el abogado siempre puede aducir cualquier falacia que circule por la Red o sus alcantarillas, como por ejemplo que la vacuna que le han puesto a tu hijo causa autismo. Es mentira, y de la peor clase —ignorante e interesada—, pero ha causado unos daños profundos al sistema global de salud. En los años 2000, estas prácticas de leguleyos llegaron a vaciar a Estados Unidos de las firmas farmacéuticas que, como Pasteur o Glaxo, habían apostado por las vacunas. Esto fue un desastre que todavía no hemos superado del todo.

La esperanza media de vida de los países occidentales se duplicó en el siglo XX (de los 45 a los 90, redondeando un poco) debido a las tres patas esenciales de la lucha contra la infección: el alcantarillado, los antibióticos y las vacunas (hoy habría que añadir los condones, seguramente). Las zonas deprimidas de África y Asia siguen necesitando esos avances, contra las enfermedades antiguas y contra las que puedan surgir, y sin la investigación privada no parece posible.

Además, los gestores de la salud pública coinciden en que sin medicina preventiva no hay futuro. La esperanza media de vida occidental sigue aumentando a un ritmo lento pero constante de un par de años por década, pero la razón principal es la mejora en el tratamiento del infarto (que sigue siendo el gran matarife en el mundo desarrollado, por encima de todos los cánceres juntos). Esos sistemas son caros e imperfectos, pues rara vez devuelven al paciente su calidad de vida anterior. El sistema sanitario actual, sea público o privado, no es sostenible. Hay que apostar a fondo por la medicina preventiva.

Y las vacunas son medicina preventiva por definición. Se las pinchas a la población de riesgo y evitas que desarrollen unas enfermedades que, de haberse producido, habrían supuesto un tormento para el paciente y una sangría para los presupuestos sanitarios. Las artimañas jurídicas de los tiburones significarán a la larga un horrible aumento del gasto público y un estorbo para el avance de la investigación biomédica. Es obvio que los políticos pueden hacer mucho para animar a la Big Pharma a investigar en vacunas. También lo es que no está en su agenda de prioridades.

Lo que hasta ahora está salvando a estos abogados, y a los padres que se niegan a vacunar a sus hijos, de un buen embrollo civil o incluso penal es un efecto estadístico bien conocido de los epidemiólogos. Frenar la propagación de un virus no requiere vacunar a toda la población. Basta con vacunar a tres de cada cuatro. Lo que haga el cuarto individuo da igual a efectos epidemiológicos. Así que los hijos de los antivacunas están protegidos contra las principales enfermedades infecciosas gracias a los demás padres, los que sí vacunan a sus hijos. Puede parecer una paradoja, pero no son más que matemáticas.

El rechazo a los alimentos transgénicos —otra de las religiones de nuestro tiempo— plantea cuestiones aún más complejas e interesantes que el creacionismo, los pseudofármacos y las vacunas. Es curioso que una humilde semilla sea más importante que Dios padre, pero así son las cosas.

La mayor parte de la gente cree que hay una polémica científica sobre la seguridad para la salud de los transgénicos. No la hay. Todos los científicos y biotecnólogos de plantas coinciden en que los transgénicos son seguros para la salud, y también para el medio ambiente. Si llevan décadas investigando en ellos es porque, además de haber descartado esos riesgos, están convencidos de que los transgénicos son el mejor modo de incrementar el contenido de vitamina A del arroz — la base de la alimentación de media Asia, pobre en ese compuesto esencial—, crear variedades de las principales plantas de cultivo tropicales que sean resistentes a la sequía, y que por tanto gasten menos agua, ralentizar la oxidación que arruina la fruta, para una gestión más eficaz y sostenible de muchas plagas, sobre todo las enfermedades virales que arruinan las cosechas de varios países africanos, en fin.

En el caso del rechazo irracional a los transgénicos, los grandes responsables han sido los grupos ecologistas, con especial mención a Greenpeace, que lleva décadas poniéndolos entre sus tres o cuatro líneas estratégicas, a la altura de los residuos nucleares o el cambio climático. “Los ecologistas se oponen a los transgénicos porque tienen la panza llena”, me dijo en una entrevista el padre de la revolución verde, Norman Borlaug.

Tenía razón. Greenpeace ha conseguido intoxicar (ideológicamente) a la población occidental, y que Europa tenga una legislación absurda y retrógrada sobre los transgénicos. En el fondo eso da igual. Los países que verdaderamente los necesitan, como China y varios de África tropical, llevan años investigando en sus propios transgénicos. El largo brazo de Greenpeace no llega allí. Malo para la contaminación, bueno para la ciencia.

El negacionismo climático no es muy distinto de las religiones anteriores. Todas consisten en cegarse a la evidencia, inventar una realidad paralela e infectar a la mayor parte posible de la población con ella. Todas acabarán fracasando —la realidad es tozuda—, pero nadie sabe cuándo. Nuestro cerebro no está hecho para el pensamiento científico: pensar así nos cuesta Dios y ayuda, y poca gente está dispuesta a esa tortura. Habrá que inventar algo.

Fuente: http://elpais.com/elpais/2017/06/16/ciencia/1497616571_649155.html

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El irresistible encanto de las matemáticas

Por: Javier Sampedro

El último premio Abel revela de nuevo la importancia de esa disciplina para nuestra vida y nuestra comprensión del mundo.

El matemático y escritor Ian Stewart dice que una inversión decidida en investigación matemática empujaría el avance del conocimiento mucho más que un megaproyecto genómico o el último superacelerador de partículas. Es la envidia del matemático frente a los grandes presupuestos que exhiben (a veces) la física y la biología. Pero, pese a ese retintín tan inglés que molestará a más de un lector, es muy probable que los números den la razón a Stewart. Un buen ejemplo es el último premio Abel, el ciudadano del mundo Yves Meyer. Lee en Materia cómo las ideas de este matemático han cambiado nuestro mundo, desde los formatos de compresión de la información que nos permiten ver películas hasta la detección reciente de las ondas gravitatorias, la gran predicción de Einstein. La provocación de Stewart se puede entonces replantear así: ¿qué pasaría si tuviéramos cien Yves Meyers en vez de uno? Haga el lector la cuenta.

La mayor parte de la gente cree sinceramente que las matemáticas son incomprensibles, y hay que disculparles si tenemos en cuenta la educación matemática que han recibido. El físico Stephen Hawking formuló lo que yo llamo Ley de Hawking en el prólogo de su libro superventas Una breve historia del tiempo: cada ecuación que introduces en un libro reduce las ventas a la mitad. Pese a que las matemáticas son el fundamento de nuestra comprensión del mundo, y del mundo en sí mismo, todos nos esforzamos por ocultarlas, no vayan a expulsar al lector hacia la sección de deportes. Pero hay una fórmula mucho mejor que esconderlas: explicarlas.

Un tratado de metafísica, una encíclica papal o el discurso de un candidato pueden ser incomprensibles. Las matemáticas no pueden serlo. Son la ciencia de la estructura, el orden y la relación. Parten de los axiomas y operaciones más simples e indiscutibles para deducir verdades necesarias. Están obligadas a hacer explícito cada uno de sus pasos y procedimientos. Son la materia más trasparente que ha concebido la mente humana. A cualquier estudiante de bachillerato le bastaría sentarse media hora con un lápiz y un papel para demostrar por sí mismo el teorema de Pitágoras. El problema es que ninguno de nosotros tiene media hora, ¿verdad? Estamos demasiado ocupados retuiteando lo que otros ya retuitearon.

Entender el último premio Abel, que trata de las ondículas (wavelets) no es fácil. Requiere tiempo, ganas y concentración. Si se dan esos tres milagros, sin embargo, la experiencia puede resultar muy recomendable. He aquí un par de pistas: 1 y 2. Un planazo para el finde.

LA CIENCIA DE LA SEMANA es un espacio en el que Javier Sampedro analiza la actualidad científica. Suscríbete a la newsletter de Materia y lo recibirás cada sábado en tu correo, junto con una selección de nuestras mejores noticias de la semana.

Fuente: http://elpais.com/elpais/2017/03/24/ciencia/1490383798_442205.html

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Los Líquenes ya no son lo que estudiaste

Por Javier Sampedro
Tal vez sea el caso de simbiosis más célebre de la biología en su conjunto. El lector lo recordará de sus clases de ciencias naturales: los líquenes, de los que hay unas 15.000 especies, consisten en una asociación simbiótica de un alga y un hongo. Pero hoy es uno de esos raros días en que es preciso cambiar los libros de texto, porque los científicos acaban de descubrir un tercer componente del consorcio, una levadura que, por mentira que parezca, se había escapado hasta ahora de la lupa analítica de siglos de estudios y decenas de generaciones de estudiosos.
El investigador posdoctoral Toby Spribille y sus colegas de las universidades de Montana en Missoula, Uppsala (Suecia), Graz (Austria), Purdue (Estados Unidos) y el Instituto Canadiense de Investigación Avanzada en Toronto han tenido que emplearse a fondo no solo con observaciones microscópicas, sino también genómicas, para pillar in fraganti al tercer hombre de la asociación simbiótica. Su espectacular descubrimiento merece la portada de la revista Science, un infrecuente reconocimiento para un trabajo de índole más bien taxonómica, como los que hacía Linneo en el siglo XVIII.
“Esto supone una bonita sacudida de lo que sabíamos, o pensábamos que sabíamos, sobre la simbiosis del liquen”, comenta Spribille. “Nos fuerza a una revaloración de las suposiciones más básicas sobre la manera en que se forman los líquenes, y sobre quién hace qué cosa en la simbiosis”.
El científico cuenta que el punto de partida del trabajo fue su intento de averiguar por qué dos especies de liquen muy estrechamente relacionadas, ambas comunes en Montana, exhibían una diferencia drástica: una es tóxica para los mamíferos y la otra no. Los análisis de ADN no habían hecho más que profundizar el misterio, porque las dos especies presentaban unos genomas idénticos. O eso parecía.
La explicación del descubrimiento requiere una mínima introducción a los elementos de la biología molecular. Los genes están hechos de ADN, la famosa doble hélice (gatacca…), pero activarlos implica abrir la doble hélice y sacar una copia de una de sus hebras. Esta copia no es de ADN, sino de una molécula similar con una sola hebra, llamada ARN. Si uno analiza el ARN de una célula está, por tanto, examinando de forma indirecta los genes que están más activos en esa célula.
Y eso es lo que hicieron Spribille y sus colegas: analizar el ARN de las dos especies de líquenes. Y ahí sí que saltó a la vista una diferencia bien notable. Porque el ARN no correspondía solo al hongo conocido de la simbiosis, sino también a otro tipo de hongo –una levadura— que había pasado por completo inadvertido durante un siglo y medio. Más aún: la especie de liquen tóxica contenía mucha más cantidad de esa levadura que la especie inocua.
Como las células de la levadura son minoritarias, se habían escapado al análisis de ADN (pues solo hay una o dos copias de ADN por célula). Sin embargo, si algunos de sus genes están muy activos, pueden hacer cientos o miles de copias de ARN por cada una de ADN. Esa fue la clave del éxito. Y, en efecto, es la levadura la que explica que un liquen sea tóxico y el otro no, pese a que por todo lo demás son idénticos.
Hasta ahí la historia de los dos líquenes de Montana. Pero los investigadores sospecharon que el tercer hombre no era ninguna peculiaridad de Montana, y buscaron la levadura en muestras de líquenes de todo el mundo, de Japón a la Antártida pasando por Latinoamérica o Etiopía. Y, en efecto, allí estaba también su tercer hombre, como un componente generalizado, si no universal, de la simbiosis más famosa de la biología.
“Está por todas partes”, dice otro de los autores, John McCutcheon. “Esta cosa, básicamente, ha estado escondida delante de las narices de todo el mundo durante más de 100 años; la gente probablemente estaba mirándola de frente, y pensaban que sabían lo que estaban viendo, pero en realidad estaban viendo otra cosa”.
Los libros de texto tardarán algún tiempo en cambiarse. El lector debería aprovechar bien esos meses: será una de las raras ocasiones en que pueda corregir a su hija cuando vuelva del cole.
(Por Javier Sampedro, publicado en elpais.com)
Fuente: http://www.radiopolar.com/noticia_122362.html
Imagen tomada de: http://3.bp.blogspot.com/-vAYwriXmkoQ/VDrvj4qb52I/AAAAAAAACFA/EOjqcNYTh6I/s1600/DSCN8478.JPG
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Niño, cómete las acelgas

España/08 junio 2016/Autor:Javier Sampedro/Fuente:El País

El cerebro infantil lucha entre su apetencia por el dulce y los consejos dietéticos de la madre

Una sociedad opulenta no siempre encaja con la naturaleza humana, que evolucionó en un contexto mucho más magro. Nacemos programados para comer dulces, grasas y todos los alimentos hipercalóricos que arruinarán nuestra salud futura, y cada vez es más esencial que el niño aprenda a controlar esas apetencias insalubres. Una investigación neurológica aclara ahora cómo se desarrolla el principal mecanismo de compensación: el niño incorpora un modelo del tipo de alimentos que le aconseja su madre, y dos partes de su cerebro luchan entre el deseo salvaje del pastel y el discreto encanto de la acelga que ha aprendido de mamá. He aquí el aprendizaje nutricional en acción.

En su alegoría del auriga, Platón representa el alma humana como un carro tirado por dos caballos, uno ruin y otro noble, que simbolizan la pasión desbocada y el impulso racional. El conductor (auriga) pasa las de Caín para evitar que cada caballo tire para su lado y llevar el carro a buen puerto. En términos neurológicos, el caballo ruin es el córtex prefrontal ventromedial, un módulo cerebral implicado en los circuitos del placer, o de la recompensa. Y el caballo noble es el córtex prefrontal dorsolateral, una región responsable del autocontrol. Todavía no sabemos exactamente dónde está el auriga –y hasta es posible que no exista—, pero eso es irrelevante para el actual estudio.

Amanda Bruce y sus colegas de la Universidad de Kansas han estudiado a 25 niños de 8 a 14 años de edad con una combinación de pruebas psicológicas de comportamiento e imágenes de su cerebro en acción con resonancia magnética funcional. Les han pedido, para empezar, que puntúen 60 alimentos (manzanas, coles, patatas fritas, gominolas y así hasta 60) según dos criterios: si les gustaría comérselos y si a su madre les gustaría que se los comieran. También han examinado la actividad de su cerebro mientras tomaban esas decisiones penosas.

Los resultados, que presentan en Nature Communications, muestran que la elección del niño se debe a una combinación de sus apetitos salvajes con lo que, según entienden, su madre habría elegido para ellos. La resonancia magnética ha demostrado luego que la activación del córtex prefrontal ventromedial (el caballo ruin) se correlaciona con las preferencias personales del niño; y que la activación del córtex prefrontal dorsolateral (el caballo noble) lo hace con las preferencias de la madre que el niño ha internalizado. Bien por la alegoría del auriga.

Pero hay un tercer resultado que se le escapó por completo a Platón: que la actividad del caballo noble reprime a la del caballo ruin. Esto, desde luego, alivia de forma considerable el esfuerzo del auriga. El caballo noble, en realidad, le da hecha buena parte del trabajo y, si se activa de manera vigorosa, garantiza por sí solo que las dos bestias tiren en la misma dirección. Como vimos antes, es posible que el auriga no exista, es decir, que no sea más que un sistema emergente formado por caballos autónomos.

En cualquier caso, los resultados revelan la importancia clave de los mensajes que la madre –o el conjunto de los padres y los educadores— transmiten a su desconcertada prole. Incluso a una edad tan temprana como los ocho años, y tal vez incluso antes, esos mensajes van a formar parte de su cerebro, literalmente. Así que, aunque a la niña le gusten los pasteles, los padres deben insistir en que se coma las acelgas. Aunque no lo haga, pero díselo.

Fuente:

http://elpais.com/elpais/2016/06/07/ciencia/1465288012_134774.html

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Un mundo perdido de tragalibros y aguaferias

Por Javier Sampedro.

Paseantes, compradores, cazadores de firmas, obras escondidas, narradores, poetas, ensayistas, dibujantes, así es el retrato del ecosistema de la feria madrileña.

¿Has ido en el metro un lunes a las ocho de la mañana? Pues así estaba ayer a mediodía la línea roja que te lleva al Retiro. Daba gloria ver esos flujos humanos apeándose de los vagones y saliendo de la estación por oleadas, huyendo de la oscuridad ordinaria hacia una tierra prometida de conocimiento y luz, hacia ese mundo perdido en que la gente compraba libros y hasta los leía, en que el saber se medía en páginas contadas una por una como las gemas de un tesoro. ¿Es que habéis recuperado aquella cordura antigua, gentes de Madrid? ¿Y dónde estabais el resto del año?

Por si fuera poco con el atasco de talentos que asoman la cabeza desde sus casetas con un bolígrafo ocioso en la mano derecha y el whatsapp raudo en el pulgar izquierdo, reconozco entre los visitantes incógnitos a Vladimir Flórez, Vladdo, el célebre caricaturista colombiano, que acaba de llegar de San Millán de la Cogolla y ha hecho escala en la Feria antes de embarcar para Bogotá. “Vengo asombrado”, dice, “Blue Jeans, que creo que es un autor juvenil, tenía una fila como de 40; Paloma San Basilio 30, Vanesa Martín 20, Joaquín Estefanía dos, Rosa Montero uno y Fernando Savater cero”. Esto es lo bueno de los caricaturistas, que te dan el trabajo hecho.

Pero, ay amigos, la calidad literaria nunca se ha medido en metros, y la Feria no es solo para ver libros y conseguir autógrafos. En la caseta de Ariel, Andy Robinson (Off the road) y Carlos García Gual (El sabio camino hacia la felicidad) aprovechan su francamente baja posición en el ranking de Vladdo para pegar la hebra con el entusiasmo del desocupado, y otro tanto hacen José María Gallego y Luis Alberto de Cuenca. Son relaciones de caseta de feria, intensas y fugaces como los placeres que le gustaban a Oscar Wilde. Fernando Arrabal y Jesús Ferrero no tienen tanta suerte: sus casetas están separadas por la terraza de un bar y un río de gente que no tiene tiempo para ellos.

La barraca de Sefarad exhibe la Historia de los judíos en la España cristiana y un compendio de Los apellidos judeoespañoles a solo tres casetas de distancia de la Casa Árabe, con su Limpieza étnica de Palestina y un buen montón de títulos de Goytisolo (Juan). En medio de los dos, como una especie de cortafuegos metafórico, se erige el sobrio pabellón del Ministerio Español de Defensa, con su voluminoso y disuasorio Strategikon, el manual de guerra que el emperador bizantino Mauricio escribió en el siglo VI para solaz y esparcimiento de “aquellos dedicados al generalato”. Tampoco Mauricio destaca mucho en el Vladi-ranking, casi se diría que por fortuna en este caso.

Las cifras hablan este año de un tenue alivio para el sector, insuflado por las exportaciones de textos a Latinoamérica y de dibujos al resto de Europa. De la salud del arte plástico español, que tal vez nunca fue mala en este país de artistas, dan testimonio las aglomeraciones de hípsters con barba hammurabi y familias del montón que rodean las casetas de tebeos y novela gráfica, que no son pocas en el recinto del Retiro. No hablemos ya de las barracas dedicadas a Juego de Tronos y otros juegos donde ruedan aún más cabezas. El dibujante Raúl Arnaiz no sujeta un boli para firmar, sino un lápiz Faber Castell 4B con el que boceta maravillas a la vista de todo el mundo.

Todavía más abajo de los que estaban más abajo en la lista de Vladdo deberían aparecer los que ya no pueden firmar, así que, como el cielo se está poniendo más negro que el azabache —y en efecto está a punto de caer aquí la del pulpo, como sabré muy poco después—, estiro la mano y me compro las Siete novelas cortas de Carmen Laforet. Quizá se lo regale a mi ex, junto a un delicioso Diccionario visual de términos arquitectónicos, que sé que le va a gustar. También pillo El ateísmo, la aventura de pensar libremente en España. Ese me lo quedo yo.

Fuente: http://cultura.elpais.com/cultura/2016/05/28/actualidad/1464451328_046382.html

Imagen: http://ep01.epimg.net/cultura/imagenes/2016/05/28/actualidad/1464451328_046382_1464451411_noticia_normal_recorte1.jpg

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Tu hijo tiene sentido de la justicia a partir de los 4 años

España/01 junio 2016/Autor: Javier Sampedro/ Fuente: El País

¿Está el sentido de la justicia en la naturaleza humana, o es un producto sociocultural? La respuesta no es simple. Hay una parte más bien natural que se desarrolla espontáneamente en los niños de cuatro años de cualquier sociedad. Pero también hay otro componente que solo surge a los ocho años y que depende drásticamente del entorno cultural: se desarrolla mejor en los niños occidentales que en los de países en desarrollo. Una excepción notable es Uganda, que se agrupa con los primeros.

Son los resultados del primer estudio multicultural sobre el desarrollo del sentido de la justicia en los niños. Los psicólogos y antropólogos Peter Blake, de la Universidad de Boston; Katherine McAuliffe, de Yale y Harvard, y sus colegas de Salk Lake City, Columbia Británica y Nueva Escocia, en Canadá, y Dakar Fann, en Senegal, presentan la investigación en Nature.

Han analizado a 1.732 niños de 4 a 15 años de edad en siete sociedades de Canadá (angloparlantes de Antigonish, católicos), India (hablantes de Telugu de Andhra Pradesh, religión hindú), México (hablantes de maya de Xculoc, católicos), Perú (hablantes de español de San Pedro de Saño, católicos), Senegal (hablantes de wólof de Dakar, musulmanes), Uganda (hablantes de rutooro de Fort Portal, católicos y anglicanos) y Estados Unidos (angloparlantes de Boston, protestantes y católicos).

La forma de medir las dos partes del sentido de la justicia requiere alguna explicación técnica. El parámetro clave, muy consolidado en la psicología experimental, se llama “aversión a la injusticia” (inequity aversion), y se mide en dos tipos de experimento. En el primero, uno de los dos niños (o una de las dos niñas, nunca se mezclan sexos) tiene que aceptar o rechazar una distribución de recompensas obviamente injusta para él. Por ejemplo, a ti te toca una manzana, y al otro cuatro. Si lo rechazas, evitas la injusticia, pero pierdes tu manzana. Esta prueba mide la “aversión a la injusticia en desventaja”. Y este es el parámetro que se desarrolla espontáneamente en los niños de cuatro años, y en todas las sociedades.

El segundo experimento mide la “aversión a la injusticia en ventaja”. En este caso, a ti te tocan cuatro manzanas, y al otro una. Si lo rechazas, rechazas una situación injusta para el otro, y aun a costa de perder tus cuatro manzanas. Este es un grado superior, aparentemente altruista, de aversión a la injusticia. Y es el que solo se desarrolla alrededor de los ocho años, y preferentemente en las sociedades occidentales (Canadá y Estados Unidos), aunque también en Uganda. Los niños de India, México, Perú y Senegal no desarrollan este rasgo. Hasta aquí los datos.

Y a continuación el contexto. En primer lugar, hay que aclarar que las dos pruebas no cuantifican el egoísmo y el altruismo, respectivamente. En realidad, ambas representan una aversión a la injusticia, y tienen un sentido evolutivo en las especies sociales. La aversión a la injusticia en desventaja (la que se desarrolla a los cuatro años en todas las sociedades) implica un coste inmediato (pierdes tu única manzana), pero aporta beneficios a largo plazo: manda a los demás la señal de que no estás dispuesto a tolerar abusos similares. Y además impide que el otro se haga con beneficios excesivos. Es un rasgo que compartimos con los primates no humanos y otras especies sociales.

Por otro lado, el segundo rasgo, la aversión a la injusticia en desventaja, tampoco significa altruismo, pese a las apariencias. Es cierto que implica un sacrificio inmediato mayor (renuncias nada menos que a ¡cuatro manzanas!), pero manda una señal que puede ser muy útil a largo plazo en una especie social como la nuestra: quiere decir que eres un buen cooperador, alguien en quien se puede confiar en el futuro. Es hambre para hoy y pan para mañana. Y, por todo lo que saben los evolucionistas, parece ser un rasgo exclusivamente humano.

En cualquier caso, el primer rasgo parece estar (en buena parte) en la naturaleza humana, y es obvio que el segundo está más bien en la cultura. Sobre los fenómenos concretos del entorno que causan la diferencia entre sociedades –educación, insistencia de los padres en el comportamiento justo, ambiente con transacciones más frecuentes— solo cabe especular por el momento, y el lector es tan libre de hacerlo como los autores del trabajo. Muchos de estos detalles, eso sí, son susceptibles de investigación psicológica, y los científicos ya planean experimentos de seguimiento para intentar aclararlos. Habrá que estar al tanto.

Fuente:

http://elpais.com/elpais/2015/11/18/ciencia/1447852141_256429.html

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¿Quieres salvar árboles? Come menos carne

Un avanzado análisis matemático demuestra que evitar la deforestación requiere un cambio planetario de los hábitos dietéticos. El veganismo salva bosques

Por Javier Sampedro/ El Pais/ España

No se puede tener todo: una agricultura ecológica, una ganadería extensiva, dejar los bosques como están y comer carne como lo hacemos. Hay que elegir. De todos esos factores, el más importante es la dieta. El último modelo matemático, desarrollado por Karl-Heinz Erb y sus colegas del Instituto de Ecología Social de Viena, compara 500 posibles escenarios para alimentar al mundo en 2050 y revela con claridad que, si no queremos destruir más bosques, la extensión de la actual dieta occidental a todo el planeta resulta insostenible. La mejor forma de salvar árboles no es dejar de comprar libros, sino hacerse vegetariano.

La buena noticia es que no hay por qué convertir más bosques en tierras de cultivo para alimentar al mundo de aquí a tres décadas, pese a que la población seguirá creciendo. Dos tercios de los 500 posibles escenarios son viables sin destruir una sola hectárea de bosque más. “La deforestación no es un prerrequisito para suministrar al mundo la comida suficiente en 2050, tanto en términos de cantidad como de calidad”, dice Erb. Pero eso requiere adoptar ciertas estrategias concretas sobre agricultura, ganadería, emisiones y dietas. Dejar las cosas a su aire no es una opción, según los resultados que se presentan en Nature Communications.

Por ejemplo, ni siquiera es imposible exportar la dieta masivamente carnívora de los países occidentales al resto del mundo, pero ello requeriría que el rendimiento de los cultivos creciera también masivamente, y una fuerte expansión de los terrenos agrícolas a costa de los pastos que se usan ahora para el ganado. Es decir, la práctica eliminación de la agricultura orgánica y de la ganadería extensiva, dos prácticas de gran calidad pero bajo rendimiento. Tener lo mejor de todos esos mundos requiere un severo recorte en hamburguesas.

Algunos números sobre los 500 escenarios examinados en el modelo (todos ellos sin deforestar más, recuerde el lector): el 100% de los escenarios son viables si toda la población mundial se vuelve vegana; el 94% lo son si se adopta el relativamente más laxo vegetarianismo ovolácteo; dos tercios si la dieta media se mantiene como hoy; y solo el 15% si el planeta adopta la pauta de ingesta occidental actual, basada en la carne incesante. Una lectura simple de estas cifras es que conviene comer menos carne. Cuanta menos, mejor para los bosques.

Evitar que prosiga la deforestación es un objetivo prioritario por razones muy sólidas. Por unidad de área, los bosques almacenan más CO2 –es decir, retiran de la atmósfera más gases de efecto invernadero— que cualquier otro tipo de cubierta vegetal, natural o agrícola. Además, albergan una gran fracción de la biodiversidad terrestre. La agricultura ya ha ganado a los bosques mucha superficie, y lo sigue haciendo, sobre todo en las latitudes tropicales.

Tres cuartas partes de la superficie de tierra firme libre de hielo están ahora en uso agrícola o ganadero. Esta apropiación de la naturaleza es necesaria para alimentar a la población y al ganado, pero tiene importantes contrapartidas ambientales, como la eutrofización (aporte masivo de fosfatos y otros nutrientes inorgánicos al ecosistema, con la consiguiente colonización por algas del agua dulce), contaminación por fertilizantes y subproductos, graves pérdidas de biodiversidad y emisiones de gases que agravan el calentamiento global.

No todos los futuros son posibles. Coma menos carne.

Fuente:  http://elpais.com/elpais/2016/04/19/ciencia/1461074892_014972.html

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