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Ruby Bridges en su entrada el primer día en la escuela

Jurjo Torres Santomé

Ruby Bridges (n. 8 de septiembre, 1954) es la primera niña afroamericana que se escolariza en una escuela primaria, hasta ese momento “sólo para raza blanca”, en Estados Unidos, en la William Frantz Elementary School de New Orleans, el 14 de noviembre 1960. La entrada y asistencia durante los primeros meses la tuvo que hacer custodiada por un grupo de policías federales. En su primer día fue recibida con insultos y gritos de todo tipo, con pancartas con la consigna: «Two, four, six eight, we don’t want to integrate» y un lanzamiento de objetos contra ella.

El 2 de julio 1964, el Congreso de los Estados Unidos había aprobado la Civil Rights Act of 1964 (Ley de Derechos Civiles), que prohibía la aplicación desigual de los requisitos de registro de votantes y la segregación racial en las escuelas, en el lugar de trabajo y en las instalaciones de servicio público. Ley que había sido propuesta por John F. Kennedy, pero que se aprobaría durante el gobierno de Lyndon B. Johnson. En la firma de dicha Ley estuvo presente Martin Luther King, líder del movimiento por los derechos civiles.

Aunque las leyes aprobaran la integración, una gran parte de la sociedad estaba en contra de esas medidas, de ahí que una vez que Ruby entró en la escuela, descubrió que no había estudiantes porque habían sido retirados por sus familias debido a su presencia. La única maestra dispuesta a trabajar con Ruby Bridges fue Barbara Henry, de raza blanca, que hacía muy poco tiempo que se había incorporado a la plantilla.

Ese primer años estuvo sóla en el aula, pues las familias no querían que sus hijas e hijos compartieran aulas con niños y niñas negras.

Su padre y su madre eran miembros de la NAACP (National Association for the Advancement of Colored People), fundada el 12 de febrero de 1909.

Cinco décadas más tarde, en un entrevista a la BBC recordaba ese histórico momento de la siguiente forma:

“Recuerdo que ese día todo el mundo parecía estar muy emocionado. Los vecinos vinieron a la casa en la mañana para ayudarme a vestir para la escuela. Alguien golpeó a la puerta y cuando mis padres abrieron pude ver unos hombres blancos muy altos en trajes, con bandas amarillas en los brazos. ‘Somos policías federales. Nos ha enviado el presidente de Estados Unidos’. Estaban ahí para escoltarme a la escuela.

Entré al auto con ellos. No sentí miedo. Llegamos a la escuela y había cantidades de personas en frente y agentes de policía a caballo y en motocicletas. Todo parecía como un gran evento. Viviendo en Nueva Orleans, pensé que se trataba de las fiestas de Mardi Gras.

Jamás imaginé que todo eso era por mí. Los policías federales me tomaron y me metieron rápidamente en el edificio hasta la oficina del rector. Vi como la gente de afuera entraba apresurada y me miraban por la ventana, gritando. Fueron a todas las aulas para sacar a sus hijos. Se los llevaron a casa y nunca los dejaron regresar.

Siempre hubo gritos y más gritos. Unos aparecían sosteniendo una pequeña caja, que era un ataúd de bebé en el cual habían colocado una muñeca negra.

Cuando regresé el segundo día, la escuela estaba vacía. El rector me esperaba en el descanso de la escalera y me indicó dónde quedaba mi clase. Cuando entré vi una mujer que dijo: ‘Hola, soy tu maestra -mi nombre es Sra. Henry‘. Lo primero que pensé fue, ‘¡Es blanca!‘, porque nunca había tenido una profesora blanca y no sabía qué esperar.

Resultó ser la mejor maestra que jamás tuve y amé la escuela por ella. Era una mujer que había llegado desde Boston para enseñarme porque los profesores de la ciudad rehusaban darle clase a niños negros. Fue como una segunda madre para mí y nos convertimos en las mejores amigas.

No falté un solo día ese año. Afuera la gente gritaba diciendo ‘la vamos a ahorcar, la vamos a envenenar’. Recuerdo sentir mucho miedo esos días. Pero estaba confusa, no entendía por qué lo hacían.

Mis padres también sintieron la presión. Mi papá fue despedido de su trabajo en una estación de gasolina cuando su jefe se enteró de que era su hija la que asistía a la escuela, y los clientes se empezaron a quejar.

Meses más tarde caí en cuenta de lo que pasaba cuando me topé con otro niño en la escuela que me dijo: “Mi mamá me dijo que no puedo jugar contigo porque eres una negra“. Con eso entendí todo. Era por el color de mi piel.

Me sentía muy sola. Creo que eso fue lo peor, tener seis años y ningún amigo. Muchas veces me preguntaba ‘¿Por qué yo?‘, pero a medida que crecí me empecé a dar cuenta del significado de ‘¿por qué no yo?‘. Ahora me siento feliz de lo que sucedió. Me siento orgullosa de que mis padres aceptaran que fuera a esa escuela.

Como afroamericanos en ese entonces, la gente pensaba que si realmente querían ver cambios, tendrían que tomar el toro por las astas ellos mismos, y eso fue lo que hicieron. Pero siempre le digo a la gente que hay mucho más camino por recorrer. Creo que uno se debe preguntar: ¿Qué he hecho yo?‘, porque eso es lo que se va a necesitar, que cada quien afirme ‘Esta es mi contribución, esto es lo que voy a hacer’”.

Bibliografía:

Ruby Bridges Foundation:  http://rubybridgesasingh.weebly.com

Young and Brave: Girls Changing Historyhttps://www.nwhm.org/online-exhibits/youngandbrave/bridges.html

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"The Problem We All" - Norman Rockwell (1963) .

Ruby Bridges

 “The Problem We All Live With” – Norman Rockwell (1963)

Fuente del Artículo:

http://jurjotorres.com/

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La reforma educativa:¿el huevo o la gallina?

En días recientes la Secretaría de Educación Pública (SEP) dio a conocer los nuevos planes y programas de estudio que regirán los procesos de enseñanza-aprendizaje de los cerca de 31 millones de estudiantes de la educación obligatoria del país. Dichos planes están diseñados para responder al Nuevo Modelo Educativo (NME) y entrarán en vigor en el ciclo escolar que inicia en agosto de 2018. Con estas acciones se empieza a completar el círculo de la reforma educativa de 2013 la que, a mi parecer, descansa en cuatro pilares fundamentales.

Primero, la creación del Servicio Profesional Docente (SPD), que regula el ingreso y la carrera profesional de los docentes, de tal forma que sean los mejores profesionistas de la educación quienes ingresen al servicio público y quienes ocupen los cargos con funciones directivas y de asesoría técnica pedagógica. En este contexto, la formación continua de docentes frente a grupo resulta un componente indispensable para que se logre el propósito de contar con una planta de maestros bien formados.

Segundo, el otorgamiento de la autonomía constitucional al Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación para que, entre otras funciones, evalúe los distintos componentes, procesos y resultados del Sistema Educativo Nacional, emita directrices de mejora educativa, y emita lineamientos y criterios técnicos para asegurar que las autoridades educativas realicen sus evaluaciones con altos criterios de calidad, entre las que se encuentran las del SPD.

Tercero, el diseño de un NME con sus correspondientes planes y programas de estudio, que responda a las nuevas corrientes pedagógicas, así como a las necesidades sociales, culturales y laborales de México, quien se encuentra inmerso en un mundo globalizado que utiliza con mayor intensidad las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.

Con estos nuevos planes se espera que los alumnos logren dominar los aprendizajes deseados; no solo los relacionados con los conocimientos de las disciplinas tradicionales (por ejemplo, la lectoescritura, las matemáticas y las ciencias), sino también con las habilidades artísticas, deportivas y socioemocionales.

El cuarto pilar de la reforma educativa está en construcción y se relaciona con el mejoramiento de la formación inicial de los docentes, especialmente la que reciben los estudiantes en las escuelas normales. Este cuarto pilar de la reforma es esencial para que el país cuente con una planta de profesores altamente capacitados para ejercer su función docente y se pueda aspirar a tener una oferta educativa de calidad con equidad. Sin lugar a dudas, el Estado mexicano ha realizado un gran esfuerzo por avanzar en el ámbito educativo, aunque algunos critiquen que los componentes de la reforma no se construyeron ni en el orden correcto, ni en el tiempo adecuado. Por ejemplo, se critica que primero se implementó el SPD y después se diseñó el NME.

Sin embargo, la experiencia mexicana en la materia nos ha demostrado repetidamente que los cambios curriculares, por sí mismos, poco pueden hacer para cambiar las prácticas de enseñanza y, en consecuencia, mejorar el aprendizaje de los estudiantes. El dilema ancestral “qué fue primero: el huevo o la gallina” se aplica muy bien aquí, pues con esta metáfora se alude a la circularidad causal que tienen dos eventos: las gallinas ponen huevos y de ellos provienen los pollos. Aunque en sus inicios, esta metáfora la utilizaban los filósofos para responder a problemas metafísicos, ahora se emplea para mostrar la poca utilidad que tiene preguntarse quién debe ser primero: ¿X o Y? Este es el caso del SPD y el NME. Qué debe ser primero para mejorar la educación: ¿contar con mejores docentes y directivos o tener buenos planes y programas de estudio?

La respuesta obvia es que las condiciones se requieren, sin importar su orden temporal, siempre que este sea suficientemente corto para que ambas hagan sinergia. En cuanto a la implementación del NME, es cierto que llega al final del sexenio y, por ello, corre mayor riesgo de que la próxima administración no le dé continuidad.

Sin embargo, sería muy lamentable que por esta sola razón se truncara un pie tan importante de la reforma. Esperemos que la racionalidad sexenal de hacer y deshacer proyectos de nación no prevalezca y que el Estado mexicano (independientemente de quién lo administre) siga dando muestras de querer construir un mejor país.

*Consejero presidente del INEE

Fuente del Artículo:

La reforma educativa:¿el huevo o la gallina?

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UNESCO: Mejorar la calidad y el rendimiento del aprendizaje de la primera infancia

Fundado en 2014, la Iniciativa Medición de la Calidad y de los Resultados del Aprendizaje Preescolar (MELQO, por sus siglas en inglés) tiene como objetivo dar solución a la necesidad de disponer de una medida internacional basada en la demografía, que pueda aplicarse al contexto de los países de ingresos débiles y medianos. La iniciativa MELQO está dirigida conjuntamente por la UNESCO, el UNICEF, el Banco Mundial y la Brookings Institution.

https://gemreportunesco.wordpress.com/2016/10/24/target-4-2-what-is-at-stake-for-monitoring-progress-on-early-childhood-education/La meta del ODS relativa a la educación, la protección y el desarrollo de la primera infancia (meta 4.2) reitera la importancia del desarrollo y del aprendizaje de la primera infancia en aras de su futuro rendimiento escolar, salud y bienestar. Asimismo, constituye un cambio muy importante en la manera de medir el desarrollo de los niños, pues hasta fechas recientes se hacía énfasis sobre todo en los aspectos relacionados con la salud. Hacer hincapié en la primera infancia mediante el programa del ODS 4 constituye un llamamiento a acrecentar los esfuerzos en materia de medición del desarrollo y del aprendizaje de la primera infancia, y a mejorar las fuentes que proporcionan los datos.

Mediante un proceso de consulta de expertos de la primera infancia y de especialistas en evaluaciones de los logros iniciales, la plataforma MELQO ha utilizado las medidas ya existentes en el aprendizaje preescolar para elaborar herramientas de medición a escala internacional integradas tanto por el desarrollo y aprendizaje de la primera infancia (MODEL) como por la calidad de los entornos de aprendizaje (MELE). Dichas herramientas forman parte de un proceso iterativo de pruebas en el terreno en diferentes contextos.

El informe MELQO que acaba de ser publicado describe el enfoque metodológico utilizado y el proceso de concertación que dieron como resultado el desarrollo de los módulos MELQO. También documenta las diferentes fases del proceso de adaptación y evalúa la pertinencia de los resultados de la evaluación según la evolución de las políticas.

En relación con la iniciativa MELQO, los esfuerzos de la UNESCO encaminados en mejorar la calidad y los resultados del aprendizaje preescolar incluyen un taller técnico en el plano regional sobre la medición del aprendizaje de la primeria infancia en África subsahariana que tuvo lugar el año pasado.

Dicho taller movilizó a diversos socios de la sociedad civil, expertos, profesionales y representantes gubernamentales quienes expresaron la necesidad de un compromiso político reforzado y de inversiones en el sector educativo y de protección a la primera infancia.

La UNESCO debe organizar durante el otoño de 2017 un taller regional de reforzamiento de capacidades sobre medición del aprendizaje, en el marco del subgrupo Enseñanza y Aprendizaje: red de docentes para la transformación (TALENT), que forma parte del Grupo de Coordinación Regional sobre ODS 4 de la Agenda 2030 de Educación para África Occidental y Central.

Fuente:

http://www.unesco.org/new/es/media-services/single-view/news/advancing_early_learning_quality_and_outcomes/

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A New American Revolution: Can We Break Out of Our Nation’s Culture of Cruelty?

By: Henry Giroux

Fighting back against the right’s politics of exclusion can be a path toward rebuilding American democracy

The health care reform bills proposed by Republicans in the House and Senate have generated heated discussions across a vast ideological and political spectrum. On the right, senators such as Rand Paul and Ted Cruz have endorsed a new level of cruelty — one that has a long history among the radical right — by arguing that the current Senate bill does not cut enough social services and provisions for the poor, children, the elderly and other vulnerable groups and needs to be even more friendly to corporate interests by providing massive tax cuts for the wealthiest Americans.

Among right-wing pundits, the message is similar. For instance, Fox News commentator Lisa Kennedy Montgomery, in a discussion about the Senate bill, stated without apparent irony that rising public concerns over the suffering, misery and death that would result from this policy bordered on “hysteria” since “we are all going to die anyway.” Montgomery’s ignorance about the relationship between access to health care and lower mortality rates is about more than ignorance. It is about a culture of cruelty that is buttressed by a moral coma.

On the other side of the ideological and political divide, liberals such as Robert Reich have rightly stated that the bill is not only cruel and inhumane, it is essentially a tax reform bill for the 1 percent and a boondoggle that benefits the vampire-like insurance companies. Others, such as Laila Lalami of The Nation, have reasoned that what we are witnessing with such policies is another example of political contempt for the poorest and most vulnerable on the part of right-wing politicians and pundits. These arguments are only partly right and do not go far enough in their criticisms of the new political dynamics and mode of authoritarianism that have overtaken the United States. Put more bluntly, they suffer from limited political horizons.

What we do know about both the proposed Republican Party federal budget and health care policies, in whatever form, is that they will lay waste to crucial elements of the social contract while causing huge amounts of suffering and misery. For instance, the Senate bill will lead to massive reductions in Medicaid spending. Medicaid covers 20 percent of all Americans or 15 million people, along with 49 percent of all births, 60 percent of all children with disabilities and 64 percent of all nursing home residents, many of whom may be left homeless without this support.

Under this bill, 22 million people will lose their health insurance coverage, to accompany massive cuts proposed to food-stamp programs that benefit at least 43 million people. The Senate health care bill allows insurance companies to charge more money from the most vulnerable. It cuts maternity care and phases out coverage for emergency services. Moreover, as Lalami points out, “this bill includes nearly $1 trillion in tax cuts, about half of which will flow to those who make more than $1 million per year.” The latter figure is significant when measured against the fact that Medicaid would see a $772 billion cut in the next 10 years.

It gets worse. The Senate bill will drastically decrease social services and health care in rural America, and one clear consequence will be rising mortality rates. In addition, Dr. Steffie Woolhandler, co-author of a recent article in the Annals of Internal Medicine, has estimated that if health insurance is taken away from 22 million people, “it raises … death rates by between 3 and 29 percent. And the math on that is that if you take health insurance away from 22 million people, about 29,000 of them will die every year, annually, as a result.”

Leftists and other progressives need a new language to understand the rise of authoritarianism in the United States and the inhumane and cruel policies it is producing. I want to argue that the discourse of single issues, whether aimed at regressive tax cuts, police violence or environmental destruction, is not enough. Nor is the traditional Marxist discourse of exploitation and accumulation by dispossession adequate for understanding the current historical conjuncture.

The problem is not merely one of exploitation but one of exclusion. This politics of exclusion, Slavoj Žižek argues, “is no longer about the old class division between workers and capitalists, but … about not allowing some people to participate in public life.” People are not simply prevented from participating in public life through tactics such as voter suppression. It is worse than that. Many groups now suffer from a crisis of agency and depoliticization because they are overburdened by the struggle to survive. Time is a disaster for them, especially in a society that suffers from what Dr. Stephen Grosz has called a “catastrophe of indifference.” The ghost of a savage capitalism haunts the health care debate and American politics in general.

What does health care, or justice itself, mean in a country dominated by corporations, the military and the ruling 1 percent? The health care crisis makes clear that the current problem of hyper-capitalism is not only about stealing resources or an intensification of the exploitation of labor, but also about a politics of exclusion and the propagation of forms of social and literal death, through what the late Zygmunt Bauman described as “the most conspicuous cases of social polarization, of deepening inequality, and of rising volumes of human poverty, misery and humiliation.”

A culture of myopia now propels single-issue analyses detached from broader issues. The current state of progressive politics has collapsed into ideological silos, and feeds “a deeper terror — of helplessness, to which uncertainty is but a contributing factor,” as Bauman puts it, which all too often is transformed into a depoliticizing cynicism or a misdirected anger fed by a Trump-like politics of rage and fear. The fear of disposability has created a new ecology of insecurity and despair that murders dreams, squelches any sense of an alternative future and depoliticizes people. Under such circumstances, the habits of oligarchy and authoritarianism become normalized.

Traditional liberal and progressive discourses about our current political quagmire are not wrong. They are simply incomplete, and they do not grasp a major shift that has taken place in the United States since the late 1970s. That shift is organized around what Bauman, Stanley Aronowitz, Saskia Sassen and Brad Evans have called a new kind of politics, one in which entire populations are considered disposable, refuse, excess and consigned to fend for themselves.

Evidence of such expulsions and social homelessness, whether referring to poor African-Americans, Mexican immigrants, Muslims or Syrian refugees, constitute a new and accelerated level of oppression under casino capitalism. Moreover, buttressed by a hyper-market-driven appeal to a radical individualism, a distrust of all social bonds, a survival-of-the-fittest ethic and a willingness to separate economic activity from social costs, neoliberal policies are now enacted in which public services are underfunded, bad schools become the norm, health care as a social provision is abandoned, child care is viewed as an individual responsibility and social assistance is viewed with disdain. Evil now appears not merely in the overt oppression of the state but as a widespread refusal on the part of many Americans to react to the suffering of others, which is all too often viewed as self-inflicted.

Under this new regime of massive cruelty and disappearance, the social state is hollowed out and the punishing state becomes the primary template or model for addressing social problems. Appeals to character as a way to explain the suffering and immiseration many people experience are now supplemented by the protocols of the security state and a culture of fear.

The ethical imagination and moral evaluation are viewed by the new authoritarians in power as objects of contempt, making it easier for the Trump administration to accelerate the dynamics and reach of the punishing state. Everyday behaviors such as jaywalking, panhandling, “walking while black” or violating a dress code in school are increasingly criminalized. Schools have become feeders into the criminal-prison-industrial complex for many young people, especially youth of color. State terrorism rains down with greater intensity on immigrants and minorities of color, religion and class. The official state message is to catch, punish and imprison excess populations — to treat them as criminals rather than lives to be saved.

The “carceral state” and a culture of fear have become the foundational elements that drive the new politics of authoritarianism and disposability. What the new health bill proposal makes clear is that the net of expulsions is widening under what could be called an accelerated politics of disposability. In the absence of a social contract and a massive shift in wealth and power to the upper 1 percent, vast elements of the population are now subject to a kind of zombie politics in which the status of the living dead is conferred upon them.

One important example is the massive indifference, if not cruelty, exhibited by the Trump administration to the opioid crisis that is ravaging more and more communities throughout the United States. The New York Times has reported that more than 59,000 Americans died of drug overdoses in 2016, the largest year-over-year increase ever recorded. The Senate health care proposal cuts funds for programs meant to address this epidemic. The end result is that more people will die and more will be forced to live as if they were the walking dead.

A politics of disposability thrives on distractions — the perpetual game show of American politics — as well as what might be called a politics of disappearance. That is, a politics enforced daily in the mainstream media, which functions as a “disimagination machine,” and renders invisible deindustrialized communities, decaying schools, neighborhoods that resemble slums in the developing world, millions of incarcerated people of color and elderly people locked in understaffed nursing homes.

We live in an age that Brad Evans and I have called an age of multiple expulsions, suggesting that once something is expelled it becomes invisible. In the current age of disposability, the systemic edges of authoritarianism have moved to the center of politics, just as politics is now an extension of state violence. Moreover, in the age of disposability, what was once considered extreme and unfortunate has now become normalized, whether we are talking about policies that actually kill people or that strip away the humanity and dignity of millions.

Disposability is not new in American history, but its more extreme predatory formations are back in new forms. Moreover, what is unique about the contemporary politics of disposability is how it has become official policy, normalized in the discourse of the market, democracy, freedom and a right-wing contempt for human life, if not the planet itself. The moral and social sanctions for greed and avarice that emerged during the Reagan presidency now proliferate unapologetically, if not with glee.

Cruelty is now hardened into a new language in which the unimaginable has become domesticated and “lives with a weight and a sense of importance unmatched in modern times,” in the words of Peter Bacon Hales. With the rise of the new authoritarianism dressed up in the language of freedom and choice, the state no longer feels obligated to provide a safety net or any measures to prevent human suffering, hardship and death.

Freedom in this limited ideological sense generally means freedom from government interference, which translates into a call for lower taxes for the rich and deregulation of the marketplace. This right-wing reduction of freedom to a limited notion of personal liberty is perfectly suited to mobilizing a notion of personal injury largely based on the fear of others. What it does not do is expand the notion of fear from the personal to the social, thus ignoring a broader notion: Freedom from want, misery and poverty. This is a damaged notion of freedom divorced from social and economic rights.

Democratically minded citizens and social movements must return to the crucial issue of addressing how class, power, exclusion, austerity, racism and inequality are part of a more comprehensive politics of disposability in America, one that makes possible what Robert Jay Lifton once called a “death-saturated age.” This suggests the need for a new political language capable of analyzing how this new dystopian politics of exclusion is buttressed by the values of a harsh form of casino capitalism that both legitimates and contributes to the suffering and hardships experienced daily by the traditional working and middle classes, and also by a wide range of groups now considered redundant — young people, poor people of color, immigrants, refugees, religious minorities, the elderly and others.

We are not simply talking about a politics that removes the protective shell of the state from daily life, but a new form of politics that creates a window on our current authoritarian dystopia. The discourse and politics of disposability offers new challenges in addressing and challenging the underlying causes of poverty, class domination, environmental destruction and a resurgent racism — not as a call for reform but as a project of radical reconstruction aimed at the creation of a new political and economic social order.

Such a politics would take seriously what it means to struggle pedagogically and politically over both ideas and material relations of power, making clear that in the current historical moment the battleground of ideas is as crucial as the battle over resources, institutions and power. What is crucial to remember is that casino capitalism or global neoliberalism has created, in Naomi Klein’s terms, “armies of locked out people whose services are no longer needed, whose lifestyles are written off as ‘backward,’ whose basic needs are unmet.”

This more expansive level of global repression and intensification of state violence negates and exposes the compromising discourse of liberalism, while reproducing new levels of systemic violence. Effective struggle against such repression would combine a democratically energized cultural politics of resistance and hope with a politics aimed at offering all workers a living wage and all citizens a guaranteed standard of living, a politics dedicated to providing decent education, housing and health care to all residents of the United States. The discourse of disposability points to another register of expulsion — one with a more progressive valence. In this case, it means refusing to equate capitalism with democracy and struggling to create a mass movement that embraces a radical democratic future.

Source:

A New American Revolution: Can We Break Out of Our Nation’s Culture of Cruelty?

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Otras formas de pensar la Escuela (2)

Por: Juana M. Sancho

Pensemos en cómo convertir las instituciones educativas en el nodo principal de la red de contextos de aprendizaje en la que estamos inmersos.

Terminaba mi columna anterior con una serie de preguntas y una invitación a cuestionar y revisar las normas, la legislación, las inercias…, que componen el “dispositivo” actual de la escuela. En esta última entrega del curso 2016-2018, quiero seguir dando razones sobre la necesidad de transformar profundamente la noción de conocimiento (de lo que se le suele llamar “contenido”), de tiempos, espacios, aprendizaje y evaluación que sigue imperando entre nosotros. Porque cada vez contamos con más evidencias de que el dispositivo que, sobre todo desde el siglo XVIII, posibilitó a un número considerable de personas tener acceso a unas experiencias de aprendizaje que no le podía ofrecer su entorno, hoy está claramente en entredicho. No la importancia y la necesidad de que “todas” las personas (algo que por desventura todavía no sucede) tengan la posibilidad y las condiciones para desarrollar al máximo sus capacidades y adquirir los conocimientos que les permitan comprender y participar de forma digna en el mundo actual. Sino la forma en la que seguimos organizando, de manera inercial, las instituciones encargadas de hacerlo.

Final de junio, final de curso. Una abuela que con su nieto de tres años ha ido a comprar al mercado nos comenta que estaba lleno de abuelas con sus nietos. Los medios se hacen eco de los problemas de las familias para atender a sus vástagos durante las vacaciones. Algunos (los niños y niñas con las llaves al cuello) se quedan solos en su casa. Lejos quedan los días que podíamos pasarlos en la calle sin la supervisión directa de las familias, pero sí de la comunidad -la vida ha cambiado profundamente-. Las colonias de verano, los grupos de juego, los campos de deporte, etc., para aquellos que pueden permitírselo, recogen el griterío y la sensación de “libertad”. Algunas familias se quejan del exceso de deberes que, quienes estén en condiciones da hacerlo, tendrán que vigilar y sortear los conflictos y las rebeldías. Otras lo hacen porque no les “han mandado” nada o les parece insuficiente.

La víspera de San Juan, un estudiante de doctorado comenta que cuando era más joven quemaba en la hoguera los apuntes. (Le pregunté si quemaba el “contenido”, el conocimiento o el aprendizaje, no me supo responder). En las noticias del día 24 de junio mostraron varios estudiantes (de bachillerato o universidad) quemando los suyos en una hoguera y pareciendo liberados por el gesto. Me hubiese gustado preguntarles lo mismo.

Es bien conocido el proverbio africano de que para educar a un niño una niña hace falta una tribu. Pero parece que la nuestra está desarticulada. Parece que sus componentes somos capaces de coordinarnos y frente a una ola tecnológica que, supuestamente, todo lo conecta, las instituciones educativas tradicionales: escuela, familia, entidades culturales y de ocio, parecen vivir un divorcio permanente.

Contamos cada vez con más investigaciones que aportan evidencias de que los seres humanos aprendemos a lo largo y a lo ancho de la vida. Por exceso y por defecto. Y como argumentan autores como Leonard Mlodinow (Subliminal. Cómo tu inconsciente gobierna tu comportamiento) las formas mentales inconscientes que modelan nuestra experiencia del mundo se desarrollan en y a través de nuestras experiencias personales, sociales e institucionales. Y en este momento, en un mundo sobresaturado de información, pantallas, móviles, servicios de redes sociales, ofertas de actividades varias, etc., etc., la educación formal no parece liderar el sentido del aprendizaje de los jóvenes. Se sigue buscando el título (o ni siquiera esto, si pensamos en el 18,98% de los jóvenes de entre 18 y 24 años ha dejado de estudiar al terminar la ESO -o antes, o el 18% de universitarios que, según un estudio de la CRUE, abandonó la carrera en 2014-2015). Sin embargo, sigue creciendo la sensación, entre todos los niveles de la población, de la distancia entre sus intereses, necesidades y experiencias del “mundo real” y lo que se les ofrece y exige en la educación formal. La frase que nos regaló Sergio en una investigación sobre el aprendizaje del alumnado dentro y fuera del instituto, resuena como una invitación a repensar de forma amplia y profunda la organización y el sentido de la escuela: “Atiendo en clase, estudio para el examen, contesto las preguntas y apruebo, pero a las dos semanas soy incapaz de recordar lo que estudié”. Y no están los tiempos para olvidar todo, solo aquello que nos impida seguir aprendiendo.

De aquí mi invitación, una vez más, a repensar la metáfora organizativa de las instituciones educativas. La gobierna nuestro comportamiento de manera subliminal. La que ha creado estructuras y relaciones de poder que parecen inquebrantables. La que convierte el saber en hechos y conceptos, al docente en transmisor y al estudiante en receptor, a la evaluación en “castigo” final y a los centros en compartimentos alejados entre sí y del resto de la sociedad. Un repensar que no consista en quitar “materia” de aquí o de allá, en introducir más TIC o TAC, en integrar más o menos el currículo actual, sino en convertir las instituciones educativas en el nodo principal de la red de contextos de aprendizaje en la que estamos inmersos. Que esto es difícil, que parece imposible, sí. Pero como ya nos decía Lucio Anneo Séneca, en el siglo IV antes de la era común: “No nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas”. Que esto parece muy duro ahora que podemos comenzar a disfrutar de las vacaciones, sí. Pero como proponía en una entrega anterior, convirtamos este deber en placer, siguiendo el consejo atribuido a Samuel Becket: “Baila primero. Piensa después. Es el orden natural”. Aprovechemos el verano para bailar, olvidemos todo lo que nos impide aprender y volvamos llenos de ideas para mejorar aquello que nos apasiona: la educación.

Fuente noticia: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/07/17/otras-formas-de-pensar-la-escuela-2/

Fuente imagen: https://cdn.thinglink.me/api/image/714557405647601666/1240/10/scaletowidth

 

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Para hablar de igualdad hay que hablar de feminismo

Por:  i

Miguel Lorente, forense y experto en violencia de género, asegura que el problema de los hombres es que han vivido la infancia, pero no han sido sido niños.

Para Miguel Lorente Acosta, profesor titular del Departamento de Medicina Legal, Toxicología y Antropología Física de la Universidad de Granada, una de las profundas raíces del machismo en la sociedad actual es que hombres no han sido niños. “Hemos vivido la infancia, pero no hemos sido niños”. La manera de entender lo que es ser hombre va a venir marcada por un contexto y referencias que se van a “interiorizar” en el proceso “madurativo, educativo y de socialización”, expone.

Lorente ha participado estos días en el curso de verano ‘Niños son, ¿qué hombres serán?’, organizado por la Universidad del País Vasco. Durante este curso, varios especialistas han puesto el foco en los niños y en su desarrollo como hombres: qué mensajes reciben (educativos, familiares, comunicativos…) y de qué manera contribuyen (o limitan)  su desarrollo integral, su aprendizaje de las relaciones de convivencia y del ejercicio del poder; el manejo de la violencia y su implicación a favor de la igualdad real. En este sentido,  “para hablar de igualdad tenemos que hablar de feminismo, que es el ‘ especialista de la igualdad. El feminismo es una referencia para remodelar las identidades sobre la igualdad”.

La identidad es el elemento que tienen en común todos los hombres. Miguel Lorente clasifica la identidad de dos maneras. Por un lado la identidad subjetiva, que es lo que “somos ante nosotros mismos”. Por otro, la identidad inter-subjetiva: “lo que somos ante los demás”. La segunda es la que más preocupa a los hombres, ya que lo que quieren es “ser reconocidos ante los demás como hombres”. De modo que desde pequeños interiorizan ciertos comportamientos que un “hombre” no debería de tener y empiezan a actuar de esa manera. Por ejemplo rechazando el color rosa o los “juguetes femeninos” en la infancia.

La infancia negada

“Antes que ese hombre hay una cultura, que es el machismo. Desde pequeños los niños viven situaciones y experiencias que les hacen entender lo que tienen que hacer para poder llegar a ser un hombre. Es la infancia negada, ya que desde pequeños los niños producen un rechazo hacia lo femenino, ocultan sus emociones, tienen mucha competitividad a la hora de jugar con los demás y empiezan a tener una imaginación sobre la violencia. Además están expuestos a diferentes juegos, series, películas o situaciones que todavía refuerzan más esa cultura machista”.

Esa cultura ha ido creando una “normalidad tramposa” en la que la sociedad entiende que hay algunos espacios, elementos o circunstancias de desigualdad, como por ejemplo en el trabajo o el sueldo, pero no la asocian con el machismo. “Por un lado está la desigualdad que ven en ciertas situaciones y por otro el machismo. La idea es entender que la propia normalidad es el machismo porque si no se seguirán construyendo estas identidades y no las cuestionaremos”.

Lo que la sociedad tiene que hacer es “educar la cultura” tanto en las familias, colegios  e incluso instituciones. “El objetivo del machismo es mantener la cultura ya que la cultura es machismo”, advierte. Por lo tanto, “ hay que hacer ver a los niños desde una edad muy temprana que esto no es así”.

Los nuevos cambios conseguidos gracias a la transformación de las mujeres no son bien recibidos por los hombres. “Esta nueva situación ha hecho que los hombres se sientan amenazados o cuestionados y en vez de avanzar recurren al machismo y con ello a la violencia. La violencia no ha disminuido porque los hombres no están a favor de este cambio, por lo que responden con violencia para intentar conseguir con ella lo que antes se conseguía con el control social: la ‘normalidad tramposa’. Los hombres tienen que incorporarse a ese cambio social y entender que ese modelo construido desde la infancia es erróneo”.

Fuente: http://www.eldiario.es/norte/euskadi/hablar-igualdad-feminismo_0_662134697.html

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Innovaciones educativas y otras saludables polémicas

Por: Víctor Manuel Rodríguez

En los últimos tiempos la polémica alrededor de la necesidad de cambio educativo ha aumentado generándose algunas tendencias que parecen excluyentes pero que podrían acercarse.

Hace unos meses reflexionaba sobre la innovación educativa en este medio preguntándome si algunas de mis prevenciones y suspicacias no serían más bien la constatación de que no soy lo bastante innovador. Entonces ponía de relieve mis cautelas frente a la ofensiva neoliberal que nos dicta qué es innovación y qué no lo es, en función de sus intereses comerciales, y sugería que innovación no es sólo el cambio metodológico sino también y sobre todo el replanteamiento de los objetivos y los contenidos de la enseñanza.

Resulta que de un corto tiempo a esta parte se han sucedido algunos otros pronunciamientos sobre esta cuestión, que podría parecer más o menos inocua, pero que en cambio ha dado lugar a encendidos debates, réplicas y contrarréplicas. Incluso, en ocasiones, se ha desarrollado en unos tonos a los que no estamos acostumbrados en nuestros diálogos educativos, por lo general poco encendidos, salvo en algunos aspectos muy concretos.

Quiero dejar sentado que cualquier debate sobre esta u otra cuestión me parece más que oportuno y estimulante. Considero que ya va siendo hora de que resurjan las polémicas y se pongan sobre la mesa puntos de vista encontrados sobre elementos tan nucleares del hecho educativo como el de la necesidad imperiosa de cambios, con sus implicaciones no sólo pedagógicas, sino sociales y políticas.

Dicho esto, me gustaría apuntar, con la certeza de simplificar mucho, tres perspectivas relacionadas con la innovación que, creo, están en la base de algunos de los planteamientos que he ido recopilando y digiriendo en los últimos tiempos.

En la primera se sitúan muchas personas convencidas de que cualquier tiempo pasado fue mejor, incluso en el ámbito educativo. Pueden proceder del mundo de la docencia universitaria, ser famosos literatos y académicos o pertenecer al colectivo de docentes, por lo general de enseñanza secundaria y en particular al selecto grupo de los que se denominan catedráticos. Suelen pensar que antes era cuando se aprendía de verdad; que es justamente la pedagogía la que se ha cargado la educación; que el único problema es la motivación y la falta de esfuerzo de unos jóvenes últimamente descarriados y que cualquier cambio o innovación debe ser tomado como una agresión pedante y peligrosa. A veces envuelven sus postulados en un halo de progresismo que defiende al sistema educativo de injerencias externas con oscuros intereses, pero por lo general exhiben sin rubor sus pensamientos más profundamente reaccionarios en panfletos y soflamas antipedagógicas. Su convencimiento suele basarse en su propia experiencia -a menudo ya lejana- como estudiantes y muy poco en la conciencia de que su sólida formación no era sino una excepción en sus tiempos, acaso ligada además a su pertenencia a una clase social privilegiada y a unas condiciones óptimas para aprender.

La segunda viene a ser su antítesis. En el mundo educativo han irrumpido con fuerza los que ya empiezan a denominarse gurús pedagógicos, cuya característica común es que han encontrado la piedra filosofal de la educación o el bálsamo de fierabrás con el que van a ser curados casi todos sus males. Suelen proceder de entornos universitarios alejados de la pedagogía -a la que también menosprecian por lo general- y es muy probable que no hayan experimentado jamás la sensación de trabajar con los alumnos y alumnas de los que hablan de manera continua en sus libros o sus ponencias. Aunque comparten el discurso del cambio y una visión angustiosa de las prácticas educativas actuales, suelen especializarse en parcelas muy concretas, que les confieren una cierta exclusividad y a las que dedican toda su energía. Prefieren los términos anglosajones a los castellanos (mejor classroom que clase y mejor summer que verano), seguramente con la intención de apoyar la enseñanza bilingüe y, a diferencia de los anteriores, conceden absoluta preponderancia a cualquier cosa que suene ligeramente moderna y chic, con independencia de que se fundamente en una base sólida o sea solo una visión alucinada. Sus propuestas suelen centrarse en los aspectos metodológicos y pocas veces vienen acompañadas de una reflexión profunda sobre la función de la escuela o sobre su dimensión política y social. Aunque es indudable que su aterrizaje aporta un aire fresco a nuestras instituciones educativas y las impregna de nuevas ideas y posibles caminos, su visión apocalíptica, extremadamente crítica y a veces algo soberbia y petulante puede generar en ocasiones un tremendo rechazo, seguramente evitable si sus propuestas, además de sensatas, fueran un poco más humildes y respetuosas.

Quiero pensar que hay un tercer grupo de profesionales de la educación, mayoritariamente de docentes con responsabilidades concretas y diarias en las aulas y centros educativos, que comparten la necesidad e incluso la urgencia del cambio pero que recelan de las soluciones más o menos mágicas y totalizadoras y aún más de las que adoptan ciertos tintes mesiánicos. Maestras y maestros que están orgullosos de su trabajo y a la vez dispuestos a mejorarlo dando la bienvenida a cualquier idea nueva que pueda encajar en su forma de hacer y en el entorno en el que desarrollan su trabajo. Personas que se muestran dispuestas a aprender y experimentar cosas nuevas porque les encuentran sentido, no porque constituyan la última tendencia pedagógica o porque sean presentadas como la panacea en la prensa o en un congreso. Estos profesionales no rechazan la pedagogía por sistema. Aunque a veces antepongan su experiencia práctica a una teoría bien elaborada y sin aparentes fisuras, suelen ser capaces de extraer ideas que, bien digeridas, pueden integrar en su quehacer educativo de forma más o menos ortodoxa. Miran la tarea de educar con preocupación y con espíritu crítico, pero también con cariño hacia su profesión y su alumnado. Son muy a menudo conscientes de la importancia de su trabajo y del papel de la escuela en la cohesión de la ciudadanía, en la resistencia y en la transformación social y, por eso,x aceptan la necesidad y la urgencia del cambio pero a la vez tratan de defender a la escuela de quienes quieren convertirla en su clientela o quienes le atribuyen como única misión la de formar a sus futuros empleados y empleadas.

Seguramente hablar de estas categorías como excluyentes es errado, como lo es convertirlas en arquetipos. Lo más probable es que muchos y muchas compartamos algún rasgo de cada una de ellas, de manera permanente o casual. Sin embargo, no pasa nada: hablamos de una realidad tan compleja y tan versátil que podemos permitirnos el lujo de ni siquiera estar de acuerdo por completo con nosotros mismos.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/07/17/innovaciones-educativas-y-otras-saludables-polemicas/

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