Proteger a la familia

Segundo Siliézar y su familia fueron los protagonistas de un reportaje que leí en El Faro en el 2010. Segundo era un campesino que vivía de la milpa cuando se podía. Un día no se pudo y sus cinco hijos, entre 12 y 1 año, llevaban casi 24 horas sin probar bocado. Los dos más chiquitos se le colgaban de las piernas pidiéndole comida. En su desesperación por encontrar algo que darle a sus pequeños, se acordó de un balde que una par de años atrás había dejado guardado con algunas semillas de maíz con pesticida. Su esperanza fue que dos años después esas semillas ya no fueran mortales. Estaba equivocado. Todos resultaron envenenados. Segundo estuvo al borde de la muerte y dos de sus hijos fallecieron. Se murieron de hambre.

Para el que lee estas líneas quizá sea difícil de creer, pero la realidad es que en El Salvador existen familias que se mueren literalmente de hambre. El informe del Banco Mundial del 2015 mostró que cinco años después de la tragedia de Segundo y su familia en nuestro país las cosas han cambiado poco. El 25% de la población vive en pobreza crónica, aproximadamente 1 millón 500 mil personas nacieron pobres y morirán pobres frente a nuestra narices.

En el 2012 encontré por primera vez una nota, otra vez en El Faro, que hablaba sobre el éxodo de familias que habitaban las colonias dominadas por pandillas. Casas abandonadas y saqueadas daban testimonio de los desplazados por la violencia. Durante una de las estancias de investigación que hice en la frontera sur de México en ese año, conocí el caso de un soldado salvadoreño que estaba solicitando refugio con su madre y hermana. Las pandillas lo habían amenazado después de que asesinaron a uno de sus familiares, un militar también. Habían huido casi que con lo puesto, no solo de la mara, sino también de un estado incapaz de protegerlos. Hace solo dos meses fuimos testigos del primer albergue para desplazados por amenazas de pandillas. Durante 20 días, 19 familias del caserío El Castaño se refugiaron con las pocas pertenencias que pudieron llevar en una cancha techada en Caluco.

Hasta el momento se desconoce el número exacto de familias que han huido de sus colonias, de sus caseríos y cantones para conservar la vida y para no volverse un daño colateral de la política de seguridad a punta de pistolas que el gobierno ha implementado contra las pandillas.

Lorena y Yeimi, dos salvadoreñas que conocí en México, trabajaban en el comercio sexual. Ambas eran las jefas y proveedoras de sus hogares y, como muchas otras, tuvieron antes varios trabajos “decentes” en El Salvador. Fueron domésticas, maquileras, panaderas, personal de limpieza en hoteles y oficinas. Con ninguno de estos trabajos lograron nunca ganar lo suficiente para mantener a sus familias, ni siquiera lo suficiente para cubrir las necesidades básicas. Por eso decidieron migrar, separarse de sus hijos y arriesgarse a vivir como indocumentadas y laborar en la actividad más estigmatizada de todas, pero que al menos sí les garantizaba poder mantener y sacar adelante a sus familias.

Esto no puede resultarnos extraño, cuando en nuestro país por ley el salario mínimo sigue siendo un reproductor de hogares pobres: $258 en la industria, $263 en el comercio, $221 en la maquila y $124 en la agricultura.

Esta es la base de nuestra sociedad, una familia frágil y en constante lucha por sobrevivir; una familia en riesgo, no por su composición sino por las carencias históricas en materia de políticas económicas y sociales que garanticen a todos los hogares el goce de derechos, aunque sea de los mínimos. La deuda del estado con la familia es enorme.

Pese a este escenario donde queda todo por hacer, lo único que se les ocurre a algunos diputados de ARENA es pedir la ratificación de una reforma a la Constitución de la República para discriminar del matrimonio a ciudadanos homosexuales y transexuales. De todo lo posible, su única propuesta es restringir aún más derechos a otros seres humanos. Lo hacen, dicen, para proteger a la familia. La infamia e hipocresía de nuestros políticos no tiene límites.

*Laura Aguirre es estudiante de doctorado en sociología en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Libre de Berlín. Su tesis, enmarcada dentro de perspectivas feministas críticas, está enfocada en las mujeres migrantes que trabajan en el comercio sexual de la frontera sur de México. Su trabajo también abarca la sexualidad, el cuerpo, la raza, la identidad y la desigualdad social.

Fuente: https://elfaro.net/es/201611/columnas/19576/Proteger-a-la-familia.htm

Comparte este contenido:

Educación sexual versus pensamientos retrógrados

Por: Laura Aguirre

A estas alturas nadie pasa por inocente, menos una muchacha de 18 años y con preparación a nivel de tercer año de bachillerato, que se supone que tiene capacidad para razonar, que debió haber respetado a su hermana no acostándose con su marido (…) Menciona este articulo que hay más muchachas embarazadas en ese centro educativo. Si las otras están enfrentándolo, ¿por qué ella no? Respecto al tipo, opino que no habría consecuencias legales para él, debido a que la muchacha es mayor de edad.”

¿Inocente? ¿Niña? Nombre, es una mujer ya. No es tan inocente. Mató una recién nacida. Y con respecto si el hombre la violó, o no, sí ya casi tiene 18… Pues ta bueno que lo metan preso a él por pasmado de meterse con una menor de edad. (…) En este caso particular siento que nadie es inocente o puritano a los 18 años. Y no es que esté en favor del machismo (…) Pero en fin, siempre la moneda tendrá dos lados, yo me quedo con el lado donde seré responsable de mis actos independientemente si tuve o no educación, si tuve o no oportunidades (…) Hasta los animales cuidan sus propias crías. Me quedo con mi pensamiento retrógrado.”

Estos son apenas dos extractos de una serie de comentarios que aparecieron en mi muro de Facebook después de que publiqué el siguiente post: “Hay que tener poco cerebro para seguir pensando que lo que las mujeres necesitan son penas de 30 y 50 años”. Lo escribí junto a un link en referencia al caso de Sandra, la joven que tuvo un parto prematuro en el baño de un centro escolar público.

Lo que hasta ahora se sabe sobre lo ocurrido es lo siguiente: la estudiante de 18 años tenía seis meses de embarazo, nadie sabía que estaba embarazada, intentó ocultar el nacimiento y dejó a la recién nacida en el baño. La criatura murió, la joven tuvo que ser atendida de emergencia en un hospital y quedó ingresada bajo custodia, sospechosa de haber causado la muerte de su hija.

Sin ni siquiera esperar a tener los resultado de la autopsia, la Fiscalía decidió acusar a Sandra de homicidio y ahora ella enfrenta una posible pena de 30 años de cárcel. Más tarde, Medicina Legal informó de que no había indicios de que Sandra se hubiera provocado un aborto; lo que sí encontró fue señales de una infección vaginal importante, un problema obstétrico, causa probable de su parto prematuro. En la autopsia realizada a la recién nacida tampoco se encontró ninguna prueba de que la adolescente la hubiera matado.

Otra vez una mujer embarazada, en este caso una adolescente, que enfrenta un problema obstétrico no atendido a tiempo y que termina acusada de asesinar al recién nacido. Una vez más la presunción de culpabilidad como dominante, no solo en las acciones de la Fiscalía, sino en buena parte de la opinión pública que no esperó para levantar sus dedos acusadores exigiendo, casi con odio, castigo y cárcel para Sandra por no comportarse como creen que una mujer y madre decente tiene que hacerlo.

Esta historia no debería existir. No debería existir porque pudo haberse prevenido. Tuvo que haberse evitado.

Si nuestro estado cumpliera con su obligación primordial de garantizar a todos, hombres y mujeres salvadoreñas, los derechos fundamentales a una vida digna, a la salud, a la educación, la historia de Sandra sería otra. Y sería otra porque esta joven habría recibido en su escuela educación sexual responsable y médicamente correcta desde temprana edad. Y esto significa reconocer la expresión sexual como un componente clave del desarrollo de los adolescentes, impartir información que aliente a posponer el inicio de la vida sexual hasta ser mayores y promover prácticas seguras entre quienes deciden tener una vida sexual activa.

Desde pequeña, Sandra también habría conocido sus derechos sexuales y reproductivos, así como el derecho a una vida libre de violencia. Habría tenido acceso a servicios médicos e instituciones públicas con la confianza de recibir información y apoyo oportuno para lograr una vida sana y sin eventos —como abusos sexuales o embarazos precoces— que truncaran su desarrollo.

Sin embargo en El Salvador sexo sigue siendo una palabra prohibida, el eterno tabú. Cualquier cosa relacionada con ella se resuelve con el silencio, con el castigo o con ideas de castidad. Y cuando sucesos como el de Sandra ocurren, buena parte de la sociedad se convierte en un orgulloso verdugo; mientras los representante del estado se apresuran a limpiarse de responsabilidades en las mujeres y sus familias, como lo hizo el ministro de Educación, o a acusarlas de homicidas, como lo ha hecho la Fiscalía.

La sexualidad no es solo una cuestión privada, es también un asunto público, de derechos y de salud. De nada sirve que exista una política de salud sexual reproductiva en papel, ni que haya programas aislados que intenten abordar el tema, si el patrón que domina en la esfera política, en el sistema de salud y en el de educación es el de no hablar, o el de reducir la supuesta solución a la castidad hasta el matrimonio. Con estas opciones, alejadas de la realidad, hasta ahora lo que hemos conseguido es ser uno de los mayores productores de madres adolescentes en el mundo.

El informe del UNPFA en 2013 ubicó a El Salvador en el puesto 29 de países con 20% o más de mujeres que dieron a luz antes de los 18 años. Según un reporte de 2009 de la Procuraduría para los Derechos Humanos, en nuestro país seis de cada diez adolescentes ha tenido relaciones sexuales antes de los 19. En 2012, el 23.8% de los partos atendidos fueron de adolescentes. Para 2015 la atención a adolescentes representó el 30,2% del total de controles prenatales. Un poco más del 56% de estos embarazos fueron no deseados y la mayoría producto de la violencia sexual, de acuerdo a un estudio del Banco Mundial.

Hasta ahora los grupos conservadores y contrarios a hablar de derechos sexuales y reproductivos han argumentado que impartir educación sexual sería contraproducente porque alentaría a los jóvenes a tener relaciones sexuales precoces y, por lo tanto, también subiría el número de embarazos no deseados y abortos. Pero los números desmienten estos mitos. Solo es necesario ver los ejemplos de Holanda, Alemania y Suecia. Estos tres países tienen desde hace tiempo programas de educación sexual integral incorporados a los currículum escolares desde tempranas edades. Contrario a lo que nos quieren hacer creer, el resultado ha sido una disminución de los embarazos, de las muertes maternas y de los abortos entre adolescentes, pero también del contagio de enfermedades venéreas y de VIH. Por supuesto, ninguno de estos países ha usado como estrategia la mera criminalización del aborto y la imposición de penas casi perpetuas a las mujeres.

La realidad de tantas niñas, adolescentes y mujeres adultas podría ser diferente en El Salvador… ¿Cuántas Sandras más tienen que existir para que nuestros gobernantes asuman su responsabilidad y actúen? ¿Cuántas tragedias necesitamos para tener una política y programas reales de salud sexual y reproductiva? ¿Cuántas niñas y adolescentes más tienen que ser madres forzadas por no estar informadas sobre su sexualidad y sus derechos? ¿Cuántos bebés no deseados tienen que nacer? ¿Hasta cuándo vamos a seguir culpando y encarcelando a las mujeres? ¿Cuántas vidas más tienen que ser destruidas?

Fuente: http://www.elfaro.net/es/201608/opinion/19126/Educaci%C3%B3n-sexual-versus-pensamientos-retr%C3%B3grados.htm

 Fuente de la Imagen: https://www.google.co.ve/search?q=Educacion+Sexual&biw=1024&bih=485&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ved=0ahUKEwigrPSE4M7OAhVFJiYKHdJLAfIQ_AUIBigB#imgrc=r3vri-3AhzQvBM%3A

Comparte este contenido: