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África: Mi país es rico, pero yo no puedo ir al cole

África / 17 de septiembre de 2017 / Autor: Lola Hierro / Fuente: El País

Hay 264 millones de menores sin escolarizar en el mundo y dos tercios viven en países de abundantes recursos naturales. Su explotación genera conflictos que afectan a la educación. Un informe lo analiza

A primeros de septiembre, ciudades y pueblos se llenan desde bien temprano de niños somnolientos y nerviosos que se enfrentan a su primer día de curso. Una imagen tan habitual para algunos no lo es en absoluto para muchos, muchísimos otros. En los últimos años se ha avanzado en la escolarización de los menores —entre 2000 y 2015 el acceso a la escuela primaria llegó al 90% de los niños— pero todavía quedan 264 millones sin escolarizar en todo el mundo. Y dos tercios de ellos viven en países ricos en recursos naturales, pero que paradójicamente ocupan los últimos puestos de desarrollo y tienen presupuestos en educación inferiores al 3% de su PIB.

Para llamar la atención sobre esta realidad tan chirriante, la ONG Entreculturas ha lanzado la campaña Escuelas en peligro de extinción y, con ella, un informe titulado Educación en zona de conflicto que analiza minuciosamente las relaciones entre el derecho a la educación, la explotación de recursos naturales, la paz y el desarrollo sostenible.

«La fuerte presión sobre los recursos minerales, fósiles, pesqueros, forestales, agrícolas o hídricos y la lucha por su control generan, además de degradación ambiental, tensión, conflictos, violencia y desplazamientos forzosos», resume el estudio, que describe cómo los civiles que viven en estas áreas explotadas ven vulnerados sus derechos. Sobre todo, el de la educación. Los datos hablan por sí solos: el 87% de las personas desplazadas en el mundo en la última década proceden de zonas de explotación minera y petrolera.

Mi país es rico, pero yo no puedo ir al cole

Y de eso sabe Hombeline Bahati, coordinadora de un proyecto de mejora de medios de vida con el Servicio Jesuita al Refugiado. Trabaja en Masisi, en la castigada región de Kivu norte, en la República Democrática del Congo (RDC). Un país con abundantes recursos minerales que lleva 20 años sumido en un conflicto sin visos de acabar. Oro, el tantalio que hace funcionar los teléfonos móviles… RDC es una mina y todos quieren beneficiarse de ella.

«Existen problemas tribales por el acceso a la tierra, porque con la crisis de los noventa de Ruanda, los hutus se desplazaron a Masisi y siguen ahí, y no hay sitio para todos», explica Bahati, en Madrid para dar visibilidad a su trabajo. Luego, desde que llegaron los blancos a ayudar y descubrieron la riqueza de nuestras montañas; empezaron a explotar la tierra y entonces ya no fue solo para cultivarla, sino para obtener mayores beneficios. Ahí entraron el Gobierno, las milicias, las grandes empresas extractivas… ya fue una lucha de todos contra todos», describe.

Solo en Masisi se aglutinan 11 campos de refugiados y Bahati trabaja en siete. Se estima que en ellos viven —o malviven— unas 36.000 personas. «A través de la formación en diferentes oficios, estas personas pueden ser autónomas. Son familias que tuvieron que irse a otros pueblos o a campos de refugiados para estar más tranquilos porque sufrían los enfrentamientos entre guerrillas o entre estas y el ejército regular».

Es un círculo vicioso: a menor educación, más conflictos, y a más conflictos, menor educación. Y la particularidad de que la contienda tenga que ver directa o indirectamente con la explotación de los recursos de un país solo empeora las cosas. Según el informe, es un agravante para los niños y niñas en edad escolar: «Diez de los países con indicadores educativos más bajos son ricos en recursos naturales. Ocho de ellos están siendo o han sido asolados por conflictos. De los 40 conflictos que se han producido entre el año 1999 y el año 2013 han conllevado ataques recurrentes a la educación, más de la mitad han estado vinculados directa o indirectamente con los recursos naturales», enumera. Y además, durante los últimos 60 años, entre cuatro y seis de cada 10 conflictos armados tuvieron un vínculo con la explotación de recursos naturales. La mayoría fueron en África subsahariana, pero también en América Latina y Asia.

La razón fundamental es que estas contiendas se prolongan más tiempo, llevan asociados mayores niveles de violencia, especialmente contra las mujeres, y son más difíciles de superar. El riesgo de resurgimiento es mucho más alto, en parte porque los procesos de paz y reconciliación no suelen abordar la gobernanza y gestión de los recursos naturales.

El 87% de las personas desplazadas en el mundo en la última década proceden de zonas de explotación minera y petrolera

En Masisi, Bahati es testigo a diario de cómo esto afecta a la educación de los niños: «Cuando hay un conflicto no funciona nada, y tampoco los colegios. Llegan familias desplazadas con sus hijos a una nueva comunidad y las escuelas de la zona no tienen plazas para todos, se desbordan, así que los menores no pueden acceder a la educación o acceden a una de muy mala calidad», describe.

Otras guerras menos visibles

Hay conflictos armados más violentos a primera vista, como por ejemplo el de RD Congo. En ellos se atacan escuelas, se asesina, se producen desplazamientos forzados de comunidades enteras y una importante degradación medioambiental. Pero existen otros de menor escala que afectan a millones de personas de pequeñas comunidades locales y tienen su origen en el acaparamiento de tierras que luego explotarán grandes empresas (cultivos intensivos de soja, por ejemplo, en América Latina) o en la lucha por recursos decrecientes (agua, tierras, pastos, pesca…).

Se calcula que hay activos más de 2.000 conflictos medioambientales, una cifra que ha aumentado en los últimos años en paralelo a los asesinatos de ecologistas, que a menudo ejercen también el liderazgo educativo en sus comunidades. Uno de los más sonados fue el de Berta Cáceres, pero no el único. Estos crímenes aumentaron un 59% entre 2004 y 2015, con 185 asesinatos en 16 países, según el último informe de Global Witness.

En los conflictos armados relacionados con los recursos naturales son frecuentes los ataques a la educación. Desde los ataques a escuelas y a profesores, la destrucción de aulas, el reclutamiento de niñas y niñas como soldados, hasta la violencia contra mujeres y niñas, estudiantes y docentes. En el caso de la República Democrática del Congo, por ejemplo, desde 2013 han sido destruidas más de 500 escuelas y más de 200.000 escolares se han visto afectados.

En los conflictos medioambientales, los impactos no son tan visibles, en parte porque los ataques directos a escuelas, profesores y estudiantes son menos frecuentes, pero también son muy dañinos y vulneran el derecho a la educación de milones de menores. La apropiación de tierras por parte de empresas desplaza a la población que las habitaba o trabajaba, con la consiguiente pérdida de oportunidades educativas para los afectados. En Kenia hay 30.000 escuelas en riesgo de desaparición por este fenómeno. El 83% no cuenta con un título jurídico de propiedad, por lo que sus efectivos propietarios no pueden defenderse.

Una cuestión de género

De entre todos los perjudicados por este tipo de contiendas, las mujeres y niñas tienen un problema añadido. La educación las empodera para enfrentarse a diversas discriminaciones. Pero si no tienen la oportunidad de formarse, serán más proclives a sufrir otros abusos. Es el caso del matrimonio infantil o el acceso a la salud o al empleo. Sin olvidar a que en los lugares donde existen conflictos por los recursos naturales se producen a menudo violaciones masivas de mujeres como arma de guerra. Además de las secuelas físicas y psicológicas, estas quedan estigmatizadas de por vida y marginadas, por lo que acaban por destruir el tejido social de las comunidades.

Bahati lo describe desde su experiencia. Explica que los desplazados pierden el acceso a la tierra, ya no tienen donde cultivar y por tanto dejan de ganar dinero. «Como mucho pueden realizar alguna actividad económica informal, y si les sobra algo del poco dinero que ganan para destinarlo a la educación, van a privilegiar a los niños varones», cuenta Bahati. «El que las niñas estén en los campos sin hacer nada las lleva a la esclavitud sexual: en mis campos sucede mucho», asegura la congoleña. «Por menos de medio dólar, los padres las prostituyen».

En República Democrática del Congo, desde 2013 han sido destruidas más de 500 escuelas y se han visto afectados más de 200.000 escolares

Más guerra, peor alimentación y peor educación

Como se mencionaba antes, una buena parte de las personas más pobres del mundo vive en países ricos en recursos naturales. Y también de los hambrientos. Esa combinación de pobreza y hambre dificulta el acceso a la educación y al aprendizaje efectivo: un niño con hambre o con carencias nutricionales no va a rendir adecuadamente en el colegio. Y, sin embargo, la educación es fundamental para salir del círculo de la pobreza.

Igual ocurre con los problemas de salud: afectan al derecho a la educación porque favorecen el absentismo, el abandono o las dificultades de aprendizaje. Otras consecuencias sobre la salud son la contaminación generada por las industrias mineras o de hidrocarburos, la destrucción de infraestructuras sanitarias y la propagación de enfermedades.

Medidas realistas

Dos niñas hacen los deberes en el campo, en Etiopía.
Dos niñas hacen los deberes en el campo, en Etiopía. 

Con esta campaña, Entreculturas hace un llamamiento a los Gobiernos de países donde existen conflictos relacionados con los recursos naturales. Les exhortan a que recaben el consentimiento libre, previo e informado de las poblaciones locales y que respeten sus derechos fundamentales, sobre todo el derecho a la vida, a la alimentación adecuada, a la salud y a la educación. Sobre esta última, el informe recalca que es imprescindible que se refuercen los medios y la financiación actuales para paliar los déficits existentes. Un ejemplo positivo, en opinión de los investigadores, es el de Etiopía, donde la pobreza se ha reducido a la mitad desde 1995, cuando empezó a aplicar programas educativos más eficaces.

En el caso de las comunidades indígenas, se hace especial hincapié en la inversión en una educación bilingüe, en un refuerzo del enfoque multicultural y de la orientación de la educación hacia el empoderamiento para la defensa de los derechos referidos a su estilo de vida, a la propiedad de la tierra y a la gestión de sus recursos.

Por otra parte, los autores consideran necesario incorporar la cuestión de la gobernanza de los recursos naturales en los procesos de paz y reconciliación por parte de los Gobiernos en los países en conflicto, de los actores que desempeñan un papel de mediación y de las organizaciones sociales que contribuyen a la restauración de la paz.

Pese a todo, Hombeline Bahati sabe que ni Masisi ni Kivu serán una tierra pacífica a corto plazo. Por eso pide adoptar medidas realistas para conseguir que la población sobreviva de la manera más digna posible y con acceso a los mejores recursos, también dentro de las circunstancias. No se puede acabar la guerra de un día para otro, pero sí se puede sensibilizar a las comunidades locales sobre la importancia de la educación. Ella, nacida en esa tierra indómita, va notando cambios. «La sensibilización es muy importante, cada vez más padres entienden que es fundamental que sus hijos e hijas se formen. El aumento de la demanda se observa en que también hay cada vez más universidades y centros de formación profesional. Antes eran para unos pocos privilegiados, pero en los últimos años se ha normalizado el acceso», asegura.

Fuente del Artículo:

https://elpais.com/elpais/2017/09/11/planeta_futuro/1505131269_476429.html

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África: Mortalidad Infantil

 España/ 02 de Junio de 2016/El País

Por: Lola Hierro

Los bebés asesinados de Sudáfrica

Un estudio revela que el 1% de los menores de cinco años muertos en el país africano son víctimas de homicidio.

El 7 de agosto de 2015, unos barrenderos hallaron el cuerpo sin vida de una niña de unas 40 semanas junto a unos cubos de basura en la ciudad universitaria de Potchefstroom, en Sudáfrica. El caso no era una novedad: el 25 de julio del mismo año, un paseante había encontrado un bebé dentro de una bolsa de plástico en otro contenedor junto al Instituto Heidelvelg de Educación Secundaria de Ciudad del Cabo. Y cuatro días atrás, otro transeúnte dio con un recién nacido envuelto en una toalla y detrás de una oficina de correos. Todos muertos, y todos desamparados.

 Una investigación reciente ha revelado que el abandono y la muerte de estas criaturas no son hechos aislados, sino un fenómeno recurrente desde hace años: el 1% de los menores de cinco años muertos en 2009 (el año al que pertenecen los datos examinados) se debieron a un homicidio. Los resultados indican que 454 niños —el 95% de la muestra— fueron asesinados. El 74,4% de las víctimas eran menores de un año y más de la mitad eran neonatos, es decir, tenían menos de 27 días de vida. De estos, el 84,9% habían sido dejados en la calle previamente y sólo seis superaron la semana de vida.

El trabajo, titulado Diferencias de género en el homicidio de neonatos, bebés y niños menores de cinco años en Sudáfrica, fue publicado el 26 de abril en en la revista médica Plos Medicine y llevado a cabo por un equipo de investigadores encabezado por Naeemah Abrahams, directora adjunta del Instituto de Investigación Médica de Sudáfrica. Los resultados apuntan a que los seis primeros días de vida son el periodo en el que estos niños corren un mayor riesgo de ser asesinados.

Aunque la muestra utilizada es pequeña, la importancia de la investigación radica en que es la primera realizada sobre este fenómeno hasta la fecha en el país y lo sitúa a la cabeza de África con la tasa de homicidios infantiles más alta registrada hasta la fecha: 19,6 asesinatos por cada cien mil nacidos vivos en el caso de los neonatos, 28,4 por cada cien mil nacidos vivos en el resto. «Definitivamente creo que el estudio es muy relevante a pesar de haber contado solo una pequeña proporción de casos», sostiene Abrahams. «Son muertes violentas que pueden prevenirse si ponemos en marcha las medidas adecuadas».

Hasta hoy se han llevado a cabo muy pocas publicaciones sobre el tema en el continente pese a que el grupo de edad de menos de cinco años es el segundo en el que se producen más homicidios, por detrás del de 15 a 19 años, según Unicef. Entre los trabajos más relevantes destaca el publicado en 2001 en Ghana, que asegura que alrededor del 15% de los fallecimientos de menores de tres años pueden ser atribuidos a infanticidios. Otra encuesta sobre muertes violentas realizada en 2010 en Dar el Salaam (Tanzania) estima una tasa de 27,7 niños asesinados en sus primeras 24 horas de vida por cada cien mil nacidos vivos, la más alta que se conocía hasta la publicación del estudio sudafricano. En los países desarrollados, las tasas son más bajas: Estados Unidos, Reino Unido y Nueva Zelanda se mantienen entre 2,1 y 6,9 muertes.

Macabros hallazgos como los del verano de 2015 en Ciudad del Cabo se repiten con similar frecuencia en otras ciudades del país como Johannesburgo o Durban. Basta con revisar las hemerotecas de los diarios del país para encontrar artículos que informan del hallazgo de bebés en los lugares más insospechados. Unos vivos, otros muertos, pero todos desamparados. Los últimos datos al respecto, de 2010, indican que anualmente unos 3.500 se dejan en las calles del país. Proceden de Child Welfare South Africa, una red de más de 400 entidades dedicadas a la protección de menores. La mayoría de organizaciones coincide, no obstante, en que las cifras han aumentado desde entonces, según afirma en un estudio de la Coalición Nacional de Adopciones de Sudáfrica.

El elevado número de abandonos de recién nacidos ayuda a explicar el perfil y las circunstancias que hay detrás de quienes cometen estos crímenes y, por tanto, aporta luz a la hora de analizar las razones que hay detrás. Según el informe, las madres son las autoras en dos tercios de los casos de neonaticidio. Son mujeres jóvenes —24 años es la edad media— y sin trabajo o con un empleo precario. Las que abandonaron a sus hijos en el momento de nacer eran aún más jóvenes: 23 años

Las causas de la muerte de los niños menores de cinco años en Sudáfrica difieren por edad y sexo. El ocultamiento del embarazo (cuando una mujer esconde su estado, da a luz sin recibir ningún cuidado y deja al niño abandonado) es la razón más común (38,3%), seguida de traumas (22,1%) y de estrangulamiento. Se encontraron más cadáveres en entornos urbanos (generalmente entre la basura) que rurales (64 frente a 32). .

En casi todos los casos de homicidio neonatal se encontraron evidencias de abuso infantil o de negligencia. Los asesinatos relacionados con abusos sexuales se dieron en ambos sexos pero solo en el grupo de edad de uno a cuatro años, y con mayor proporción entre niñas (25,4%) que niños. (3%).

El hogar de las víctimas y los espacios públicos —sobre todo en caso de los neonatos— son los lugares donde con más frecuencia se hallaron los cuerpos. Y también se encontraron más en las ciudades que en el campo pero, mientras que no se encontraron diferencias por razón de sexo en el número de bebés abandonados en la calle, sí que se estima que los varones tienen un 40% menos de probabilidades de ser asesinados en el ámbito rural. “Esto puede reflejar una propensión menor a matar niños en las zonas más tradicionales, donde la preferencia por un hijo es más fuerte, tal y como también ocurre en países como China o India, con ratios tan desiguales entre ambos sexos”, razona Abrahams.

Los resultados de esta publicación sugieren que existe una tasa particularmente alta de embarazos no deseados llevados hasta su fin, “algo llamativo en un país que tiene una de las leyes pro aborto más liberales del mundo [es legal desde 1996] y unos servicios de contracepción razonablemente buenos”, reflexionan los autores del trabajo. Las conclusiones apuntan, de primeras, a un fallo en los servicios reproductivos y de salud materna.  «Algunos informes apuntan a que las mujeres no son conscientes de que existen los servicios de adopción porque no hayan sido suficientemente asesoradas. Es posible también que las jóvenes embarazadas no digan que no quieren que el bebé porque teman ser juzgadas», sugiere Abrahams.

Dos estudios anteriores de 2004 y de 2007 explican que los factores que influyen en que una madre acabe asesinando a sus hijos son la pobreza, el desempleo, la falta de acceso a la educación, la exclusión social, el abuso de sustancias estupefacientes y la violencia de género. Aunque la salud mental también se contempla, se debe tener en cuenta que una investigación realizada durante 40 años mostró que la mayoría de las homicidas no padecían ninguna enfermedad mental cuando decidieron matar al menor, y que muy pocas se suicidaron después de haber perpetrado el crimen. “Simplemente, no los quieren”, sugiere el estudio. En la publicación de Abrahams se señala que el suicidio después de la muerte del niño se dio en un 2,7% de las ocasiones y fue más frecuente entre los padres homicidas que entre las madres.

Abrahams concluye su investigación apuntando a la necesidad de intervenir en los servicios de maternidad y de realizar futuras investigaciones que exploren estas vías.  «Estamos intentando que los servicios sociales aconsejen más sobre la posibilidad de dar en adopción», indica. Es decir, que las embarazadas que no quieren ser madres sepan que existen alternativas compatibles con la vida.

Fuente: http://elpais.com/elpais/2016/05/30/planeta_futuro/1464618695_899887.html

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