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tomada de https://pixabay.com/en/typewriter-typing-black-and-white-1627197/

El primer empujón para escribir.

La economía conductual habla de decisiones individuales y colectivas que pueden ser dirigidas, apoyándose en mensajes que ayuden a reforzarlas desde una perspectiva positiva, y no desde una perspectiva negativa o de castigo. Esa idea, la reflejan con la palabra «nudge» que significa «empujón«. Para lograr que alguien escriba, por ejemplo, en la escuela o en el liceo, más que cuestionarle que no lo haga, podríamos animarles a que se descubran a si mismos en el ejercicio de contar algo que les interesa o inquieta, para que otra persona que puede sentirse identificada con eso, lo lea.
Quiero contar hoy algunos pequeños empujones que he recibido para escribir.
A la edad de ocho años escribí un cuento. Creo que se llamó «La Casa». Tal y como si estuviera haciendo un ejercicio de escritura creativa, el personaje principal era una casa cuyas texturas intentaron ser recreadas en mis palabras tal y como una niña de ocho años podía hacerlo. En el espacio de la casa sucedían las aventuras de un grupo de niños que la visitaban en sus tardes de vacaciones escolares, y fue este espacio el que, año tras año, los vio crecer hasta su demolición algunas décadas después.
Aunque el reclamo de mi mamá sobre haber robado la idea a mi hermano, cinco años mayor que yo, de tomar una cosa como personaje de una historia breve e, incluso, tomar las célebres palabras de «En un lugar, cuyo nombre no quiero acordarme…» como inicio del texto, hoy día, con algunos libros más de lectura encima, reivindico la imitación como una forma creativa de escritura que, lamentablemente, está reñida con valores individualistas de logro y crecimiento sobre los cuales se fundan nuestras instituciones sociales por excelencia: la escuela y la familia.
Años después, en nuestros primeros días de universidad, un compañero me pidió le mostrara los poemas que escribía y, aunque no tal cosa era cierta, su empujón me animó a escribir cosas en formato de poema y con el tiempo fui mostrándoselas no sin mucha expectativa sobre su opinión. Vista desde lejos, entiendo su llamado como un recordatorio de que una actitud crítica hacia la realidad debe acompasarse con una escritura de las ideas. Escribir las cosas que pensamos, cómo las pensamos y articularlas de modo grueso, torpe al inicio, para irlas refinando poco a poco después, he aprendido es parte de lo que complementa el ejercicio analítico y crítico sobre la realidad circundante, hasta hacerlo trascender en de nuevo en obras.
Esa costumbre, la de escribir versos, aunque sin ninguna formación previa ni dedicación exhaustiva a la métrica ni la rima, me ha acompañado, de modo intermitente en los últimos veintiséis años. Y en este tiempo, muchas otras personas me han empujado gentilmente, aún sin saberlo, a escribir sobre otras cosas y en otros formatos.
Como docente y acompañante de procesos de formación de otros, vengo redescubriendo la importancia que tiene el darles esos pequeños empujones para que se permitan trascender sus pensamientos a través de la escritura. Escribir es para mi, ahora más que nunca, un acto de fe que cifra la voluntad que lo conduce en la expectativa del interés que puede despertar en el que lee.
En este acto de fe, los detonantes que activan el ejercicio de la escritura no siempre son los mismos y suelen ser estacionales: a veces ocurren y a veces no. Sin pretender dictar cátedra sobre la escritura, si diré que, como aprendiz, creo que los disparadores de la escritura nunca deben permanecer ocultos a aquellos que buscamos nos lean. Así, buscar en otros el inicio honesto en el oficio de poner en negro sobre blanco de lo que pensamos pasa, en mi opinión, por insistir en que las motivaciones de la escritura deben aparecer de forma clara, al menos en los primeros borradores. Saber por qué queremos escribir lo que vamos a escribir, ayuda a comprender no sólo el trabajo mismo de hacerlo, sino también comprendernos en nuestro rol de escribientes.
Esos pequeños empujones que otras y otros me han dado para animarme a escribir sobre lo que me inquieta creo que han sido demostraciones de que tal acto de fe se refleja en un acto de espera por leer lo que pueda tener inquietud por escribir. Entonces, y siguiendo los símiles religiosos, si escribir es un acto de fe, leer termina siendo un acto compasivo como Milan Kundera la describió: la compasión como un compartir la pasión. Esa pasión compartida termina habitando en muchos, por el piadoso acto de la lectura que conecta, sobre la vía de prosa o verso, desde aquel primer empujón para escribir, hasta la compasión del leer.
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La práctica cotidiana del relato

Creer que la enseñanza no es el don de poder mostrar a otros cuánto se sabe, sino es el poder de construir con otros significados de lo que se ve, conduce a hacer de eso un modo de mostrarse al mundo y una forma de vivir. Como modo de vivir, esta forma de entender la enseñanza replantea la forma en que se entiende el papel del conocimiento. Conocer tiene su gérmen en las preguntas, sin preguntas no hay conocimiento.

Uso software libre desde el año 2002. Comencé como usuario básico y, a través del autoaprendizaje, las preguntas me han ido guiando hacia el descubrimiento del potencial del software libre para resolver mis tareas básicas en investigación, escritura o divulgación científica. En este tiempo, varias veces me he involucrado en grupos de activistas que, aún siendo herederos de procesos formales de aprendizaje que por inercia pugnan por ser reproducidos, buscan concebirse a sí mismos como espacios abiertos y de formación colectiva de conocimiento, lo cual supone un modo diferente de construirlo.

Así como se ve en el arte, en ocasiones desde estos grupos de activistas, he visto que se manifiestan modos por construir conocimiento que buscan superar la forma tradicional de aprender, y que logran desplegar cuando se comprende que el software libre, debiera estar al servicio del entendimiento sobre la necesidad de construir un conocimiento emancipado, para que forme parte de lo que la sociedad considera como bueno para todos, y que debe ser parte del bien público. Tal como lo he visto, los procesos más exitosos de socialización de uso de software libre, y de aprendizaje sobre tecnologías libres, son aquellos que han se han atrevido a superar la mera exigencia de criterios técnicos (libertad de estudio, uso, distribución y modificación del código), y se han asumido como herramienta para la construcción del bien público del que es parte.

En este proceso, en el cual desde los grupos de activistas he compartido también aciertos y desaciertos,  es innegable que el papel del conocimiento en la construcción del bien público sólo es concebible si se acepta su carácter acumulativo. Entonces, buscar que a través de la defensa del software libre se reivindique la necesidad de recordar que el conocimiento es fundamentalmente acumulativo, tal como he visto, puede ser la piedra de toque para abrir a muchas más personas a exigir que el conocimiento sea de acceso abierto a todas y todos. No hablamos de la acumulación de quien guarda para si todo cuanto puede. La acumulación de la que hablo es la de la memoria, es de aceptar que somos seres históricos y que el conocimiento no puede evitar ser parte de esto. En el software la acumulación es consecuencia directa del despliegue de las habilidades propias del aprendizaje de una técnica y tiene el sentido práctico de introducir mejoras en las funcionalidades del código: es decir que haga mejor lo que ya hace.

Debo insistir que estas observaciones que planteo, las hago desde mi propio aprendizaje y desde mi condición de persona no técnica que piensa sobre cómo se hacen las tecnologías libres. En ese aprendizaje propio, he visto que además de hacer software libre, también hay que contar la historia que se teje en el camino de su hechura documentando todo el proceso que precede la pieza terminada. Este trabajo, casi etnográfico resulta sin embargo, uno de los más evadidos por desarrolladores y desarrolladoras.

Al respecto, tengo la impresión de que esa aversión resulta una consecuencia de nuestro condicionamiento, a través de la educación formal, a aprender bajo pautas memorísticas y sin opciones para el desarrollo de una escritura creativa, sobre aquello que hacemos. Escribir sobre lo que hacemos o vemos, estoy convencida, es una actividad que relegamos socialmente a escritores/as que han estudiado (a su vez bajo estructuras formales) para ello. Nos convencemos de que para observar aquello que nos rodea, requerimos la licencia de un aprendizaje formal. Entonces, aunque es necesario que ese trabajo casi etnográfico acompañe al desarrollo de las tecnologías libres, a veces es bastante desatendido.

Hay un tema con lo que aprendemos del uso del lenguaje que, creo, determina el cómo describimos lo que se hace, pero también cómo nos interesa describirlo. Nuestros procesos de aprendizaje formal nos llevan desde una primaria marcada por la observación y descripción durante sus dos o tres primeros años, a una comprensión sistemáticamente segmentada de aquello que nos rodea, cuando la realidad comienza a fragmentarse en parcelas de conocimiento y éste pierde su carácter acumulativo y su papel en la formación de la memoria sobre el ser.

Con el tiempo, nos olvidamos de cómo describir lo que vemos, lo que nos rodea, lo que percibimos, lo que nos ocurre, y ese olvido parece llenarse de un temor a equivocarnos en como escribimos, y cómo vamos juntando las palabras. Este temor se enraiza profundamente y cuesta superarlo.

Las piezas de software se apoyan en el uso de lenguajes propios. Pero como ejercicio de lenguaje que trasciende el ejercicio técnico y debe apoyarse en una tarea de relato, requiere para la palabra, cultivo y cuidado. El software es un hecho social, y como tal, se nutre de aquellas virtudes y refleja las falencias de la sociedad en la que ocurre. Aunque emerge de lo social, no puede dar cuenta cabal de ello sin transformarla en algunos aspectos.

Allí, el uso de sus propias convenciones idiomáticas al lenguaje no pueden producir una imbricación automática e irreflexiva de unos términos técnicos sobre significados sociales como la vía expedita de socializar la tecnología, sino precisamente la reflexión sobre el valor y peso del lenguaje en la construcción de los significados culturales comunes a todos y constitutivos del quehacer social de cada comunidad.

Y creo que un buen modo en hacerlo posible es generalizar desde los más pequeños estudiantes, la práctica del relato de lo cotidiano, desde lo más simple hasta lo más complejo, como mecanismo a través del cual no sólo se descubra al mundo, sino se evidencie el papel de cada cual en su transformación.

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El reconocernos como forma de aprender.

Desde donde estoy, en mi recorrido vital, logro identificar algunas escenas cotidianas que me permitieron afianzar formas experimentales de aprendizaje. Sin lugar a dudas, todas ellas vienen marcadas de una manera decisiva por la figura de mi madre, pues compartía con ella el diario convivir y la observaba curioseando todo cuanto estaba a su alrededor.

Cuando mi hermano mayor tenía un par de años, ella decidió aventurarse en un curso de repostería. Aprendió en El Vigía, estado Mérida, a comienzos de los 70 la repostería de las grandes y pomposas tortas de pastillaje, y tortas rellenas. Las mujeres de la época aprendían algo que se llamaba «economía doméstica» donde se les mostraba cómo manejar los exquisitos secretos de la administración del hogar o, lo que traduje muchos años después, a cómo mantenerse ocupadas con los oficios del hogar y rendir el dinero que ingresaba. Ella, además de hacer su curso de economía doméstica, cuyas notas me leía con embeleso luego de mis 10 años de edad, hizo este curso de repostería.

Hay una hermosa foto del día de su grado, en la cual mi padre carga en brazos a mi hermano y ella luce un espectaular vestido color salmón acompañado de uno de esos peinados que sólo podían llevarse puestos con el orgullo de un logro alcanzado. De esa foto no sé qué me atrapa más: pensar cómo construyó el peinado, o ver la alegría en sus ojos.

Aunque aprendió a hacer el pastillaje y lo hacía de un modo realmente excepcional, comenzó a experimentar con texturas y técnicas de modo que pudiera construir un trabajo único y, al mismo tiempo, mucho más preciado para sus clientes. Debo decir que durante varios años, sus clientes fuimos nosotros mismos en casa, pues sus habilidades para la repostería no se convirtieron en nuestro sustento familiar hasta un par de años antes que falleciera mi papá, cuando yo tenía 13 años.

Entre la finalización de su curso de repostería tradicional, sus experimentos y el momento en que se convirtió en la fuente de ingreso familiar que garantizó una vida cómoda para ella y sus dos hijos, decidió aprender a pintar. Su aprendizaje en distintas técnicas de pintura, desde cerámica hasta tela pasando por tarjetería y óleo, fue convirtiéndose en pilar de lo que sería una práctica única en repostería que le garantizaría, por parte de sus futuros clientes, incluso, tristeza al momento de consumir sus tortas. La cual me hizo aprender a mi por la observación … y la experimentación.

Mi madre, que aprendió repostería básica y luego a pintar con distintas técnicas, creó un modo en el cual sus tortas eran esos cuadros que, estoy segura, siempre soñó con pintar y exponer ante otras personas. Cada figura o motivo que sus clientes escogían para decorarlas, era cuidadosamente realzados con su mano artística, pinceles y pinturas vegetales, dándole sombras y luces a placer y configurando una manera irrepetible de representar sus deseos.

Nadie le enseñó en un aula de clases a hacerlo así y, aunque creo que no hizo una relfexión consciente sobre su propia búsqueda artística, esta senda que ahora groseramente relato es para mi un recorrido rápido por su proceso de autoreconocimiento de su ser, en un entorno y momento en el cual no estaba permitido para las mujeres pensar más allá de las convenciones.

Lo primero que el ser humano experimenta (y lo que más rápido olvida también) es el ejercicio de su propio re-conocimiento. Creo que en ocasiones la educación formal coopta este propio mecanismo de autoretrato sensorial que ocurre de modo natural desde nuestro nacimiento. Nuestros modos formales de aprendizaje reservan la experimentación y la observación al ejercicio de las mal llamadas ciencias duras.

De bebés nos divertíamos saboreándonos cada parte de nuestro cuerpo, ahora de mayores muchos sólo sabemos criticarnos y reclamarnos por su apariencia. Cuando escribimos, unos comienzan por escribir mamá o papá y otros, otros se fijan en corregir errores ortográficos o tamaño e inclinación de la letra, y los que han logrado ausentarse de los ejercicios memorísticos de la escuela, escriben y nombran lo que les rodea.

Mi madre escapó en tercer grado de la escuela formal de su Machiques natal, para ponerse a trabajar junto con mi abuela. Mi abuela cosía por lo que aprendió viendo a otros, mi madre fue aprendiendo a desarrollar sus habilidades viendo a otros y explorándose a si misma. Nuestra hija mayor tuvo por primera frase “bola de pelo” que describía a su pequeño perro Moro y ella en un afán por demostrar cuánto sabía no articulaba palabras sueltas, ¡si no una frase completa! Aunque comenzó a escribir «BoadPo» y faltaban allí casi todas las consonantes que podían faltar, evocaba la textura de su amado compañero. Nuestro segundo hijo, apasionado con video juegos desde muy pequeño, comenzó a leer antes que escribir, cerca de los 4 años. Lo hizo casi por un proceso autodidacta pidiendo a su padre que consultara y le leyera trucos de sus juegos favoritos. Para él, sus primeros reconocimientos fueron “Mario” y “Luigi” en los resultados de la wikipedia. La pequeña Abril, nuestra tercera hija, creo que la bateó de homerun: su primer reconocimiento es a sí misma: “Abril” fue la primera palabra que aprendió a leer y a escribir de forma simultánea.

En los tres, con sus bemoles, ha coincidido un escape deliberado de los procesos formales de aprendizaje de la lectura y una búsqueda que incentivamos en ellos, como parte del rescate de una deuda que consideramos tuvo la escuela con nosotros como padres: el reconocernos aquí y ahora, es una forma única de ver al mundo, y aprender.

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Aprendiendo desde la malla curricular

Por lo que he visto, la apertura a las formas dentro de los procesos de aprendizaje plantea, en especial en estudiantes adultos/as, un temor latente acerca de estarlo haciendo del modo correcto o no. Eso lo he visto en los procesos de formación de adultos en los que he participado, pero también lo he podido evidenciar en aquellos formales en los que he estado involucrada como estudiante, gracias a lo cual he podido compararlo con mi actual experiencia dentro del Programa de Estudios Abiertos (PROEA), donde participo como estudiante en (auto)formación y como tutora de otros participantes en (auto)formación.

El temor a equivocarse emerge de su latencia cuando somos expuestos/as al otro/a en nuestro modo de pensar, creer, y percibir el mundo. De ese modo nos proyectamos siempre, sin embargo, el quedar abiertos a nuestros/as compañeros/as de aventura en el PROEA, desde la construcción de la autobiografía, resulta en ocasiones un acto de desnudez muy arriesgado para quienes han estado conformes con la coordinación de las actividades formativas por parte de las instituciones.

Si el acto de construir la autobiografía es un acto singular de valentía, cuyas consecuencias y repercusiones en la proyección desde el conocer hasta el ser, la articulación de una Malla Curricular, es el epítome de la autonomía de aprendizaje, pues debe dar respuesta conforme a esa autobiografía y a la proyección de cómo se quiere transitar la ruta hasta el cierre de ciclo.

Como todo acto de autonomía, encierra una rebeldía evidente ante lo formalmente aceptado y tolerado, representado en este relato en los estudios formales de pre y post grado, y requiere también de un reconocimiento y aceptación de lo que nos es propio e inherente a cada cual.

Si en la autobiografía nos desnudamos para mostrarnos a quienes nos acompañan en la comunidad de aprendizaje, la construcción de la Malla Curricular es como ir de compras y buscar qué queremos vestir. Parte de lo que vestiremos es, en buena medida, lo que hemos venido siendo, nuestro devenir como seres en formación permanente. Usaremos a partir de allí, algunas indumentarias que sacaremos de nuestros escaparates personales donde, seguramente, yacen muchos conocimientos de matemáticas que se anclaron en nostros durante las interminables jornadas de hacer hallacas en familia, o de visitar, sembrar y cosechar el campo, para quienes hayan tenido esa fortuna, junto a saberes intrínsecos de manejo de incertidumbre y relaciones grupales atesorados luego de años de gestiones administrativas diversas o compras en mercados a cielo abierto.

Todo lo que somos y hemos sido, puede entrar en la Malla Curricular.

Lo interesante es que, mientras como participantes del PROEA, postergamos su construcción hasta estar “listos/as”, en el fondo me convenzo que la Malla Curricular (a la que tanto tememos también), es apenas un tamiz que resulta insuficiente para dar cuenta de todo lo que hemos sido.

Entonces, sin pretender que la que he venido armando para mi es la mejor, luego de armarla y de ver su insuficiencia como único instrumento para describir lo que quiero que me nombre en adelante, debo decir que me siento como cuando de niña temía a figuras enormes de mostruos con armas que se dibujaban frente a mi cama en noches de fiebre alta por amigdalitis.

No eran monstruos, eran apenas sombras que la cortina dibujaba.

La Malla Curricular, creo, es un instrumento. Como parte del andamiaje del PROEA, siempre es mejor tenerlo que no tenerlo. Como parte del proceso de formación de un ser que adquiere una suerte de autonomía pedagógica, pues se hace dueño y copartícipe central de su proceso de aprendizaje, no es un instrumento cualquiera. Es un instrumento que revela desde el comienzo la intencionalidad que lleva: trazar en un dibujo formal lo que se ha sido y facilitar la autoidentificación de espacios donde nuevos procesos de aprendizaje tengan lugar.

Una muy buena construcción de lo que es el Programa de Estudios Abiertos de la Universidad Politécnica Territorial de Mérida Kléber Ramírez (UPTMKR), pueden verlo en este video

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Aprendiendo a ser ciudadanos y ciudadanas

Este año, asumí por segunda vez el dictado de una asignatura llamada «Nueva visión territorial y turismo». Esta asignatura es parte del primer trayecto de formación en el Programa Nacional de Formación en Turismo, y creo que fue pensada por quienes la diseñaron, como un primer espacio de toma de contacto con elementos conceptuales del campo del turismo.

Una de las cosas que me resulta curiosa es que, a pesar de estar inmersos en un proceso de formación universitaria en el área, los y las jóvenes, en general, tengan tantas dificultades para pensar en el turismo como un sector, compuesto por distintos elementos con distinto peso y engranajes particulares, y con relaciones de interés entre ellos y también con otros factores y componentes de otros sectores.

De modo que, siendo honestos, no es la comprensión conceptual la que ha resultado más complicada de manejar con estos grupos de bachilleres, sino esa suerte de comprensión espacial que permite identificar al turismo como un sector productivo y los distintos elementos que lo componen (más allá del turista y el hotel), y que facilitan su comprensión como un espacio socioproductivo cuyo principal resultado es un servicio.

Tal parece que nuestra sociedad, a través de distintos medios, viene (sobre)simplificando la percepción de a vida y del quehacer social de los individuos y eso viene impactando de modo directo la forma en que los y las jóvenes se insertan en procesos que exigen un pensamiento crítico y, además, abierto a la percepción de la complejidad natural de todos estos procesos sociales.

Creo que una de los espacios en los cuales en ocasiones se (sobre)simplifica la percepción de nuestro quehacer como personas, tiene que ver con la actividad ciudadana, pese a que el ejercicio de la ciudadanía en los últimos años viene demandando de quienes la ejercen un control lo más amplio posible de varios planos y dimensiones no sólo del conocimiento sino también de la acción social.

En este contexto, aunque los ciudadanos y las ciudadanas de hoy día deben conocer de leyes, de administración, y de tenologías sociales como articulación colectiva, negociación, priorización y diagnóstico de necesidades comunitarias y gestión de saberes locales, subsiste la percepción en jóvenes y no tan jóvenes, de que esos campos del saber están firmemente alinderados entre si.

Hay un desafío intrínseco en esa percepción, casi una contradicción profunda, para la organización ciudadana puesto que no hay posibilidad cierta de contar con toda la información necesaria en el ejercicio de la ciudadanía bajo condiciones en las cuales se compartimenta el conocimiento, por una vía distinta que la del ejercicio mismo de ésta.

Reconozco que una de las sesiones que más disfruto con quienes han participado en estas clases es aquella en la que logramos dibujar, entre todos y todas al turismo como un espacio socioproductivo que está íntimamente vinculado con otros quehaceres sociales y productivos de su entorno. Hasta ahora ha sido muy interesante, ponerlos frente a la tarea de hacer que el marcador que llevo en mi mano, dibuje sobre la pizarra en blanco, trazos y relaciones entre distintos aspectos que van desde la agricultura, hasta la elaboración de lencería o muebles, y cómo éstos, a su vez, se enlazan con otras actividades productivas de nuestro país.

Sin embargo, como docente, subyace una pregunta clave para mi: ¿cómo hacer para que, demandemos capacidades y habilidades directivas, de coordinación y de organización de los ciudadanos y las ciudadanas, comprendiendo al mismo tiempo que, desde ámbitos como el de la educación, deben haber aportes directos a la formación de ciudadanos en ejercicio? Es casi una pregunta radical, pues el quehaer diario nos hace evidentes algunas carencias y desigualdades en términos de capacidades de articulación ciudadana que deben ser resueltas, así como resultan notorios los cambios que deben operarse en la forma de aproximarse, ciudadanos y ciudadanas e instituciones públicas, a los nuevos modos de expresión y atención a necesidades colectivas.

Los estudiantes que han participado en estas sesiones de clase, demuestran a su término, una comprensión algo más compleja del quehacer turístico. Aunque nos lleva a dedicar varias sesiones de trabajo, poder ubicarse no como turista sino como alguien que visualiza al turismo como un sector social vivo, finalmente en su mayoría logran asumir, incluso, una suerte de rol de corresponsabilidad en la suerte final del sector y logran visualizar cómo esa corresponsabilidad les alcanza aún siendo profesionales en formación y con independencia de su preferencia laboral por servicio turístico o características organizacionales de la empresa en la que se ubiquen finalmente.

Sin embargo, creo que queda aún mucha tarea por hacer. En tiempos de cambios de roles en los ciudadanos: de partícipes a protagonistas primero y luego a planificadores, articuladores y coresponsables de la ejecución del quehacer local, es necesario recapitular sobre las capacidades y habilidades a desarrollar como ciudadanos y ciudadanas en nuestros pares, capacidades y destrezas que asuman una formación técnica que no excluya lo social, y social que no ignore lo técnico.

Imagen tomada de: http://www.enoriente.com/canales/yvn/26702-jstblack-%E2%80%9C%C2%BFqui%C3%A9n-viene-hacer-turismo-a-nuestro-pa%C3%ADs-%E2%80%9D-(y-ii)

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Aprendiendo de la escucha.

Sistematizo aquí una suerte de resumen de distintas escuchas (no sólo auditivas) que he tenido la fortuna de vivir en los últimos años. Algunas de estas escuchas ya han sido mostradas en mis blogs personales a lo largo de este tiempo en formato de entradas más extensas.

1) «Dime algo significativo en tu vida, algo grande». «Nunca aceptes lo que alguien te dice como verdad absoluta».

2) Un aeropuerto, luego de un hospital, para mi es de los lugares más impersonales. Gentes e historias confluyen sin que parezca tener un sentido, y cada una de esas confluencias tiene una razón de ser y sentido entendible en ese momento efímero que es el viaje.

3) Nunca llueve a gusto de todos. Desde los aeropuertos más simplones hasta los más sofisticados al pasar el servicio de inmigración, casi siempre la unica ruta posible hasta las puertas de embarque es a través de las tiendas que venden cosas “sin” impuestos. Es una ilusión: este sistema se asegura de que todos paguemos algo por algo.

4) Conocí en Quito a una tucumana encantadora y admirable. De cómo miraban los quiteños dijo una vez: “me revienta que no te miren y agachen la mirada…es una muestra de una cultura sumisa y sometida” … decía alargando las vocales como sólo saben hacer lxs sureñxs.

5) Luego supe de una cholita que viajó conmigo hasta Caracas. Rezó todo el vuelo, entre pidiendo, orando y quejándose, así que, aunque la turbulencia saliendo de Quito no ayudaba, me animé a hablarle a mitad de camino, un poco antes de nuestra escala en Bogotá. Tenía  35 años viviendo en Caracas y va con frecuencia a Quito. Llevaba en Ecuador de tres meses y contó que le dolía muchísimo regresar a Venezuela porque estaba dejando a su hija mayor. “Está ya casada, con esposo e hijos” me decía, “pero la mamá es la mamá… bendito Dios que cuando uno tiene la mamá … necesita estar con ella”…

6) El pensamiento materializa las realidades. Nuestros hijos son fruto de nuestro pensamiento. (Pensémoslo(s) bien)

7) ¿Qué va a saber usted de computadoras, si lo que estudió fue otra cosa? Déjese de inventos antes de que dañe algún botón.

8) Han dicho mujeres feministas que si algo duro debe superar la mujer son las palabras y frases que, a diario, colman su espacio vital. «¿qué haces que no vienes?», «ya andas tu inventando, has lo que se te dice», «estás horrible, anda arréglate», «andas como zorra, luego no te quejes si te pasa algo», «cómo no te iban a meter mano, ¿no ves cómo estas vestida?», «maquíllate, pareces un espanto».

9) La cholita que rezaba por todos, se alegró cuando llegó a Caracas, agradecida oró porque ya vería a sus hijitos.

10) Cuando llueve, son las mujeres las que cargan a sus hijos en la calle, destapando sus temores para arropar los de los niños.

11) Loro viejo no aprende a hablar. Las computadoras son para gente joven. Pero mi suegra, de 71, tiene más amigos que yo en Facebook y su celular no para de contar actualizaciones de perfiles.

12) Si alguien sabe, debe demostrarlo en un examen. Para eso están las evaluaciones. Si un profesor sólo califica con buenas notas, no es bueno.

13) Deje que ese aparato lo revise su papá. Usté es mujer, mejor vaya a la cocina y arregle el desayuno.

14) «¿No te cobraron el refresco?» «-qué mantequilla» … no creo que eso haya pensado el cajero que seguro debió costear de su bolsillo la equivocación.

15) Lo gratis es malo. Si algo no debes pagarlo o se dañará pronto o no sirve.

16) Las matemáticas son para genios … dijo un campesino que sabía con exactitud el rendimiento por hectárea de sus plantas de tamarindo.

17) «Ese software libre que Ud. utiliza, tiene alguna patente ¿cierto?»

18) «Debemos acelerar los procesos, por eso propongo que armemos unas mesas de trabajo y orientemos que se conforme una comisión»

19) Mejor es andar sólo

20) El estudiante no es amigo de nadie.

21) «Andaba sola» «Se lo buscó» «Debió estar con alguien que la representara»

22) «Se organizaron las guardias de cuidado del padre enfermo de modo que nunca le faltara una de las muchachas de la familia para acompañarlo»

23) «He sido claro con mis hijos: en casa no se habla de cosas de sexo, sería una desvergüenza»

24) Vaya a la universidad y será alguien en la vida. Nos dijeron nuestros padres que habían olvidado cuán importantes son en la nuestra, con apenas tercer grado.

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La conversación como método

Conversar es una tarea que en ocasiones resulta presa de las adversidades del momento en que se vive. Ese momento tiene componentes fácticos (cuánto dinero se gana, situaciones violentas cotidianas, acontecimiento sociales, adversidades de salud…), y componentes tácitos que se alojan en el subconsciente y construyen actitudes (tensión social, sensación de rabia, tristeza o alegría). Aunque nos guste conversar, es probable que nos veamos con mucha frecuencia en medio de conversaciones que se reducen a escuchar quejas, reclamos o dolores de otros/as quienes, a su vez, también se dejan envolver en esos pensamientos de forma cotidiana. Creo que la velocidad marcada de estos tiempos parece haber relegado a un segundo lugar la búsqueda por una sana conversación donde escuchar, incluso, los momentos de silencio, sea parte del disfrute de todas y todos.

Por estos días, mi segundo hijo de 14 años me preguntaba cómo podía hacer para participar en una conversación con gente de su edad, aunque no los conociera. «¿Cómo hacen ustedes para seguir una conversación?» nos dijo. Apenas pudimos invitarlo a escuchar lo que otros decían y ver en cuál punto habrían coincidencias de intereses de modo que pudiera participar. Al menos a mi me funciona eso de escuchar por conocer a través del tono de voz, las expresiones que utiliza y lo que habla, una parte de lo que puede ser una posible conexión en alguna conversación. Siempre están los lugares comunes para poder introducir un tema cuando los silencios resultan densos hasta incomodar, pero mejor si antes se escucha lo que el otro quiere decir.

Sin embargo, recordé que a esa misma edad, comencé a hacerme preguntas similares. Por aquellos años me avergonzaba, incluso, saludar en la calle a alguien que bien podía conocer, o responder una pregunta directa que me era hecha. Aunque en bachillerato participaba mucho en aulas de clase, hacía exposiciones e incluso llegué a escribir alguna que otra obra de teatro y a ensayarla con mis compañeras de salón, saludar a alguien con quien me cruzara en la calle al ir a mis clases de piano, me asustaba en muchos sentidos. Me angustiaba que mi tono de voz no alcanzara a ser escuchado y no fuera respondido mi saludo, y me inquietaba saber si las palabras que utilizaría serían «hola», «buenas tardes/días», o si le hablaría de tu o de usted o si sólo aletearía con la mano para que me viera al pasar y devolviera el saludo … total que aquel conocido/a terminaba pasando a mi lado y yo pasaba por antipática porque no lograba ponerme de acuerdo conmigo para hacer algún gesto o decir alguna palabra.

Con el tiempo hice un ejercicio deliberado para asumir alguna posición al respecto: o saludaría o no lo haría pero, en todo caso, sería consciente de lo que hiciera. Creo que la cosa fue mejorando, perdí el temor al silencio y con el tiempo aprendí, además, que la conversación es un vehículo privilegiado para acercarse al otro y conocer, en el proceso de aprendizaje, su apreciación del mundo que se le muestra en el aula. Creo que, en parte por ello, asumo de modo explícito que las clases son espacios de conversación, básicamente, introducida por mi y desde mi visión del mundo. Por ello les enfatizo a quienes participan que hablo desde mi y no desde algo que pueda ser considerado un cánon o norma sobre cómo deben verse las cosas. En el camino de la conversación durante las clases, he conseguido muchos puntos de divergencia y también varias coincidencias con quienes participan, en especial cuando, además, les delego el testigo de preguntarse y, preguntarme.

Creo que, así como la escucha activa es una clave de cualquier conversación, la pregunta denota un interés por aproximarse al otro, y reconocerlo. Pero hay preguntas inquisitivas, que acorralan, que humillan y las hay también las que se abren como invitación a mostrarse sin problemas en grupo. Hay preguntas con juicio de valor pero también hay preguntas cuyo valor y juicio ayudan a construir en colectivo porque, debo confesarlo, vengo asumiendo que mis sesiones de trabajo son, sobre todo, un ejercicio de construcción colectiva que nos ayuda, a todos/as, a perfilar un poco más todo lo que somos y venimos a ser a través del aprendizaje de temas ya estructurados en una malla curricular, y que, gracias a la conversción, acaban siendo contextualizados entre todos los participantes.

Veo a la conversación como un espacio del conocer donde es posible exponer al ser y al hacer como espacios de encuentro en los cuales los contenidos de las asignaturas curriculares pueden llegar a verse expuestos y evidenciados. Pero, en ocasiones, estas conversaciones de aula no están excentas de ser apresadas por dinámicas y circunstancias del momento. Con frecuencia las aulas son espacios de catarsis y resulta una tarea desafiante ayudar a los participantes a abstraerse de los conflictos colectivos cotidianos, superar las quejas y dar un sentido al proceso de conversar desde las preguntas y la escucha de los otros. Pero, creo, la conversación además tiene un poder mayor no descrito en pedagogía: el poder de sanar las angustias en el otro y hacer saber que, al menos en el período de duración de la conversación, hay un compromiso sincero por entender y cuidar al otro y su quehacer.

Quizás, entonces, para hacer de la conversación un método más para el proceso de aprendizaje, una escucha atenta ayuda … y también una comprensión del espacio lugar en el que ocurren las motivaciones por la conversación. Eso, en parte es traer la mayéutica como invitada de lujo a las aulas de aprendizaje.

Imagen destacada disponible desde: http://img.viveusa.mx/sites/default/files/styles/interior_nodo/public/field/image/club_de_conversacion_de_lectura.jpg?itok=bT0P8Ydk

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