Confinadas de por vida

Por: Najat el Hachmi

Ahora que vivimos una vida parecida a la suya, me sale un grito profundo que quiere denunciar a los cuatro vientos la verdad incómoda que me sigue hiriendo: mi madre no salía de casa más que una vez por semana

La verdad sea dicha: mi madre no salía de casa más que una vez por semana. Todos los sábados por la tarde para cargar el carro de la compra en un supermercado. A veces también los domingos, pero diría que esa era una más de sus obligaciones: acompañar a mi padre en coche a los sitios a los que él decidía ir. También pisaba la calle cuando había cosas concretas que hacer: visitas al médico, renovación de papeles, entrevistas en el colegio. En realidad no eran tantas las excusas para cruzar el umbral. Por eso aprovechábamos las salidas dando rodeos, visitando tiendas o andando, andando simplemente por el exterior con el salvoconducto del “tener que”.

Otras mujeres como mi madre salían más que mi madre: iban al mercado, visitaban a otras mujeres en sus apartamentos sin que se parecieran en nada a las del harén de Delacroix, ya les hubiera gustado a esas inmigrantes tener algo que ver con el reflejo orientalista, que su encierro fuera tan exquisito y opulento. Escapaban a sus diminutos pisos húmedos y fríos refugiándose en los saloncitos, también húmedos y fríos, de sus compatriotas para sobrellevar el doble confinamiento (el de ser mujeres y recién llegadas) contándose historias con todo lujo de detalles, con el despliegue de recursos propio de las lenguas que no se cuentan más que de palabra. Pero aunque hubieran podido escribir, no las imagino desahogándose en diarios personales, creo que esas reuniones ruidosas las salvaban de la más absoluta desesperación. Todas estaban educadas en la reclusión, a todas les enseñaron que la calle es de los hombres y la casa de las mujeres, pero la aplicación de las leyes del encierro variaba mucho de un caso a otro. También la obediencia y las estrategias para burlarlas.

Así que algunas de esas mujeres abrieron una pequeña brecha en las paredes de la cárcel que les había tocado y empezaron a ensancharla poco a poco, sin que casi se notara: se apuntaron a clases de lengua o empezaron a echar “unas horas” de limpieza aquí y allá. Pero no nos vamos a engañar, no hubo ninguna revolución en la generación de nuestras madres, apenas empezamos nosotras a rasgar las leyes de la moral tradicional que nos tocó en suerte. La educación y la cultura que restringía a lo mínimo esencial la presencia de mujeres en los espacios públicos no eran una tela liviana, eran un muro de hormigón, una muralla milenaria. “La madre de mi madre se murió y mi padre no dejó que fuera a verla por última vez” me contó una tía en el pueblo y como ella infinidad de relatos del mismo tipo. ¿cómo hicieron para transportar esa muralla antigua hasta la moderna Europa nuestras familias? Algunas estamos intentando comprenderlo al mismo tiempo que trabajamos para derribarla.

Desde que empezó el estado de alarma no puedo pensar en otra cosa: mi madre y millones de mujeres como ella, son obligadas de por vida a quedarse en casa porque la casa es el espacio que les corresponde

Les cuento esto y no sé si tengo muy claro que tenga derecho de hacerlo. ¿Puedo yo hablar por mi madre para contar las injusticias que ha sufrido a lo largo de su vida sin pedirle permiso? No lo sé, lo único que sé es que si le pido permiso no me lo va a dar porque forma parte de su educación en el confinamiento la ley del silencio que le prohíbe denunciarlo, más aún cuando se trata de contarles a “otros”, que no somos “nosotros”, nuestro modo de vida para que nos juzguen y vean confirmados sus prejuicios y nos nieguen aliento por ser inferiores al tratar así a las mujeres (lo que les decía del doble confinamiento: machismo y racismo). Si mi madre me dijera algo así (hace tiempo que sabe que no me callo y por eso no dice nada ya) le contestaría que la costumbre de encerrar a las mujeres es muy antigua y aunque con modulaciones distintas también fue vigente aquí hasta no hace mucho y que incluso a día de hoy podríamos detectar algunos de sus vestigios en ciertas estructuras que atenazan a las mujeres a pesar de que salen y hacen lo que les da la gana, son independientes y no necesitan que ningún hombre las acompañe ni las mantenga ni las valide ni mucho menos que les proteja el honor (¿qué será eso, por Dios?).

Puede que sea complicado explicarle a mi madre que estas “otras” mujeres liberadas del yugo doméstico acabaron asumiendo otras formas de domesticación, de sumisión expresa ante el vértigo de la libertad. Que durante siglos usaron amarras incómodas como corsés y refajos que por un breve instante quemaron en la hoguera pero que luego volvieron en forma de restricciones en el comer (algo que mi madre no entendió cuando empecé yo misma a practicarlas para integrarme) y agotadoras sesiones de ejercicio sin finalidad y que el corsé antiguo es ahora invisible y se interioriza al ir tragando desde pequeñas los modelos estéticos de mujeres minimizadas, borradas, plastificadas.

Que el encierro invisible e incorporado de millones de mujeres libres se traduce en ir cargándonos de tengosque cada vez más pesados: tengo que estar delgada, tengo que ser guapa, organizada, amante hábil y siempre dispuesta, madre helicóptero, amiga divertida, a la última moda y con la manicura perfecta. Como mi madre es lista igual ya se ha dado cuenta de que el modelo que yo he abrazado no es ninguna panacea pero aun así, aun así, me sigue doliendo en el alma y en el cuerpo su confinamiento perpetuo. Mi modelo, el occidental, es tremendamente imperfecto pero hay margen para la emancipación. A veces estrecho e incómodo, a veces agotador, pero ese resquicio es vida pura comparada con salir de casa una vez por semana o que tu momento de alivio de soledad y tareas sea asomarte por la ventana para ver pasar a la gente.

Sigo preguntándome si tengo derecho a romper su silencio, a hablar por ella. Lo he hecho ya encarnándola en personajes de ficción que se le parecen pero ahora que estamos todos viviendo una vida parecida a la suya, me sale un grito profundo que quiere denunciar a los cuatro vientos la verdad incómoda que me sigue hiriendo: mi madre no salía de casa más que una vez por semana, para hacer la compra. Y yo vivía como una fiesta el sábado por la tarde porque se aliviaba levemente mi impotencia ante su secuestro permanente. No sé si tengo derecho a contarlo pero no hacerlo me convierte, de algún modo, en cómplice de sus verdugos: el que la confinó de forma estricta, mi padre, y todos los que la educaron, que nos educaron, en esa cultura para que nos pareciera algo totalmente admisible que una madre, una persona adulta, no pudiera pisar la calle sin un salvoconducto y sin ir acompañada, aunque quien le guiara los pasos fuera un niño o una hija como yo que no mucho más tarde también sería requerida al confinamiento.

Escapé como pude y muchas mujeres, madres e hijas, salimos cuando nos da la gana. No pudieron frenar ese avance que hicimos practicando la libertad que se nos negaba: salir por salir para mantener el derecho a hacerlo, para que la vía abierta no vuelva a cerrarse sobre sí misma. Luego ya vendrían inventos nuevos para que, como pasó aquí, interioricemos restricciones por sumisión expresa: taparnos sería uno de esos inventos, pero de eso ya les he hablado en otro momento.

Desde que empezó el estado de alarma no puedo pensar en otra cosa: mi madre y millones de mujeres como ella, son obligadas de por vida a quedarse en casa porque la casa es el espacio que les corresponde. Sí, sigue existiendo aquí y ahora un confinamiento de por vida para ellas. No sé lo que ustedes pueden hacer con esta información, lo mínimo sería no ser indiferentes. No sé lo que tengo que hacer yo con esta herida: compartirla con ustedes es un intento de sanarla.

Fuente e imagen tomadas de: https://elpais.com/elpais/2020/04/10/opinion/1586531279_940591.html?event_log=oklogin&o=cerrado&prod=REGCRART

Comparte este contenido:

La estafa educativa

Por: Najat El Hachmi.

Cuando un maestro vocacional quiere seguir haciendo su trabajo con el rigor que le dicta la conciencia se encontrará con infinidad de detractores inimaginables en otros tiempos

Si hace unos años los profesores universitarios se quejaban de que los estudiantes que les llegaban estaban poco acostumbrados a leer a pesar de haber escogido una carrera de letras, ahora ya se encuentran con alumnos con problemas graves de comprensión lectora. Personas que han ido superando las distintas etapas educativas obteniendo resultados que les permitían continuar sus estudios, que en teoría ‘progresaban’ tan adecuadamente como para ser válidos para acceder al curso siguiente. ¿Cómo se explica que habiendo aprobado todo durante años alguien no sea capaz de realizar ni la simple tarea de leer y comprender cualquier texto? Pues muy fácil: la persona en cuestión ha sido sistemáticamente estafada a lo largo de toda su vida. Le han dicho que era apto cuando no lo era, le han hecho creer que con el trabajo realizado estaba consiguiendo el objetivo previsto sin contarle que este estaba siendo reducido a su mínima expresión. Es una forma muy fácil de acabar con el fracaso escolar: bajar el listón hasta que todo el mundo pueda aprobar, igualar a todos a la baja. Y si no me creen comparen a qué correspondía un ‘cinco’ de hace unos años con un ‘cinco’ de ahora. Y eso que hace unos años ya había quien se quejaba del bajo nivel educativo.

La responsabilidad de este auténtico desastre es compartida. Un artículo de Nora Catelli publicado en ‘El País’ en el 2007 con el título “El fracaso de la educación secundaria obligatoria es un triunfo” ya constataba la ineptitud de los gestores públicos en cuanto a políticas educativas o peor aún, insinuaba cierta mala fe clasista cuando contaba que para la mayoría de estudiantes de la ESO el acceso a las disciplinas complejas sería cada vez más difícil, quedando reservadas a una minoría privilegiada. La profesora de literatura se preguntaba entonces, mucho antes de esta última serie de deslumbrantes innovaciones que nos vienen vendiendo a bombo y platillo en el último año, quién evalúa a los evaluadores y denunciaba que los órganos competentes hubieran “dejado los criterios generales de los planes de educación en manos de una casta tecnopedagógica”.

Si ya entonces había empezado la demonización del profesorado y se denunciaba su supuesto cooperativismo como principal obstáculo para la mejora de la educación, ahora la campaña para desprestigiarlos ya hace tiempo que va dando sus frutos. Cuando un maestro vocacional quiere seguir haciendo su trabajo con el rigor que le dicta la conciencia se encontrará con infinidad de detractores inimaginables en otros tiempos. Su autoridad será sistemáticamente puesta en duda porque lo de las jerarquías no es nada guay, ni siquiera cuando hablamos de saberes y conocimientos. ¿Cómo no ser va a ver obligado a aprobar a sus alumnos aunque no sean capaces de leer una oración compleja? Si persiste en su exigencia tendrá que dar explicaciones a la madre ultraprotectora pero también a las autoridades preocupadas por los índices de fracaso escolar, nunca por la invisible estafa educativa.

Fuente del artículo: https://www.elperiodico.com/es/opinion/20190401/articulo-opinion-najat-el-hachmi-estafa-educativa-comprension-lectora-profesores-universidad-maestros-7385033

Comparte este contenido:

Nuestros cuerpos, nosotras decidimos

Por: Najat El Hachmi

De pequeñas nos lo enseñaron, nos dijeron: niñas, chicas, cuando empecéis a ser mujeres, vestíos como es debido, ocultad vuestros cuerpos porque en ellos está la tentación, la vergüenza, el demonio. Nuestro deseo de hombres es impetuoso, irrefrenable y no lo podemos controlar, es más fácil que seáis las mujeres las que os disimuléis bajo las telas para no provocarlo. En la zona de donde yo vengo, al norte del sur y al este del oeste, nos mandaban cubrirnos las cabezas una vez casadas para distinguirnos de las solteras, porque nada era más deshonroso que asediar a la mujer ajena.

Asediar a la hija o la hermana de otro no era tan grave. Nos decían que nos cubriéramos las partes que incitaban a las conductas prohibidas y antes incluso de tener tetas ya sabíamos que estas eran carnes delictivas. Tampoco era tanta controversia; entonces, los vestidos de madres y abuelas, generosos trozos de tela, no dejaban mucho margen a la transgresión. Por eso no insistían mucho en los mensajes para reglamentar la indumentaria de las mujeres. TRES HURACANES Pero de repente todo se trastocó. Tres huracanes que no habíamos elegido lo convulsionaron todo.

El primer huracán fue la modernidad que entró en las casas y en nuestros gustos, y que nos hizo descubrir nuevas formas de vestir, de llevar el pelo, de modificar nuestra apariencia más allá de los antiguos tatuajes, la henna temporal o el khol recién molido por las abuelas. Descubrimos pantalones y camisas, y después puntos y licras que se pegaban al cuerpo, aberturas nunca imaginadas.

 El segundo huracán fue la emigración que envió a pueblos enteros hasta las desconocidas tierras europeas, donde tendríamos que pensar de nuevo como si hubiéramos salido de la nada, donde tendríamos que esforzarnos en picar piedra para entender las raíces y decidir libremente, se supone que ahora sí, cómo queríamos conjugar todas estas piezas: la tradición, la feminidad, la religión, la democracia y el gusto y la estética, por supuesto.

Todavía no habíamos empezado a pensar sobre ello cuando llegó el tercer huracán, el del miedo, el de la contrición, el que nos instaba a frenar las ansias de cambio, el que nos dice, en boca de turbios telepredicadores de poca monta -con toda la barba, eso sí- que el principal peligro para la supervivencia de nuestra religión, la quisiéramos o no, éramos nosotras mismas y sobre todo, sobre todo, nuestros cuerpos.

ANTE EL ESPEJO. Con todo esto crecimos, cada mañana ante el espejo teníamos que decidir qué nos poníamos, algo tan superfluo que se convirtió en el centro de todo. Según qué llevábamos o no sobre el cuerpo significaría unas cosas u otras; lleváramos lo que lleváramos seríamos siempre un mensaje, un posicionamiento en medio de una frontera que no sabíamos dónde empezaba y dónde terminaba, al ser más de los unos que de los otros. Que si te pones pañuelo eres de los unos, que si pantalones ajustados, de los otros, que si maquillaje, de estos, que si falda larga hasta los pies, de aquellos. Por eso no tardaron en llegar las contradicciones, pantalones que cortan la respiración y cabeza tapada, enormes ojos sombreados, labios rojos y chilaba. Unas optaron por cubrirse porque eso las hacía sentirse seguras, protegidas.

También hubo que lo decidieron a conciencia después de leer las fuentes y hacer el esfuerzo de interpretar ellas solas su propia religión, sin barbudos de medio pelo de por medio. Hubo quienes, hartas de que les pidieran que se camuflaran en las nuevas tierras, de que les dijeran mira que eres mora, un buen día se hicieron más moras que nunca con un pañuelo bien vistoso, así, en medio de la clase y ahora sí que tendréis motivos para decirme que no me integro. Muchas otras decidimos, contra todo tópico, deshacernos de las ropas de nuestras madres, quitarnos la vergüenza del cuerpo femenino, destaparlo hasta donde permitía el gusto estético y no la moral.

Elegimos esta opción para no pagar con nuestras carnes ninguna supuesta lucha de civilizaciones ni de religiones, para no marcarnos la piel con telas convertidas en símbolos identitarios. A las que elegimos no taparnos nos cogió un orgullo de cuerpo de mujer, fuera lo prohibido, fuera la vergüenza y fuera la deshonra. Si es tentación, que lo sea, es vuestro problema. Enseñaríamos lo que nos diera la gana para deshacernos precisamente de todos los escupitajos que se deslizaban sobre nuestra piel desde hacía siglos y que nos tildaban de impuras.

Nos aferramos a esta actitud porque nos daba poder, suponía desafiar los preceptos, encararse con la herencia patriarcal con la carne y los huesos y reclamar, de paso, también nuestro derecho al deseo. Lo pagamos, claro, no fue fácil. CON ELLOS NO SE ATREVEN Según cómo vistes es que pides guerra, así que trágate las persecuciones diarias, las miradas y las palabras malsonantes en según qué barrios, trágatelo todo porque tú te lo has buscado.

Pero hemos resistido, aunque a veces eran los propios autóctonos, los sin religión y criados en democracia, los que nos decían: chica, te has pasado, ¿en tu país te dejarían ir así de fresca y ceñida? Nos hicimos inmunes a los comentarios de unos y otros porque por encima de todo queríamos defender la presencia de nuestro cuerpo, nuestra presencia, en el espacio público, sin restricciones. Hasta al toples y las playas nudistas llegamos algunas. Casi ya lo habíamos conseguido, ya habíamos olvidado que nuestras carnes pudieran ser campo de batalla. Y de repente nos llega la fotografía que plasma una agresión en toda regla: dos policías se acercan a una mujer en Niza y la obligan a desvestirse. Estaba la señora allí tumbada, ni siquiera había entrado en el agua, pero los policías no se fueron hasta que ella enseñó bastante carne. Un puñetazo, una humillación. Porque es mujer, porque su origen, reciente o remoto, es el que es, porque es de una clase social determinada. No se atreverá, no, el francés que gobierna a hacer desvestir las mujeres de los jeques del Golfo que se pasean por los Campos Elíseos negras hasta los ojos. Nos hierve la sangre ante la instantánea y de repente hemos retrocedido en el tiempo y estamos, de nuevo, en el punto de tener que conquistar de nuevo el espacio público.

A ellos, los hombres, nadie les hará desnudarse, ni les dirá cómo deben vestir. Nos hierve la sangre y el nosotros que creíamos tan sólido cambia, nos engloba de nuevo a todas, tapadas y destapadas, porque ante todo es el nosotras de ser mujeres.

Fuente: http://www.elperiodico.com/es/noticias/opinion/nuestros-cuerpos-nosotras-decidimos-5343438

Comparte este contenido: