Fraternidad escolar

Por: Jerónimo Alayón Gómez

Maestro y discípulo constituyen una unidad. Es imposible pensar el uno sin el otro. Cuando el docente se hace condiscípulo de su alumno, permite que este pueda devenir en copedagogo. Se trata de una operación que involucra la identidad del conjunto, con lo cual el hecho pedagógico consigue alcanzar altas cotas en su dimensión antropológica. Desde esta perspectiva, enseñar viene a ser no solo un modo de aprender, sino un método humanizador del saber, puesto que es construido en el seno mismo de la fraternidad escolar.

Estamos tan acostumbrados a pensar que el conocimiento es un constructo casi exclusivo de ciertas cofradías académicas e intelectuales que parecería una herejía suponer siquiera algún grado de iniciativa productiva entre estudiantes. Son ellos, sin embargo, quienes están llamados a asumir la primigenia intelectual, a imprimir el sello de los nuevos tiempos a la sapiencia. Cuando el maestro se hace uno con el discípulo, por sobre lo diverso de cada cual surge un saber en el que se cumple la máxima de Ortega y Gasset: «El progreso no consiste en aniquilar el ayer, sino en conservar aquella esencia del ayer que tuvo la virtud de crear ese hoy mejor».

Dicha fraternidad escolar no significa la anulación de las diferencias en pro de una unidad artificial, fundada solo en las similitudes y coincidencias. El encuentro auténtico con la otredad entraña el diálogo entre las diversidades. El dialogismo de los símiles ha sido no pocas veces génesis del pensamiento único. Al inicio de las dictaduras suele habitar la premisa de sobrevalorar el discurso gemelo. Hacernos uno con el otro es tanto más exigente cuanto que supone entendernos en nuestras desigualdades y desencuentros. Allí radica el verdadero esfuerzo y reto de toda fraternitas asumida con autenticidad.

A menudo alumno y maestro confrontan grandes disimilitudes, que se profundizan aun más por el abismo generacional. Aquí no hay lugar para la teoría del rompecabezas, no se puede soñar con los laterales ideales que habrán de concatenar a la perfección. En todo caso, la fraternidad escolar es un puzle orgánico, cuyas piezas cambian continuamente de forma y tamaño, de manera tal que se hace indispensable reinventar a cada tanto el juego con el objeto de lograr finalmente el dibujo definitivo del saber. Las diferencias no solo constituyen el fundente de un diálogo maduro, sino que son el motor vigoroso de una fraternitas sembrada en el respeto al Otro.

En consecuencia, la fraternidad escolar es profesar el amor, más que ejercitar la tolerancia. Esta, por así decirlo, es un amor empobrecido por la resistencia al Otro. El amor, por el contrario, supone una atracción hacia la otredad, fundada en hacer de ella y sus diferencias una aventura. El que ama está siempre atento al cambio y a los modos de amar que ello implica. La novedad de la alteridad, que deviene a cada tanto en alguien parcialmente distinto de quien era, impone al amor interrogarse sobre sus posibilidades de realizarse en lo diverso. Amar debe ser, indefectiblemente, un acto creador.

Este amor del que hablamos es ciertamente de una textura distinta y se llama dilección. Se establece en torno de la mutua admiración. Proviene del logos y no del pathos, esto es, halla su origen más cerca de la razón que de la pasión. No es pariente del eros sino del ágape, por lo tanto no está atento a la pulsión sexual: su expectativa es la trascendencia de la palabra, el poder seductor de una inteligencia esbelta. Por ello nunca envejece. Tal era el sentido que correspondía a aquella expresión ya olvidada por los docentes de hoy: el alumno dilecto.

La fraternidad escolar, por consiguiente, descansa sus columnas sobre estas prerrogativas. La unidad maestro-discípulo es posible casi exclusivamente cuando el amor la habita intrínsecamente. En su defecto solo habrá la pasajera asociación entre un emisor de conocimientos y sus correlativos receptores, esto es, un acto burocrático de pedagogía institucional. ¿Cuántas veces hemos sido burócratas de la educación? ¿Cuántos podríamos asegurar que amamos a nuestros estudiantes, y que somos amados por ellos? ¿Acaso vale la pena impartir siquiera un ápice de conocimiento divorciados de la fraternitas que nos debía mover hacia el Otro, ese que cree tanto en nosotros como para recibir a manera de don el saber que atesoramos?

Fuente: https://www.viceversa-mag.com/fraternidad-escolar/

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