México: La izquierda es la oposición, no la derecha

La izquierda es la oposición, no la derecha

Los mexicanos y las mexicanas están a punto de celebrar una de las elecciones intermedias más grandes en la historia reciente del país. Unos comicios, en ese sentido, históricos, en términos cuantitativos, debido a que, en los últimos años, el andamiaje y la normatividad electoral trabajaron por hacer concurrir en las mismas fechas al grueso de las elecciones locales en el territorio nacional con las respectivas a la renovación de la Cámara de Diputados.

Pero unas votaciones históricas, asimismo, por todo lo que se juega en ellas para definir el rumbo que habrá de tomar la política nacional no sólo en lo concerniente a los siguientes tres años, cuando de nuevo, en 2024, se deba renovar la presidencia, el Senado, la Cámara, una decena de gubernaturas y congresos locales, así como un millar de presidencias municipales, sino, sobre todo, porque es a partir de este momento que, por lo menos para la izquierda mexicana, debe comenzar a tomar cuerpo un proyecto de carácter transexenal que ahonde en los logros hasta ahora alcanzados.

Y es que, en efecto, si bien es verdad que todas las elecciones que se celebran en el marco de la política nacional son cruciales, en cierto sentido, debido a que cada uno de los comicios ganados o perdidos por determinadas plataformas e intereses suponen una derrota de múltiples y diversas alternativas económicas, políticas, culturales, históricas, etc.; lo que es particularmente relevante y esencial de las que se celebrarán el domingo seis de junio es que en ellas lo que se disputa de fondo no es únicamente una redistribución de partidos en municipios, gubernaturas y legislaturas: los reacomodos partidistas en puestos de elección popular, después de todo, no son sólo eso: reacomodos, refrendos o renovación de perfiles personales tendientes a impactar en la aritmética electoral.

Por lo contrario, aquí y ahora, en los próximos comicios, hay, por lo menos, tres grandes apuestas que están en juego: la de escala continental y hemisférica, la nacional, vista desde las necesidades del presente; y, por último, la nacional, pero apreciada desde el punto de vista de las exigencias del futuro. Hay, por supuesto, muchas más cosas implicadas en diversas y múltiples escalas espaciales y temporales, pero, en términos generales, es en estos tres frentes de la disputa política en los que se articulan todas esas variaciones o particularidades.

Así, por ejemplo, en lo concerniente al plano continental y hemisférico, lo que es un hecho es que las votaciones en México no son unas elecciones más si se toma en consideración, por principio de cuentas, la potencia que en toda América y en el resto de Occidente comienzan a tener las plataformas políticas y las apuestas partidistas de la extrema derecha, en sus distintas variaciones (conservadora, liberal, neoliberal, oligárquica, etc.). Ya sea que en la actualidad se encuentren en funciones de gobierno, (como en Brasil, Chile, Colombia, Uruguay y Ecuador, en la región; Portugal, Hungría, Polonia e Italia, en Europa); o que, por lo contrario, se hallen en la posición de la fuerza política más pujante y con mejores perspectivas a futuro de conformar gobiernos nacionales (como en Alemania, Estados Unidos, Francia o España, por un lado; México, Bolivia, Perú, la mayor parte de Centroamérica y Venezuela, por el otro), lo que es innegable es que hay una tendencia más o menos generalizada en todo Occidente que apunta a incrementar la presencia, el alcance y la profundidad de las agendas promovidas desde esos espectros políticos-ideológicos.

Agendas, no sobra señalarlo, que además de tener en común notas como el clasismo, el sexismo y el racismo más abiertos y perniciosos, coinciden en tener por mantra que guía su actuar el de agotar, hasta sus últimas consecuencias, los efectos de las múltiples y diversas crisis por las cuales atraviesan todas las sociedades alrededor del mundo, como lo es la climática: vía su negación y el apelar a la intensificación de la explotación de recursos naturales al redor del planeta. Es decir, votar por estas derechas no tiene un impacto sólo en los distintos sistemas de pesos y contrapesos políticos-partidistas en los Estados nacionales en los que ganan cada vez más posiciones privilegiadas de poder o de toma de decisiones: el riesgo que se corre con estas pretendidas oposiciones es que las agendas que promueven, en muchas de sus aristas, son un atentado abierto en contra de las condiciones de posibilidad de subsistencia de toda la especie humana, como ocurre cuando promueven iniciativas para privatizar recursos vitales, como el agua (o, igual de grave que ello, cuando la convierten en un valor del mercado bursátil, para especular con ella).

De ahí que, lo que para sendos sectores de la sociedad civil constituye apenas un cambio de partidos dominantes sin mayor trascendencia que un reparto distinto de los recursos públicos sea, en realidad, un voto de confianza por posturas políticas que deciden sobre la vida y la muerte de millones de personas, en los términos más directos o a través de la intensificación de la explotación capitalista de los seres humanos y de otras especies de animales.

El Estado mexicano, al contar con uno de los territorios más ricos en diversidad natural, se coloca, así, en la primera línea de disputa de las grandes potencias y de las corporaciones transnacionales en la medida en que es objeto de apropiación de esas potencias y de esas corporaciones no únicamente para incrementar sus márgenes de acumulación, concentración y centralización de capital, sino, asimismo, en la medida en que constituye uno de los cada vez más escasos territorios cuya vastedad de recursos permitiría, a quien se los apropie y explote, hacer frente a los estragos de la crisis climática que hoy amenaza con exterminar a la totalidad de la humanidad si no se revierte el rumbo hasta ahora seguido por el capitalismo.

Una victoria electoral de las derechas unidas en la plataforma Va por México, en esa línea de ideas, implicaría no únicamente regresar a un modelo de explotación de la riqueza natural y social del tipo neoliberal (en la medida en que la versión dominante de la extrema derecha en México es, precisamente, la de tipo neoliberal, hoy personificada, en primera instancia, por el panismo y por eso que se ha dado a conocer, desde el sexenio de Enrique Peña Nieto, como el nuevo priísmo). Significaría, por lo contrario, acelerar, agudizar e intensificar: radicalizar, en toda la extensión del término, las lógicas que determinaban a ese modelo de dominación respecto de la manera en que operaba con anterioridad a la victoria de López Obrador en los comicios de 2018. Es, de hecho, en esta coyuntura en la que debe de leerse la tentativa del gobierno actual por disputar la soberanía energética y la rectoría gubernamental en el aprovechamiento de los recursos naturales que ha defendido en los últimos dos años, pues de lo que se trata no es simplemente de dejar de explotar esos recursos, sino, en primera instancia, de recuperarlos para la nación y, en seguida, de darles un uso social que permita construir las condiciones necesarias de subsistencia de la sociedad a la catástrofe que se avecina.

Visto lo anterior desde el punto de vista de lo que una victoria de las derechas mexicanas significaría, en el plano nacional, de cara a las necesidades del presente en este país, lo primero que se aprecia es que, evidentemente, estos primeros tres años de gobierno del proyecto político de López Obrador no han sido suficientes para romper las amarras que durante décadas tejieron los intereses de las grandes corporaciones, nacionales y extranjeras, para ser ellas y una élite reducida quienes disfruten de los beneficios que les provee el modo de explotación neoliberal de la riqueza natural del territorio (pero también del trabajo humano, de la riqueza social basada en el tiempo de trabajo del grueso de la población). Lograr avanzar en esa dirección, en la que se consiga asegurar mejores condiciones de vida para los sectores que tradicionalmente han sido los más expoliados por la política y la economía nacionales depende, sí o sí, de que en los gobiernos municipales, en las gubernaturas, en los congresos locales y en el Congreso federal no se instauren intereses políticos y empresariales adversos a ese proyecto de nación.

Así pues, la consigna de votar TODO POR MORENA, no es, de ninguna manera, una bandera dogmática popularizada por el núcleo duro de la militancia de ese partido político. Por lo contrario, la utilidad de ese voto unificado hacia el partido y el proyecto del actual presidente de México radica en que un cambio en la correlación de fuerzas que ahora existe modificaría de manera radical las capacidades de control y de dirección del Estado y de su andamiaje gubernamental por parte del presidente y sus colaboradores y colaboradoras más leales a la visión de país y de nación que tiene el jefe del ejecutivo.

Nunca, como ahora, ha sido tan importante que la sociedad civil mexicana comprenda que la existencia de poderes fácticos, por fuera de las instituciones del Estado, es una realidad palpable y que, en ese sentido, el hecho de que el partido del presidente cuente con mayorías aplastantes en el Congreso federal, en algunos congresos locales, en presidencias municipales y gubernaturas, no necesariamente significa que el gobierno federal en funciones no tiene contrapesos o no se enfrenta a intereses con todas las capacidades necesarias para frenar los avances que se proponen para contar con una sociedad más justa, democrática y libre. Una parte importante de la prensa y de los medios de comunicación, de la sociedad civil organizada y del empresariado se halla en ese frente de batalla: instaurando sentidos comunes que buscan deslegitimar las decisiones que se toman, frenando las decisiones gubernamentales a través de bloqueos empresariales y, por supuesto, constituyendo frentes electorales pretendidamente democráticos, pero sin realmente serlo.

No hace falta más que echar un pequeño vistazo a la historia de las izquierdas que se hicieron gobierno en América, a lo largo de las últimas dos décadas, para alcanzar a comprender que, cuando la correlación de fuerzas se modifica para otorgarle mayor peso a la oposición de derecha y restarle incidencia a la izquierda gobernante lo que sucede es una parálisis absoluta cuyo impacto principal se deja sentir en la descomposición de la vida civil y en el empeoramiento de las condiciones materiales de vida de las capas medias y, sobre todo, las más empobrecidas de la sociedad. Y es que, por mucho que a la teoría política liberal le guste defender la instauración de gobiernos divididos (un partido dominante en el poder ejecutivo y otro en el legislativo), la realidad oculta de esa defensa es que, cuando la izquierda tiene que gobernar desde una posición de debilidad, por no contar con mayorías en otros poderes o en otras escalas territoriales de la política nacional, eso, históricamente, siempre se traduce en un bloqueo total de las capacidades de la izquierda de hacer valer su agenda.

Parálisis total y no sólo retroceso es lo que se avecina en la escena política mexicana si el proyecto de López Obrador comienza a perder terreno, posiciones de fuerza, espacios de toma de decisiones, etcétera. ¿Significa esto, entonces, que la opción en el presente es concederle poderes absolutos al presidente y su partido, para que gobiernen sin oposición? No, significa, antes bien, comprender que la principal oposición de la izquierda en funciones de gobierno no debe de ser la derecha, sino la propia izquierda en la sociedad civil: esa izquierda que se moviliza, que se organiza, que se sindicaliza, que ejerce sus derechos para controlar que el gobierno sea sólo un fiduciario de la sociedad y no un detentor, en potestad, del poder público. De lo contrario, y si se consiente que la oposición real y efectiva a la izquierda sólo puede ser la que provenga desde la derecha del espectro ideológico, en lo que se consiente es en que, en verdad, no fue un error hacer del nacionalsocialismo, del franquismo y del fascismo las oposiciones efectivas de los movimientos obreros de principios del siglo XX.

O, para ponerlo en las coordenadas políticas de América, se consentiría, en esa línea de ideas, que en verdad fue lo correcto oponer a Salvador Allende la oposición de la atroz dictadura pinochetista. El ejemplo es extrapolable a todas las dictaduras cívico-militares de la región a lo largo de todo el siglo XX. La derecha nunca es oposición, es contrarrevolución y contrarreforma ahí en donde se plantea una revolución o una reforma del Estado y de sus contenidos políticos, económicos, culturales, históricos, etc.

¿Qué sucede, entonces, en la disputa nacional que se plantea en estos comicios, pero apreciada desde el punto de vista de las exigencias del futuro? Quizá lo más importante y valioso que se juega es la posibilidad de que la agenda política actual no sea, al final del sexenio, sólo eso: una experiencia de seis años sin capacidades de darse en continuidad luego de que el personaje que la encabeza abandone la titularidad del poder ejecutivo federal. Y es que si al final del periodo por el cual fue electo López Obrador no existe ya una alternativa para sucederle que no sea fabricada de la noche a la mañana o, como suele suceder por tradición en la cultura política mexicana (herencia del priísmo), en el transcurso del año electoral, lo que se prevé es un escenario en el que el reflujo de la derecha será brutal.

¿No han aprendido las sociedades americanas, en este sentido, que luego de que la izquierda se hace con el control y la dirección del Estado la derecha regresa más vil e implacable para garantizarse a sí misma que nunca más volverá a perder posiciones de poder ante la izquierda? ¿No son esas, precisamente, las experiencias de Bolsonaro, en Brasil; y Macri, en Argentina? ¿No es la radicalización del golpismo en Venezuela, Chile y Ecuador parte de la misma trama histórica y de la misma lógica de operar de esa derecha que se siente potentada por derecho natural de controlar y dirigir al Estado?

Los costos de que el actual gobierno sea apenas una experiencia sexenal, sin perspectivas de trascender a lo que se llegue a hacer en estos seis años, son enormes y en cada escenario posible de reorganización de la derecha lo que se aprecia son regímenes como los dos previos a la 4T: una guerra sin cuartel, como la inaugurada por el panismo en el 2000, pero radicalizada por Felipe Calderón, por un lado; y un régimen de podredumbre política y descomposición social, como lo fue con el priísmo personalizado en Enrique Peña Nieto, por el otro.

De ahí que la apuesta no sea, en efecto, menor: alternativas como la encabezada por Marcelo Ebrard no pueden ser, de ninguna manera, lo mejor que Morena y la 4T tengan para ofrecer en el poslopezobradorismo, siendo, precisamente, Marcelo Ebrard uno de los representantes del núcleo duro más de derecha en el interior de la 4T. Por ahora, y debido a cálculos estratégicos y pragmáticos, es aún viable votar hasta por las figuras más nefastas, impresentables y pedestres de Morena porque las posibilidades de que la izquierda misma y su sociedad civil organizada y movilizada ejerzan un control democrático de los actos que se deriven de los resultados electorales aún son múltiples, diversas y abiertas. Sin embargo, el escenario no será el mismo mientras más próximas estén las votaciones del 2024, y, para ese entonces, quizá sea demasiado tarde el pensar en cualquier posibilidad de continuidad transexenal.

Ricardo Orozco, internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México

@r_zco

razonypolitica.org

 

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La ética de la violencia feminista

Ser hombre y pensar, escribir o articular un discurso cualquiera en torno del género, y sobre todo acerca del feminismo, suele ser difícil porque siempre (o por lo menos la mayoría de las veces) conlleva intrínseco el riesgo de apelar a cualquiera de las siguientes posiciones (todas ellas políticas, en el más extenso sentido de la palabra):
  1. Juzgar las formas y los contenidos de la lucha ajena partiendo de la total incomprensión de lo que significa, por ejemplo, que la sexualidad y el cuerpo de las mujeres se encuentren, en cada espacio de la cotidianidad, a todas horas, en disputa y en cuestión por la propia masculinidad; es decir, partiendo desde la invisibilización y el no-reconocimiento de la identidad en resistencia.
  2. Recentrar los ejes y las articulaciones de la resistencia femenina en rededor de los márgenes de acción de la masculinidad, sin importar qué tan progresista ésta última se autoafirme.
  3. Anular el ejercicio de la subjetividad femenina, desplazándola como el centro de gravedad del movimiento mismo, para vaciarla de sus contenidos concretos en simples abstracciones y tipos ideales.

Por supuesto, estos y otros tantos recursos se configuran y nutren, en principio, en el seno mismo de una posición de enunciación y de intervención en la vida pública y en los imaginarios colectivos compartidos que es a todas luces privilegiada respecto de aquellas identidades que históricamente han sido excluidas, dominadas y explotadas (cualquier otro adjetivo es derivado de estos tres) por las estructuras y los procesos sociales que históricamente surgieron —y se han mantenido vigentes hasta el presente— atravesadas por una lógica de género jerárquica en las que múltiples masculinidades subordinan a múltiples feminidades (y a otras masculinidades) para asegurar la reproducción sistemática y ampliada de sus condiciones de posibilidad y de su propia existencia en cuanto tal.

Hoy día, inclusive, reconocer ese privilegio praxeológico y discursivo es ya un espacio común, al que cada vez se recurre con mayor frecuencia por una diversidad de masculinidades, para intentar abstraerse de la lógica de operación del patriarcado y asumir una posición de exterioridad respecto de los ejercicios de poder y de las prácticas de violencia de las que aquel se vale para parasitar las relaciones intersubjetivas entre los géneros, tanto los binarios como los no-binarios.

Ello, en este sentido, da cuenta de que si bien los esfuerzos por pensar a la propia masculinidad desde el ser-hombre es algo que en efecto se está llevando a cabo (no solo para desmontar las lógicas patriarcales en todas sus contingencias, respecto de la falsa oposición hombre/mujer, sino también como una estrategia de supervivencia desde las coordenadas de otras formas de experimentar la masculinidad); es cierto, asimismo, que la tarea se encuentra aún muy lejos de ser capaz de fundar dinámicas de acompañamiento horizontales que no reifiquen a las feminidades y que no terminen, por lo demás, reproduciendo el sistema vigente bajo el velo de la corrección política y la infantilización de las agraviadas —con tal de no ser objeto de sus críticas y denuncias y exigencias.

Afirmarse, pues, como una identidad (o mejor: como una masculinidad) exterior a la tensión que la lucha feminista abre en su resistencia a las lógicas patriarcales de la sociedad moderna capitalista contemporánea no es, por ninguna razón, un acto menos atroz que el sojuzgar, el condenar y el criminalizar eventos como los ocurridos el pasado fin de semana en la Ciudad de México, con motivo de la digna rabia que despertó entre las mujeres el más reciente (y la expresión no es azarosa) caso de violación a una de ellas; esta vez, por una manada de Porkys adscrita a una de las instituciones policiales capitalinas.

Y es que, en efecto, lo primero significa cerrar el diálogo y el cuestionamiento tan necesarios que las compañeras ponen en juego, para el conjunto de la sociedad, cada vez que toman el espacio público y se manifiestan. Implica, por lo tanto, fundar unilateralmente un monólogo en el que se encapsula a la lucha feminista para mirarla (y no reconocerla ni aceptarla) sólo a la distancia, como algo a lo que se es ajeno y que, en consecuencia, no supone ninguna interpelación. Lo segundo, por su parte, no tiene otra cara que la del más profundo y reaccionario conservadurismo que, enquistado como está en su posición de poder, no hace más que responder con grados cada vez mayores de violencia, de dominación y de explotación ante aquello y aquellas que lo desnudan en toda su falsedad.

Y así lo demostraron, de hecho, las dos tendencias que dominaron la discusión (por lo menos en redes y medios similares y derivados, pero no sólo) que se desprendieron de las últimas protestas: la ampliación y la profundización del machismo y el falocentrismo, por un lado; y las exigencias (veladas o no) de una despolitización del feminismo, por el otro. Es decir, simultáneamente: la radicalización discursiva del imaginario y los sentidos comunes que en este país alimentan la desaparición, la violación y el feminicidio en escalas cada día más grandes y por medios crecientemente más sanguinarios; y la desarticulación del dolor, la rabia, el temor y la angustia que nutren a la resistencia colectiva e individual a través de la exigencia en pos de su institucionalización y pacificación.

Los cristales rotos en edificios públicos, las pintas en estaciones de transporte público (concesionado a privados con el capital y las capacidades técnicas y logísticas suficientes para echar a andar de nuevo esas estaciones seis horas después de suintervención política por parte de las feministas), y las consignas escritas en monumentos históricos, por supuesto coadyuvaron a que esas dos tendencias se magnificasen (con la ayuda de la narrativa particular de las cadenas televisivas y la prensa) en proporciones tales que, durante dos días, no sólo fueron los eventos protagonistas de las discusiones en el debate público nacional, sino que, además, llevaron al extremo de lo absurdo la necesidad de visibilizar y concientizar a la sociedad sobre el valor supremo de una vida humana frente a un mundo material superfluo, banal y venial: construido, en estrictos términos benjaminianos, como un vestigio de barbarie (y la barbarie también tiene género).

Las agresiones a periodistas (hombres y mujeres, por igual) se sumaron a la ecuación. Pero quizá habría que pensar, por lo menos como una problematización seria y legítima, que la similitud de la narrativa entre distintos medios que cubrieron los hechos ofrece mucho material para pensar en términos de lo que supondría una estrategia de comunicación que busca relegitimar el rol central de las corporaciones y los capitales privados en la definición de la agenda política en este país (luego de poco más de once meses de gobierno de una administración que no se cansa de acicatear a la prensa y a las televisoras por sus claras filias y fobias en las redes del poder político mexicano).

Pero más allá de eso (que en los márgenes de lo absurdo podría parecer una conspiración de los medios para victimizarse frente a la sociedad), un tema de mayor trascendencia es que esta sociedad sigue sin comprender el contenido profundamente ético que se encuentra en juego en la violencia que se desdobla en cada nueva manifestación feminista. Violencia que, para desgracia del conservadurismo nacional, no tiene punto de comparación con la violencia sexual, de género y feminicida que se vive como cotidianidad en el país. Porque, por más que se la quiera emparentar o asimilar con estas formas que tienen al país sumido en un abismo de desaparición y ahogado en cadáveres de mujeres mutiladas, ésta, es decir, la violencia de la protesta, se distancia cualitativamente de aquella en el reconocimiento que hace de la necesidad de resistir y enfrentar estructuras, relaciones y dinámicas sociales que se sostienen sobre la muerte y la desaparición: hechos que ni en este espacio-tiempo ni en ninguno otro son desmontables por la vía pacífica.

Por eso, quizá, la indignación colectiva frente a la intervención política del Ángel de la Independencia causa tanto desconcierto a cualquier criterio que tenga un respeto ético mínimo por la vida de hombres y mujeres por igual, como condición de existencia colectiva e individual. Porque no es sólo el absurdo de la incomprensión de que el espacio público está ahí para ser tomado y apropiado por la sociedad, para ser intervenido de manera que refleje, con la mayor fidelidad posible, los problemas que la aquejan y recobrar, así, por cuanto monumento, su función mnemotécnica. Es, también, la farsa que se halla de fondo en la propia indignación de amplios sectores de la sociedad que no tuvieron empacho en expresar su más hondo racismo, clasismo y sexismo; aunque esos mismos sectores sean objeto, ellos también, de las dinámicas contra las cuales se protestó el fin de semana.

Y es que, por supuesto, no faltaron quienes buscaron obtener dividendos políticos desde el momento en que se supo de la violación hasta que las manifestaciones terminaron (lo cual, de ninguna manera, excusa a la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México por la serie de respuestas que ofreció: desarticuladas, expresadas más como reacciones tardías, descalificaciones y criminalizaciones que como proposiciones).

Lo más probable es que el resto del sexenio esa dinámica domine el debate y atraviese a toda protesta social que se genere porque en ello se juega la legitimidad de agendas que, si se quiere, se perfilan reformistas, pero que al final del día son alternativas a las dinámicas que han venido dominando el desarrollo de la convivencia colectiva en este país, los últimos años. Después de todo, a diferencia de lo que ocurre con la derecha en el gobierno, cuando es la izquierda (o algo que se pretende a sí mismo izquierda) la que gestiona la estructura estatal y el andamiaje gubernamental, todo está por disputarse, pues nada está, por principio de cuentas, definido de antemano —al menos no más allá de ciertas concesiones al capital que le permitan administrar el gobierno. Es la pugna por esos múltiples sentidos y direcciones políticas aún por definir lo que se está colando en cada movilización y descontento, aún si los eventos que atraviesa, en cuestión, en apariencia tienen poco o nada que ver con el programa de gobierno en turno.

Por eso, algunas lecciones que tendrían que quedar abiertas para trabajarlas en lo que sigue, por lo menos desde la trinchera de este privilegio genérico desde el cual se discurre, quizá tendrían que ver más con la necesidad de no renunciar a ser interpelados, siempre partiendo del imperativo de corresponder a esa interpelación con creatividad y desde una perspectiva de horizontalidad para no profundizar la barbarie en la que ya vive esta sociedad.

Lo primero, porque es claro que no basta con desmontar el patriarcado sólo dentro de las prácticas de convivencia entre mujeres: no es desde ahí desde donde se organiza la desaparición, las violaciones y los asesinatos. Y lo cierto es que, para hacer de esta lucha algo totalizante, no basta con invitar al universo de masculinidades a hacer conciencia de género, de raza y de clase por sí mismas, como un ejercicio autocrítico de su toxicidad. La lógica de ordenamiento de la vida cotidiana del machismo requiere de un tipo de cuestionamiento, de un tipo de violencia (ética) sistemática, que se le enfrente y sea capaz de penetrar a las capas más profundas de interiorización y normalización de la exclusión, la dominación y la explotación de la mujer.

Y lo segundo, por su parte, porque es un hecho que, ante el cuestionamiento femenino, la respuesta primordial del varón ha sido sostenidamente la misma: la negación de la sujetidad de las mujeres. Por eso no es casual que, ante el reclamo en torno del ejercicio de su sexualidad, hoy las mujeres estén experimentando un recrudecimiento, un incremento cualitativo y cuantitativo de la violencia feminicida justo en el momento en que ellas reclaman para sí la total soberanía de su cuerpo: la manera que tiene el machismo de demostrar que su cuerpo no les pertenece es desapareciéndolo, violándolo y asesinándolo. La respuesta de éste es proporcional a la resistencia de aquellas.

Desarticular dicha respuesta no es sencillo. Pero por ello es importante no desconocer que, para conseguir dicho objetivo, la lucha debe tener como su condición de posibilidad el ejercicio de la violencia feminista. Después de todo, nada cambió nunca, en la historia de la humanidad, sin que antes ciudades e imperios enteros fuesen llevados a las ruinas. Y este imperio, en particular, avasalla y satura la experiencia de la vida cotidiana.

– Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional, @r_zco

Fuente: https://www.alainet.org/es/articulo/201750

Imagen tomada de: https://periodicotribuna.com.ar/17595-la-violencia-del-feminismo-llega-a-rosario.html

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La permanente colonización de Sudáfrica

Por: Ricardo Orozco

La nula relevancia que las protestas estudiantiles sudafricanas han encontrado en los medios de comunicación latinoamericanos, más que revelar la evidente subordinación en la que se encuentran los asuntos africanos dentro de la propia periferia global, es un claro indicador de la manera en que se (re)producen los procesos de estructuración racial alrededor del orbe. Y en ese sentido, reflejo de las matrices simbólicas y materiales de sujeción, exclusión y explotación social que la colonialidad mantiene vigentes en el país de Madiba —a pesar de la formal descolonización de las estructuras políticas y económicas del Estado conseguida en la última década del siglo XX.

Las demandas sociales en el plano de la escolarización en la República de Sudáfrica, en particular, y en toda África, en general; no son una suerte de movimiento mainstream motivado por una inercial propensión a seguir a las expresiones de su tipo que en Reino Unido, Corea del Sur, Taiwán, etc., saturaron las agendas mediáticas y el espacio público de las clases medias. Por lo contrario, la protesta social en este terreno es tan añeja como lo es la historia misma de la colonización del continente por parte de los imperialismos occidentales. Y en esta ocasión, tanto como en las anteriores, son —contrario a lo afirmado categóricamente por la BBC, el Financial Times o el New York Times— algo más que la pura reivindicación de su derecho a la libre expresión, que la consecución de colegiaturas justas y asequibles o que la pretensión de construir una democracia basada en el derecho a votar cada cinco años.

Las instituciones de instrucción escolar en Sudáfrica son, como en cualquier otra sociedad producto de la modernidad/colonialidad capitalista, un microcosmos, un espacio-tiempo relativamente reducido en el cual se (re)producen, a menor escala pero con mayor intensidad, sistematización y profundidad todos y cada uno de los rasgos estructurales de la sociedad dentro de la cual se desenvuelven. Así, en las sociedades a las que la modernidad y el capitalismo han fundido en una posición geopolítica periférica, esos rasgos no son otros que los remanentes aún vigentes de las relaciones sociales que habilitaron el sostenimiento de su propia colonización. Es decir, son los atributos sobre los cuales Occidente inventó y forjó un modelo de civilización totalizante, con pretensiones de universalidad ontológica, en la que el progreso de la humanidad se observa en el Norte capitalista, secular y blanco; y el atraso, la barbarie en el Sur negro e indígena. De ahí que #FeesMustFall, la demanda en torno a la cual se aglutina el descontento de la sociedad sudafricana, no sea sólo la exigencia de dar marcha atrás con los incrementos a las colegiaturas. Aun observando el desenvolvimiento de los sudafricanos desde la propia periferia, esta sociedad ha sido contemplada, a lo largo de los años, desde 1994, como el caso paradigmático de éxito en el curso de la descolonización de un cuerpo social: la victoria de Mandela sobre De Klerk, se discurre de manera permanente, es la victoria de una raza y una Nación explotada sobre el colonialismo británico, en particular, y europeo, en general. Sin embargo, lejos de ser el espejo en el cual la periferia global debería de observarse para conocer el camino hacia su propia emancipación, Sudáfrica es un caso más —de tantos— en el que la ilusión de conseguir el progreso occidental a través del reformismo y la mimesis se ha encargado de afirmar que a la modernidad/capitalista se la deconstruye o se muere en el intento.

En efecto, #FeesMustFall es sólo la síntesis que da concreción a demandas más amplias y añejas de una sociedad que, muy a pesar de Mandela y de De Klerk, sigue sumergida en la densidad de una estructura de explotación en la que las Naciones africanas ocupan el último eslabón racial. Así, hoy es el universitario el que a través de la violencia que despliega en sus protestas le recuerda a sus Naciones la historia de hambruna, de guerras, de enfermedades, de asesinatos en masa, de esclavitud y explotación que olvidaron cuando decidieron que replicar la vía occidental hacia la civilización era la mejor forma de reivindicar toda la sangre derramada.

Pero no sólo eso. También es la síntesis por medio de la cual los universitarios sudafricanos le recuerdan a sus Naciones que la finalización del apartheid fue sólo la sustitución formal de unos colonizadores por otros; el remplazo, en los mecanismos de sujeción, exclusión y explotación del blanco europeo por el negro sudafricano. Es el recuerdo vivo de que la promesa de una sociedad más justa, libre de los grilletes del imperialismo británico era posible de alcanzar a través de la sindicalización de los trabajadores, de la estructuración de partidos políticos, y, sobre todo, de la posibilidad de acceder a instrucción escolarizada especializada en las necesidades del mercado.

Y es que en la Sudáfrica postapartheid la sindicalización no fue más que el sometimiento de las masas trabajadoras a las condiciones laborales impuestas por parte de una clase privilegiada, la politización de la población por medio de los esquemas partidistas de Duverger no transitó más allá de la sustitución de una retórica por otra; esta última ajena a cualquier noción de praxis revolucionaria, y la instrucción escolar no fue sino la pura promesa de eliminar, en términos instrumentales, los esquemas de segregación racial imperantes con anterioridad.

De ahí la importancia que tiene para los recientes movimientos estudiantiles en el país romper con los modelos modernistas que miden el éxito, tanto en lo individual como en lo colectivo, por la posesión de un iPhone 7 Plus, una casa en los suburbios, un BMW y un posgrado en administración de negocios. La importancia, asimismo, de exigir cuentas a toda una generación que se dejó cooptar por el reformismo, por la promesa de realizar algunos ajustes formales a la estructura sólo para hacer la explotación de las masas empobrecidas un asunto con mayor esteticidad y corrección política, de cobrar a su propia sociedad la factura que la impasividad ante la devastación causada por el neoliberalismo les ofreció el romántico anhelo de pertenecer al BRICS a costa de mantener los esquemas de desposesión, concentración y acumulación de riqueza.

No es, por ello, fortuito ni voluntarioso el que sean las juventudes universitarias las que pongan en jaque a las promesas que la modernidad capitalista construye sobre la escolarización especialidad. Son ellos los que han experimentado en su cotidianidad la contradicción de responder a cánones, a directrices éticas y civilizatorias pensadas desde la realidad del blanco y clasemediero europeo cuando sus Naciones, dentro de los límites políticos de la estructura estatal de la república, se encuentran devastadas por la marcha insaciable de la acumulación de capital. No es, pues, sólo cuestión del trance cotidiano que la estética que la ética de las universidades impone en el proceso de negar las particularidades de las múltiples expresiones culturales corporizadas; sino de la negación misma de la realidad sudafricana por medio de la (re)producción, en la subjetividad de los educandos, de un estándar de vida extraído de las necesidades productivistas de Occidente y de su privativa posición espacio-temporal en la historia de la humanidad.

En este sentido, más allá de lo redituable que las protestas estudiantiles pidieren redituar en términos pedagógicos, al ser el sistema educativo sudafricano un microcosmos de la sociedad en su conjunto —el espacio-tiempo desde el cual se construye y (re)produce en los sujetos sociales (individuales y colectivos) un comportamiento específico de identificación y militancia con el hecho capitalista—, el solo acto de pugnar porque ese sistema responda a las necesidades materiales y ontológicas de la realidad sudafricana es, en sí mismo, un acto de continuación, radicalización y profundización de la suma de todas las exigencias, presentes y pasadas, de las Naciones racializadas por la colonización europea. Esto es, la renovación de la vigencia de la interminable tarea de descolonizar la existencia del individuo.

Porque aun y cuando las estructuras políticas de su sociedad pueden desenvolverse formalmente en la descolonización administrativa, nulo es el resultado si, como argumentó Sartre en su prólogo a Los Condenados de la Tierra, de Fanon; no se extirpan las mordazas sonoras ni se arranca la marca que la cultura occidental marcó, con hierro candente, en la frente de las élites negras, en general, y del sujeto negro, en particular.

Fuente: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=221799

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