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Teorías conspirativas y visión desconfiada (crítica)… ¿Por qué no?

Por: Marcelo Colussi
«Todo poder es una conspiración permanente”.

Honoré de Balzac

Una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud, en el que, gracias al consumo y al entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre” .

Aldous Huxley

El peligro mayor al que nos enfrentamos no es que las cosas «se queden como estaban», sino que vayan a bastante peor”.

Jorge Riechmann y Adrián Almazán

I

Pese a que se hable hasta el cansancio de “democracia” (palabra manoseada que da para todo: para invadir países, asesinar impunemente, torturar, mentir, manipular), lo que menos hacen “los pueblos” es justamente eso: decidir su futuro, gobernarse. El mundo moderno, el capitalismo surgido en Europa desde el Renacimiento en adelante que hoy día se globalizó aplastando otras opciones, tiene en la “democracia” y en la “libertad” sus íconos por antonomasia. Íconos, sin embargo, que no pasan de una deslucida opacidad muy engañosa.

Lo que hacemos, pensamos, consumimos, cómo nos divertimos, nuestra forma de relacionarnos con el mundo, en otros términos: nuestra vida en general, cada vez más está digitada por poderes que nos sobrepasan en manera inconmensurable. Inmediatamente hay que hacer una imprescindible y capital aclaración: decir esto no es ninguna conducta paranoica, una delirante visión de conspiraciones que obran en nuestra contra.

La paranoia, llamada por Freud “demencia paranoide” a inicios del siglo XX, hoy día preferiblemente conocida, según los manuales de psicopatología al uso, como “Trastorno de ideas delirantes”, es un “Grupo de trastornos caracterizado por la aparición de un único tema delirante o de un grupo de ideas delirantes relacionadas entre sí que normalmente son muy persistentes, y que incluso pueden durar hasta el final de la vida del individuo. El contenido del tema o conjunto de ideas delirantes es muy variable. A menudo es de persecución, hipocondríaco o de grandeza, pero también puede referirse a temas de litigio o de celos o poner de manifiesto la convicción de que una parte del propio cuerpo está deformada o de que otros piensan que se despide mal olor o que se es homosexual”.

El delirio paranoico existe, sin lugar a dudas; de hecho, en muchos casos esa “desconfianza” patológica (las celotipias extremas, por ejemplo) puede llevar al asesinato. El otro, el “perseguidor”, es vivido como enemigo: antes que me agreda, lo aniquilo. Lamentablemente, dada la precariedad del abordaje de los “problemas mentales” que se sigue padeciendo (el Psicoanálisis aún es resistido y prima la Psiquiatría manicomial), los “enfermos paranoicos” suelen terminar en el loquero (donde, por supuesto, nadie se cura).

El mundo, sin dudas, está atravesado por una serie de ideas de talante paranoico, muchas veces tomadas con cierta seriedad o, al menos, presentadas con un grado de credibilidad, pero absurdas e insostenibles, en definitiva: “los judíos o ciertas sectas esotéricas (Illuminati, masones, etc.) manejan el mundo”, “los extraterrestres están entre nosotros”, “las vacunas son un experimento en masa que provocan autismo”, “la actual enfermedad COVID-19 se activa por las emisiones de ondas 5G”, “la aparición de un cometa anuncia el fin de nuestro planeta”, “las pirámides de Egipto fueron construidas por alienígenas”, y un largo etcétera.

Por supuesto que la dinámica de las sociedades no puede explicarse por estas elucubraciones, sin base ni sustento científico. El delirio, definitivamente, está entre nosotros, a veces medianamente tolerado, lo cual evidencia que la “normalidad” es siempre una pregunta abierta, una cuestión de grado. Es decir: no hay una normalidad definitiva, dada de una vez, única e inamovible (Hitler era un loco que creía en la eugenesia, aunque no debe olvidarse que el pueblo alemán masivamente lo siguió). Pero ni la historia de la humanidad ni el mundo actual no se mueven por ideas delirantes, por fuerzas sobrenaturales ni mensajes apocalípticos de seres extraordinarios: son las relaciones sociales, concretas y materiales, que establecemos los seres humanos para asegurar nuestra existencia (individual y colectiva) las que explican la arquitectura general de las cosas. De ahí que el materialismo histórico, por ejemplo, y su concepto de lucha de clases da mucho más en el blanco para entender las sociedades y sus conflictos, que la apelación a poderes malignos o conjuras de grupos ocultos en las sombras. Dicho de otro modo: una clase social, detentadora de los medios de producción (tierra, maquinaria, dinero) explota la fuerza de trabajo de una mayoría, la otra clase social, la clase trabajadora, con lo que se genera una riqueza que queda mayoritariamente en la clase explotadora.

Ahora bien: esa clase beneficiada, que asienta su riqueza y poderío en el trabajo de enormes mayorías a las que sojuzga, hace lo imposible para mantener sus privilegios. Para ello, apela a los mecanismos más sórdidos, más perversos, más sanguinarios llegado el caso. Como sin miramientos lo dijo uno de los más connotados intelectuales orgánicos de esa clase dominante, el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinsky, miembro de connotados tanques de pensamiento de Estados Unidos y catedrático en la Universidad Johns Hopkins: “La sociedad será dominada por una elite de personas libres de valores tradicionales que no dudarán en realizar sus objetivos mediante técnicas depuradas con las que influirán en el comportamiento del pueblo y controlarán con todo detalle a la sociedad, hasta el punto que llegará a ser posible ejercer una vigilancia casi permanente sobre cada uno de los ciudadanos del planeta. (…) Esta elite buscará todos los medios para lograr sus fines políticos tales como las nuevas técnicas para influenciar el comportamiento de las masas, así como para lograr el control y la sumisión de la sociedad”.

Pensar, entonces, que hay grandes, inconmensurables grupos de poder que le dan forma al mundo en que vivimos, que nos obligan a seguir siendo esclavos (asalariados), mundo “en el que, gracias al consumo y al entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre”, como agudamente dijera Aldous Huxley, no es ningún delirio paranoico. Es la constatación de una cruda y descarnada realidad: hacemos, pensamos y actuamos según lo que poderes determinados nos dicen. No importa si esos grupos son judíos, católicos, musulmanes, ateos, hombres, mujeres, bisexuales, amantes del samba brasileño o la salsa colombiana: son grupos de poder que tienen en sus manos monumentales decisiones. Eso ¿es paranoico?

II

Para ejemplificar lo anterior, dos rápidos ejemplos.

1) En Guatemala, Centroamérica, pequeño país “bananero” con una gran riqueza acumulada (onceava economía latinoamericana) injustamente distribuida (grandes familias que viven como magnates de Wall Street con una inmensa población precarizada -el salario mínimo cubre apenas un tercio de la canasta básica-), la corrupción es una constante histórica. Corrupción e impunidad son parte absolutamente normalizada del paisaje social. Pero en ese escenario sociopolítico y cultural surgió hacia el 2015 una fabulosa “cruzada contra la corrupción”. Eso resultó altamente llamativo, por cuanto Guatemala se caracteriza -como todos los países de Latinoamérica- por una inveterada cultura de corrupción que alcanza todos los niveles. Para ese entonces, llamativamente todos los medios de comunicación comerciales (de derecha, conservadores, grandes empresas privadas lucrativas al fin, corruptas en muchos casos) pusieron en la agenda pública como tema totalmente dominante la lucha contra la corrupción. Por unos meses no se hablaba de otra cosa: la corrupción pasó a ser la peor plaga bíblica sufrida, causa última de todos los males del país. Queda claro ahora que eso fue un muy sofisticado mecanismo geoestratégico de Washington, probado en estas tierras para luego iniciar su trabajo de reversión (roll-back) de gobiernos que no le eran muy afines (el PT en Brasil, Cristina Fernández en Argentina).

Esa desatada “lucha monumental contra la corrupción” (se llegó a decir que “Guatemala daba un ejemplo al mundo”) trajo como consecuencia una relativa movilización de la sociedad, terminando en una crisis política que finalizó mandando a la cárcel al por entonces binomio presidencial (Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti). Pero luego de esa bien manejada crisis (asegurando “gobernabilidad” con la llegada a la presidencia de un candidato idóneo para seguir el guión: Jimmy Morales, supuestamente no tachado de corrupto) la corrupción salió de escena. Años después corrupción e impunidad siguen marcando el pan nuestro de cada día, y no volvieron a aparecer en la agenda mediática. ¿Es paranoico pensar que hubo allí una bien montada operación de “psicología militar de masas”? ¿Por qué sería delirante? ¿Qué argumento científico de peso puede oponérsele? ¿Movilización popular espontánea? Nada lo indica, porque las clases oprimidas siguieron tan oprimidas como siempre.

2) Hasta hace unos años, las mujeres occidentales solían pintarse las uñas de las manos con los cinco dedos llevando el mismo color. De pronto, cuatro dedos empezaron a mostrar un color, y un quinto dedo -preferentemente el anular- otro. Se hizo moda, y una enorme cantidad de mujeres empezó a hacerlo así. Puede parecer superficial la pregunta, pero pretende no serlo, en absoluto: ¿quién marcó esa pauta? Seguramente no fueron los platos voladores, los masones ni los Illuminati. Sin dudas, alguien lo decidió (así como se deciden las modas). ¿Es paranoico, delirante, es apelar a teorías conspirativas considerar que alguien estableció una pauta de consumo determinado? ¿No es eso la moda acaso?

Estos dos ejemplos intentan poner en evidencia que las conductas de las masas, del grueso de la población, no son -en general- producto de una reflexión sopesada, de actitudes críticas. Esto no significa que las masas sean “tontas”, que la población sea felizmente una esclava silenciosa que “gracias al consumo y al entretenimiento, amaría su servidumbre”. Las masas a veces reaccionan, se enardecen, revolucionan lo existente, y el mundo cambia. Eso, y no otra cosa, es la lucha de clases. El mundo sigue cambiando (de la Edad de Piedra o la época de los faraones a la fecha hubo muchos cambios), pero justamente los grupos detentadores del poder hacen lo imposible para que las cosas no cambien. Y desde las sombras elucubran cómo mantener el estado de cosas. ¿O acaso es distinta la historia de la Humanidad?

¿Por qué ahora la Embajada de Estados Unidos en Guatemala, según un paper secreto recién filtrado, está tan sumamente preocupada por la situación de la pandemia del COVID-19? No por la salud de la población, sino por la posibilidad real de estallidos sociales a que el hambre podría dar lugar. Si algo se busca a toda costa, es la “gobernabilidad”, es decir: que nada cambie (que los privilegios de la clase dominante se mantengan). Un estallido social puede encender mechas que luego se vuelven inmanejables (por eso, por ejemplo, Mike Pompeo, Secretario de Estado de Estados Unidos, pudo decir refiriéndose a las protestas populares de Chile del año pasado: “América del Sur se nos puede embrollar de modo incontrolable si no tenemos siempre a la mano un líder militar, y en el caso de Chile, esto reclama un jefe de la calidad solidaria del general Augusto Pinochet”). ¿Es acaso paranoico pensar que la recomendación de la Embajada de Estados Unidos en Santiago a las fuerzas armadas trasandinas se cumplió al pie de la letra? Cada explicación alternativa a los discursos oficiales (siempre mentirosos, manipuladores, que trastocan los hechos), cada explicación que contradice el “mundo feliz” que nos transmiten los medios masivos de comunicación, ¿es un delirio paranoico, es ver marcianos y conspiraciones? Pero… en Chile mucha gente perdió la vista por la represión de los carabineros. Alguien dio esa orden, ¿verdad? ¿Por qué Pompeo diría eso en una reunión en Washington? No parece muy delirante pensar que unos cuantos funcionarios en Estados Unidos deciden lo que debe pasar en Latinoamérica. ¿O hay que mandar al manicomio a quien denuncie algo así?

III

La marcha del mundo tiene una lógica. Lo que hacemos cada día, responde en muy buena medida a planes trazados. Y esos planes no los traza la mayoría en decisiones populares, en asambleas abiertas. ¡En absoluto! Eso que se nos presenta como democracia es la más artera mentira, manipulada muy eficientemente. Por supuesto que sí, hay formas auténticas de democracia de base, de poder popular donde se deciden las líneas por donde transitará una comunidad. Pero, a todas luces, esas son de momento expresiones muy embrionarias. Solo las experiencias socialistas las han permitido en parte, de ahí que el socialismo siga siendo la única esperanza real de un mundo más justo. Este mito de la democracia parlamentaria actual no es sino eso: mito, ficción, fantasía, burda manipulación.

El orden del mundo no lo decide el “ciudadano” votando cada cierto tiempo. Eso es patéticamente absurdo. Los presidentes -todos, de todos los países- son, en definitiva, empleados de los verdaderos tomadores de decisiones. ¿Quién establece el precio del petróleo, lo que un país debe producir, el inicio de las guerras, el entretenimiento para mantener “felices a los esclavos”? La gente, el ciudadano de a pie, la persona que está leyendo este mediocre opúsculo: ¡no! Eso se decide a puertas cerradas entre muy pocas personas en el mundo. En las sociedades de clase, siempre fue así: el rey y su séquito, el faraón, el sumo sacerdote, los mandarines, la gente que maneja el Fondo Monetario Internacional o los que se sientan en un lujoso pent house climatizado con enormes jacuzzis, esos a los que “la plebe” no puede acceder jamás, esos de quienes ni siquiera conocemos sus nombres, esos son los que deciden (¿quiénes son los dueños de la Exxon-Mobil, o de la Coca-Cola Company, o del JPMorgan Chase & Company?). ¿Cuándo cambiará eso? …, no lo sabemos ni lo estamos previendo. Lo que sí está por demás de claro, como dijo el francés Honoré de Balzac, que “todo poder es una conspiración permanente.” Las leyes, lo sabemos, no son justas ni equitativas, y no las deciden las mayorías: “La ley es lo que conviene al más fuerte”, expresó Trasímaco de Calcedonia en el siglo IV antes de nuestra era. “Las leyes están hechas para y por los dominadores, y conceden escasas prerrogativas a los dominados”, dijo Sigmund Freud en 1932.

¿Por qué ahora los Estados, a partir de las políticas neoliberales vigentes en estas últimas décadas, se adelgazaron terriblemente siendo reemplazados por la “beneficencia” de eso que se llama “cooperación internacional”, o sustituidos por grandes mecenas? ¿Una forma de precarizar cada vez más la vida de la clase trabajadora global, para someterla más y más? Los servicios básicos los debe brindar el Estado y no bienhechores magnánimos. Daniel Espinosa nos informa que “Los “Silicon Six”, como se conoce a Microsoft, Google, Apple, Facebook, Netflix y Amazon, son expertos en elusión tributaria, una realidad que han sabido ocultar tras su imagen de modernidad, de empresas “cool” (y muchos millones en donaciones “caritativas” a medios de comunicación). De acuerdo con una investigación reciente de Fair Tax Mark, esas seis compañías lograron ahorrarse cerca de 100 mil millones de dólares en impuestos entre 2010 y 2019”. ¿Qué mortal de a pie decidió acabar con los Estados nacionales y precarizar sus servicios básicos: salud, educación, infraestructura, seguridad? ¿Es una elucubración delirante pensar que esa desaparición del estado de bienestar se hizo para explotar más aún a los explotados de siempre?

¿Por qué sería un “trastorno de ideas delirantes” típico del Presidente Schreber (caso de psicosis teorizado por Freud a partir de la lectura de “Memorias de un neurópata”) pensar que grupitos minúsculos de poderosos magnates deciden lo que pasa en el mundo?

De lo que se trata es de sustituir la autodeterminación nacional, que se ha practicado durante siglos en el pasado, por la soberanía de una elite de técnicos y de financieros mundiales”, pudo decir el recientemente fallecido David Rockefeller, nieto del legendario John Davison Rockefeller, en su momento la persona más acaudalada del mundo, fundador de la mítica dinastía de banqueros e industriales petroleros de Estados Unidos. “Todo lo que necesitamos es una gran crisis y las naciones aceptarán el Nuevo Orden Mundial”, agregó en su momento, él, que  fuera uno de los más grandes conspiradores, arquitecto de la política mundial, factótum de importantes grupos “selectos” que deciden la marcha de la sociedad planetaria, donde no puede llegar “la chusma”, instancias por el Grupo Bilderberg, o la Comisión Trilateral (Estados Unidos, Europa Occidental, Japón), según su propio decir, “altas personalidades” que deciden lo que ha de suceder en la humanidad: “el conjunto de potencias financieras e intelectuales mayor que el mundo haya conocido nunca”. ¿Es ver fantasmas pensar que todo eso existe? El 1% de la población mundial detenta el 50% de la riqueza mundial; y de ese mínimo porcentaje, solo el 0.01% es el que da las órdenes a los presidentes. Decir eso, ¿es ser paranoico?

No es ninguna novedad (¿o es un delirio paranoico, una voz alucinada?) constatar que infinidad de hechos políticos que suceden están pergeñados en oficinas de la más alta secretividad, sin que las poblaciones tengan la más remota idea: Pearl Harbor, el asesinato de Kennedy para continuar con la guerra de Vietnam a la que él se oponía, la caída de las Torres Gemelas, las supuestas armas de destrucción masiva en Irak, el ataque a Nicaragua antes de que el sandinismo -cuando aún era revolucionario- “invadiera Texas”, el financiamiento de la Ford Motors Company al nazismo en sus inicios -para que invadiera y terminara con la Unión Soviética-, los experimentos sobre la sífilis hechas, sin conocimiento de las autoridades, con población guatemalteca en la década de 1950, armas bacteriológicas desconocidas por el público, los secretos revelados por la crisis de conciencia del ex espía estadounidense Edward Snowden, y la lista puede continuar interminable. El medicamento cubano Interferón alfa 2B recombinante sirvió para parar la epidemia en China, ¿por qué no se dijo una palabra de eso en el “mundo libre”? ¿Es ser un desubicado psicótico preguntarse el porqué de ese silencio? ¿Son todas elucubraciones paranoicas, afiebradas visiones conspirativas del mundo, delirios insanos para mandar al manicomio a quien exprese preguntas sobre todo esto?

IV

Hoy día cursamos una pandemia de un virus nuevo, desconocido en todo su potencial, el coronavirus.

La nueva neumonía por coronavirus no es tan grave como otras enfermedades contagiosas de clase A (peste y cólera) todavía. Sin embargo, debido a que es una enfermedad recién descubierta, con un riesgo relativo considerable para la salud pública, todos deben estar atentos y bien protegidos. Tomar las medidas de control de Clase A genera notificaciones y publicidad más rápidas; Esto facilita a los trabajadores de la salud en la prevención y el control de la enfermedad, así como al público en la adquisición de la información más reciente para una mejor respuesta a la epidemia”, puede leerse en el Manual de prevención del coronavirus puesto a circular por el gobierno de la República Popular China recientemente, al aparecer el brote en la ciudad de Wuhan.

Efectivamente, no es tan grave, pues según el grado de letalidad, tenemos que hay afecciones mucho más dañinas: Peste (Yersinia pestis): 100%, peste pulmonar: 100%, VIH-SIDA: 100%, leishmaniasis visceral: 100%, rabia: 100%, viruela hemorrágica: 95%, carbunco: 93%, ébola: 80%, viruela en embarazadas: 65%, MERS (Síndrome respiratorio de Oriente Medio): 45%, fiebre amarilla: 35%, dengue hemorrágico: 26%, malaria: 20%, fiebre tifoidea: 18%, tuberculosis: 15%. El índice de letalidad del COVID-19 está alrededor del 4% (puesto en entredicho, incluso, por estudiosos del tema, que estiman que es menor).

Como es un agente patógeno nuevo, no se sabe mucho acerca de él. Lo que sí ya se ha podido ver es que tiene un potencial de contagio muy alto, de ahí que las autoridades sanitarias recomendaron confinamientos. De todos modos, hay algo llamativo en esta cuarentena militarizada que vivimos. El mundo se detuvo prácticamente, cuando hay voces -tan autorizadas como quienes dicen lo contrario- que alientan sobre lo llamativo del pánico creado. El destacado inmunólogo colombiano Manuel Elkin, quien trabajara en una vacuna contra la malaria, llama la atención sobre “la desproporción que supone que la malaria aflige entre 230 a 250 millones de personas al año y, de ellos, mueren de 1.250 a 1.500 al día”. Nos llama a reflexionar: “Paremos un poco esa histeria colectiva. Desde el principio de la enfermedad del coronavirus nos metieron un pánico excesivo; es una enfermedad a la que hay que ponerle cuidado, pero no para una histeria colectiva que no sirve para nada”.

Del mismo modo Johan Giesecke, destacado epidemiólogo consejero del gobierno sueco y miembro del Grupo Asesor Estratégico y Técnico para Riesgos Infecciosos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), dijo que “Esta enfermedad se propaga como un incendio y lo que uno hace no cambia demasiado. Todos se van a contagiar, todo en el mundo al final”.

Lo curioso es que una enfermedad que no es especialmente letal (el 96% de infectados se recupera), que ataca mortalmente solo a un segmento pequeño (ancianos, gente con inmunodeficiencias, población que se puede reinfectar muchas veces como el personal sanitario), ha causado un revuelo sin precedentes, paralizando el mundo. El epidemiólogo británico de la Universidad de Oxford, Christopher Fraser, considera que la proporción de casos sin reportar podría ser del 50%, por lo que “la tasa de letalidad rondaría el 1%”. El experto en virus, el español Adolfo García-Sastre, investigador del Hospital Monte Sinaí de Nueva York, piensa que “existen de cinco a diez veces más infectados que lo que se está contabilizando actualmente, lo cual reduce mucho su letalidad”.

Considerando que la curva epidemiológica comenzó a aplanarse en los países que mayor número de contagios presentaron -con tasas de mortalidad diversas, pero siempre manteniendo una tasa de letalidad similar, que no supera el 5% (o quizá mucho menos)- la proyección en muertes nos muestra que al final del año el número total de decesos podría ser similar a la de la gripe estacional: entre 600 y 700 mil. Seguramente las medidas de confinamiento podrán haber evitado más muertes. Pero allí es donde se abre la pregunta.

Acusar de paranoia a quien se plantee preguntas críticas puede ser peligroso. Como dijo Luis Tuchán: “Llamar teoría conspirativa a toda explicación alternativa a la del poder, es ahora la forma de satanizarla”. La crisis actual, sanitaria en principio, abre preguntas. No es ninguna novedad -porque está reportado hasta el cansancio, incluso por las mismas Bolsas de Valores de distintas partes del mundo-, que el sistema capitalista en su conjunto entró en una terrible, tremenda, catastrófica crisis, similar -o peor- que la Gran Depresión de 1930. “No solo la crisis financiera estaba latente desde hacía varios años y la prosecución del aumento de precio de los activos financieros constituían un indicador muy claro, sino que, además, una crisis del sector de la producción había comenzado mucho antes de la difusión del COVID, en diciembre de 2019. Antes del cierre de fábricas en China, en enero de 2020 y antes de la crisis bursátil de fines de febrero de 2020. Vimos durante el año 2019 el comienzo de una crisis de superproducción de mercaderías, sobre todo en el sector del automóvil con una caída masiva de ventas de automóviles en China, India, Alemania, Reino Unido y muchos otros países”, anunciaba una voz autorizada como el economista Erick Toussaint. Es ahí, entonces, donde entran las preguntas críticas, acusadas de delirio paranoico por algunos.

Sabemos que el sistema capitalista, o más aún, quienes disfrutan los beneficios de ser la clase dirigente allí, están dispuestos a hacer lo imposible para mantener sus prebendas: ¿no alcanza todo lo dicho para entenderlo? ¿Habrá que agregar dos millones y medio de muertos en Irak y más de un millón para mantener, respectivamente, el petróleo y el gas/negocio de la heroína? ¿Habrá que agregar Guantánamo? ¿Habrá que agregar dos bombas atómicas arrojadas impunemente sobre población civil no combatiente en Japón cuando la guerra ya estaba decidida? ¿Habrá que agregar todos los golpes de Estado en Latinoamérica, y su cohorte de muertos, torturados y desaparecidos, aconsejados por “expertos” estadounidenses? (recuérdese la cita anterior de Mike Pompeo). El sistema está dispuesto a hacer cualquier cosa para mantenerse: por eso miente, embauca, distorsiona. Las enseñanzas de Goebbels (“Una mentira repetida mil veces se transforma en una verdad”) fueron amplificadas en un grado sumo en la tierra “de la democracia y la libertad”. Se nos vive mintiendo todo el tiempo, y eso no parece un delirio paranoico. En Guatemala se hizo creer que la “ciudadanía” sacaba del poder a un presidente corrupto…. Y no era así. ¿Quién dijo que la uña del dedo anular de una mujer es más bonito y que hay que seguir el dictado de la moda pintándoselo de otro color? ¿Los marcianos? ¿Los masones? ¿Los Rosacruces? ¿O quienes fijan la moda, y venden las mercaderías correspondientes?

Pensar que hay “gato encerrado” en las políticas que digitan nuestras vidas parece muy sano, porque demuestra una actitud crítica, algo más que la feliz y pasiva aceptación del entretenimiento con que se mantiene a la esclavitud. El tratamiento militarizado y compulsivo que se le da a la actual pandemia, según se puede pensar, perfectamente podría entenderse como “honrosa” salida del capitalismo global ante una crisis fenomenal. La desocupación y el hambre son “culpa” de este agente patógeno entonces.

¿Estaba todo esto ya pergeñado? ¿Hay agendas ocultas trazadas? Como son temas álgidos, complejos, con infinidad de aristas en juego, se hace difícil -con la orfandad de datos que existe todavía- expedirse categóricamente. Las ciencias, por otro lado, nunca se expiden “categóricamente”: formulan saberes, que son siempre cambiantes, relativos (la física newtoniana no alcanza para ciertas cosas, por lo que surge la física cuántica; la descripción psiquiátrica no alcanza, por lo que surge el Psicoanálisis, la geometría euclidiana es ampliada por la geometría fractal, etc.). No puede aún darse una visión globalizante del fenómeno de esta pandemia, pero quedan cabos sueltos.

¿Es realmente necesaria la militarización de la vida cotidiana, o hay allí otras perspectivas en juego? ¿Un ensayo de lo que vendrá? “La crisis sanitaria ha sido la oportunidad perfecta para reforzar nuestra dependencia de las herramientas informáticas y desarrollar muchos proyectos económicos y políticos previamente existentes: docencia virtual, teletrabajo masivo, salud digital, Internet de las Cosas, robotización, supresión del dinero en metálico y sustitución por el dinero virtual, promoción del 5Gsmart city A esa lista se puede añadir los nuevos proyectos de seguimiento de los individuos haciendo uso de sus smartphones, que vendrían a sumarse a los ya existentes en ámbitos como la vigilancia policial, el marketing o las aplicaciones para ligar en internet. En conclusión, el peligro mayor al que nos enfrentamos no es que las cosas «se queden como estaban», sino que vayan a bastante peor”, razonan Jorge Riechmann y Adrián Almazán.

Definitivamente hay manejos en todo esto que dejan interrogantes. Hay una crisis sanitaria, porque la enfermedad existe y los muertos ahí están, pero también existe el peligro real que las cosas vayan a bastante peor, y no por el coronavirus precisamente. ¿Es paranoico pensar que el mundo que seguirá a la pandemia (vigilancia absoluta, distanciamiento de las personas, control omnímodo de nuestras vidas) puede ser aterrador? ¿Ya no más apretones de manos ni besos en la mejilla? Pero peor aún: ¿quién manejará esa información total, completa, omnímoda de nuestras vidas, información a la que no podremos resistirnos suministrar? Más aún: ni siquiera habrá que suministrarla, porque las técnicas de control la obtendrán de otra manera, sin esfuerzo, sin violencia. ¿Ese es el mundo post pandemia?

Está claro que se ha creado un pánico monumental, evidentemente desproporcionado en relación a lo que es la enfermedad del COVID-19 propiamente dicha. Ningún otro hecho colectivo había causado tamaño estupor. Y como los números lo indican, la nueva enfermedad no es sinónimo de muerte inmediata y masiva (según algunas voces autorizadas, muchísima gente la cursa asintomáticamente, o se cura sola. Solo población en riesgo -tercera y cuarta edad e inmunodeprimidos- tiene posibilidades reales de fallecer). ¿Por qué tanto pánico? ¿Está inducido? Recuérdese el manejo sobre la corrupción en Guatemala antes citado. Los climas sociales, esto no es ninguna novedad, se crean. ¿Por qué masivamente se piensa que “los musulmanes son terroristas”, o que “los colombianos son narcotraficantes”? ¿Por qué nos la pasamos hablando de fútbol o de series chabacanas y no podemos pensar críticamente en otros asuntos? ¿Alguien lo decide? ¿Es delirante pensar que allí hay agendas de grandes poderes que digitan la vida colectiva? “La televisión es muy instructiva, porque cada vez que la encienden, me voy al cuarto contiguo a leer un libro”, dijo Groucho Marx. ¿Delirio paranoico?

Luego de la pandemia de coronavirus todo indica que viene la vacunación masiva. Bill Gates, uno de los mayores magnates actuales del planeta -propietario de una de esas empresas antes citadas, campeonas de la evasión fiscal- es uno de los más grandes filántropos en el mundo y promotor de esa vacunación. “Las próximas guerras serán con microbios, no misiles”, dijo repetidamente. De hecho, él y su cónyuge Belinda constituyen uno de los principales sostenes financieros de la Organización Mundial de la Salud -OMS-, mecenas preocupado por la salud de la humanidad. ¿Seremos paranoicos si nos abrimos preguntas al respecto, si desconfiamos de tanta bondad? (porque alguien que evade impuestos da que pensar, ¿no?). La sociedad global cada vez más se encamina hacia tecnologías de vanguardia, revolucionarias (en las que China ya le está tomando la delantera a Estados Unidos). Las fortunas más grandes se van acumulando ahora en las empresas ligadas a la cibernética, la inteligencia artificial, la informática, la robótica. Como ejemplo representativo, el cambio que se ha venido dando en la dinámica económica de la principal potencia capitalista, Estados Unidos: para 1979, una de sus grandes empresas icónicas, la General Motos Company, fabricante de ocho marcas de vehículos, tenía un millón de trabajadores -daba trabajo a la mitad de la ciudad de Detroit, de tres millones de habitantes-, con ganancias anuales de 11,000 millones de dólares. Hoy día Microsoft, en Silicon Valley, mientras Detroit languidece como ciudad fantasma con apenas 300 mil pobladores, ocupa 35 mil trabajadores, con ganancias anuales de 14,000 millones de dólares. El capitalismo está cambiando. En el año 2017 la familia Rockefeller se alejó del negocio petrolero. ¿Vamos hacia las energías renovables? ¿Las próximas guerras serán por el agua? ¿Quién decide eso?

Llama la atención que un mecenas como Gates (que no parece tan “trigo limpio”, si es tamaño evasor fiscal y destructor de los Estados nacionales -la beneficencia no puede suplir al Estado-) se preocupe tanto de las vacunaciones. Quizá deba incluirse también en los negocios de futuro (¿el petróleo dejará de serlo?) a la gran corporación farmacéutica, la Big Pharma. Según datos que llegan dispersos, representantes de la GAVI, la Global Alliance for Vaccines and Immunization, y su fundador y principal financista, Bill Gates con su benemérita Fundación, insisten cada vez más en la necesidad de una inmunización universal. Como todo esto de la pandemia está aún muy confuso, nadie puede asegurar categóricamente nada.

¿Seguirá a toda esta parafernalia una vacunación obligatoria con insumos que habrá que pagar? ¿Será toda esta militarización de la vida cotidiana una muestra de cómo es el futuro inmediato? China, con un “socialismo” en el que no puede mirarse la clase trabajadora mundial -por ser un capitalismo desaforado disfrazado de socialismo-, al igual que las potencias occidentales -o más aún-, desarrolla un hipercontrol monumental sobre su población. Las tecnologías informáticas sirven para eso (y no hay duda que en eso llevan la delantera, pues ya están en la 5G, preparando la 6G). ¿Ese es el modelo a seguir?

“¡Los marcianos existen, son verdes y con antenitas!” Asegurar con toda convicción cosas de las que no se tiene pruebas es patológico: “aparición de un único tema delirante o de un grupo de ideas delirantes relacionadas entre sí que normalmente son muy persistentes”, según la oportuna descripción psiquiátrica. Pero abrirse preguntas críticas no es enfermizo: es muestra de salud. Definitivamente la pandemia nos ha venido a conmover. Dado que las cosas están confusas, nadie tiene la verdad con certeza ni puede predecir con exactitud qué continúa ahora. Lo que está claro es que seguirá más capitalismo (socialismo no se ve cercano por ahora), quizá más reconcentrado en menos manos y más controlador (¿alguien puede explicar por qué Estados Unidos reacciona tan desesperadamente anta la delantera china en la 5G?). La organización popular para plantearse cambios no parece muy en alza hoy. Si estamos antes la presencia de grandes poderes que deciden sobre la vida de la Humanidad con planes a largo plazo de los que nada sabemos, preguntarse por todo ello no es un delirio enfermizo: es casi una obligación.

Marcelo Colussi

Analista político e investigador social, autor del libro Ensayos

mmcolussi@gmail.com,

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Fuente e imagen: https://www.tercerainformacion.es/opinion/opinion/2020/05/23/teorias-conspirativas-y-vision-desconfiada-critica-por-que-no

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Canto a la paz

Por: Marcelo Colussi

“Si quieres la paz, prepárate para la guerra”, decían los romanos. El mundo actual parece que se lo tomó en serio, porque la actividad humana más desarrollada es, justamente, la industria bélica.

¿Se puede vivir en paz?, es decir: ¿sin conflicto? Pregunta mal formulada, sin dudas. El conflicto -el choque, la confrontación, la polémica- es nuestra razón de ser. Punto.

¡Paz!

¿Paz?…

Palabra tan manoseada.

En tu nombre se cometen todos los días los peores atropellos.

¿Estás en algún lado?

No lo sé.

No lo sé, y poco importa, pues parece que a nadie le preocupa

realmente mucho tu situación.

La paz está en los cementerios… De eso no caben dudas.

¡pero allí hay solo cadáveres!

¿Podrá estar la paz entre los vivos?

Lo que palpamos a diario,

lo que nos duele cada día,

cada hora,

cada minuto,

es tu ausencia. O si se quiere: tu lejanía.

¿Dónde estás, Paz?

¿Quién te hirió de muerte?

¿Tal vez estés muerta? (Entre nosotros: ¿viviste alguna vez?)

Lo que conozco,

lo que conocemos y nos golpea,

nos humilla como Humanidad, nos escupe en la cara,

lo que nos sacude dondequiera,

no tiene nada que ver con la paz.

¿O todo eso es la paz? (humillaciones, afrentas, soportar con estoicismo, cerrar la boca).

Te emparentan con el Amor.

En tu nombre, y con amorosas palabras

nos desfiguramos,

somos una grotesca caricatura

de aquello que levantamos como lo más sublime.

¿Somos mentirosos entonces?

¿Por qué necesitamos invocarte a cada rato para hacer siempre lo contrario?

¿Por qué en nombre de la paz matamos, denigramos, torturamos,

podemos sentimos superiores?

Se habla de progreso, pero eso es siempre el sacrificio de muchos

para el bienestar de pocos.

Con una cruz cristiana y la Biblia bajo el brazo

Se masacró todo un continente…

Se aniquila, se tortura, se denigra…

¿Paz?

Se habla de bien común,

pero son pocos, muy pocos los invitados al festín

de los poderosos.

Con los símbolos de la paz y del amor

nos confinan a los mendrugos,

a las sobras, a la resignación.

Si se protesta, nos condenan.

Si no se protesta, nos matan.

Quienes somos víctimas –y la gran mayoría lo somos–

difícilmente podemos alzar la voz.

¿Acaso la paz es aguantar?

¿Es soportar con estoicismo? ¿Es apretar los dientes y sobrellevar las penas?

Nos enseñaron que ser pacíficos es tolerar, tener paciencia, sonreír siempre. 

¿Realmente eso es la paz?

¿Quién dijo que a las mujeres les gusta ser sumisas,

que a los niños les gusta callarse ante los mayores

o que a los negros les gusta imitar a los ganadores blancos?

¿Quién formuló aquello que los trabajadores trabajan felices para su amo?

Con la mayor de las violencias nos obligaron

a creer en los dioses (¿amorosos y pacíficos?).

Quien se resiste a creer, puede ser condenado a la pira, al suplicio, al escarnio.

¿Paz?

Con la más grande ausencia de paz (¡sí, sí: de paz!)

nos obligan a uniformarnos,

a seguir la caravana,

a no abandonar el redil.

¿Y si reaccionamos?

¿Somos violentos si no usamos corbata,

si no estamos a la moda

o no saludamos cortésmente a nuestros explotadores?

¿Somos violentas (o locas) las mujeres si no queremos tener sexo un día?

¿Somos violentos si nos rebelamos contra el mundo?

Con la furia visceral más grande que exista

¿no podemos decir que no?

¿Quién dijo que la paz es quedarse sentado, mudo,

aterrorizado ante el que manda,

regocijándonos con las mezquindades y mediocridades

que ya aceptamos como normales?

¿Somos pacíficos si nos vamos tranquilos a dormir sin

indignarnos por lo que debe indignarse?

¿Dejamos de ser pacíficos si echamos a la hoguera del odio ancestral,

amasado en milenios de sometimiento,

todas nuestras opresiones?

¿Dejamos de fomentar la paz si nos levantamos contra esas opresiones?

Si “la violencia es la partera de la Historia”, ¿somos violentos

si abrimos los ojos algún día?

Paz, paz… ¿La de los cementerios entonces?

Si es cierto que la paz es la ausencia de guerra, ¿podemos quedarnos tranquilos

pensando que vivimos pacíficamente porque no suenan balas ni cañones?

La mujer golpeada,

el esclavo explotado,

el “inferior” despreciado,

el loco encerrado en su manicomio,

el engañado en cualquiera de las infinitas formas del engaño,

el despreciado por no ser del grupo dominante,

el que sufre hambre,

la que sufre violencia sexual,

el incomprendido que disiente siendo señalado,

el que sigue al rebaño porque no puede permitirse ser diferente,

el despreciado por ser diferente

¿viven en paz?

Quizá la paz es una aspiración.

Quizá no más -¡ni nada menos!- que eso.

Se busca, pero nunca se llega a tenerla…

porque los vivos no habitamos cementerios.

Quizá haya que apretar los dientes y destruir muchas cosas

para acercarnos a ella.

Con las tripas del último burgués

ahorcaremos al último burócrata.

Con las tripas del último papa

ahorcaremos al último rey.

Con las cenizas humeantes de lo viejo aborrecido

modelaremos la utopía.

Fuente: https://www.aporrea.org/actualidad/a287710.html
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Izquierdas en Latinoamérica hoy

Por: Marcelo Colussi

  • Sabiendo que “izquierda” es un término demasiado amplio, impreciso incluso, permítasenos usar aquí para dar a entender las fuerzas políticas y/o sociales que bregan por un cambio respecto al sistema capitalista. Entra allí, por tanto, un muy extendido abanico de opciones y alternativas, desde grupos alzados en armas hasta partidos políticos que se pliegan a la institucionalidad vigente, desde movimientos sociales más o menos sistematizados o espontáneos hasta grupos académico-intelectuales. La característica común que une a toda esa amorfa masa es el deseo de transformar el modelo socio-económico vigente, aunque haya profundas diferencias en la forma de buscarlo.
  • América Latina no es pobre. Por el contrario, como sub-continente es uno de los lugares con mayor riqueza natural del planeta. Inconmensurables tierras fértiles, agua dulce al por mayor, enormes selvas tropicales, petróleo (ahí están las mayores reservas mundiales), gas y vastos recursos minerales (en cuenta los principales yacimientos de materiales cada vez más necesarios para las industrias de punta), litorales marítimos plagados de vida, energía hidroeléctrica en cantidades fabulosas, todo ello la convierten en un “paraíso”. Pero curiosamente, pese a esa riqueza, las diferencias entre quienes más poseen y los más desposeídos son de las más grandes del mundo (se diría un “infierno”). Conviven ahí magnates extravagantes con riquezas incalculables junto a poblaciones terriblemente empobrecidas. Junto a barrios ultramodernos en las principales urbes hay poblaciones viviendo en situaciones de Siglo XIX en áreas rurales, o apiñadas en tugurios urbanos de inusitada pobreza y violencia. Regímenes militares en prácticamente todas sus naciones durante el pasado siglo hicieron de Latinoamérica una tierra de represión marcada a sangre y fuego. Las frágiles democracias existentes actualmente, con apenas unas décadas de existencia, no logran -ni lo pretenden, en realidad, más allá de pomposas declaraciones- terminar con las desmesuradas asimetrías económico-sociales reinantes.
  • Producto de una furiosa y sangrienta represión vivida en las últimas décadas del siglo XX y de un bombardeo ideológico-cultural inmisericorde, dado a través de medios masivos de comunicación y las actuales redes sociales, el discurso dominante que se ha impuesto con fuerza apabullante es de derecha, conservador, entronizando el libre mercado, denostando todo lo estatal, criminalizando la protesta social al par que estimulando un grosero individualismo casi hedonista, logrando de ese modo reemplazar en la ideología del día a día cualquier intento de cambio. La invasión de sectas neopentecostales completa el cuadro, anestesiando la protesta y las cabezas.
  • Las políticas neoliberales impuestas desde hace al menos 40 años desde los centros imperiales, acatadas mansamente por los gobiernos nacionales, fueron reconfigurando el paisaje político-económico y social. De esa cuenta, los grandes capitales crecieron en forma exponencial, mientras las grandes mayorías populares ahondaron su empobrecimiento. Las políticas sociales que impulsaban los Estados hacia mediados del siglo XX fueron siendo barridas, y hoy día, en todos los países, las estructuras estatales son precarias, brindando muy deficitariamente, o no brindando, los servicios básicos a sus poblaciones.
  • Las grandes mayorías trabajadoras (urbanas, rurales, amas de casa) están más desprotegidas que nunca. Los derechos laborales están conculcados en forma bochornosa, y las prácticas de explotación alcanzan niveles no vistos antes. El movimiento sindical combativo de otrora está casi extinguido; sobrevivieron solamente sindicatos burocratizados y plegados a las patronales, los que no constituyen focos reales de reivindicación y/o mejoramiento de las condiciones laborales, más allá de ocasionales declaraciones formales.
  • En el medio de esa marea de retroceso del campo popular, con un ataque enorme de los capitales (nacionales y, fundamentalmente, internacionales) sobre la masa trabajadora y los pueblos en general, las izquierdas, en tanto elemento fundamental de lucha antisistémica, no encuentra los caminos. La gran mayoría de movimientos armados se han desmovilizado, y los que aún continúan, no se ven como verdadero elemento transformador, pues el contexto se los impide. Las iniciativas políticas en el ruedo de las democracias parlamentarias burguesas no alcanzan a constituirse en verdaderos desafíos sistémicos. Las veces que la izquierda logró ganar el Poder Ejecutivo en los distintos países, no pudieron pasar de administrar el neoliberalismo vigente con un poco más de sentido social, pero sin lograr transformar de raíz el sistema capitalista.
  • En el inicio del siglo, en muy buena medida alentada por la Revolución Bolivariana en Venezuela encabezada por Hugo Chávez, los mandatarios de varios países de la región (Argentina, Brasil, Ecuador, Bolivia, Uruguay, Paraguay, El Salvador, Honduras) comenzaron tímidamente a desarrollar políticas que, sin superar el capitalismo, presentaron un carácter más moderado, con cierta preocupación por los sectores históricamente postergados. En todos ellos, llegados a las casas de gobierno por elecciones dentro del marco de la institucionalidad capitalista y no por procesos de revolución popular, no se tocaron los resortes básicos del sistema: propiedad privada de los medios de producción, reforma agraria, nuevo Estado socialista, ideología revolucionaria desmontando la anterior cultura, reemplazo de las antiguas fuerzas armadas por milicias populares y un nuevo ejército plegado a las dirigencias de izquierda. En síntesis: se asistió a procesos asistenciales que no modificaron de cuajo las estructuras vigentes.
  • Luego de un período de crecimiento y cierto esplendor económico (ligado en parte al fabuloso despegue económico de la República Popular China, principal comprador de las materias primas latinoamericanas), la relativa prosperidad no pudo mantenerse, y lentamente (no sin la intervención de Estados Unidos y la presión interminable de las propias oligarquías nacionales) esos gobiernos de corte social-popular fueron cayendo. En el caso de Bolivia, y en cierta forma también en Honduras, a través de cruentos golpes militares al mejor estilo de los que se conocieron durante todo el siglo XX, siempre de la mano de los ejércitos, que siguen siendo fuerzas de ocupación, preparados en la Doctrina de Seguridad Nacional impulsada por la Casa Blanca (aunque ahora se nombre de otra manera, con pretendido énfasis en la defensa de derechos humanos).
  • Al día de hoy solo Cuba se mantiene en un proyecto claramente socialista, sin retroceder ni hacer concesiones, pese al bloqueo y a los interminables problemas heredados. Los elementos capitalistas que puedan darse hoy en la isla (que, definitivamente, se dan a un nivel de micro-empresa) no alcanzan a torcer el rumbo socialista del Estado. Pueblo, gobierno y fuerzas armadas siguen ese derrotero, resistiendo los embates del capitalismo global.
  • Otros países que pueden nombrarse socialistas, presentan innumerables cuestionamientos a ese ideario. Nicaragua, con un discurso pretendidamente anti-imperialista, presenta un populismo asistencial centrado en la figura de un aprendiz de dictador rodeado de una nueva burguesía ascendente que nada tiene de revolucionaria. México (con Andrés Manuel Pérez Obrador en la presidencia) y Argentina (con un nuevo planteo peronista), con gobiernos llegados a través del voto popular (en buena medida “voto castigo” a los terribles planes neoliberales que pauperizaron en forma creciente a las ya paupérrimas mayorías), abren esperanzas, las cuales no pasan de administraciones no tan marcadamente antipopulares, pero que no cuestionan en absoluto la primacía del capital y del papel hegemónico de Estados Unidos en la región (“capitalismo serio”, pudo decir la actual vicepresidenta del país sudamericano).
  • El caso de la República Bolivariana de Venezuela merece una mención aparte. Habiendo surgido allí un primer grito anticapitalista con la figura carismática de Hugo Chávez, lo novedoso de ese movimiento (se volvía a hablar de “socialismo” y “antiimperialismo” luego de décadas de silencio) abrió enormes expectativas en las fuerzas de izquierda, no solo latinoamericanas, sino a nivel mundial. Seguramente porque la caída del campo popular en todo el planeta -luego de la desintegración del bloque socialista europeo y la adopción por parte de China de mecanismos de mercado- fue tan dura que un discurso que ponía de nuevo en el tapete un ideario caído en el olvido, permitía volver a soñar, a tener esperanzas. De todos modos, desde el inicio de ese proceso se vio que lo que se vivía en Venezuela no era una revolución socialista; era, en todo caso, una mejor y más equitativa repartición de la renta petrolera, pero que no tocaba los fundamentos de la empresa privada. Muerto Chávez (o asesinado por el imperialismo), la burocracia que siguió dirigiendo el proceso mostró que en su ADN constitutivo no había “revolución socialista”. Sumando a ello la brutal agresión de Washington, la situación actual del país caribeño es sumamente compleja. Las fuerzas de izquierda del continente no pueden dejar de defender el proceso emancipatorio venezolano, pero queda la pregunta -con sabor amargo- de hasta qué punto eso es un auténtico proceso emancipatorio. Obviamente, hay que seguir defendiendo la autodeterminación de Venezuela y condenando enérgicamente la intromisión imperialista (de Estados Unidos o de cualquier potencia que intente saquear los recursos del país). De todos modos, no puede dejarse de considerar que estos “socialismos sin socialismo” dan pie a la derecha para mostrar la ineficacia de estos planteos (la situación de Venezuela es mostrada como la patencia de lo imposible del socialismo).
  • El Movimiento Zapatista, una opción de izquierda centralizada en el sureño estado mexicano de Chiapas, no pudo constituirse en un modelo de autogestión popular replicable en todo el país o en otros contextos fuera de México, y si bien en sus territorios se mueve con una lógica anticapitalista, está absolutamente condicionado por el contexto nacional e internacional, no pasando de ser una interesante experiencia, pero sin posibilidad real de profundizarse y construir una alternativa socialista autónoma (como Cuba, por ejemplo).
  • Las principales protestas antisistémicas provienen de movimientos sociales en sentido amplio: campesinos, movimientos de pueblos originarios, desocupados urbanos, estudiantes, amas de casa. En muchos de ellos no hay una clara agenda socialista, con proyecto sistemático de construcción de un modelo superador del capital privado. De todos modos, las movilidad político-social que van teniendo estas iniciativas abre nuevas esperanzas. En los comités populares de base, en esas experiencias de democracia real, participativa, de espontáneo carácter solidario y comunitario, puede encontrarse el verdadero camino para la transformación social. Las recientes protestas (puebladas) que se dieron en distintos países latinoamericanos son una fuente para estudiar y sacar conclusiones: ¿por qué esas rebeliones populares no pudieron constituirse en verdaderos procesos revolucionarios?
  • Las fuerzas políticas de izquierda que podríamos llamar “formales” o “sistemáticas” (fuerzas políticas, bloques legislativos, partidos comunistas herederos de la dinámica de la Guerra Fría con un referente en la Unión Soviética) no están de momento a la altura de esas protestas espontáneas. Si bien pueden tener cercanía con las masas en protesta, aún no se constituyen en vanguardias que puedan liderar ese descontento enfocando la lucha anticapitalista. Podrán serlo en un mediano plazo, pero todo indica que no lo son de momento. Tema importante a trabajar, por tanto.
  • Ese desfasaje habla de la historia reciente (Guerra Fría, contienda ideológica donde el ganador claramente fue el campo capitalista), de las terribles represiones a que se vieron sometidos los pueblos en lucha (las montañas de cadáveres y los ríos de sangre no se olvidan: la “pedagogía del terror” sigue presente), de la desideologización promovida (desideologización de contenidos de izquierda), del continuo bombardeo ideológico-cultural al que se somete a las poblaciones. Todo lo cual hace que cunda un sentimiento de miedo/desconfianza con los planteos de izquierda en las mayorías populares, manipuladas hasta el hartazgo con mensajes conservadores, de derecha, en muchos casos religiosos, adormecedores.
  • Las izquierdas (digámoslo en primera persona plural, porque si no, pareciera que altaneramente quien lo pone en tercera persona queda al margen de la autocrítica) NO ENCONTRAMOS de momento los caminos para seguir adelante la lucha. Lo cual no significa que la lucha haya terminado. Estamos, en todo caso, en un período de resistencia y reformulación. Las causas que motivaron que haya una opción de izquierda (es decir: un planteamiento anticapitalista) no desaparecieron. En ese sentido, no es posible que desaparezca la izquierda, aunque hoy día esté algo desorientada, cooptada por el discurso “políticamente correcto” de la llamada cooperación internacional y enredada en ese raro engendro que son las ONG’s. ¿Qué queda por hacer entonces? ¡No perder las esperanzas y seguir aportando granitos de arena!

Fuente: https://rebelion.org/izquierdas-en-latinoamerica-hoy/

Imagen: https://pixabay.com/photos/soldier-the-war-the-army-conflict-4763672/

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Internet y sus mitos

Por: Marcelo Colussi

Un cuchillo puede servir para cortar la comida… o para apuñalar a alguien. Del mismo modo, la energía nuclear puede servir para alumbrar toda una ciudad, o para hacerla volar por el aire. Conclusión: la tecnología en sí misma, permítasenos apelar a este maniqueísmo un tanto reduccionista, no es ni “buena” ni “mala”. El aprovechamiento de los avances técnicos está en función del proyecto humano en que se despliegan. Los instrumentos que el ser humano va creando, desde la primera piedra afilada del Homo Habilis hasta la más sofisticada estación espacial actual, son herramientas que ayudan a la vida. Las herramientas no tienen un valor por sí mismas: son la perspectiva ética, el modelo de ser humano y de sociedad a la que sirven, quienes les da su valor.

Es importante empezar diciendo esto para aclarar un mito que se ha venido dibujando en el mundo moderno, el mundo de la industria basado en la siempre creciente revolución científico-técnica: el mito de la tecnología y del progreso sin par.

Las herramientas, los útiles que nos ayudan y hacen más cómoda la vida cotidiana –el tenedor, la presa hidroeléctrica, el calzador para ponernos un zapato o el microscopio electrónico– son pasos que nos van distanciando cada vez más de nuestra raíz animal. Pero con la aceleración fabulosa de estos últimos dos siglos que se da con la industria surgida en Europa y hoy ya globalizada ampliamente, el poder técnico pareciera independizarse obteniendo un valor intrínseco: la tecnología pasa a ser un nuevo dios ante el que nos prosternamos. En muchas ocasiones terminamos por adorar la herramienta en sí misma, independientemente de su real utilidad o de las consecuencias nocivas que pueda acarrear.

Una vez más entonces: la tecnología no es “buena” ni “mala”. Es el proyecto político-social en la que se inscribe lo que debe cuestionarse. Los motores de combustión interna, por ejemplo, facilitaron las comunicaciones de un modo espectacular, pero al mismo tiempo pasaron a ser los principales contaminantes del mundo contribuyendo a provocar la catástrofe medioambiental que vivimos destruyendo la capa de ozono favoreciendo el calentamiento global. ¿Son los automóviles la “causa” de ese desastre? Obviamente no, sino el proyecto social al que sirven. Y es claro que el mismo está decidido e implementado por grandes poderes que obligan a seguir determinados criterios y no otros: ¡todo el mundo consume automóviles alimentados con gasolina hasta que se termine la última gota de petróleo que hay en el subsuelo! ¿Se consultó a alguien, a los ciudadanos comunes, si estábamos de acuerdo con eso? El mito tecnológico alimenta generosamente esas construcciones culturales borrando la reflexión crítica al respecto: “tener auto da estatus…, y si es una Ferrari, ¡mejor!”

Los mitos tienen esa función: dan explicaciones convincentes del mundo, eximen de seguir interrogándonos porque “resuelven” el origen de todas las cosas.

En la sociedad planetaria actual, marcada por la gran industria que transformó radicalmente la vida en estos últimos 200 años, hoy por hoy el desarrollo técnico ha llevado a entronizar la acumulación y procesamiento de información como el bien más importante. Tanto, que se puede hablar de una “sociedad de la información”. En esta nueva “aldea global”, las tecnologías de punta ligadas a las comunicaciones marcan el ritmo: sociedad digital, sociedad basada en la inteligencia artificial y en la virtualidad, donde quien no puede seguir ese ritmo –y de hecho, es la gran mayoría planetaria– queda en una situación de desventaja comparativa cada vez mayor con quien sí lo impone. De más está decir que son unos pocos centros de poder mundial los que detentan esas tecnologías. Las diferencias, por tanto, se aumentan exponencialmente.

Las sociedades agrarias que por milenios se desarrollaron en los distintos puntos del planeta, con diferencias sin dudas, tenían no obstante una cierta paridad entre sí. Hoy día, estas tecnologías hiper desarrolladas que combinan ámbitos diversos como la navegación aeroespacial, la inteligencia artificial y la búsqueda de nuevos materiales, han creado brechas (abismos, mejor dicho) tan enormes que el mundo que se perfila para más adelante nos presenta en realidad la perspectiva de dos mundos: quienes siguen con el arado de bueyes… y quienes están en la ampulosamente llamada “post modernidad”.

La tecnología de la información y las comunicaciones entraña innovaciones en microelectrónica, computación (equipo y programas informáticos), telecomunicaciones y óptica electrónica (microprocesadores, semiconductores, fibra óptica). Esas innovaciones hacen posible procesar y almacenar enormes cantidades de información, así como distribuir con celeridad la información a través de las redes de comunicación. La ley de Moore predice que la capacidad de computación se duplicará cada período de 18 a 24 meses gracias a la rápida evolución de la tecnología de microprocesadores. La ley de Gilder augura que cada seis meses se duplicará la capacidad de las comunicaciones, una explosión en la amplitud de banda, debido a los avances de la tecnología de redes de fibra óptica”, alertaba Naciones Unidas en su Informe de Desarrollo Humano algunos años atrás.

Es allí donde entran a tallar los mitos: La tecnología es como la educación: permite a las personas salir de la pobreza”, dice el referido Informe. Sí y no. Las nuevas herramientas sirven, por supuesto; pero no resuelven la vida. Si hay pobreza –¡y por cierto la hay, y mucha!– ello responde a estructuras de base asentadas en la explotación de unos por otros. Allí hay una cuestión de ejercicio de poder, conflictos de clase, dominación. Ninguna herramienta, por más sofisticada que sea, puede cambiar esas relaciones.

La tecnología ayuda a hacer el mundo más cómodo. Pero también puede transformarlo en un infierno. No hay dudas que para quienes están leyendo este texto en la pantalla de su computadora o de su teléfono inteligente, habiéndolo descargado de internet, la tecnología digital es un paso adelante fabuloso. No dirán lo mismo los pobladores de República Democrática del Congo, que viven en situación de pobreza extrema y en guerra casi perpetua por ser el principal productor mundial de coltán, el material con el que se elaboran los microchips gracias a los cuales funcionan las computadoras y los satélites geoestacionarios que permiten estos prodigios técnicos, como estar leyendo esto ahora.

Apurémonos a aclarar que este escrito no pretende ser, como en los tiempos de la revolución industrial en Inglaterra, un llamado a destruir las nuevas máquinas “endemoniadas”. Bienvenidas las nuevas tecnologías, sin dudas. Pero no dejemos de ser críticos. Internet es un adelanto tecnológico espectacular, de eso no cabe la menor duda. Pero estemos alertas con los mitos que se van tejiendo al respecto.

Internet ha cambiado el mundo”, “la historia está cambiando gracias a internet”, “la vida antes y después de internet”… Frases así se escuchan a diario, se han hecho comunes, populares. Pero justamente por tan omnipresentes merecen ser, como mínimo, puestas en entredicho.

No hay dudas que algunos desarrollos técnicos tienen una importancia mayor que otros en la historia humana. La agricultura, la rueda, los metales, la máquina de vapor –por poner algunos ejemplos– definitivamente han dejado marcas indubitables, más que otros. En la era de la revolución científico-técnica que vive el mundo desde hace doscientos años, ciertas invenciones, ciertos campos de descubrimiento posibilitaron saltos cualitativos de profundidades inéditas. Las comunicaciones, quizá más que ninguna, se inscriben en ese ámbito. Hoy, de hecho, ellas representan una de las áreas más dinámicas del quehacer humano, en todo sentido: por la celeridad con que crecen, por su calidad siempre en aumento, por las transformaciones socio-culturales a que dan lugar, por las fortunas que contribuyen a amasar. Internet hace parte de todo ese paquete, pero más aún: es su estandarte, su insignia. El mundo llamado post moderno es el mundo de la red de redes, del ciberespacio.

Ahora bien: ¿en qué sentido internet ha cambiado el mundo? En este nuevo mundo digital, globalizado, hiper comunicado, por supuesto es la savia vital de la nueva economía basada en la información, en la velocidad rutilante, en la virtualidad del ciberespacio. Pero permítasenos dos observaciones.

Por un lado, no toda la población planetaria tiene acceso a internet. De acuerdo a los datos disponibles, más de la mitad de la población mundial se conecta, ya sea por computadora o por teléfono, habiendo notorias diferencias en el acceso: mientras en Estados Unidos, Canadá y Europa Occidental la media de conectividad ronda el 95%, en el África subsahariana no llega a 15% de la población. Mucha población mundial todavía ni siquiera dispone de energía eléctrica, y el analfabetismo (no el digital, sino el de la lectoescritura) sigue siendo una dura realidad para alrededor de 1.000 millones de personas. No hay dudas que internet llegó para quedarse, pero todavía estamos muy lejos de poder decir que sea un invento disfrutado en equidad por las mayorías. El mito del cambio del mundo en función de la llegada de internet, de momento no es sino la promoción mercadológica de quienes detentan estas tecnologías, y por supuesto las comercializan. En muchos países del Tercer Mundo hay ya más teléfonos celulares que población (y quizá pronto haya tantas computadoras conectadas con internet como personas), pero de todos modos el desarrollo no llega. Salir de la pobreza es algo más que una cuestión técnica.

Pero por otro lado –quizá esto es lo más importante para analizar críticamente– los cambios que puede traer aparejados, no necesariamente son transformaciones positivas vistas en términos de especie humana. Hoy día internet es cada vez más omnipresente en innumerables facetas de la vida: sirve para la comercialización de bienes y servicios, para la banca en línea, para la búsqueda de la más variada información (académica, periodística, de solaz), para el ocio y esparcimiento (siendo los videojuegos una de las instancias que más crece en el mundo de las nuevas tecnologías digitales, esto no hay que olvidarlo –preparación en los niños de los futuros consumidores del futuro–), en la gestión pública (muchos gobiernos ya han incorporado el uso de redes sociales como Twitter, Facebook o Youtube cuando las autoridades dan a conocer su posición sobre acontecimientos relevantes), habiendo incluso todo un campo relacionado al sexo cibernético. Hasta incluso podríamos agregar que da la posibilidad de espacios alternativos y de denuncia como éste donde ahora aparece el presente texto. Todo esto beneficia la vida cotidiana, la hace más cómoda, más placentera incluso, facilitando el acceso a fuentes de información insospechadas algún tiempo atrás. Sin embargo, no debemos olvidar que también esto ha creado una cultura de la “información de la pantalla”: breves resúmenes audiovisuales que en tres líneas explican todo, desde una receta de cocina a la “Fenomenología del Espíritu” de Hegel, desde la noticia puntual del momento al Corán. Cultura de la inmediatez, del flash. Internet contribuye también, visto en esta lógica, al triunfo de la imagen sobre la simbolización –¿evaporación del pensamiento crítico?–

La imagen juega un papel muy importante en esta cultura cibernética. Lo visual, cada vez más, pasa a ser definitorio. La imagen es masiva e inmediata, dice todo en un golpe de vista. Eso seduce, atrapa; pero al mismo tiempo no da mayores posibilidades de reflexión. La lectura cansa. Se prefiere el significado resumido y fulminante de la imagen sintética. Ésta fascina y seduce. Se renuncia así al vínculo lógico, a la secuencia razonada, a la reflexión que necesariamente implica el regreso a sí mismo”, se quejaba amargamente Giovanni Sartori1. No hay dudas que “pega” más una imagen atractiva que un discurso sesudo, profundo; la fascinación hace parte medular de lo humano. Seguramente por eso pudo constituirse –y seguirá ahondándose– esa cultura de lo visual no crítico. Lo cual no es condenable; lo escandaloso es la manipulación con fines de control social que se pueda hacer de ello.

Al respecto valen las palabras de Carlos Estévez: “en términos mayoritarios [los usuarios de internet] adquieren información mecánicamente, desconectada de la realidad diaria, tienden a dedicar el mínimo esfuerzo al estudio, necesario para la promoción, adoptan una actitud pasiva frente al conocimiento, tienen dificultades para manejar conceptos abstractos, no pueden establecer relaciones que articulen teoría y práctica”2

¡No piense, mire la pantalla!” Así podría resumirse la tendencia cultural moderna, de la que internet es principal tributario, junto con la televisión. Según una investigación de la empresa de encuestas Gallup, nada sospechosa de posiciones críticas precisamente, el 85% de lo que “sabe” un adulto urbano término medio proviene de los mensajes asimilados en la televisión. ¿Realmente sabe? La imagen atrapa, tiene un valor propio: fascina. La actual cultura cibernética, nada distinta a la televisiva, obliga a perpetuarse horas y horas ante una pantalla (de la computadora o de un teléfono móvil con acceso a internet, o de las tablets). Así como los insectos caen en la luz que los subyuga, así los humanos sucumbimos a las pantallas de las “máquinas vendedoras de sueños”. Esto nos lleva preguntar: ¿estamos condenados a vivir siempre con un nivel de ilusión? ¿Por qué es más fácil dejarse invadir por las imágenes atractivas que desarrollar una lectura analítica? ¿Por qué gusta destinar tanto tiempo a la “recreación” simple que nos ofrecen las pantallas? Y nadie, absolutamente nadie podría decir que en internet no se ha desarrollado ya una fabulosa cultura del “copia y pega” que va marcando nuestro cotidiano modo de hacer.

Una vez más, y para que no queden dudas: internet es un invento fabuloso y vale la pena aprovecharlo al máximo. Pero cuidado con los mitos que se puedan haber tejido al respecto. Las llamadas redes sociales, por ejemplo –más a-sociales que sociales, que obligan a estar en solitario ante la pantalla una buena parte del día– pueden contribuir a juntar gente, a establecer contactos. O también, enmascaradas en la ilusión de estar unidos –teniendo centenares de “amigos” en el perfil– pueden obligar a la soledad de la lectura en la pantalla. De todos modos, es una falacia pensar que el espacio virtual reemplaza a lo humano de carne y hueso.

¿Reemplazará el sexo cibernético al otro? ¿Podrá haber revoluciones sociales hechas desde las pantallas? El debate está abierto.

Notas

1 Sartori, Giovanni. Homo videns. La sociedad teledirigida . Ed. Taurus. Barcelona, 1997.

2 Estévez, Carlos. La comunicación en el aula y el progreso del conocimiento , en Urresti, Marcelo: Ciberculturas juveniles. La Crujía Ediciones. Buenos Aires, 2008.

Fuente: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=261688

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Movimientos populares espontáneos, entre el espontaneísmo y la transformación

Por: Marcelo Colussi

Partidos políticos en crisis

A partir de las últimas décadas del siglo pasado asistimos a una gradual pero permanente decadencia de los partidos políticos tradicionales. Esto se da tanto en la derecha como en la izquierda. Las poblaciones van evidenciando un creciente hastío en relación a las formas tradicionales de la “política profesional”, dada por tecnócratas, burócratas siempre alejados de la gente, “mentirosos de profesión”. La política hecha a través de los partidos (farsante, embustera, manipuladora) sigue siendo la forma en que se maneja la institucionalidad de los Estados nacionales, pero cada vez más es la mercadotecnia, el manejo “de mentes y corazones” –como pedía Joseph Goebbels en su momento en la Alemania nazi, o más recientemente el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinsky, maestro en estas artes–, la tecnología publicitaria, la que “hace” la política. O, al menos, la que se encarga de “manejar” a las grandes masas. Las decisiones fundamentales, por supuesto, se siguen haciendo en las sombras. Y no la hacen los “políticos de profesión” precisamente, sino los que les financian las campañas y para quienes, en definitiva, trabajan.

De ningún modo esos partidos están agotados, pues continúan siendo correas de transmisión entre el poder económico –los verdaderos amos– y las grandes masas, ofreciendo las capas de burócratas que manejan los aparatos estatales. Pero la credibilidad de esos partidos está en este momento por los suelos, en todos los países capitalistas del mundo. De todos modos, el “credo” fundamental de la politología oficial, de la llamada “democracia representativa”, está dado por la existencia de esos partidos. El resguardo de lo que la ciencia política de derecha funcional al sistema llama “gobernabilidad” (o el inefable neologismo de “gobernanza”) son esos –aunque desacreditados y un tanto aborrecidos– partidos políticos. Por así decir: un mal necesario para el sistema.

En el campo de la izquierda las cosas también están complicadas. Caídas las primeras experiencias socialistas de la historia (desintegración de la Unión Soviética y la extinción del bloque socialista europeo) el avance de las fuerzas de cambio social quedó un tanto –o bastante– relegado. Hoy, una pregunta clave en el campo de la izquierda es ¿cómo construir alternativas válidas, consistentes, realmente efectivas? Los partidos políticos clásicos, con un esquema leninista si se quiere, en el momento actual no están en crecimiento. Antes bien: han perdido credibilidad, no arrastran gente. Al menos en lo que llamamos Occidente. El caso de la República Popular China es otra historia, con un Partido Comunista único por su tamaño (90 millones de afiliados) y su papel histórico. Es el verdadero garante de las transformaciones en curso, de haber sacado de la pobreza a 700 millones de personas, y de haber hecho del país una potencia económica, científica y tecnológica. Pero, insistamos, ese es un caso peculiar, irrepetible quizá en nuestras latitudes.

Hoy por hoy todo lo que suene a confrontación, como consecuencia de décadas de bombardeo mediático-ideológico, es visto como “peligroso”. O, cuando menos, como desconfiable. De ahí que los partidos políticos de izquierda, los tradicionales partidos comunistas (leninistas, o también maoístas, o trotskistas), no están hoy precisamente en crecimiento. Y si se trata de partidos socialdemócratas, es decir: fuerzas políticas que hablan un lenguaje capitalista “moderado”, “capitalismo con rostro humano”, no hay la más mínima diferencia con los partidos políticos de derecha. Los movimientos guerrilleros, por otro lado, en la actualidad no son opción. Fuerzas alzadas en armas con décadas de acción político-revolucionaria hoy se desarman para entrar al juego “democrático-parlamentario”, sin conseguir con ello poner en marcha el ideario que los acompañó anteriormente.

A decir verdad, actualmente no se ve muy claro ninguna propuesta real de transformación social. Ello no significa, en modo alguno, que el sistema capitalista esté blindado ante los cambios. Son incontestables los elementos que demuestran su inviabilidad a futuro: el solo ecocidio (la monumental catástrofe medioambiental) que ha producido con su alocado modelo de consumo, o el tener las guerras como una siempre posible válvula de escape cuando se traba, deja ver su insostenibilidad. Sus negocios más grandes son: las armas, el petróleo y las drogas ilegales, es decir: todas industrias de la muerte. Pero aunque no ofrezca salida, solo, por su propio peso, no cae. Es necesario que alguien lo derribe. ¿Quién es el sujeto revolucionario entonces en la actualidad? ¿Es posible hoy levantar las banderas de partidos políticos revolucionarios?

Esto, en modo alguno niega que los partidos comunistas que han llegado al poder (caso chino, caso cubano o norcoreano) sean obsoletos, estén en retirada o no gocen de alta credibilidad. Son ellos, en realidad, la garantía última de la construcción socialista que, con diferencias y características propias particulares, está teniendo lugar en cada uno de esos países.

Pero ante este panorama de despolitización forzada, esta apatía por lo social que se vive desde la implementación de los planes neoliberales, con esta manipulada conducta de indolencia política que se ha impuesto, en distintas latitudes del planeta, y sin dudas en Latinoamérica con una considerable fuerza (ganan las elecciones candidatos de ultraderecha como Macri, Bolsonaro, Duque, Piñera, Giammattei), lo que sí se van dibujando como alternativas antisistémicas, rebeldes, contestatarias, son los grupos que presentan demandas más puntuales, quizá sin un proyecto político socialista en sentido estricto: luchas por la tierra, movimientos de desempleados, de jóvenes, de amas de casa. O, con una gran fuerza y sentido anti-sistémico, movimientos campesinos e indígenas que luchan y reivindican sus territorios ancestrales.

Movimientos populares

Quizá sin una propuesta clasista, revolucionaria en sentido estricto (al menos como la concibió el marxismo clásico, como han levantado los partidos comunistas tradicionales a través de los años en el siglo XX), estos movimientos campesinos y de reivindicación de territorios propios constituyen una clara afrenta a los intereses del gran capital transnacional y a los sectores hegemónicos locales. En ese sentido, funcionan como una alternativa, una llama que se sigue levantando, y arde, y que eventualmente puede crecer y encender más llamas. De hecho, en el informe “Tendencias Globales 2020 – Cartografía del futuro global”, del consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede leerse: “A comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…) Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización (…) que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. (…) Las tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas”. [1] Para enfrentar esa presunta amenaza que afectaría la gobernabilidad de la región poniendo en entredicho la hegemonía continental de Washington cuestionando así sus intereses (¿quizá también la lógica capitalista en su conjunto?), el gobierno estadounidense tiene ya establecida la correspondiente estrategia contrainsurgente: la “Guerra de Red Social” (guerra de cuarta generación, guerra mediático-psicológica donde el enemigo no es un ejército combatiente sino la totalidad de la población civil), tal como décadas atrás lo hiciera contra la Teología de la Liberación y los movimientos insurgentes que se expandieron por toda Latinoamérica.

Hoy, como dice el portugués Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso colombiano en particular y latinoamericano en general, escrito antes de la desmovilización de la principal fuerza guerrillera de Colombia, pero igualmente válido ahora, “la verdadera amenaza no son las FARC [o alguna organización guerrillera vigente] . Son las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para la estrategia hegemónica de Estados Unidos, para el capitalismo como sistema] proviene de aquellos que invocan derechos ancestrales sobre los territorios donde se encuentran estos recursos [biodiversidad, agua dulce, petróleo, riquezas minerales], o sea, de los pueblos indígenas”. [2] Anida allí, entonces, una cuota de esperanza si de transformación se trata. ¿Quién dijo que todo está perdido?

No hay dudas que la contradicción fundamental del sistema sigue siendo el choque irreconciliable de las contradicciones de clase, de trabajadores y capitalistas. Eso continúa siendo la savia vital del sistema: la producción centrada en la ganancia empresarial. En ese sentido, las premisas de trabajo asalariado y capital siguen siendo absolutamente determinantes: los trabajadores generan la riqueza que una clase, la poseedora de los medios de producción, se apropia. Esa contradicción -que no ha terminado, que sigue siendo el motor de la historia, amén de otras contradicciones sin dudas muy importantes: asimetrías de género, discriminación étnica, adultocentrismo, homofobia, desastre ecológico- pone como actores principales del escenario revolucionario a los trabajadores, en cualquiera de sus formas: proletariado industrial urbano, proletariado agrícola, campesinos pobres, trabajadores clase-media de la esfera de servicios, intelectuales, personal calificado y gerencial de la iniciativa privada, amas de casa, subocupados varios, trabajadores precarizados e informales. Lo cierto es que, con la derrota histórica de estos últimos años luego de la caída del Muro de Berlín y los retrocesos habidos en el campo socialista, con el tremendo revés que la clase trabajadora ha sufrido a nivel mundial con el capitalismo salvaje de estos años, eufemísticamente llamado “neoliberalismo” (precarización de las condiciones generales de trabajo, pérdida de conquistas históricas, retroceso en la organización sindical, tercerización), los trabajadores, los verdaderos y únicos productores de la riqueza humana, quedaron desorganizados, vencidos, quizá desmoralizados. De ahí que estos movimientos campesinos-indígenas que reivindican sus territorios son una fuente de vitalidad revolucionaria sumamente importante.

La pregunta sigue siendo: ¿por dónde ir si hablamos de transformación, de cambio social? Evidentemente la potencialidad de este descontento, que en buena parte de América Latina se expresa en toda la movilización popular anti-industria extractivista (minería, centrales hidroeléctricas, monoproducción agrícola destinada al mercado internacional), puede marcar un camino.

Fidel Castro, interrogándose por la situación actual de la lucha revolucionaria en todo el mundo, preguntaba: “¿Puede sostenerse, hoy por hoy, la existencia de una clase obrera en ascenso, sobre la que caería la hermosa tarea de hacer parir una nueva sociedad? ¿No alcanzan los datos económicos para comprender que esta clase obrera -en el sentido marxista del término- tiende a desaparecer, para ceder su sitio a otro sector social? ¿No será ese innumerable conjunto de marginados y desempleados cada vez más lejos del circuito económico, hundiéndose cada día más en la miseria, el llamado a convertirse en la nueva clase revolucionaria?”. Sin dudas, las posibilidades de transformación social se ven hoy bastante escasas. El sistema capitalista ha sabido cerrar filas contra el cambio.

Pero siempre quedan rendijas. El sistema lleva en sí mismo el germen de su destrucción. Las contradicciones que le son inherentes -la lucha de clases- dinamiza la historia, y en algún momento eso estalla. Como dijo el multimillonario estadounidense Warren Buffett: “Por supuesto que hay luchas de clase, pero es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando”. La gran incógnita es cómo hacer hoy para encender esa mecha que ponga en marcha las transformaciones.

Movimientos populares y vanguardia  

Esos movimientos populares espontáneos que mencionábamos más arriba, definitivamente tienen una gran potencialidad. En Argentina, por ejemplo, en diciembre del 2001, al grito de “¡Que se vayan todos!”, en dos semanas sacaron a cinco presidentes. Y en Ecuador, los movimientos indígenas, liderados en parte por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador -CONAIE-, en parte actuando espontáneamente, ya tienen una larga tradición de lucha y movilización, pues en estos últimos años expulsaron del gobierno a tres presidentes por corruptos, antipopulares y represores: Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez. Y en estos pasados días, con una valiente acción de calle incendiando la ciudad capital, Quito, lograron que el claudicante presidente Lenín Moreno diera marcha atrás con un acuerdo fijado por el Fondo Monetario Internacional que contenía un “paquetazo” de medidas de ajuste económico antipopular.

Ejemplos de movimientos populares espontáneos hay muchos, heroicos en todos los casos, valerosos, que se enfrentaron en numerosas ocasiones a las fuerzas represoras, y triunfaron: la reacción espontánea de la población venezolana ante un aumento desmedido de tarifas en lo que se conoció como Caracazo, en 1989, lo que posibilitó la aparición de Hugo Chávez años después. O la salida espontánea de cientos de miles de seguidores de Hugo Chávez ya presidente, cuando fue derrocado por un golpe de Estado de extrema derecha en 1992, logrando su restitución casi inmediata.

En la historia reciente hay cuantiosos ejemplos de estallidos populares, de movimientos sin propuestas partidarias, pero de gran energía política, que influyen en las dinámicas sociales, a veces de forma profundísima: Movimiento de los Sin Tierra en Brasil, movimientos Okupa en diversas partes del mundo tomando tierras y construcciones abandonadas para habitar, movimientos por la diversidad sexual, estallidos espontáneos como la Primavera Árabe (luego manipulada y tergiversada). Aclárese rápida y muy enfáticamente que no hacemos entrar aquí lo que se conoce como “Revoluciones de colores”, por ser ellas manipulaciones arteras hechas desde centros de poder con fines bien delimitados, utilizando descontentos populares que son vilmente manejados (recuérdese Goebbels y Brzezinsky ) .

Ahora bien, la pregunta fundamental ante todo esto: ¿constituyen estos movimientos -desde la reivindicación anti industria extractiva a los desfiles gay, desde las protestas estudiantiles con toma de universidad ante los “cacerolazos” que aparecen espontáneamente cada tanto- un verdadero fermento revolucionario, una verdadera chispa que puede encender el fuego del cambio profundo?

La observación serena de los resultados de todos ellos muestra que sí, efectivamente, como acaba de suceder en Ecuador, tienen una enorme fuerza política (le torcieron el brazo a uno de los más poderosos organismos del capital global en este caso), pero no alcanzan para colapsar al sistema, para producir una revolución victoriosa. Como alguna vez expresó un mural callejero durante la Guerra Civil Española: “Los pueblos no son revolucionarios, pero a veces se ponen revolucionarios”. ¿Qué se necesita para que esa chispa, ese enorme descontento popular que anida en la gente se pueda transformar en un verdadero cambio de estructuras? Una vanguardia, un grupo organizado y con claridad política que pueda conducir esa fuerza contestataria encausándola en un auténtico proyecto transformador.

Este breve opúsculo no hace sino poner al debate este espinoso, dificultoso y controversial tema de la vanguardia (o como quiera llamársele). ¿Pueden estas insurrecciones populares espontáneas dirigirse solas a un cambio revolucionario, o es necesaria la presencia de una organización política articulada que oriente el camino? Vieja y trascendental discusión. Entiendo que la experiencia enseña que el espontaneísmo solo no alcanza. Pero ¿cómo se construye esa fuerza de vanguardia?

Notas

[1] En Yepe, R. “Los informes del Consejo Nacional de Inteligencia”. Versión digital disponible en la página: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=140463

[2] Boaventura Sousa, S. “Estrategia continental”. Versión digital disponible en https://saberipoder.wordpress.com/2008/03/13/estrategia-continental-boaventura-de-sousa-santos/

Fuente: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=261565

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Xenofobia en Estados Unidos, combinación de causas

Por: Marcelo Colussi

“Maté en respuesta a la invasión hispana. Matar tantos mexicanos como fuera posible” (Patrick Crusius, asesino de El Paso, Texas)
Estados Unidos, autoproclamado campeón de la libertad y de la democracia, lo que menos tiene es, justamente, libertad y democracia. El espinoso tema de los migrantes indocumentados lo deja ver con palmaria evidencia.
No es ninguna novedad que Latinoamérica representa su “patio trasero”, su supuestamente natural resguardo geoestratégico, proveedor de materias primas a precios regalados y obligado cliente para sus productos. Pero además de todo ello: fuente inagotable de mano de obra barata. Muchos de los trabajos realizados en Estados Unidos son efecto de los millones de latinoamericanos que residen en su territorio, en muy buena medida, en calidad irregular en términos migratorios.
La economía del imperio conoce a la perfección ese carácter “ilegal” (en términos administrativos) de buena parte de la masa trabajadora, y se aprovecha. Siempre ha habido persecución de los inmigrantes irregulares, con lo que se consuma un descarado chantaje: esos trabajadores, huyendo de sus países de origen por la precarias condiciones socio-económicas en que sobreviven, son aprovechados por el capital norteamericano para, chantaje mediante, pagarle sueldos muy bajos en relación a la media estadounidense. Pero pese a que esos ingresos son bajos en términos comparativos, para los latinoamericanos llegados a aquel país, tales salarios representan una “salvación”. Aun viviendo en condiciones indignas, se permiten ahorrar y enviar remesas a sus familiares en América Latina y el Caribe, con lo que se atenúa un poco la grave situación en los países expulsores.
Todo el mundo sabe esto: autoridades estadounidenses y latinoamericanas. Pero estas últimas prefieren ignorar las condiciones paupérrimas y de sobreexplotación de esa masa de gente, y más aún, el calvario que deben atravesar para llegar a suelo norteamericano, por cuanto esos dólares enviados a su territorio ayudan a soportar mejor la pobreza local. De hecho, en muchos países de la región, las remesas representan entre un 15 a 20% del PIB, llegando en algunos casos hasta un tercio de su economía global. Sin dudas, ningún gobierno de la zona desea perder esa suerte de subsidio; de ahí su silencio cómplice con la desdicha de sus conciudadanos.
Por otro lado, los capitales estadounidenses sacan provecho de esa enorme masa de inmigrantes indocumentados. En una nota del The New York Times firmada por Eduardo Porter, se afirma sin vergüenza que “mientras más trabajadores crucen la frontera, inevitablemente se reducirá el costo del trabajo. Su mano de obra barata aumenta la producción económica y reduce los costos.” (…) “Ocho de los quince empleos que tendrán el crecimiento más rápido entre 2014 y 2024 -asistentes para cuidar a enfermos en el hogar, preparadores de comida, conserjes en edificios comerciales y otros trabajos similares- no requieren de ninguna preparación”, por lo que el aprovechamiento (explotación despiadada) de inmigrantes hispanos está asegurado.
¿Por qué ahora, desde la llegada a la Casa Blanca del presidente Donald Trump, se da esta lucha frontal contra los inmigrantes irregulares?
Hay en todo ello un inmoral y despreciable doble rasero: se dice una cosa, y se hace exactamente lo contrario. Ello se evidencia en varios aspectos. Por ejemplo: son denigrados y detenidos/deportados inmigrantes mexicanos y centroamericanos, pero se pone el grito en el cielo -golpes de pecho incluidos- con la población que sale de la “narco-dictadura sangrienta” de Venezuela. Habría inmigrantes “buenos” y “malos” entonces.
Como mínimo, se podrían apuntar tres causas para comprender este endurecimiento de la actual política migratoria del presidente Trump y de su equipo ultra conservador y de derecha radical.
1. Tiene un carácter electoral. Dada la gradual pérdida de pujanza de la economía estadounidense (luego de la Segunda Guerra Mundial aportaba el 52% del producto mundial, ahora no llega al 20%; la pobreza crece entre sus ciudadanos), el mensaje proselitista de Trump buscó encender pasiones en la clase trabajadora de su país, buscando una explicación sencilla, mecánica, efectista. La apelación a un chivo expiatorio como los “migrantes que roban puestos de trabajo” es un buen expediente. Ante una situación de crisis que no cesa, la masa ciudadana estadounidense puede “dejarse” convencer con facilidad con esa pseudo-explicación. De hecho, evidentemente, pudo votar a favor de ese discurso xenófobo, y no sería improbable que pueda volver a hacerlo en las próximas elecciones. De todos modos, la causa de la pérdida de dinamismo de esa economía no son los extranjeros indocumentados: es la crisis general del capitalismo y la recomposición a nivel global del sistema, con nuevos polos que empiezan a destronar a Estados Unidos.
2. Racismo y xenofobia extremos. El llamado a levantar muros inexpugnables se fundamenta en un racismo visceral que atraviesa buena parte de la cultura media estadounidense (ver video inicial), de la cual Donald Trump es un claro exponente. En algunos de sus ya famosos mensajes por redes sociales, en el 2018 dijo que los migrantes latinoamericanos son “muy malos”, y no son personas, sino animales; y los lugares de donde provienen son “países de mierda”. De ahí la necesidad de defenderse a muerte de esa “invasión”. Como lo dicen Lajtman y Romano, en esa lucha contra los presuntos “invasores” “Algunas medidas concretas son la instalación de brigadas de seguridad privada, drones, sistemas de geolocalización, cámaras de vigilancia en los trenes y puntos estratégicos; construcción de bardas y equipos de alarma y movimiento alrededor de las vías.” Por lo pronto el gobierno federal tolera grupos civiles armados (no autorizados legalmente) que se constituyen en “cazadores” de inmigrantes que cruzan la frontera, matándolos a sangre fría. Todo ello es el telón de fondo que permitió/incitó a un asesino como el citado en el epígrafe a aniquilar “invasores hispanos”. Aunque luego de esa matanza Washington se vio obligado a “condenar el racismo, la intolerancia y la supremacía blanca (…) pues “el odio no tiene lugar en Estados Unidos”, el verdadero mensaje lanzado por el presidente, y aceptado por buena parte de la población, es de chovinismo extremo. De ahí estos grupos supremacistas blancos de “cacería de mojados”. Así nació el nazismo en los años 30 del pasado siglo en Alemania. Lo que se está viviendo en el Estados Unidos actual, azuzado por un presidente blanco supremacista que ve con buenos ojos al Ku Klux Klan, no es muy distinto.
3. El chantaje económico que persiste. Es absolutamente mentira que los latinoamericanos y caribeños que llegan en condiciones paupérrimas al “sueño americano” disputan puestos de trabajo con ciudadanos estadounidenses. Eso es una ignominiosa falacia. El endurecimiento de las condiciones migratorias, además de los motivos antes señalados, sigue siendo un buen mecanismo para el capital, a modo de mantener en su nivel más bajo posible los salarios. Se podría decir: “ejército de reserva industrial” a nivel global. Una buena masa de desocupados/desesperados proveniente de países empobrecidos sirve para ser chantajeada ya en suelo norteamericano, azuzándola con el fantasma de la “Migra” y las posibles deportaciones. Es decir: se le fuerza a trabajar en las peores y más insanas condiciones, so pretexto de ser deportada. ¿Dónde quedan las tan cacareadas libertad y democracia entonces?
Definitivamente el acuciante problema de las migraciones irregulares cada vez más masivas, que se dan tanto hacia Estados Unidos (provenientes de América Latina) como en Europa (proveniente de África y de Medio Oriente), es una muestra evidente del agotamiento del sistema capitalista.
La solución no puede ser nunca levantar muros o impulsar políticas y sentimientos xenofóbicos; la única solución es atacar de raíz las causas por las que 1,000 personas diarias llegan huyendo de la pobreza a estas supuestas islas de salvación. Y está visto que el capitalismo no quiere ni puede ofrecer esas soluciones.
Fuente: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=259116
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¿Pueden evitarse las guerras?

Por: Marcelo Colussi

¿Existe algún medio que permita al ser humano librarse de la amenaza de la guerra?preguntaba angustiado Albert Einstein a Sigmund Freud en una famosa carta de 1932: ¿Por qué la guerra?, cuando arreciaba el nazismo y el odio contra los judíos en Alemania y la posibilidad de un gran conflicto internacional ya se veía en el horizonte. Pocos años más tarde estallaría la Segunda Guerra Mundial, con un saldo de 60 millones de personas muertas, y el uso (innecesario en términos bélicos) de armas atómicas por parte de Estados Unidos para dar fin al enfrentamiento (en realidad: bravuconada para mostrar quién detentaba el mayor poderío). “Todo lo que trabaja en favor del desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra”, respondía el fundador del Psicoanálisis en otra misiva igualmente famosa: ¿Por qué la guerra?

 

Sin dudas la preocupación en torno a la guerra, a su origen y a su posible evitación, acompaña al ser humano desde tiempos inmemoriales (de ahí la diplomacia, como forma civilizada de arreglar diferendos). «Si quieres la paz prepárate para la guerra», decían los romanos del Imperium. No se equivocaron. El fenómeno de la guerra es tan viejo como la humanidad, y según van las cosas nada indica que esté por terminarse en lo inmediato. La paz, parece, es aún una buena aspiración,…..pero debe seguir esperando.

 

Más allá de pacifismos varios que hacen llamamientos a la evitación de la guerra, la misma es una constante en toda la historia. Sus móviles desencadenantes pueden ser variados (elementos económicos, guerras religiosas, problemas limítrofes, diferencias ideológicas), pero siempre, en definitiva, se trata de choques en torno al ejercicio de poderes. En otros términos, aunque la cultura (o civilización) se ha desarrollado y, eventualmente, puede ser un freno a la guerra, la dinámica humana se sigue desplegando en torno al ejercicio de la violencia. ¿Quién pone las condiciones? o, si se prefiere, ¿quién manda?, es el que detenta el mayor poderío (el garrote más grande ayer, las mejores armas estratégicas hoy). La apelación a la fuerza bruta sigue siendo una constante. Nos civilizamos… solo un poco. La fuerza bruta sigue mandando.

 

La posibilidad de un órgano global que vele por la paz de todos los habitantes del planeta, más allá de una buena intención, no ha dado resultados. Dejar librada la paz a la “buena voluntad” no funciona. El mundo, ayer como hoy (la comunidad primitiva o nuestra actual aldea global) se sigue manejando en función de quién detenta la mayor cuota de poder (el garrote más grande). La Organización de Naciones Unidas, que nació para asegurar la paz mundial luego del holocausto de la Segunda Guerra Mundial, ha fracasado rotundamente, porque no dispone de la fuerza necesaria para hacer cumplir su mandato. El ejército de paz de la ONU (los Cascos Azules)… dan risa, porque no constituyen un ejército. De hecho, quienes toman las decisiones finales allí son los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad: Estados Unidos, Rusia, China, Gran Bretaña y Francia, las cinco principales potencias atómicas y, casualmente, los cinco mayores productores y vendedores de armas del mundo (¿“Astucias de la razón”? diría Hegel. ¿O patetismo descarnado?) Las declaraciones pomposas sobre la paz son pisoteadas inmisericordes una y otra vez.

 

Tomamos las armas para abrir paso a un mundo en el que ya no sean necesarios los ejércitos«, dijo el líder del movimiento zapatista en Chiapas, México, el Subcomandante Marcos, en un intento de sentar bases para un futuro distinto al actual, donde la violencia define todo finalmente (y la guerra es su expresión suprema). Pero, más allá de lo hermoso de tal formulación, un mundo sin guerras, por tanto, sin armas, sin tecnología de la muerte, un mundo que hace pensar en el ideal comunista de una comunidad planetaria de “productores libres asociados”, como dijera Marx, donde ya no fuera necesaria la fuerza coercitiva de un Estado, hoy por hoy eso no pasa de bella aspiración. O de quimera utópica.

 

II

 

En la actualidad, si bien ha terminado la Guerra Fría –escenario monstruoso que sentó las bases para una posible y real eliminación de la especie humana en su conjunto en cuestión de pocas horas– continúan en curso cantidad de procesos bélicos, suficientes para producir muerte, destrucción y dolor en millones de personas en todo el mundo. Al menos son 25 las guerras en curso: Sudán del Sur, Siria, Afganistán, Birmania, Turquía, Yemen, Somalia, República Centroafricana, República Democrática del Congo, el conflicto israelí-palestino, Nigeria, Myanmar, la guerra contra el narcotráfico en todo México, Irak, por nombrar algunas, más la posibilidad siempre latente de nuevas guerras (Irán, Norcorea, Venezuela). La lista pareciera no tener fin. ¿Brasil y Colombia declararán la guerra a Venezuela? Parecía impensable unos años atrás; hoy día, no.

 

¿Por qué la guerra? ¿Es posible evitarla? Esta pregunta viene acompañando al ser humano desde sus orígenes, con lo que se ve que el problema es particularmente arduo y no existe una solución definitiva. “Usted se asombra de que sea tan fácil incitar a los hombres a la guerra y supone que existe en los seres humanos un principio activo, un instinto de odio y de destrucción dispuesto a acoger ese tipo de estímulo. Creemos en la existencia de esa predisposición [pulsión de muerte] en el ser humano y durante estos últimos años nos hemos dedicado a estudiar sus manifestaciones”, respondía Freud en su carta a EinsteinLa historia de la humanidad, o la simple observación de nuestra realidad global actual, muestra fehacientemente que la guerra acompaña siempre al fenómeno humano. Entre Honduras y El Salvador, hasta una guerra ¡por un partido de fútbol! pudo declararse.

 

Alguien dijo mordazmente que nuestro destino como especie está marcado por la violencia, pues lo primero que hizo el primer humano al bajar de los árboles fue, nada más y nada menos, que producir una piedra afilada: ¡un arma! De ahí a los misiles intercontinentales con ojiva nuclear múltiple con capacidad de barrer una ciudad completa pareciera seguirse siempre el mismo hilo conductor. ¿Será realmente nuestro destino?

 

Se podría pensar, quizá amparándose en un pretendido darwinismo social, que esta recurrencia casi perpetua es connatural a nuestra especie, genética quizá. De hecho, el ser humano es el único espécimen animal que hace la guerra; ningún animal, por sanguinario que sea, tiene un comportamiento similar. Los grandes depredadores matan para comer, continua y vorazmente…, pero no declaran guerras. Y las peleas entre machos por territorio y por las hembras, no terminan con la muerte del rival y su sometimiento. Como toda conducta humana, también la violencia –y la guerra en tanto su expresión más descarnada– pasan por el tamiz de lo social, del proceso simbólico. La guerra no llena ninguna necesidad fisiológica: no se ataca a un enemigo para comérselo. En su dinámica hay otras causas, otras búsquedas en juego. Se vincula con el poder, que es siempre una construcción social; quizá la más humana de todas las construcciones. Ningún animal hace la guerra a partir del poder; nosotros sí.

 

A partir de esto, se ha dicho entonces que si la guerra es una «creación» humana, si su génesis anida en las «mentes», perfectamente se podría evitar. En esta línea, para pensar en la posible evitabilidad de la guerra y de la violencia cruel y gratuita, puede partirse de las conclusiones a que llegaron varios científicos sociales y Premios Nobel de la Paz congregados en Sevilla (España) en 1989 para analizar con todo el rigor del caso qué había de verdad y de mentira en relación a la violencia. El Manifiesto de Sevilla que redactaron afirma que la paz es posible, dado que la guerra no es una fatalidad biológica. La guerra es una invención social«Se puede inventar la paz, porque si nuestros antepasados inventaron la guerra, nosotros podemos inventar la paz», expresaron en el documento.

 

No puede dejar de situarse el momento en que tuvo lugar tal acontecimiento: fue contemporáneo de la desintegración del campo socialista soviético y de la caída del Muro de Berlín, cuando el mundo quedó unipolarmente establecido, con Estados Unidos a la cabeza, y la Guerra Fría llegaba a su fin. Pudo pensarse en ese momento que el conflicto (¿conflicto de clases?) terminaba. De ahí la elucubración (quizá ingenua) respecto a que se podían sentar bases para terminar con las guerras (sin la molestia de un campo socialista. Pero ¿acaso desaparecían las contradicciones sociales, más allá de la pomposa declaración de Fukuyama de haber alcanzado el “fin de la historia y de las ideologías”?)

 

Si hubiese sido cierto que con la extinción del socialismo europeo (y la conversión de China a un “socialismo de mercado”, un socialismo light para la visión occidental) terminaban las tensiones, ¿por qué el fenómeno de la guerra no decae, sino que, por el contrario, aumenta? ¿Por qué sigue en ascenso la inversión en armamentos a nivel global? (más de un billón de dólares anuales), –armas que, indefectiblemente, son usadas en contra de otros humanos, y por tanto continuamente renovadas, mejoradas, ampliadas–. ¿Por qué, pese a que en muchísimos países en estas últimas décadas han aumentado la información, la participación ciudadana en la toma de decisiones, la cultura democrática, se decide con valentía intelectual acerca de temas candentes como la eutanasia, el aborto o los matrimonios homosexuales, por qué pese a todo ese avance civilizatorio las posibilidades reales de desaparición de las guerras se ven como algo tan quimérico? Hay en todo esto una relación paradójica: de liberarse toda la energía de las armas atómicas acumuladas hoy día sobre la faz del planeta, se generaría una explosión tan monumental que su onda expansiva llegaría a la órbita de Plutón. ¡Proeza técnica!, sin dudas. Pero ello no impide que el hambre siga siendo la primera causa de muerte de la humanidad. Pareciera más importante hacer la guerra que la paz. Se invierte más en armas que en procedimientos para terminar con el hambre. ¿Nuestro ineluctable destino: la destrucción de la especie?

 

Dígase, por otro lado, que esa quimera ilusoria de un mundo “pacífico” con Washington a la cabeza en forma unipolar, duró muy poco. Con el retorno de Rusia y China al primer plano de la política internacional, quedó más que demostrado que las guerras siguen. Siria marcó el retorno de Rusia como superpotencia militar, disputándole la supremacía global a Estados Unidos de igual a igual (derrotándolo en el país medioriental). Y Venezuela, con la posibilidad de una conflagración de características impredecibles dado el total compromiso en este pretendido “patio trasero” estadounidense de las dos potencias euroasiáticas ahora intocables, Rusia y China, el espectro de una guerra total (con armamento nuclear) está más cerca que cuando la crisis de los misiles en Cuba en 1962.

 

Aunque vivimos el fin de un período especialmente bélico como fue la llamada «Guerra Fría» (una virtual Tercera Guerra Mundial), la virulencia del actual marco guerrerista es infinitamente mayor a aquél. Con el actual tablero político internacional puede decirse sin temor a equivocarse que hoy se viven días de tanta tensión como en los peores momentos de aquel enfrentamiento Este-Oeste. Quizá la marca de dicho conflicto no está dado, básicamente, por una pugna ideológica (como lo fue la Guerra Fría: pugna capitalismo-socialismo) sino por enormes intereses económicos de las actuales superpotencias, disputa por supremacías geoestratégicas. Pero, independientemente de los motivos finales, la tensión sigue estando. Y también las armas más letales, cada vez más mortíferas y eficaces. ¿Qué garantía real existe de que no se usarán? Incluso, puede haber errores fatales.

 

Si bien es cierto que, aparentemente, la humanidad ha pasado el peor momento respecto al holocausto termonuclear a cuyo borde vivió por varias décadas, la paz hoy está muy lejos de avizorarse. Nuevas y más maquiavélicas formas de violencia se van imponiendo. La guerra, la muerte, la tortura pasaron a ser «juego de niños», literalmente. Cualquier menor de edad, en cualquier parte del mundo, se ve sometido a un bombardeo mediático tan fenomenal que lo prepara para aceptar con la mayor naturalidad la cultura de la guerra y de la muerte. Sus juegos, cada vez más, se basan en esos pilares. Los íconos de la post modernidad chorrean sangre, y pasó a ser un juego en cualquier «inocente» pantalla la decapitación de alguien, su desmembramiento, el bombardeo de ciudades completas, el triunfador «bueno» que aniquila «malos» de cualquier calaña. La cultura de la militarización lo invade todo. Parece que la máxima latina sigue más que vigente: la paz se consigue con preparativos bélicos. Dicho sea de paso, la industria armamentista es el renglón más redituable a escala planetaria: unos 35.000 dólares por segundo, más que el petróleo, las comunicaciones o las drogas ilícitas. Y la mayor inteligencia creativa, paradójicamente, está puesta en este sector, el sector de la destrucción.

 

Si es cierto que las guerras se mantienen porque, en definitiva, son un buen negocio para algunos, esto debería llevarnos a preguntar: ¿es entonces esa la esencia de lo humano? ¿La primera piedra afilada del Homo habilis de dos millones y medio de años atrás, un arma, es nuestro ineluctable destino? La pulsión de autodestrucción que invocaba Freud en su «mitología» conceptual para entender la dinámica humana, la pulsión de muerte (Todestrieb), no parece nada descabellada.

 

III

 

Retomando entonces el esperanzado y optimista Manifiesto de Sevilla formulado por la UNESCO: ¿es cierto que la guerra puede desaparecer? Si no es un destino ineluctable de nuestra especie, si la clave es preparar y educar a la gente para la paz, ¿por qué cada vez hay más guerras pese a los supuestos esfuerzos por construir un mundo libre de este cáncer?

 

Es curioso: nunca antes en la historia se habían destinado tantos esfuerzos a educar para la paz, para la no-violencia; nunca antes se había legislado tan profusamente acerca de todos los aspectos vinculados a la muerte y la agresividad. Nunca antes se había intentado poner fin a los tormentos de la guerra, la violación sexual, la tortura como lo que vemos actualmente, con tratados y convenciones por doquier, con combates frontales al machismo, al racismo, a la homofobia. Pero las guerras se mantienen inalterables, violentas, crueles y brutales. La actual tecnología militar nos hace ver las hachas, las flechas o las bombardas como inocentes juegos de niños, no sólo por el poder letal de las actuales armas de destrucción masiva, sino por la criminalidad de la doctrina bélica en juego: golpear poblaciones civiles, desaparición forzada de personas, concepto de guerra sucia, grupos élites preparados como «máquinas de matar», y como un ingrediente descomunalmente importante: guerra psicológica. Es decir: como parte de la guerra, mantener embobada a las poblaciones, desinformada, anestesiada. Hay una larga lista de operaciones de psicología militar que, cada vez más, se afinan y perfeccionan, teniendo efectos más devastadores que las bombas.

 

Crecen los esfuerzos por la paz, pero también crecen las guerras. Lo cual lleva a pensar si crecen realmente esos esfuerzos preventivos, si están bien direccionados, o si quizá hay que plantear la cuestión en otros términos. Las guerras, en definitiva, se hacen a partir del ejercicio de poderes, y la defensa a muerte de la propiedad es el eje común que los aglutina. Todo indica que vale más la defensa de la propiedad privada que la de una vida humana (si mato al ladrón que me robó el teléfono celular, no soy un asesino. ¿Interesa más la propiedad privada que la vida?) La esperanza que nos queda es que si se cambian las relaciones en torno a la propiedad, podría cambiar también la civilización basada en la guerra. La cita anterior del Subcomandante Marcos va en esa línea. Por lo pronto, dato importantísimo soslayado por la academia y los medios de comunicación capitalistas: jamás un país socialista inició una guerra.

 

Para conseguir la paz (lo cual suena bastante grande por cierto, ampuloso incluso): ¿alcanza «educar para la paz«? ¿Se pueden cambiar las crudamente reales relaciones de poder apelando a una transformación moral? ¿Cómo conseguir efectivamente reducir la violencia, reinventar la solidaridad y liberar la generosidad, tal como piden las declaraciones de Naciones Unidas? Obviamente están planteados ahí enormes desafíos: está demostrado que no hay un destino genético en juego que nos lleva a la guerra como nuestro sino inexorable. Hay grupos humanos actuales, en pleno siglo XXI, aún en la fase neolítica de desarrollo, pueblos nómades sin agricultura ni ganadería, recolectores y cazadores primarios, sin concepto de propiedad privada, que no hacen la guerra. ¿Podremos llegar a imitarlos pese a toda la parafernalia técnica que desarrollamos? El comunismo, como fase superior del socialismo, sería esa comunidad. En principio, nada justificaría ahí las guerras, porque el grado civilizatorio alcanzado sería maravilloso. Pero sin pensar en utopías, la realidad actual nos muestra 25 guerras simultáneas, con desplazados, muertos, desmembrados, odio y mucho miedo.

 

La educación no termina de transformar la ética; por tanto, no es el mejor camino para transformar la realidad socioeconómica. Un persona con mucha educación formal –con todos los post grados universitarios que se quiera, maestrías y doctorados– no es necesariamente un agente de cambio; por el contrario, puede ser de lo más conservador, y por tanto defender a muerte el actual orden de cosas justificando la guerra («A veces la guerra está justificada para conseguir la paz», dijo el educado afrodescendiente Barack Obama, cuando era presidente de la principal potencia bélica del mundo al recibir el Nobel de la Paz). Las guerras, por cierto, no las deciden las poblaciones, el ciudadano común de a pie, sino unos pocos encumbrados en algún lobby de hotel lujoso, plagados de títulos universitarios.

 

Una transformación social implica básicamente cambios en las relaciones de poder. Y esto último nos lleva –círculo vicioso– a un cambio que se resiste a ser operado si no es desde una acción violenta, como han sido hasta ahora todos los cambios en las relaciones de poder habidos en la historia. «La violencia es la partera de la historia», dedujo Marx, analizando con otros términos la máxima latina. Si hay cambios posibles entonces, ¿más guerra todavía? La Revolución Francesa, paradigma primero de nuestra actual sociedad planetaria democrática y ¿civilizada?, triunfó cortando la cabeza de los monarcas. Es radicalmente cierto lo dicho por los zapatistas entonces: hoy por hoy, para conseguir un mundo futuro sin ejércitos, es necesario triunfar, imponerse sobre el mundo actual, defendido a capa y espada por las armas de la clase dominante. Y ese triunfo tendrá que apelar a la violencia revolucionaria. ¿Quién cede el poder alegremente, sin resistencia? Absolutamente nadie.

 

Hoy, desde las ciencias sociales de los poderes que marcan el ritmo global (la historia la escriben los que ganan, no olvidar), se habla insistentemente de resolución pacífica de conflictos. Acción violenta y lucha armada quieren hacerse pasar como rémoras que quedaron en la historia, como un pecado del que no hay que hablar, que cayeron junto con el muro de Berlín, y la línea en juego actualmente nos lleva a desarrollar una educación para la convivencia armónica. Lo curioso, lo fatal y tristemente curioso es que pese al Decenio para la Paz que fija la Organización de Naciones Unidas (que pasó sin pena ni gloria, y del que nadie se enteró prácticamente), estamos cada vez más inundados de guerras. Y todavía no empezaron todas las que están en lista de espera de la actual administración de Washington. Claro que… quien juega con fuego se puede terminar quemando. ¿Empezará la guerra de invasión en Venezuela? Allí hay estacionado armamento nuclear para uso del gobierno venezolano, con más potencia que los misiles de Cuba en 1962. ¿Se juega con fuego?

 

Con el «pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad» que la situación requiere, como reclamaba Gramsci, creamos firmemente y hagamos lo imposible para que ese supuesto destino ineluctable de la violencia y las guerras no se termine concretando. Hoy, con los armamentos atómicos de que se dispone (17,000 misiles nucleares), el fin de la especie humana está garantizado si se desata una gran guerra total. Venezuela, no lo dudemos, puede ser el disparador. Nadie, absolutamente nadie es una “santa paloma” (¡los humanos no somos eso!, ni la Madre Teresa lo es); pero, una vez más: nunca un país socialista inició una guerra.

Fuente: https://www.alainet.org/es/articulo/199410

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