La educación democrática

Por María de Lourdes Lara

Este mes me he tardado un poco en presentar estas letras. No ha sido por falta de asuntos a discutir. Más bien me siento abrumada de asuntos que me agobian y, a la vez, me llenan de esperanzas.

¿Qué decir entonces? Cuando me agobia el dolor, el sufrimiento de tantas comunidades empobrecidas, me llena de esperanzas la llegada de una alumna universitaria, que sale de las cenizas de su barrio devastado a aportar su sabiduría; a reírse de sus malabares para llegar a la universidad desde Yabucoa, un pueblo sin energía eléctrica. La universidad se convierte en su oasis: ahí pasa el día entre compañeros y profesores que se educan entre sí, investigan y analizan más allá de la precariedad del día a día que nos dejó el huracán María. Reacciona decidida y optimista para enfrentar con lucidez a las malas decisiones que tomamos, o a las buenas decisiones que aún no tomamos. Una se angustia por el país y los jóvenes que te llegan, muchas veces cargando a sus familias completas en los hombros, te dejan pegada de deseos de hacer y trabajar por una democracia que asegure su presente.

En 35 años trabajando con estudiantes y comunidades en toda la isla, nunca había sentido tal urgencia de educar, activar y movilizar una democracia más participativa, más justa, equitativa, solidaria y sensible.

Las universidades somos responsables de mover estos principios y estas prácticas. Si no ¿para qué existimos? Me pregunto qué seguimos haciendo mal o qué no acabamos de hacer para que la ciudadanía se forme y trabaje desde y para ser más democráticos. La desigualdad social y económica que sufren dos terceras partes de nuestra población; la corrupción que atraviesa tanto al sector público como al privado; la anomía y desdén con la que vivimos y tratamos a nuestros semejantes y sobre todo la ignorancia: esa incapacidad de reconocer lo verdadero, los justo, lo correcto y poder actuar según estos principios, muestran la adolescencia de nuestro sistema educativo formal, informal, privado y público. Sin estos pilares, no hay reforma educativa, gubernamental o las que se sigan inventando, que logre sacarnos de este permanente huracán.

Cuando llegan estudiantes de un barrio abatido, con sus ojos abiertos, su escucha activa para aprender, para ser y luchar por su educación; sensibles con sus comunidades, investigando las necesidades y documentando soluciones que nacen de la solidaridad, me llena el hambre por la democracia. Veo entonces cómo este estudiantado nos ofrece la ruta para que salgamos del abismo. Pienso que aún la vida no los corrompe. Nos empuja a no rendirnos y someternos al cinismo.

Nuestro posible mayor valor, nuestro posible mayor activo es nuestra democracia, pero hay que cultivarla. Ser democráticos y hacerla parte de la vida diaria es algo que se aprende. Se aprende en relaciones familiares, en la convivencia del barrio, en la celebración de la diversidad, en las organizaciones civiles y comunitarias, en escuelas cooperativas, en la universidad, en el espacio laboral. No es un discurso griego, ni asunto de partidos políticos o sindicatos; es una forma de vida. Cuanto más lo aprendamos y practiquemos, más posibilidades tendremos de vivir seguros en comunidad, con ingresos justos ahora y cuando nos retiremos. Protegeremos una educación que garantice ciudadanos, trabajadores y empresarios que protejan nuestros recursos naturales, una salud integral y calidad humana y relacional.

Hagamos de la educación para la democracia participativa el principio rector de la transformación de Puerto Rico. Los niños y jóvenes se lo merecen y nosotros se lo debemos. ¡UBUNTU!

Fuente del Artículo:

https://www.elnuevodia.com/opinion/columnas/laeducaciondemocratica-columna-2397555/

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