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Por una pedagogía sin evidencias

Cada vez recibo más invitaciones a participar en encuentros y jornadas que, con sus variantes, finalizan en la importancia de generar investigaciones “basadas en evidencia”: para mejorar las intervenciones educativas, para tomar decisiones, para comprender el contexto actual, etcétera. Las investigaciones en educación que actualmente se estiman pertinentes son las que generan “evidencia”; las demás pueden derivar en palabrería, en planteos abstractos sin asidero empírico, con cierta denostación de la teoría en el peor sentido de la expresión, “apartada de los avatares cotidianos”.

Estas invitaciones, sin quererlo, me dieron pie para pensar algunas cuestiones para esta columna. En primer lugar, estimo que al apoyarnos en el término inglés evidence, nuestra traducción no es del todo acertada. Porque las palabras están cargadas de significados, ellos van conformando nuestra mirada del mundo y contribuyen a interpretarlo. Como sabemos, la mayor parte de la investigación académica en la actualidad se publica en inglés –al menos la que se supone relevante– y evidence, además de eventualmente equivaler a “evidencia”, también significa “datos”, “hechos”. Pero una cosa es contar con datos –que siempre es necesario interpretar– y otra cosa es contar con evidencias, pues algo que se nos vuelve evidente se nos aparece como “obvio”. Entonces, este es el primer mojón a tener presente: una cuestión de lenguaje, nada menor.

En segundo lugar, esto afecta al corazón mismo de la investigación. Investigar –está en su base– implica enfrentarse a la indagación, a algo que en principio se desconoce. Todo lo contrario a que sea evidente. Si algo fuera evidente, no investigaríamos. Ya sabríamos las respuestas a priori. Podemos tener sospechas, hipótesis de trabajo, pistas, pero buscamos a tientas, nos acercamos, bordeamos. Basta tomar contacto con cualquier manual de historia de la ciencia para admirar las marchas y contramarchas que condujeron, luego de mucha acumulación, esfuerzos e incluso fracasos, a descubrimientos, inventos u otros aportes. ¿Qué era lo evidente que estos gigantes de la humanidad no veían?

La intención aquí no es profundizar en una discusión epistemológica que se vuelva tediosa, pero evidence como datos nunca son evidentes. Basta acercarnos en estos tiempos electorales a cualquier discusión en los que, ante los mismos números (datos) que supuestamente remiten a realidades empíricas definidas, las interpretaciones resultan diversas. Y aquí nos situamos frente a otra dimensión de la problemática: cuando a la realidad histórica le asignamos una suerte de esencia (hay que ser “realistas”, se dice), justamente, lo que hacemos, es vaciarla de su movimiento permanente. Con ello, estimamos, “los políticos lo único que hacen es pelearse”, porque supuestamente la realidad es evidente. El asunto radica, desde otra perspectiva, en que la interpretación está en los datos, construye los datos, no viene después de los datos. Y esta posibilidad de construir los datos es lo que llamamos teoría. Es lo que permite situarlos, contextualizar su pertinencia, establecer relaciones, comprenderlos.

Contar con “evidencias” vacía, en esta dirección, el valor de la teoría. Apostamos a evidencias como “varitas mágicas” que faciliten pistas de cómo hacer las cosas. Es la sobrevaloración del método, del cómo, postergando el qué, el por qué y el para qué. Claro está, la búsqueda de estos fundamentos es mucho más difícil, sinuosa, problemática y genera múltiples discusiones y perspectivas inmediatamente. Nos lleva a “pelearnos”.

En particular, en educación, asistimos a un momento histórico de renovación, actualización y/o alteración de sentidos. En estas transiciones, en ocasiones, buscamos “recetas” que nos digan cómo hacer las cosas: cómo mantener vivo el interés de los niños y jóvenes, cómo incorporar la tecnología, cuáles son las estrategias para mejorar la lectoescritura, etcétera. Pero ello presupone, omitiendo por “teórico” como sinónimo de intrincado, abstracto y apartado de las experiencias educativas cotidianas, preguntas del tipo: ¿qué sería eso que llamamos “interés”? ¿vínculo con experiencias cercanas?, ¿vínculo con preocupaciones vitales?, ¿vínculo con aplicaciones futuras en distintas esferas de la vida social?, ¿u otra entidad? Esto ya abriría un conjunto variado de interrogantes que nos llevarían a alguna discusión, a “pelearnos”, ya que podemos apoyarnos en distintas convicciones, podemos partir de nuestras propias experiencias previas, podemos remitirnos a diferentes situaciones educacionales en las que, por ensayo y error, algo nos dio más “resultado” que en otro momento.

Y así podríamos seguir en relación con otros asuntos. Si bien Pierre Bourdieu “veía” cómo se reproducía la desigualdad social (bien empírica, bien evidente, bien injusta), no resultaban evidentes sus mecanismos; es decir, no aparecían como obvios y naturales. Si investigaba “basado en evidencias”, dichos mecanismos estarían claros y las “soluciones” serían automáticas; bastarían la voluntad personal y de una sociedad para enfrentarla. Con su noción de “capital cultural”, por señalar uno (bien teórico, bien abstracto), podemos comprender algunos de esos mecanismos que, situados en el corazón de las estructuras y relaciones sociales, se hacen difíciles de remover; y no resulta lineal cómo revertir la desigualdad social. Su aporte, demás está decirlo, es bien relevante para el estudio de las relaciones entre educación y desigualdad. Pero su “error” está en no haber ofrecido pautas, punto por punto, de cómo revertirla. Por ello, se le acusa, a él y a otros muchos, de caer en palabrería.

Podríamos comentar lo mismo acerca de Yves Chevallard y su “transposición didáctica”. Él no la propone como postulado a seguir por los educadores, como “solución”, sino que la ofrece para intentar comprender los procesos, distancias y secuencias que hay en la consideración de los saberes y cómo devienen conocimiento, y ser más “conscientes” de los movimientos que hay en la enseñanza y en el aprendizaje. Infinitos, diversos según las creencias de los sujetos, distintos según los momentos del año, entre otras cuestiones.

Podríamos, también, acercarnos a algunos planteos que se repiten como mantra en estos tiempos electorales y, por ello, aparecen como evidentes. Distintas investigaciones a nivel mundial muestran que los docentes resultan claves para que los aprendizajes sean valiosos y, por ello, hay que contar con políticas que atraigan a los mejores estudiantes de educación media para que elijan la docencia. Al respecto, dos cuestiones podrían interpelar lo “evidente”: 1) dichos docentes, por supuesto, serán relevantes, pero su docencia se pone en juego en un vasto conjunto más amplio de factores que potencian, limitan y/o condicionan su acción: las condiciones edilicias, los materiales didácticos, el diálogo con las familias, el clima institucional y la relación con los colegas, las condiciones salariales que favorecen (o no) la concentración de energías, la selección de material, el estudio y el trabajo en equipo, entre otros; 2) y esto es lo menos “evidente”, en un sistema educativo para todos debemos contar con una población también amplia de docentes, por lo que no es aplicable lo de contar con los “mejores”: ¿cuántos son los mejores, en unos 60.000 docentes del sistema educativo uruguayo? ¿Qué es ser el “mejor”: tener mejores calificaciones, ser los líderes de su generación o disponer de una creatividad sin límites? Si fuera el mejor, él o ella, a solas, no podría con 700.000 niños, niñas y jóvenes de, al menos, la etapa obligatoria de la educación formal. Además, si todos los mejores eligen la docencia, tendríamos otras profesiones igualmente importantes debilitadas, elegidas por los que no son los mejores. Por ello, lo que importa en términos políticos es que sean buenos docentes, no los mejores, y garantizar una preparación adecuada para el ejercicio de la docencia.

En términos amplios, esta reflexión sobre la educación, esta búsqueda de fundamentos poco evidentes, es lo que llamamos pedagogía. Es la que en ocasiones se posterga ante la urgencia de las evidentes problemáticas en educación, ante los desafíos acuciantes que plantean las nuevas generaciones, ante el vértigo de los cambios en el mundo. Pero es la que habilita a investigar, sin evidencias en la mano. Es la que requiere la política para trazarse algunos horizontes normativos, en disputa, según lo que venimos afirmando, para poder traducirlos en acciones. Es el lado pedagógico de la política.

Álvaro Silva Muñoz. Departamento de Pedagogía, Política y Sociedad, Instituto de Educación, FHCE – Udelar.

Fuente: https://educacion.ladiaria.com.uy/articulo/2019/11/por-una-pedagogia-sin-evidencias/

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Una pedagogía de los gestos

Por: Álvaro Silva Muñoz

A propósito de la foto del docente de Lascano que cuida al hijo de una de sus estudiantes.

Hace unos días circuló en las redes sociales un video en el que aparecía un docente con un bebé en sus brazos, hijo de una de las estudiantes del curso del que es responsable. Según sus propias palabras, la joven le pidió que lo sostuviera, de modo de poder transcribir algunos de sus apuntes. La imagen se hizo viral y varios medios de comunicación se trasladaron hasta la escuela técnica de Lascano, departamento de Rocha; partiendo de ese hecho, profundizaron en una historia que implica a compañeros de clase, autoridades del centro educativo, docentes y otros educadores.

Siguiendo a Hannah Arendt, una de las figuras centrales de la filosofía política del siglo XX, este hecho denota un gesto. En él se condensa un movimiento por el que los adultos les damos la bienvenida a este mundo a los nuevos, a los recién nacidos, diría ella misma. Arendt, como otros tantos, sufrió en carne propia la persecución por su condición de judía en la Europa de la Segunda Guerra Mundial y experimentó en qué se convierte este mundo cuando no lo hacemos hospitalario. En efecto, natalidad y hospitalidad son dos de sus nociones centrales que tienen efectos permanentes, ya que siempre se está naciendo. La cuestión de acoger, de ser hospitalario, guarda relación con la transmisión cultural; es decir, ofrecer claves de interpretación para estar en el mundo y actuar en él, y con ello acontece un segundo nacimiento. De eso se trata la educación: en cada acto educativo se nace de nuevo, porque es posible comprender el mundo con otras miradas, conocimientos, saberes, acciones. Así, Arendt se refería a la educación como un gesto.

Un gesto que tiene la fuerza de cuestionar al menos dos sentidos comunes instalados y que no constituye una mera anécdota, como a veces se intenta presentar las “historias de vida”:

1) Los jóvenes no son “ni-ni” por una suerte de esencia que está en su naturaleza, sino que en general son las condiciones de inhospitalidad del mundo y sus instituciones –entre ellas, las educativas– las que no favorecen su continuidad en los estudios. Cuando nuevas condiciones se privilegian, los jóvenes pueden disfrutar de aprender y conocer: unas autoridades que habilitan que venga con su hijo cuando, en general, se entiende que la enseñanza media no es el espacio para estar con hijos pequeños; un adscripto que escucha un planteo y busca posibles soluciones; un docente que integra al bebé en el movimiento del aula.

2) El derecho a la educación es para todos los sujetos, a lo largo de toda la vida y de calidad, proclama la Ley de Educación 18.437, de diciembre de 2008. Sabido es que la enseñanza media es heredera de un mandato fundacional que le confiaba la selección de los sujetos que transitarían hacia la Universidad, y el conjunto de sus prácticas se basó en estos sentidos, mientras que ahora debe ofrecer espacios para que todos puedan acceder y culminar. En el seno de este debate entre cantidades y calidades, este gesto tiene la fuerza de construir instituciones hospitalarias –y, por tanto, justas, en el planteo de Arendt – y denunciar que calidad e inclusión en ocasiones se colocan en una falsa oposición, y que es posible que puedan potenciarse.

Pero me interesaría volver a Hannah Arendt, ya que hay otro elemento en juego: el docente se hace responsable de la situación. Con ello no sólo me refiero a la situación de aula, sino a la inscripción de dicha situación en un conjunto de estructuras sociales, políticas, económicas, culturales y simbólicas. Sin llegar a resolver los grandes dilemas de la humanidad, el docente se hace responsable de una situación de la que, en apariencia, no es “directamente” responsable.

Uno podría decir: “No es mi culpa”, “No fui formado para esto”, “A mí me interesa dar clase”, y varios etcéteras más. Este es uno de los ejes centrales en el análisis de Arendt cuando se refiere a la crisis de la educación, ya en su “Entre el pasado y el futuro” (1961): la crisis se apoya en eludir responsabilidades, especialmente los adultos, que hacen que los nuevos no cuenten con referencias para comprender e interpretar este mundo. La responsabilidad, en este sentido, se une al cuidado de los nuevos. La formación docente tal vez deba recorrer nuevos senderos por los que la identidad docente no se construya sólo alrededor de determinada disciplina, como tal vez lo requirió el mandato fundacional de la enseñanza media, sino que aborde otro conjunto de elementos que hacen al docente de estos tiempos, porque la diversidad de situaciones se expresa en mayor medida al haber más personas que transitan por la enseñanza media. Y, estimo, gestos como este no desvalorizan la tarea docente sino que, todo lo contrario, la dignifican.

Porque en la institución educativa se aprenden muchas cosas además de los conocimientos disciplinares: compañeros que se preocupan por pasarle apuntes a la compañera, un bebé que genera otro clima de convivencia entre los jóvenes en los corredores, un bebé que confía en distintos brazos, etcétera. Ya estamos al final del artículo y no mencionamos a la pedagogía. Bueno, en realidad, todo lo escrito refiere a una pedagogía: un gesto que enseña por su propia densidad.

Fuente: https://educacion.ladiaria.com.uy/articulo/2018/3/una-pedagogia-de-los-gestos/#subscribe-footer

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