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¿Qué es eso de la “prevención de la violencia juvenil”?

En el que ahora parece muy lejano 1972 –lejano no por lo cronológico sino por otro tipo de lejanía– decía el socialista presidente chileno, Salvador Allende: “ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”.

Hoy, cinco décadas después, esa afirmación parece fuera de contexto. ¿Se equivocaba Allende en aquel momento? ¿Cambiaron mucho las cosas en general? ¿Cambió la juventud en particular?

Por lo pronto, hablar de “la” juventud es un imposible. De hecho, “juventud” es una construcción socio-cultural, por tanto, sujeta a los vaivenes de los juegos de fuerza de la historia, de los entrecruzamientos de poderes, cambiante, dinámica. Como mínimo, habría que hablar de distintos modelos de juventud, situándolos explícitamente: ¿juventud urbana, rural, de clase alta, pobre, marginalizada, varones, mujeres, estudiante, trabajadora, desocupada? El rompecabezas en cuestión es complejo. En Latinoamérica adquiere mayor complejidad aún si consideramos el tema étnico: ¿juventud indígena?, ¿juventud no-indígena?

Las sociedades latinoamericanas tienen un perfil especialmente joven. O “joven”, al menos, para los parámetros que imponen las visiones dominantes, que no son las nacidas en estas latitudes. Visión eurocéntrica, blancocéntrica, de los “dominadores”; a partir de esa cosmovisión hegemónica que concibe expectativas de vida superiores a, por lo menos, 60 años, puede decirse que las categorías niñez, adolescencia y juventud comprenden, sumadas, más de la mitad de la población total de la región latinoamericana. Es decir: son colectivos jóvenes, con tasas de natalidad muy altas. A diferencia de Europa –población envejecida sin recambio generacional– en Latinoamérica, con índices de crecimiento demográfico elevados, la población se viene duplicando a gran velocidad en estas últimas décadas. Es en el gran segmento joven, donde se dan problemas profundos sin recibir las respuestas adecuadas.

Las poblaciones jóvenes de las mega-ciudades de la región (con muchas urbes de entre 10 y 20 millones de habitantes), por complejas sumatorias de factores, en vez de verse como el “futuro” en cada país, constituyen un “problema”. ¿Por qué problema? Porque los modelos de desarrollo económico-social vigentes (capitalistas) no pueden dar salida a ese enorme colectivo, y lo que debería ser una promesa hacia el porvenir, en muy buena medida es una carga, un “trastorno” por no encontrar salida digna para ubicarse. En muchas circunstancias, la única salida es marchar en calidad de migrante irregular hacia el prometido “sueño americano” de Estados Unidos.

Por lo pronto vemos que no hay “una” juventud, sino situaciones diversas, con proyectos disímiles, antagónicos en muchos casos. Pero hay un común denominador: en ningún caso está presente esta figura que evocaba Salvador Allende. La vocación revolucionaria de la juventud parece haberse extinguido; o, al menos, está muy adormecida. ¿Qué pasó?

Según puede leerse en un análisis de situación sobre la realidad de los países latinoamericanos formulado por una de las tantas agencias de cooperación que trabajan las temáticas juveniles (en este caso, la estadounidense USAID), “la falta de oportunidades de educación, capacitación y empleo limita severamente las opciones de los jóvenes y la mayoría se ven obligados a ser trabajadores no calificados antes de los 15 años. Esto es particularmente grave entre los jóvenes del área rural. Desesperados, muchos de ellos emigran a las ciudades y otros países en busca de trabajo y un número cada vez mayor cae en el “dinero fácil” provisto por el crimen organizado y las pandillas juveniles”.

Para la visión dominante hoy día la juventud, o buena parte de ella al menos, ha pasado a ser un “problema”; de esa cuenta, rápidamente pude “caer en el dinero fácil”, en los circuitos de la criminalidad, en la marginalidad peligrosa. En ese sentido, es siempre un peligro potencial. Sin negar que estas conductas delincuenciales en verdad sucedan, desde esa óptica de cooperación a que nos referimos, “juventud” –al menos una parte de la juventud: la juventud pobre, la que marchó a la ciudad y habita los barrios pobres y “peligrosos” mal llamados “zonas rojas”– es intrínsecamente una bomba de tiempo. Por tanto, hay que prevenir que estalle. Y ahí están a la orden del día las campañas de prevención.

Pero ¿prevención de qué? ¿Qué se está previniendo con los tan mentados programas de prevención juvenil? ¿Qué supuestos implícitos hay ahí?

Es evidente que cierta juventud (la que no tiene oportunidades, la excluida en los grandes asentamientos urbanos pobres –que albergan a una cuarte parte de la población urbana de Latinoamérica–) constituye un “peligro” para la lógica de las élites dominantes. Para ese statu quo, hoy el peligro no es, como festejaba cinco décadas atrás Salvador Allende, ser “joven revolucionario”. Pareciera que la sociedad bienpensante ya se sacó de encima eso; el peligro de la revolución social y las expropiaciones salió de agenda (al menos por ahora). En estos momentos la preocupación dominante respecto a los jóvenes –a estos jóvenes de urbanizaciones pobres, claro– es que puedan “ser un marginal”, caer en las pandillas, buscar el “dinero fácil”.

La idea de prevención pareciera que apunta a prevenir que los jóvenes delincan, ¡pero no que no sean pobres! Este último punto pareciera no tocarse; lo que al sistema le preocupa es la incomodidad, la “fealdad” que va de la mano de lo marginal: ser un pandillero, ser un asocial, no entrar en los circuitos de la buena integración, no consumir. Lo que está en la base de este pensamiento es una sumatoria de valores discriminatorios: ser morenito, estar tatuado, utilizar determinada ropa o provenir de ciertas áreas de la ciudad ya tiene, por sí solo, un valor de estigma. Como dijo sarcásticamente alguien: “la peligrosidad de los jóvenes está en relación inversamente proporcional a la blancura de su piel”. ¿Por qué tanta policía de “gatillo fácil” ensañada con cierta juventud? ¿Qué es lo que se busca prevenir entonces cuando se hace “prevención” con los jóvenes?

Las causas por las que se dan determinadas conductas –las delincuenciales para el caso– no se tocan; la prevención, en esa lógica, es ese mecanismo aséptico que apunta a los síntomas, a lo visible, lo superficial. Se busca cosméticamente que no se vea la punta desagradable del iceberg; pero la masa principal se desconoce. ¡Y ahí está justamente lo más importante! ¿Por qué ahora hay un imaginario que liga en muy buena medida juventud con peligro? Porque ese sector, ese enorme colectivo, el que años atrás se movilizaba y, rebelde, emprendía la crítica al sistema –tomando las armas en más de un caso, con una mística de abnegación que en la actualidad parece haberse esfumado– hoy día está pasando cada vez más a ser un problema para el equilibrio sistémico en tanto el capitalismo se empantana cada vez más no pudiendo asimilar cantidades crecientes de población que buscan incorporarse al mercado laboral y a los beneficios de la modernidad. Ante ello, ante esa cerrazón estructural del sistema capitalista, la masa crítica de jóvenes en vez de verse como “promesa de futuro” termina siendo una carga. Al no saber qué hacer con ella, y siempre desde autoritarios criterios adultocéntricos, termina identificándola en gran medida con la violencia, con el consumo de droga, con el alcoholismo y la haraganería; en definitiva, con todo lo que pueda ser negativo, reprochable. Si años atrás la policía podía detener a un joven por “sospechoso de guerrillero subversivo”, hoy día puede hacerlo por sospechoso de ¿“violento”?, de ¿“pobre”?, simplemente de ¿“joven de barrio pobre”? A los jóvenes “pudientes” –en general “blanquitos”– no se les toca.

Ahora bien: el sistema también genera antídotos, prótesis que le permiten seguir funcionando. Si bien es cierto que la juventud dejó de ser ese fermento “biológicamente revolucionario” (y molesto para la dinámica dominante) de años atrás, y en buena medida hoy es sinónimo de “sospechosa”, paralelamente aparece otro modelo, nuevo sin dudas: el joven “comprometido”. Pero no con un compromiso como puede haber sido el de aquel modelo de juventud politizada de algunas décadas atrás, sino un compromiso mucho más “light”, para decirlo con términos que ya nos marcan el ámbito cultural dominante: globalización neoliberal triunfante, individualismo, ética del sálvese quien pueda, fin de las ideologías, pragmatismo y lengua inglesa como insignia del triunfo en juego: el “number one” como aspiración, para no ser un loser.

Cultura “light”, actitud “light”… ideología “light” por lo tanto. Eso pareciera que es lo que está en juego, y buena parte de la juventud, la que no es sospechosa de peligrosidad, la que no remeda la pandilla, ahora presenta este perfil. Hablamos de una juventud comprometida, pero no como lo era en otro momento histórico, lo cual la llevó en muchos países latinoamericanos a tomar actitudes radicales –que, no olvidar, se pagó con la propia vida–. Pareciera que esta juventud actual que se “compromete” con su entorno no pasa de participar en actividades de voluntariado social, ayudando a sus congéneres en servicios que, si bien no son llamadas “caritativos”, no están muy lejos de ello. ¿Qué son, si no, todos estos voluntariados que surgen cada vez más con más fuerza? El compromiso llega hasta ir a atender niños pobres en un orfelinato un fin de semana, o viejitos en un geriátrico. Loable, claro… pero ¿qué significa eso? ¿No es eso lo que siempre han hecho los Boys Scouts o las Damas de Caridad? ¿Eso es el “compromiso” social?

Aunque dicho demasiado esquemáticamente quizá, hoy pareciera que la juventud en América Latina básicamente discurre entre estos modelos: o se es sospechoso (por ser pobre, por estar excluido, por portar los emblemas de la disfuncionalidad –tatuajes, cierta ropa, provenir de una barriada pobre y marginal, el color de la piel, etc.–) o se es un joven “comprometido” desde estos nuevos esquemas de participación: compromiso light, despolitizado, en sintonía con la idea de responsabilidad social empresarial. O, por último, migrar en condiciones infrahumanas, como “mojados”, sin olvidar que, según el discurso oficial dominante, de todos los países empobrecidos, la juventud “migra”, mientras que de Cuba: “huye”. Aunque, claro está, la realidad es infinitamente más compleja que eso: la juventud, retomando lo dicho por Allende, no puede dejar de ser rebelde. Y eso, guste o no, es un eterno fermento de cambio, aunque se la disfrace de lo que se quiera.

Fuente: https://rebelion.org/que-es-eso-de-la-prevencion-de-la-violencia-juvenil/

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Ortografía: ¿un dolor de cabeza innecesario?

Por: Marcelo Colussi

La obra cumbre de su literatura, el inmortal “Don Quijote de la Mancha”, de Miguel de Cervantes Saavedra, es el segundo texto más leído mundialmente.

El español es hoy uno de los idiomas más hablados en el mundo como lengua materna.

Con más de 500 millones de personas hispanohablantes desde la cuna, está entre los cinco idiomas más hablados en todo el planeta, junto al chino mandarín, el inglés, el hindi y el árabe. Por lo pronto, dado su gran difusión, es una de las cinco lenguas oficiales en el Sistema de Naciones Unidas.

El español es el idioma oficial de 21 países, latinoamericanos básicamente: Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, España, Guinea Ecuatorial, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela; además de Puerto Rico, donde coexiste con el inglés.

Aunque no sea idioma oficial, el español se habla también en Estados Unidos (ya varios estados sureños lo han oficializado, dado la gran cantidad de hispanohablantes con que cuentan), Belice, Andorra y Gibraltar. Como segunda lengua está en franco crecimiento, porque es uno de los idiomas más estudiados a nivel global.

La obra cumbre de su literatura, el inmortal “Don Quijote de la Mancha”, de Miguel de Cervantes Saavedra, es el segundo texto más leído mundialmente, luego del libro sagrado del cristianismo: la Biblia.

A lo largo de los años, ha dado figuras del más alto renombre en las letras universales, ya clásicos obligados y traducidos a numerosos idiomas, muchas de ellas con Premio Nobel de Literatura: Miguel de Cervantes Saavedra, Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Calderón de la Barca, Octavio Paz, Jacinto Benavente, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Camilo José Cela, Francisco de Quevedo, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Eduardo Galeano, Miguel de Unamuno y un largo etcétera. Pero su ortografía es endemoniada.

“Se benden tortillas”, “Pinchaso”, “No horinar aquí”, “Se hasen valcones”. Anuncios así no nos sorprenden; por toda la geografía latinoamericana los encontramos.

Incluso en más de algún aparato público puede leerse tranquilamente “Telefono”, sin tilde. Y aún más: en un cuadro del presidente Juan José Arévalo, en Guatemala, se ve en su banda presidencial la palabra “Livertad”. Y en Nicaragua, un documento emitido durante la Revolución Sandinista, llevaba un sello del “Govierno revolucionario”, mientras que una calificadora de excelencia universitaria de México otorga un certificado con la palabra “mencion”, sin acento. ¿Somos unos brutos que no sabemos escribir los hispanohablantes? La cuestión es más compleja.

Sin dudas en Guatemala (cosa común a toda el área hispanohablante), pese a un Nobel de Literatura (Miguel Ángel Asturias), un Príncipe de Asturias (Tito Monterroso), un Premio Internacional Juan Rulfo (Mario Monteforte Toledo) –grandes galardones de las letras mundiales– la ortografía es aún una asignatura pendiente.

El 18% de analfabetismo abierto del país, más allá las mencionadas luminarias literarias, no augura sino más faltas de ortografía. Ahora bien: ¿es grave eso?

Retomando lo que dijeron otros grandes literatos de la región, el uruguayo Mario Benedetti, por ejemplo, podemos pensar algo más integral, más superador del asunto: “Los escritores latinoamericanos deberíamos dedicarnos a analizar otras cuestiones más importantes que afectan nuestra lengua, entre ellos, la alta tasa de analfabetismo que soporta la región”.

O, como planteara el colombiano Gabriel García Márquez: “¡Juvilemos la hortografía! [Debemos] hacerla más humana, afable, familiar. (…) que se busque fin a ese tormento que padecen los hispanoparlantes desde la escuela”.

En realidad, la pregunta de fondo debería a apuntar a lo que señala Benedetti, o más aún, al meollo que está en juego en todo esto: ¿hasta dónde son necesarias esas tediosas reglas ortográficas? ¿Qué agregan ellas de verdaderamente positivo a la vida?

Seguramente decir esto traerá como reacción inmediata una andanada de críticas (viscerales en muchos casos) defendiendo a capa y espada la ortografía (una coma hace una gran diferencia: “Estoy de puta madre” no es lo mismo que decir “Estoy de puta, madre”). El debate, por cierto, no es nuevo.

De hecho, circula por allí un Manifiesto contra la Ortografía, donde se llama a su olvido para “dejar que todos podamos tener el derecho sagrado de escribir como nos dé la real gana y no como los académicos de la lengua española, en uso de su anacrónico y monárquico poder quieren que escribamos”.

Ahora bien: tomando la posición de quienes la adversan (que además de García Márquez son otros muchos buenos escritores): ¿qué aportaría en el rótulo de marras “hasen” en lugar de “hacen”? ¿Habría más “livertad” si la escribimos con b alta? ¿Dejaríamos de “horinar” en la calle si el rótulo fue escrito sin h?”? ¿Para qué se mantiene la ortografía?

Fuente de la información e imagen: https://www.telesurtv.net

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Olimpiadas, ¿negocio o mecanismo de control?

Yo fui medallista campeona en dos Juegos Olímpicos en una especialidad que no viene al caso en este momento. Ahora, algunos años después, mirando para atrás toda esa historia, me pregunto consternada: ¿para qué toda esa estupidez? Fomentar el deporte no es, en absoluto, tener atletas de élite. No, no. Eso es una locura que tuvo lugar durante la Guerra Fría, y que no ha parado. ¿Para qué sacrificar a jóvenes con cinco, ocho, diez horas diarias de rigurosísimos entrenamientos durante los mejores años de su juventud? Parece el entrenamiento de astronautas. Ahí lo creo pertinente, me parece correcto: un astronauta, aunque no se vea inmediatamente, aportará algo a la humanidad. Es como un artista que ensaya horas y horas y horas, un virtuoso del violín, una bailarina clásica: algo deja a la gente. Ahí sí vale el esfuerzo. Pero, ¿para qué sirve nuestro esfuerzo de atletas? ¿Parte de la Guerra Fría? ¿Para demostrar que el país al que represento es “mejor” que todos? ¿Dónde quedó el amateurismo y el espíritu deportivo? Ahora solo negocios y competencia. ¿Y para eso hay que tomar drogas supuestamente legales, siempre a escondidas, someterse a monstruosas dietas, sacrificar el cuerpo? ¡Por favor! ¡Qué estupidez!”, dijo vez pasada una deportista olímpica.

Acaban de terminar los XXXII Juegos Olímpicos en Tokio, Japón. Con un costo de más de 25,000 millones de dólares, esta nueva edición resulta ser la más cara en la historia de las Olimpiadas de verano. ¿Quién gana con esto?

En forma creciente, los atletas entran en la lógica comercial. Hablar de «amateurismo» en el deporte hoy puede ser motivo de risas. Muchos jóvenes ni siquiera escucharon jamás el término «deporte amateur«. Pronunciarlo en medio de la fiebre «deportiva» que recorre el planeta (culto a la profesionalización y al mercado de atletas, así como al sacrosanto fútbol profesional que barre todo el mundo, con fichajes astronómicos), podría incluso pasar por un absurdo.

El espíritu amateur que se pusiera en marcha con la reedición moderna de los Juegos Olímpicos de la mano del Barón Pierre de Coubertin en 1896 en Atenas, ya no existe. El deporte, por cierto, no nació como actividad profesional; distintas sociedades, a su modo, lo han cultivado a través de la historia, siempre como culto a la destreza corporal. La profesionalización y su transformación en gran negocio a escala planetaria es algo que solo el capitalismo moderno pudo generar”, osó declarar hace unos años un funcionario del Comité Olímpico Internacional -COI-. Por supuesto, eso le costó la expulsión.

¿Por qué el deporte debe ser «profesional»? Aparentemente no hay respuestas; sería como preguntarse: ¿por qué tomar Coca Cola? Son cosas que, en principio, no admiten discusión. Sin embargo, definitivamente debemos seguir interrogándonos, discutir lo que parece obvio. Las cosas no son «naturales»; tienen historia (la historia la escriben los que ganan), por eso hay que seguir cuestionándonos todo. ¿Cómo se pasó del amateurismo a la hiper profesionalización? ¿Por qué hay que hacer controles antidoping a los atletas: es que acaso se supone que pueden ser tan deshonestos de intentar mejorar su rendimiento en base a estimulantes? Bueno…, parece que sí.

Seguramente la mayoría de la población mundial, preguntada sobre este monumental circo de los deportes profesionales, estaría de acuerdo con mantener la situación actual: agrada «consumir» deportes. O más aún: consumir espectáculos audiovisuales donde el deporte es la estrella principal, en general vía televisión, azuzando nacionalismos.

El campo socialista, décadas atrás, si bien fomentó una nueva actitud hacia el deporte, no contribuyó en mucho a disminuir la tendencia a su profesionalización; por el contrario, también la favoreció. El deporte profesional fue un ámbito más de batalla durante la Guerra Fría, y los disparates humanos a los que llegó la mercantilización capitalista tuvieron su símil (igualmente disparatado) en el mundo socialista. Hoy día China, con su enigmático «socialismo de mercado», parece ofrecer más de lo mismo. Las potencias son potencias en todo: ¡también en lo deportivo! Hay que demostrar que «se las pueden».

La práctica deportiva, en tanto desarrollo sistemático de habilidades y destrezas físicas, en tanto recreación sana, ocupa indudablemente un lugar importante entre las construcciones humanas; pero secundario si se la compara con el peso específico que ha ido adquiriendo su profesionalización. El deporte, o eso que vemos por televisión casi cada día, con programas específicos, o esa fiesta de las Olimpiadas o los Mundiales de Fútbol realizados sistemáticamente cada dos años, desde hace ya décadas, y cada vez más, se ha tornado 1) gran negocio, y 2) instrumento de control político-social. Y también, siguiendo la lógica de la que nos hablaba la cita inicial, campo de batalla por la supremacía global. ¿Por qué solo Estados Unidos, China o Rusia pueden ganar unas Olimpiadas? Porque solo esos países son las super potencias que marcan el rumbo del mundo.

En un mundo donde absolutamente todo es mercancía negociable no tiene nada de especial que el deporte, como cualquier otro campo de actividad (la investigación científica, la sexualidad, la muerte, la guerra, la salud humana, el agua que bebemos, el aire que respiramos), sea un producto comercial más, generando ganancias a quien lo promueve (valor de uso y ¡valor de cambio! dijo un pensador decimonónico supuestamente superado hoy día). Desde ya esto, el valor de cambio, en sí mismo no puede ser reprochable en la lógica de mercado imperante. Simplemente reafirma el esquema universal que sostiene el mundo moderno, capitalista, donde todo es un bien para el intercambio mercantil.

En este contexto, del que hoy ya nada y nadie pueden escapar, la práctica deportiva ha llegado a perder -al menos en buena medida- su carácter de esparcimiento, de pasatiempo. Esto trajo como consecuencia su ultra profesionalización, con la aplicación de modernas tecnologías a sus respectivas esferas de acción. Todo lo cual ha mejorado, y sigue haciéndolo a un ritmo vertiginoso, su excelencia técnica. Día a día se rompen récords, se logran resultados más sorprendentes, se superan límites ayer insospechados.

De todos modos, la imperiosa pregunta que se abre es respecto al lugar que en todo ello ocupa la población. Los ciudadanos de a pie que no ganamos medallas olímpicas, que en todo caso podemos practicar un deporte amateur, más bien pasamos a ser meros espectadores pasivos (consumidores) de un espectáculo/negocio -montado a nivel internacional- en el que no se tiene ninguna posibilidad de decisión. La recreación termina siendo sentarse a mirar ante una pantalla. Con el rompimiento de marcas y fichajes cada vez más multimillonarios, ¿mejoran las políticas deportivas dedicadas a las grandes masas, a los jóvenes? ¿En qué medida influye este «circo», convenientemente montado, en la calidad de vida de los habitantes de la aldea global? ¿Promueve acaso una vida más sana, o no es más que una nueva versión -sofisticada- del antiguo «pan y circo» romano? (como alguien dijo mordaz: cada vez con más circo y menos pan).

Es aquí donde debe profundizarse la crítica. El desarrollo del perfeccionamiento deportivo («más rápido, más fuerte, más alto») no redunda en una popularización del ejercicio físico para todos. El lema de «mente sana en cuerpo sano», pese a las cifras astronómicas que circulan en los circuitos profesionales de los modernos coliseos, no conlleva forzosamente un mejoramiento de la actitud para con el deporte (por el contrario, si bien el cuidado corporal se ha disparado en estos últimos años y florecen los gimnasios, también crece mundialmente el consumo de drogas, ¡incluidos los deportistas profesionales!).

¿Será que mientras más se «consumen» deportes menos se piensa, menos se abren críticas? ¿No es absurdo que cada vez haya que perfeccionar más los controles anti-drogas en los atletas? Eso, como mínimo, debería llevar a cuestionarnos el circo, por no decir a darle la espalda y a profundizar la crítica de la lógica de mercado que lo propicia. Como dijo la medallista citada: «¿Para qué sirve nuestro esfuerzo de atletas? ¿Parte de la Guerra Fría? ¿Para demostrar que el país al que represento es «mejor« que todos?«

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Fuente: https://rebelion.org/olimpiadas-negocio-o-mecanismo-de-control/

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Guatemala: una historia de violencia

Por: Marcelo Colussi 

La violencia hace parte sustancial de la historia del país, y no se ve cómo encontrarle reales caminos para su superación.

Periodista: Dicen que usted mató a una persona en México.

Candidato presidencial: No una. ¡Dos! Si eso hice por defender a mi familia, ¿qué no haría por defender a mi patria?

Esas declaraciones sirvieron para que ese candidato ganara las elecciones presidenciales en el 2000.

¿Cultura de violencia?

La historia de Guatemala como Estado-nación moderno, desde la llegada de los conquistadores españoles a la fecha, está marcada brutalmente por distintas formas de violencia. Los más de cinco siglos transcurridos desde el contacto de los pueblos mayas con los invasores españoles terminaron generando una sociedad absolutamente asimétrica. En la misma, los descendientes de los conquistadores y las clases dominantes vernáculas que fueron desarrollándose, mantuvieron hasta la fecha enormes y desiguales beneficios sobre los pueblos originarios. Con el tiempo, esas irritantes diferencias no sólo no se achicaron, sino que se mantuvieron e incluso se agrandaron, haciendo del país uno de los más desiguales en el mundo, donde la renta nacional está más inequitativamente repartida. Esas enormes asimetrías estructurales se ampararon en un despiadado racismo.

La matriz de relación político-cultural que se fue imponiendo para todas las vinculaciones humanas –no sólo las económicas– estuvo dada por el autoritarismo (una de las tantas formas de la violencia). Así, las relaciones étnicas, las de género, las generacionales y, en general, las distintas modalidades de tratamiento entre grupos y/o individuos, están atravesadas por patrones verticalistas, autoritarios. Violentos, en definitiva. Quien manda, según esta ya asimilada cultura, tiene derecho de mandar sin atenuantes; y quien obedece, obedece sin mayores cuestionamientos.

Esa cultura autoritaria fue dando como resultado una particular forma de apreciar la vida del otro subestimado. De esa forma, desde el ejercicio de poderes siempre marcadamente asimétricos, la integridad física y psicológica del otro subestimado, el otro «inferior», quedó a merced del superior, lo cual estableció una matriz de impunidad generalizada: el dominador puede hacer casi lo que desea con el dominado o, al menos, puede imponerle sus criterios con total naturalidad, porque la normalidad aceptada es obedecer sin protestar.

Estas matrices autoritarias y violentas marcaron también los rasgos distintivos con que se organizó y se desenvolvió el Estado durante varios siglos. El Estado, lejos de ser una instancia destinada a armonizar las relaciones entre los distintos grupos sociales, fue una prolongación del dominio de las clases dominantes. Durante siglos funcionó con patrones racistas, excluyentes de las grandes mayorías, capitalino y desinteresado del interior del país, y sumamente deficiente en su función de llevar servicios y satisfactores que aseguraran el bien común para la totalidad de la población. En general el Estado estuvo puesto al servicio y beneficio solo de un determinado grupo de poder.

La falta de canales de expresión democrática para las grandes mayorías, su exclusión histórica y la insatisfacción dominante en las mismas, pasada la corta experiencia en que se intentó un nuevo modelo de sociedad entre 1944 y 1954, sumado a la represión violenta de que fue objeto desde siempre, pero más aún luego de ese período específico de mediados del siglo pasado, desató reacciones de violencia armada desde grupos populares como modos de respuesta a una situación que no encontraba espacios políticos. Terminada oficialmente la guerra interna en 1996, salvo algunos cambios puntuales bien acotados (por ejemplo: una mayor presencia maya en la agenda nacional, muy pequeña aún, pero mayor que en años atrás, o una discusión abierta sobre la crónica violencia de género, igualmente muy pequeña aún, pero mayor que en años atrás también), las causas estructurales de violencia y exclusión político-económica persisten.

Las poblaciones perciben, imaginan y procesan las violencias según circunstancias históricas concretas. Los imaginarios colectivos de violencia, por tanto, cambian en el tiempo, se reconfiguran. En la sociedad guatemalteca ha sido una constante el autoritarismo, el verticalismo patriarcal y el desprecio del otro diferente (siempre en la óptica de que quien desprecia es el que detenta una mayor cuota de poder). A través de los años, ese cambio fue grande, rápido, pero no dejó de presentar matrices comunes: la violencia no asusta, no conmueve, sino que está enraizada como hecho cultural. El conflicto armado y la militarización que se vivieron por casi cuatro décadas potenciaron la violencia a niveles y alarmantes en prácticamente todos los espacios de la vida nacional.

La segunda mitad del siglo XX estuvo marcada en muy buena medida por acontecimientos político-ideológicos que reproducían las matrices globales con que se movía la sociedad. Durante años Guatemala vivió y sufrió la Guerra Fría. La confrontación entre dos modos de vida (capitalismo y socialismo) se tradujo internamente en una lucha que no fue sólo ideológica sino que tuvo consecuencias materiales espantosas.

El «combate al comunismo» de la Guerra Fría viene marcando los diversos espacios públicos de la sociedad desde mediados del siglo pasado. Durante la época del gobierno revolucionario de Juan José Arévalo-Jacobo Arbenz, el imaginario de violencia dominante estuvo dado por esa pugna ideológica: comunismo-anticomunismo, articulada con la Guerra Fría que dominaba el panorama internacional. De todos modos, la violencia no era la preocupación dominante en el colectivo, en ninguna de sus expresiones. La lucha ideológica, que se transformó rápidamente en enfrentamiento político, derivando luego en acción militar abierta (obviamente, violenta por definición) fue una constante animada desde los sectores de poder que veían perder sus privilegios.

Caído el gobierno de Jacobo Arbenz, el imaginario de violencia que prevaleció estuvo ligado directamente a la militarización de la sociedad: con acciones militares concretas en la zona rural (el altiplano de presencia maya), con guerra sucia en la capital y las principales ciudades, con desaparición forzada de personas y hechos de tortura selectiva. La violencia, para estas cuatro décadas, estuvo ligada directamente al campo político, y por extensión: militar. Otras formas de violencia no dejaron marcas significativas en los imaginarios. La violencia delincuencial no contaba como problema. La cuestión que marcó el período era cómo sobrevivir en ese mar de tanta violencia: o evitarla no «metiéndose en nada» o, para quienes tenían algún nivel de compromiso político, cómo sortear la masividad de esa violencia que no dejaba alternativas.

Desde firmada la paz, y de allí en forma creciente hasta nuestros días, el imaginario social de la violencia liga ésta en forma casi exclusiva con la delincuencia. Producto de acciones mediáticas que, deliberadamente o no, ponen la violencia delincuencial como el principal problema de la sociedad, la población, en su amplia mayoría, identifica violencia con esta nueva «plaga» que pareciera atacar todo, sin distinciones de clase, de etnias, de género, etáreas. No es exagerado decir, a modo de síntesis de este nuevo imaginario, que la percepción generalizada afirma resueltamente que «la delincuencia nos tiene de rodillas». Esa violencia vivida como algo sin límites, omnipresente, mucho más dañina aún que la experimentada en los años de militarización y conflicto armado abierto, tiene como actores a nuevos personajes sociales: el crimen organizado, el narcotráfico, las pandillas juveniles (maras). En alguna medida, la delincuencia se une a pobreza, con lo que ésta es fácilmente criminalizable.

En todos los casos, el imaginario de violencia apunta a que «yo nunca soy el violento» (la violencia nunca se reconoce en primera persona), pero sí lo son otros grupos: durante la revolución del 44, según el punto de vista elegido, los violentos son o los «inditos que querían mandar y los comunistas de Arbenz que los agitaban», o los sectores conservadores que finalmente desataron la contrarrevolución con apoyo estadounidense. Durante los años de militarización, el imaginario dominante de violencia ligaba la misma a la figura del «delincuente subversivo que quería trastocar los valores de patria, familia, dios y propiedad privada» o, por otro lado, al Estado contrainsurgente, capaz de cometer cualquier acto, por más ilegal que fuera. Finalmente, en los años del post-conflicto, años que se van construyendo para el imaginario social como más violentos aún que los de la guerra interna, la violencia queda ligada a la delincuencia, y en buena medida a jóvenes pobres, provenientes de los sectores urbanos más excluidos: las maras. La violencia delincuencial es masiva, está en todas partes y a cualquiera le puede tocar. En ese sentido, puede tornar la vida cotidiana una verdadera pesadilla. En general, como imaginario muy desarrollado, una forma de afrontar todo esto es la salida punitiva: más armas, más seguridad, más alambradas, más casas amuralladas, desconfianza, no participación en nada más allá de lo estrictamente necesario, aprobación de la pena de muerte, asentimiento de los linchamientos. La sensación dominante es de miedo y parálisis ante la situación, y ninguna de estas conductas violentas contra el «otro indeseable» se reconoce como violenta.

La pandemia de COVID-19 que se ha instalado desde el 2020 no altera sustancialmente nada. En todo caso deja al desnudo –una vez más– la verdadera dinámica de la sociedad: una minoría que «se salva», pudiendo ir a vacunarse fuera del país (a Estados Unidos básicamente) y con acceso a sistemas privados de salud, con una más que minúscula oligarquía que sigue siendo el auténtico factor de poder financiando a la clase política que saca leyes a su medida, junto a sectores de nuevos ricos surgidos en los últimos años de represión contrainsurgente aunados a negocios de dudosa reputación (narcoactividad, contrabando, contratistas de Estado), sobre la base de una extendida masa paupérrima de trabajadores varios, pueblos originarios, asalariados y sub-asalariados, que continúa teniendo como una de sus pocas salidas el marchar a Estados Unidos en condición irregular. Pese a esa pandemia, la delincuencia callejera no ha bajado; disminuyó en el primer año de confinamiento, habiendo vuelto a subir en el 2021.

Como conclusión: la violencia hace parte sustancial de la historia del país, y no se ve cómo encontrarle reales caminos para su superación.

Fuente e imagen: https://www.alainet.org
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Lo público: malo, lo privado: bueno. ¿Quién dijo tamaña estupidez?

Por: Marcelo Colussi

Las cosas no funcionan… cuando hay voluntad en que no funcionen…. Son numerosos los ejemplos que evidencian que lo público puede funcionar, si se desea hacerlo funcionar.

Desde hace ya algunas décadas, aproximadamente alrededor de los 70/80 del siglo pasado, es decir: desde que se instaló en todo el mundo la ideología neoliberal, hoy día entronizada globalmente con fuerza apabullante, todo lo que sea público pasó a ser sinónimo de malo, deficiente, corrupto, incapaz, paquidérmico. Junto a ello, lo privado se exhibe como super eficiente, rápido, de alta calidad.

Las generaciones crecidas en este caldo de cultivo identifican sin más «Estado» con «despilfarro y corrupción, ineficiencia y burocratismo extremo». Idea, por cierto, que es muy difícil de criticar, dado que la experiencia empírica confronta por todos lados con esa realidad: los servicios públicos son deficientes. ¿Quién podría negarlo acaso? La realidad pintada por Franz Kafka hace un siglo -la lentitud enfermante y los laberínticos procesos que se hacen interminables- son la moneda corriente en cualquier trámite en una oficina pública.

¡¡Pero hay ahí una falacia bien montada!! Si se quiere ejemplificar: Chile era el modelo por antonomasia de «eficiencia» privatizadora. Allí, supuestamente, las privatizaciones que impulsó la sangrienta dictadura del general Augusto Pinochet convirtieron al país en un «modelo de éxito» (con Milton Friedman en persona supervisando las políticas fondomonetaristas). Según repetía insistente la corporación mediática internacional, la nación trasandina había entrado ya en el selecto club del Primer Mundo. La experiencia del 2019, con formidables explosiones populares que demandaron el final de los planes neoliberales, vinieron a demostrar que todo eso era un repugnante engaño, una monstruosa campaña de desinformación mediática. Hace años que esa machacona prédica privatista neoliberal nos inunda, habiendo convertido lo estatal en sinónimo de fracaso. Pero no es así. Si lo público quiere funcionar, si quienes deciden la marcha de las cosas (los grandes capitales, tanto en lo interno de cada país como a nivel planetario), desean que el Estado funcione, pues funciona.

Ejemplos al respecto sobran por todos lados. ¿Quién salvó a las grandes empresas en quiebra en los países capitalistas dominantes (Estados Unidos y Europa Occidental)?: General Motors, Lufthansa, Citigroup, Wells Fargo, Bank of America, Iberia, Alitalia, Adidas, KLM, Boeing, Puma, American Airlines, etc. ¡Fondos públicos manejados por los Bancos Centrales! Como suele decirse: se socializan las pérdidas, pero se privatizan las ganancias.

¿Quiénes llevaron adelante todas las guerras sucias que enlutaron Latinoamérica estos últimos años para beneficiar a las clases dominantes? ¡Los ejércitos estatales! Y sin duda funcionaron. Ejércitos públicos financiados con los impuestos que pagan los ciudadanos. Por eso se dijo -correctamente- que las tropelías cometidas por esas fuerzas armadas a lo largo y ancho de América Latina -cualquier nación latinoamericana puede ser un fiel ejemplo, con ejecuciones extrajudiciales, cárceles clandestinas, desaparición forzada de personas, torturas, masacres en poblaciones rurales, violaciones sexuales a granel- deben considerarse «terrorismo de Estado». Era el Estado, la cosa pública, la que hizo funcionar la maquinaria bélica contra el enemigo interno, según rezaba la Doctrina de Seguridad Nacional -diseñada por Washington y fielmente cumplida por los gobiernos latinoamericanos-. Sin dudas, la guerra contrainsurgente funcionó. Y funcionó a la perfección. Los países quedaron libres de la «amenaza comunista». En muchos sitios, no solo se terminó con el supuesto «cáncer pro-soviético» (la militancia local, los activistas de izquierda) sino con la población civil no combatiente que servía como su base de apoyo, destinataria final del proceso revolucionario de transformación.

Las cosas no funcionan… cuando hay voluntad en que no funcionen. ¿Acaso, por poner un ejemplo concreto, en Guatemala el grupo Kaibil no funcionó a la perfección, pasando a ser una referencia internacional por su profesionalismo? ¡Por supuesto que funcionó!, y es estatal. Ese grupo militar es una vanguardia en la lucha contrainsurgente… y lo paga la población con sus impuestos. ¿Cómo que no funciona bien?

¿Cuál es la avanzada científica del mundo capitalista, la instancia que reúne lo más adelantado de la inteligencia creativa, con los planes de investigaciones más osadas? La NASA, una empresa pública. ¡Y funciona! Luego, muchos de los descubrimientos surgidos de esa institución en su investigación espacial, son comercializados por la iniciativa privada en nuestro planeta. ¿Cómo seguir repitiendo entonces que lo público, por el solo hecho de ser tal, es ineficiente? En la República Popular China, modelo sin precedentes de avance económico y científico-técnico que ha dejado atónito al Occidente capitalista (preparando ya viajes no tripulados a Júpiter, un «sol» artificial para reemplazar el petróleo, avanzada ya en tecnologías 6G), es el Estado el que timonea ese crecimiento. ¿No funciona el Estado? ¿Por qué decir eso? Y en Cuba socialista, las vacunas contra el COVID-19 las produce el Estado (¡único país del Sur global que lo está haciendo!).

Son numerosos los ejemplos que evidencian que lo público puede funcionar, si se desea hacerlo funcionar. El mecanismo COVAX, para distribuir las vacunas contra el COVID-19, es público para financiar la investigación, pero privado para repartir las ganancias de las farmacéuticas. Su objetivo final, no declarado, es impedir la expansión de las vacunas rusa, china y cubana, lo que quitaría negocio a las farmacéuticas capitalistas occidentales. ¿Cómo que lo público no funciona?

Veamos esto con otro ejemplo de Guatemala. Aquí los índices sanitarios son muy malos, no muy distintos a los que presenta la población del África subsahariana -la región más empobrecida del planeta-. ¿Por qué? Por la desnutrición crónica (50% de la niñez) y por la falta de agua potable. Las enfermedades más recurrentes son las diarreicas y las respiratorias, trastornos asociados indefectiblemente a las precarias condiciones de vida. Esa situación de empobrecimiento no lo puede arreglar ni el sector salud público ni privado. ¡Es un tema político mucho más estructural! Hay que cambiar de raíz el modelo socioeconómico vigente. En todo caso, una política pública realmente efectiva en el ámbito de la salud debe enfocarse en los aspectos preventivos. Esa es la única clave; en otros términos: una población bien alimentada, bien informada, y con las condiciones de habitabilidad mínima suficientemente satisfechas, tal como pedía la Estrategia Global de Salud 2000 surgida de Alma-Ata en 1978, priorizando la Atención Primaria (preventiva) y no la asistencial (que sí es gran negocio para el sector privado, que vende tecnología médica y fármacos). ¿Por qué Cuba socialista tiene los mejores índices sanitarios del continente? Porque el Estado se ocupa de ello con un criterio preventivo. La salud en manos de la iniciativa privada es efectiva… ¡para la iniciativa privada!

El sector público en salud en Guatemala (que atiende al 70% de la población, junto al seguro social que cubre al 18%) resuelve positivamente el 99% de las consultas que recibe, pese a la falta de recursos y precariedad con que trabaja. Importante remarcar eso: es exactamente la misma proporción de «éxito», de eficiencia en la evacuación de consultas, que presenta el sector privado en las atenciones que brinda, cubriendo solo a un 12% de guatemaltecas y guatemaltecos. En otros términos: el resultado final, más allá de lo desembolsado por el público usuario y de «los buenos modales» de las clínicas privadas, no difiere. Hay un mito, maliciosamente mantenido por toda la ideología privatista dominante, que muestra casi con obstinación que «ir a un hospital o un centro de salud público es la muerte». Y no es así.

También sucede eso con la educación superior. La Universidad de San Carlos, estatal, era de alta calidad (el pensamiento crítico más excelso del país salió de sus aulas). ¿Por qué ahora descendió tanto, atendiendo solo a la mitad del alumnado universitario? Porque hay una voluntad explícita de que así suceda: muchas autoridades de las privadas son la quinta columna en la estatal, trayendo alumnos para sus «comercios». No está de más decir que en Guatemala, con 18% de población abiertamente analfabeta y donde solo el 3% de sus habitantes llega a la educación superior, existen 11 universidades privadas. Universidades concebidas, ante todo, como negocio, con discutible nivel académico. El mito de lo «privado = buena calidad» es insostenible.

También en Guatemala, la Policía Nacional Civil, pública, pagada con los impuestos ciudadanos, es continuamente atacada por corrupta, ineficiente, inservible. Y sí, de hecho, se dan siempre casos de corrupción. Ahora bien: el quíntuple de policías privados que existe ¿acaso brinda mayor seguridad ciudadana? No, de ningún modo. Es sabido que las agencias de seguridad privada -uno de los negocios que más han crecido en Latinoamérica al final de las «guerras sucias»- se alimentan de la inseguridad reinante. En los países nórdicos, o en Cuba socialista, no son necesarias esas agencias privadas. Por el contrario, en la gran mayoría de países, y en Latinoamérica ni se diga, se necesitan climas de violencia -ahí está la delincuencia desatada- para justificar tantos policías privados. Elocuentemente lo dijo un ex pandillero: «No hay que ser politólogo ni sociólogo para darse cuenta de esto: hay una relación, una vinculación entre el chavo marero, al que mandan a extorsionar a toda esta cuadra, y la agencia de seguridad que al día siguiente pasa repartiendo la tarjeta para brindar servicios de seguridad.» A buen entendedor, pocas palabras. Lo privado, no importa en qué área sea, no es sinónimo de calidad: es sinónimo de buen negocio.

Por tanto: ¡¡terminemos de una vez con esa cantinela que lo público no sirve!!

Fuente e imagen: https://www.alainet.org/es/articulo/212632

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Telefonía celular y redes sociales: ¿vicio, problema, aporte?

Por Marcelo Coluss

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Hace algunos años, digamos una década y media atrás, se perfilaban ya los teléfonos celulares como un elemento que había llegado para cambiar la cotidianeidad de gran parte de la humanidad. Hoy, 2021, con el agregado de una pandemia que obligó a confinamientos y cuarentenas a nivel planetario, la cultura del uso de esos aparatos se disparó en forma absolutamente exponencial. En este momento, la era digital -de la que su nave insignia es la telefonía móvil- parece ya plenamente instalada y con miras a perpetuarse. El mundo, cada vez más en forma creciente, hace uso de lo virtual (“Virtual: Que tiene existencia aparente y no real”, según el Diccionario de la Lengua Española).

Sin que se haya buscado directamente, la pandemia de COVID-19 obligó a un uso sostenido de lo digital. Trabajo, estudio, comercio, actividades sociales y un complejo etcétera fueron cambiando en su modalidad. Lo presencial, no en todos los casos, pero sí en muy numerosos, fue cediendo su lugar a esto que ahora se popularizó y llamamos “virtualidad”. Es decir: se hace todo a través de una pantalla.

Lo real supera a lo virtual”, se ha dicho. Habrá que estudiar muy concienzudamente qué significa eso. ¿En qué sentido lo “supera”? Son cosas distintas, sin ningún lugar a dudas; tienen estatutos ontológicos diferentes, inciden diversamente en lo humano. De hecho, el ser humano es el único ser vivo que puede hacer uso de una realidad virtual. Y puede hacer uso de ella de muy distintas maneras: placenteramente, aterrorizándose, facilitándose la vida cotidiana. Pero para muchas personas, complicándosela. O incluso: empobreciéndola.

El uso de los teléfonos celulares (o móviles), ahora en su versión de “inteligentes”, donde lo primordial ya no es la comunicación oral a distancia (tal como nació con el italiano Antonio Meucci en 1854, formalmente patentado como “teléfono” por Graham Bell en 1876, a quien erróneamente se le tiene por padre de la telefonía), está revolucionando el día a día. Esos aparatos, entre otras cosas, también permiten llamadas de voz a distancia, pero lo fundamental no es eso, sino la interminable cantidad de otras funciones que logran (una computadora, sin más, con todas sus características, y además: grabadora de voz, cámara fotográfica y de video, GPS, escanear, tomar la presión, detectar metales, servir como nivel, etc.)

Definitivamente, desde hace algunas décadas, a nivel global, se asiste a una revolución comunicacional. Esto ha cambiado en muy buena medida la forma de relacionamiento humano. La presencialidad en muchas actividades va variando. Ahora hay formas de vida impensables décadas atrás, desde un sexo virtual a intervenciones quirúrgicas en línea, desde operaciones bursátiles en lugares remotos del planeta instantáneas a educación sin maestro de carne y hueso. Los campos de aplicación de estas nuevas tecnologías -y en consecuencia del uso de los smartphones– son enormes, interminables. Todo esto ¿trae beneficios para las grandes mayorías, o no?

Es ahí, entonces, donde comienza el debate: toda esta revolución cultural del uso de los teléfonos celulares, ¿es bueno o es malo? Así planteado, de esa forma maniquea, la discusión no tiene sentido. Como en todo complejo fenómeno humano, hay siempre un intrincado entrecruzamiento de variantes, de facetas, de posibilidades abiertas. Ninguna aproximación puede ser completa: la botella de un litro de capacidad conteniendo solo medio litro está, al mismo tiempo, medio llena o medio vacía, según quien la considere. Así sucede con esto de la telefonía móvil.

Es más que evidente que el uso continuo de estos nuevos ingenios tecnológicos ha venido a modificar nuestra cotidianeidad. Hoy por hoy dejaron de ser un lujo, y una amplísima cantidad de población dispone de algún equipo, en muchos casos, con acceso a internet. En estos momentos se considera que hay más de ocho mil millones de teléfonos en el planeta, es decir que cubren a un 103% de la población, con un promedio de 1.53 aparatos por persona. Es sabido que el dato puede ser engañoso, porque mucha gente dispone de dos teléfonos, y en las zonas más empobrecidas mucha gente no tiene acceso a ninguno. Pero es un hecho que la telefonía inteligente está esparcida universalmente, desde las más recónditas aldeas hasta las megaciudades más desarrolladas. Es sabido también que la fascinación que producen estos nuevos “espejos de colores” no tiene límites, pues no falta quien deja de comer o de pagar un servicio para comprarse su smartphone a la moda.

El siglo XX estuvo marcado por la entrada triunfal de la televisión. En muchos hogares de escasos recursos había una mala dieta alimentaria, pero había un televisor. Ese medio de comunicación vino a cambiar la historia: pasó a ser una nueva deidad intocable. Sus “verdades” pasaron a ser el fundamento mismo de la opinión pública. La población -en países ricos y pobres, en todas las clases sociales, hombres y mujeres- la adoró. El promedio de tiempo diario sentado ante una pantalla de televisión rondó las tres horas. Algo similar, pero potenciado, está pasando con las actuales redes sociales a las que se accede con un teléfono celular inteligente. En este momento se estima en cinco horas diarias promedio que un sujeto término medio puede estar consultando su móvil para mirar su pantalla.

El siglo XXI fue más allá de la televisión. La cultura de la imagen, de la virtualidad, está apabullando en forma aplastante a la presencialidad. Si la opinión pública durante el siglo pasado estuvo moldeada/dominada por los medios masivos de comunicación, en especial la televisión, la actualidad nos muestra un dominio cada vez más total de lo que se ha dado en llamar redes sociales. La relativa facilidad de tener hoy un teléfono móvil con acceso a internet ha potenciado esa tendencia en forma exponencial. Los obligados encierros que trajo la pandemia de COVID-19 llevaron eso a alturas estratosféricas. Pero hay una diferencia con lo acontecido en el siglo XX: allí había una dirección vertical de quien manejaba los mensajes -las empresas productoras, usinas ideológico-culturales de las clases dominantes- para mantener adormecidas a las grandes masas. Las redes sociales actuales abren otros escenarios: aquí se vale todo, y la sensación -muy engañosa, por cierto- es de absoluta libertad. Decir lo que cada quien quiera sin prácticamente controles no es libertad en sentido estricto; pero esa es la falacia en juego. Valga aclarar rápidamente que todo lo que circula en esas redes está rigurosamente observado, clasificado y aprovechado por grandes poderes (Estados nacionales, enormes megaempresas comerciales). Si con la televisión no había ninguna libertad, con estas nuevas modalidades comunicacionales, más allá de la ilusión en juego, no ha cambiado nada en lo sustancial, aunque podamos subir “lo que uno quiera” a la nube.

Sin entrar en profundidad en ese necesario, imprescindible debate, queremos ahora simplemente indicar que hay allí una temática que nos plantea preguntas impostergables. Se dice que “estar todo el día conectados al celular” nos “desconecta del otro real”. ¿Es cierto? ¿En qué sentido “nos desconecta”? Aparecen así, como mínimo, dos tendencias en la lectura del fenómeno: una de ellas mostrando lo pernicioso en juego en toda esta nueva cultura. De ese modo puede llegar a decirse que estamos haciendo un “mal uso” de estos adminículos, por lo que debe encausarse un “uso correcto” de ellos. No falta quien pide, incluso, legislaciones al respecto, controles estrictos. “Tener libre acceso a la pornografía es una aberración”, se dice. “Se está creando una generación de tontos”. Obviamente eso abre la discusión. La interrogante está en ¿cómo decidir lo correcto aquí?

No hay dudas que existen groseras exageraciones en el empleo de estos recursos: hay gente que murió por tomarse una selfie, por mencionar algunas de las estupideces/atrocidades a que la actual parafernalia puede dar lugar. Y en las redes sociales puede encontrarse la más completa colección de banalidades para todos los gustos. ¿Qué aporta mostrar con una foto lo que vamos a comer?, por ejemplo. Pero, ¿por qué no hacerlo? Sin dudas esto requiere forzosamente un debate. ¿Se pueden pasar mensajes revolucionarios gracias a las redes sociales? ¿Se puede luchar contra el racismo o contra el patriarcado utilizando estas tecnologías? ¿Por qué no? Ahora bien: si se afirma que nos torna más “tontos” esta cultura centrada en el celular, ¿con qué criterio certero puede afirmarse eso? Estupidez humana ha habido siempre, y seguramente seguirá habiéndola (debiendo precisarse primero qué es esa “estupidez”). Podría afirmarse que la facilidad de acceso a las redes sociales simplemente permite visibilizarla más. Es como la homosexualidad: siempre existió. Ahora simplemente se ve más, es más común “salir del closet”, se tolera más.

Junto al uso fabuloso que estamos haciendo de este nuevo recurso tecnológico, considerándolo críticamente se llega a decir que el apego a las redes sociales, al menos en muchos casos, ya constituye una psicopatología. “Adicción al internet”, “adicción a las redes sociales”, “dependencia enfermiza”, ya se acuñaron como términos que marcan estas conductas. No falta quien las considera un “vicio”, equiparándolas con el alcoholismo o la toxicomanía. Ahora bien: ¿eso es enfermizo? ¿Cuándo comienza a ser patológico y cuando hay un “uso normal”? En un grupo focal con jóvenes de ambos sexos de entre 17 y 24 años se preguntó si cuando estaban haciendo el amor, recibirían una llamada de su teléfono celular, y más de la mitad contestó que sí. Para gente que no se considera nativa digital, eso es incomprensible. ¿Dónde está lo “mórbido”? Un “viejo” utiliza el espejo para mirarse, un joven nativo digital se mira en el teléfono. ¿Cuál de ellos está en lo correcto?

No hay dudas que estamos ante un verdadero cambio civilizatorio, de profundidad aún desconocida. La invención de la rueda, la agricultura, el manejo de los metales, la navegación a vela, la máquina de vapor, la electricidad, son momentos que marcan la historia humana. Otro tanto sucede con la aparición del internet y la cultura virtual que va abriendo. Se reemplaza la realidad por una imagen. Ello, sin dudas, abre interrogantes. Estamos ante algo que no es poca cosa: no es una moda pasajera, un elemento aleatorio, un electrodoméstico más, que amén de facilitarnos el día a día -una licuadora, un horno a microondas- no cambia nuestra forma de estar en la vida. Esta cultura de la virtualidad, llegada para quedarse, altera sin retorno la cotidianeidad, nuestras relaciones interhumanas, nuestra relación con el mundo. En otros términos: nuestra relación con la verdad. De ahí que se puede llegar a hablar -noción que impone un muy profundo debate que supera grandemente este mediocre opúsculo- de post-verdad. ¿La vida pasa a ser lo que muestra una pantalla? ¿Quién lo muestra entonces? ¿La humanidad está atrapada en esto? ¿Es o no un beneficio esta situación?

Esto lleva a pensar en el mundo que se está construyendo. Es cierto que hay generaciones, los llamados “nativos digitales”, que van conociendo cada vez más una realidad dada crecientemente por lo virtual. “¿Qué significa un pulgar para arriba?”, pregunta un viejo a una joven: “Like”, responde la muchacha (por supuesto, tiene que ser en inglés, aunque se trate de un país con otra lengua). ¿Qué significa eso? Que la realidad está mediatizada/construida/significada por esta malla simbólica que ofrecen las pantallas. Y lo que ofrecen es un menú previamente preparado por ciertos grupos, los que dominan todo. De ahí que sea un mito que el internet sea libre. En relación a la post-verdad arriba aludida, se abre la inquietante pregunta sobre quién “construye” esas verdades. Hoy día, en las redes sociales ya no se sabe en absoluto qué es qué, qué cosa es una fake news o no. De hecho, los centros de poder destinan ingentes esfuerzos a falsificar informaciones, datos y percepciones a través de esos “ejércitos modernos” que son los net centers. Lo que consumimos en cantidades industriales en las pantallas de los smartphones ¿quién lo pone ahí y para qué?

Para graficar esa confusa Torre de Babel a que está dando lugar esta nueva cultura, ya impuesta hoy sin posibilidad de marcha atrás, véase este simpático ejemplo: vez pasada apareció un relato en un blog, punzante denuncia escrita con un nombre ficticio: Abunda Lagula, y eso provocó un increíble desconcierto. Muchos lectores protestaron porque pensaron que se trataba de una noticia falsa. ¿Ya no sabemos qué es cierto y qué no? Pareciera que el holograma va superando a la materialidad. ¿Qué significa entonces aquello, dicho más arriba, de lo real supera a lo virtual?

Lo que inaugura esta tecnología da para todo. No está claro -imposible decirlo- qué futuro habrá de generar. A quien dice que todo esto nos adormece, podría respondérsele que las actuales movilizaciones que vemos en el mundo están convocadas, en muy buena medida, por vía de smartphones. Pero no hay que dejar de considerar que el panóptico global sabe todo de nosotros -y nos controla- también a través de estas vías. En la República Popular China sirvió para detener la pandemia, mientras que al mismo tiempo se monta la popular plataforma para videos Tik Tok (propiedad de la empresa china ByteDance), red adalid de la superficialidad. Con un teléfono celular en la mano y conexión a internet se puede acceder a todo el conocimiento universal, hacer una tesis doctoral, pasar proclamas revolucionarias, encontrar solución a muchas penurias, buscar pareja afectiva, visitar cualquier lugar del mundo, tener sexo, o también “perder el tiempo”. Aunque…, ¿quién pone el criterio para decir que se pierde tiempo? ¿Con qué opción nos quedamos?

Insistamos: hay aquí un debate de proporciones gigantescas. Quedarse con la idea que ahora vamos hacia un mundo de “tontos adormecidos” es, como mínimo, muy pobre. Quienes crean estas tecnologías (desarrollos científico-técnicos fabulosos que, hoy por hoy, solo muy pocos países pueden tener) no parecen muy tontos; y los poderes que se valen de ellas -para hacer negocio o para control social- tampoco lo parecen. No hay dudas que se está produciendo un gran cambio en la dimensión cultural de la humanidad, la forma en que establecemos nuestra civilización: hace unos años atrás, ¿quién remotamente hubiera pensado interrumpir un coito para atender el teléfono? ¿Son más “tontos” quienes ahora lo hacen? Hay una transformación profunda en juego, que no está claro hacia dónde nos llevará. La estructura de base, apoyada en la explotación de una clase social sobre otra, no ha cambiado. El sujeto humano en cuestión -producto de una historia subjetiva y social que no domina, que en todo caso nos domina- sigue siendo el mismo, transido por los miedos, por el terror a la finitud, con un malestar intrínseco a su especie que no desaparece nunca (aunque se llene de oropeles, espejitos de colores y ya estemos pensando en viajar a Júpiter). Está por verse si esta herramienta, igual que la conquista del fuego en su momento, o la domesticación de animales -para mencionar algunos hitos de la historia- contribuye a un cambio significativo. Si levanta tantas olas -“todo esto nos embrutece” o “es una revolución tecnológica que nos facilita la vida”- es porque estamos ante algo muy grande. ¿Servirá para mantener las injusticias, inequidades y atrocidades humanas, o podrá contribuir a liberarnos de ellas?

Telefonía celular y redes sociales: ¿vicio, problema, aporte?

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Guatemala: ¡Disparen contra la universidad pública!

Por: Marcelo Colussi

La tendencia es poner la universidad de investigación al total servicio del mercado, llegando así a la noción de “universidad empresarial”, donde lo que cuenta es la óptima relación costo-beneficio.

Nosotros, como Ejército, durante la guerra teníamos tres prioridades de descabezamiento: el Triángulo Ixil en Quiché, los Cuchumatanes en Huehuetenango y la Universidad de San Carlos, cueva de guerrilleros”.

Ex oficial del Ejército de Guatemala en charla pública

En Guatemala, Centroamérica (décima economía de América Latina, pero con una de las mayores inequidades en la distribución de esa riqueza en todo el mundo), en estos días se libró orden de captura contra el actual rector y contra un ex rector de la universidad pública, la tricentenaria San Carlos de Guatemala –USAC–, una de las más viejas del continente americano. Ambos, como medida para evitar la prisión, “aparecieron” enfermos y hospitalizados. Curiosa enfermedad, por cierto.

No vamos a entrar en el análisis de ese hecho en concreto, porque carecemos de todos los elementos para ello. Se ha especulado que la medida, llevada adelante por la Fiscalía Especial contra la Impunidad –FECI– del Ministerio Público (creada a partir de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala –CICIG– por sugerencia del gobierno de Washington) es una señal del nuevo gobierno de Joe Biden que intenta retomar la lucha contra la corrupción impulsada anteriormente por la administración demócrata de Barak Obama, abandonada durante los cuatro años de presidencia de Donald Trump. Sin que ello sea ahora determinante para el presente texto, lo cierto es que, como cosa insólita en el mar de corrupción e impunidad que campea por las instituciones guatemaltecas, en este momento la medida muestra que empiezan a soplar nuevos aires. “Casualmente” estos días, también, el titular de la FECI, Juan Francisco Sandoval, recibió el premio “Campeones Internacionales Anticorrupción” otorgado por el gobierno estadounidense, y casi a diario se conoce de la “honda preocupación” de la Casa Blanca por la corrupción en el país centroamericano.

En modo alguno el imperialismo de Estados Unidos se está “abuenando”; puede suceder, en todo caso, que se retoma la estrategia de fortalecer administraciones nacionales en Centroamérica mediante la lucha contra la corrupción, buscando que se dé mayor inversión social en estos países (Guatemala, Honduras, El Salvador), evitando así tanta migración de desesperados pobladores de la región hacia el “sueño americano”. Esa era la iniciativa de la Alianza para la prosperidad del Triángulo Norte de Centroamérica, abandonada por Trump. Todo indicaría, ahora sin la CICIG, pero con otros actores, que se relanza el proyecto.

Lo cierto es que estos dos funcionarios de la tricentenaria casa de estudios, presuntamente vinculados a actos de corrupción, en tanto cabezas visibles de la universidad más grande del país, la única pública y que acoge al 50% del estudiantado de educación superior, necesariamente plantea preguntas. ¿Por qué puede suceder esto? ¿Cómo es posible que un centro universitario esté vinculado a mafias delincuenciales y pesen sobre él denuncias que le unen a lo que se ha dado en llamar Pacto de Corruptos? (es decir: contubernio entre clase política, crimen organizado, ex militares, cierto empresariado). El epígrafe comienza a dar alguna pista. Luego de los años de guerra interna, la universidad pública fue virtualmente descabezada (se asesinó a lo más connotado de su inteligencia: docentes y estudiantes, y quienes sobrevivieron, tuvieron que marchar al exilio), abriéndose la posibilidad de instalar allí las más cuestionables “roscas”, mafiosos grupos de interés con poca o ninguna vocación académica, que dirigieron a la baja la investigación y el pensamiento crítico. Es por eso que hoy la San Carlos, que fuera una gloria nacional alguna vez convocando admiración en toda el área centroamericana, actualmente languidece, presentando esta patética imagen.

La gran mayoría, por no decir la totalidad de quienes lean este opúsculo en Guatemala –en general jóvenes de clase media, varones y mujeres, muchos: también trabajadores, pero muchos sólo estudiantes–, algunos de origen maya, aunque en su gran mayoría no-mayas– son unos privilegiados. ¿Por qué? Porque conforman el escaso porcentaje de población que tiene la dicha de cursar estudios universitarios: un 3% del total nacional.

Definitivamente eso es una suerte. En un país donde el nivel de analfabetismo abierto llega al 13% del total de la población (entre muchas mujeres mayas del interior llega al 100%), y el analfabetismo funcional (dificultad para entender lo que se lee), al menos, al 60%, tener la posibilidad de alcanzar un aula universitaria es todo un don, un verdadero motivo de orgullo. En la amplia mayoría de la población, terminar la escuela media es ya un logro de magnitud; la universidad sigue siendo un lujo bizantino.

Estudiar una carrera universitaria ha sido, sigue siendo y todo indica que, al menos en el corto plazo, seguirá siendo un privilegio reservado a pocos. En un mundo dirigido cada vez más por grandes capitales donde, para “triunfar”, hay que estar crecientemente “preparado”, los estudios universitarios –y hoy también los de post grado– son una clave definitoria. Por tanto, quienes acceden al nivel superior tienen asegurado, de terminar exitosamente sus estudios, un mejor pasar económico que quien no fue beneficiado por esa situación.

Dentro de esa lógica tener un título universitario es un seguro pasaporte al bienestar. Un universitario graduado –verdad inobjetable– tiene mejor nivel económico que alguien sin título. Incluso hoy ya pasa a ser “necesario” un nivel de maestría para el mercado laboral. Ello no garantiza la real calidad académica, pero sí brinda los papeles que abren puertas. De ahí lo de “privilegiado” para quien tiene un cartón de esos.

Ahora bien: ¿qué decir del papel de la universidad –no solo de la San Carlos sino también de todas las privadas– en la sociedad actual, la guatemalteca o la de cualquier país capitalista? La respuesta inmediata es: está para brindar la formación de profesionales, la promoción de mano de obra calificada. Paralela a esa formación técnica para el trabajo viene la otra, la que no se ve en lo inmediato: la formación ideológica, la transmisión de valores, de esquemas de pensamiento. Y es preciso decir que, hoy por hoy, la universidad –al menos en términos generales– prepara a sus graduados para ser un profesional sabedor de esos privilegios (de esa minoría que se encuentra en el bajísimo porcentaje de quienes disponen del preciado cartón), y que, por tanto, se “siente más”.

Pero la universidad –en este caso la pública – puede, o debe, ser otra cosa. Eso es lo que buscó durante los años de mayor politización, cuando la guerra interna, entre los 60 y los 80 del pasado siglo, lo que motivó esa intervención del Estado contrainsurgente (véase nuevamente el epígrafe). Según lo indicado por la constitución nacional de Guatemala, según su Artículo 82: la USAC cooperará al estudio y solución de los problemas nacionales” [elevando] “el nivel espiritual de los habitantes de la República, promoviendo, conservando, difundiendo y transmitiendo la cultura”. Es decir: no sólo es la instancia educativa encargada de graduar a los profesionales; tiene en sus manos otro cometido: ayudar a resolver los problemas nacionales.

Si vemos nuestra realidad latinoamericana, no pareciera que ese sea hoy día el papel dominante de las casas de altos estudios, ni en Guatemala ni otros países, salvo Cuba. Según lo expresa sin tapujos el sociólogo venezolano Vladimir Acosta “uno de los grandes problemas de las universidades, de nuestras universidades [latinoamericanas], es que son unas universidades colonizadas, dependientes, subordinadas a una visión derechista, globalizada, eurocentrista, blanca y gris de mirar el mundo. Son universidades donde los saberes se disocian, se fragmentan, justamente para impedir una visión de totalidad, y para hacer del estudiante que se gradúa, que egresa como profesional, un profesional limitado, con una visión burocrática profesional, orientada en lo personal a hacer dinero, y en la visión que se tiene a encerrarse dentro de un marco profesional sin tener conocimiento de su identidad, de su historia y de su compromiso con su país.

En Latinoamérica las universidades tienen una larga historia. La primera nace en 1538, en Santo Domingo. Todas las que se van fundando reflejan el modelo medieval traído de Europa, asociado con los poderes de la realeza y la iglesia católica. La preparación profesional se separaba de los centros de generación del conocimiento. Frente a este modelo de profesional liberal surge otra concepción en Alemania, donde aparece la “universidad de investigación”. Allí la enseñanza técnica se combinaba con la generación del conocimiento puro y la ciencia, lo cual tuvo el valor de una verdadera revolución académica. Ese esquema investigativo fue consolidándose en Europa durante el siglo XIX y luego en Estados Unidos, acorde al crecimiento económico que iba impulsando más y más desarrollos técnicos para la floreciente industria. El modelo se solidificó y es el imperante hoy día, en el que se da una asociación directa del conocimiento generado en la universidad con su aplicación práctica en la esfera económica, vía empresas privadas básicamente (al menos en el capitalismo). En el transcurso del siglo XX la investigación científico-técnica terminó por ligarse enteramente al crecimiento económico, y las ciencias pasaron a ser el sostén de la industria moderna. El modelo universitario, por tanto, pasó a ser una actividad inseparable del crecimiento económico del capitalismo desarrollado.

En el siglo XXI esa tendencia se mantiene y profundiza, más aún con los nuevos paradigmas de producción caracterizados por la globalización de la economía y el paso hacia la “sociedad de la información y el conocimiento”, basada cada vez más en tecnologías de punta. La tendencia es poner la universidad de investigación al total servicio del mercado, llegando así a la noción de “universidad empresarial”, donde lo que cuenta es la óptima relación costo-beneficio concebida desde el lucro y donde se va esfumando la idea de desarrollo social, de extensión y servicio comunitario. Todos estos procesos de privatización, surgidos en los países que marcan el rumbo –las potencias capitalistas–, llegan a la región latinoamericana como tibia copia. No hay, en general, procesos con dinámicas propias. Siempre se ha tratado de imitar al Norte, visto como opulento y modelo a seguir.

¿Y qué hay de lo declamado en la constitución guatemalteca entonces en relación a la Universidad de San Carlos, aquello de “cooperar al estudio y solución de los problemas nacionales”? Hoy por hoy: ¡nada! ¿Qué significa que un rector y un ex rector de la universidad pública caigan presos por actos de corrupción? ¡Es patético! Muestra que esa institución funciona como mafia al servicio de la privatización de la educación superior (en el país, con tan bajo índice de universitarios… ¡hay 14 universidades privadas!) y como engranaje del Pacto de Corruptos, siguiendo con el cumplimiento a cabalidad de lo implementado en la pasada guerra: ¡se la destruyó por ser “cueva de guerrilleros”! Y se la sigue destruyendo.

La misión urgente, por tanto, es rescatarla.

Marcelo Colussi

Analista político e investigador social, autor del libro Ensayos

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