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Identidades masculinas y femicidios

Por: Constantino Urcuyo

Es impostergable construir nuevas masculinidades, enseñarle a los niños que las mujeres son nuestras iguales, no siervas.

Las identidades masculinas están en crisis y esta se refleja en el creciente número de mujeres asesinadas.

Hombres inseguros que no aceptan la separación de pareja y matan al no admitir la autonomía de las mujeres.

El recurso a la violencia para enfrentar las frustraciones se origina en la cosificación de la mujer, es por ello que cuando ellas no aceptan la imposición de sus compañeros son eliminadas por quienes persiguen dominación absoluta.

«Los varones debemos alejarnos del culto a la fuerza y a la agresión como elementos definitorios de nuestra hombría, los hombres también lloramos y sentimos, no nacimos condenados a la competencia salvaje, la pelea y la guerra».

Las transformaciones culturales han subvertido los roles tradicionales, con lo que el machismo ha sido el gran perdedor.

El hombre jefe de familia, proveedor único se ve cuestionado por mujeres que trabajan fuera del hogar, por el ejercicio compartido de la educación de los hijos y por un desarrollo dialogado de la convivencia familiar.

Hombrías deformadas

El surgimiento de una mentalidad que postula la igualdad de la mujer tanto en el ejercicio de la sexualidad como en la educación y en el trabajo, se transforma en amenaza severa para hombrías deformadas por el autoritarismo y ajenas al manejo equilibrado de las emociones.

Ante esta epidemia surge la respuesta simplista de solucionarlo todo con el recurso al derecho penal.

El femicidio exige la aplicación de penas, desde luego, pero más allá de estas debemos actuar en el terreno educativo.

Es impostergable construir nuevas masculinidades, enseñarle a los niños que las mujeres son nuestras iguales, nuestras compañeras, no siervas, en el camino de la vida.

Los varones debemos alejarnos del culto a la fuerza y a la agresión como elementos definitorios de nuestra hombría, los hombres también lloramos y sentimos, no nacimos condenados a la competencia salvaje, la pelea y la guerra.

La sociedad actual exige el predominio de la neurona sobre la testosterona.

Fuente: https://www.elfinancierocr.com/opinion/identidades-masculinas-y-femicidios/LDAB4NBTFJBT7B5Y6PZH7FXC2A/story/

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Libro: Cronometrados. Cómo el mundo se obsesionó con el tiempo

Reseña: Cronometrados es una brillante exploración de las formas en que hemos percibido, contenido y ahorrado el tiempo a lo largo de los últimos 250 años, narrado en el estilo ingenioso y entretenido del maravilloso Simon Garfield. No hace mucho medíamos nuestras vidas por el movimiento del sol. Hoy la hora nos llega de todas partes con insistencia, y lo que impulsa nuestras vidas es la idea de que nunca vamos a tener suficiente de lo que más anhelamos: el tiempo. ¿Cómo hemos llegado a ser dominados por algo tan arbitrario?

Este es un libro sobre nuestra obsesión por el tiempo y por medirlo, controlarlo, venderlo, filmarlo, inmortalizarlo y darle sentido. A lo largo de los últimos 250 años, el tiempo se ha convertido en una fuerza dominante y omnipresente en nuestras vidas.

¿Por qué, tras miles de años orientándonos vagamente mirando el cielo, hemos pasado a necesitar continua y compulsivamente las señales de nuestros ordenadores y móviles, de una precisión milimétrica?A medida que la gestión del tiempo se convierte en nuestro mayor desafío, esta historia contada en varias capas nos ayuda a hacer frente a él con una luz nueva y brillante.

La crítica ha dicho…«Simon Garfield es aquel profesor de escuela que lograba que el tiempo volara.»The Observer«Todo un manjar. Garfield es adictivo, y Cronometrados rebosa de material fascinante.

Un libro de lo más divertido e iluminador.»Robin McKie, The Guardian«Cuando se trata de encontrar anécdotas deliciosas y recónditas, Simon Garfield es un verdadero sabueso.»The Sunday Times«Cronometrados es de lo mejor en historia divulgativa.»Express«Una colección ecléctica de reflexiones sobre nuestra relación con el tiempo.»The Times«Una delicia.

Gloriosamente divertido.»Daily Express«Simon Garfield es el mejor guía para acompañarnos en este viaje por el tiempo.»Daniel Pink, autor de Drive«Garfield es un gran contador de historias.»Independent on Sunday«Garfield tiene un gran talento para deleitar a sus lectores y contagiarlos con su entusiasmo por las cuestiones más misteriosas de la vida.»The Times«Simon Garfield, uno de los más exitosos autores de este tipo de libros divertidos, curiosos, disparatados y a la vez eruditos, que pretenden agotar un tema sin renunciar a hacernos reír ni a explorar el lado jocoso de la realidad.

Link de descarga: http://find-files.com/?lp=2&cid=ryr0_kmk3_ky81_hr5ikvbwqn&pub_account_id=BxGNMC98q05xHiFW315nKj1Z9fplILnZtPS-CDCNAmqHuFwrxdM6V-jlkhgTM0Ly1kKFOj8ykoM___&h=96f735874cc09d17a8b4a83c9393e153&t=MzM3MDE1NDA___&pass[filename]=Cronometrados&us=1

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Es hora de personalizar la educación

Por Martín Mathus Gómez Sandoval*

Si entras a un salón de clases en cualquier parte del país —o del mundo— te encontrarás una configuración muy similar: un maestro con plumón en mano y pizarrón a su espalda frente a un grupo de estudiantes de prácticamente la misma edad sentados en pupitres alineados. Será obvio intuir que esta configuración está basada en que todos los estudiantes aprendan el mismo contenido, al mismo tiempo, al mismo ritmo y de la misma manera.

La razón por la cual se instaló tal configuración en las escuelas es lógica y simple: cuando se sistematizó la educación pública en Prusia en el Siglo XVIII, al mismo tiempo cuando se acercaba la Revolución Industrial en Europa, se requería de un modelo eficiente que pudiera enseñarle por primera vez a toda la población los conocimientos básicos para la industria de esa época. El sistema más eficiente que se pensó fue agrupar a los estudiantes por año de nacimiento y tratar de maximizar el tamaño del grupo que un maestro podía enseñar. En un mundo donde todavía no existían los sistemas educativos públicos, dar este salto por primera vez debió haber sido aterrador para la hacienda pública.

En los últimos 200 años, los modelos educativos han evolucionado, pero no han dejado atrás este modelo base de ‘fábrica’. En este modelo algunos estudiantes en cada clase logran sobresalir, pero la mayoría simplemente aprueba los cursos sin dominar los conceptos y aprehender los conocimientos. Pongamos un ejemplo: supongamos que un estudiante obtiene una calificación de 8 en un examen final de matemáticas. Basado en la típica curva de distribución de calificaciones, este estudiante quizá estará por encima del promedio del grupo y por lo tanto su rendimiento escolar se determinará como ‘alto’. Sin embargo, el obtener un 8 de 10 implica que hay un 20% del contenido de ese examen que el estudiante no conoce. Esto quiere decir que un estudiante catalogado como ‘exitoso’ bajo este esquema desconoce por completo el 20% de los conocimientos impartidos en dicha etapa, los cuales podrían ser los cimientos de temas más avanzados y por lo tanto el estudiante está destinado a lidiar con la materia en el futuro. Esta realidad simplemente ha sido aceptada durante siglos.

Aprobar vs. Dominar

Por otro lado, la alternativa es basar la enseñanza en el dominio de los temas y en la aprehensión de éstos. Esto implica los siguientes ajustes: 1) basar la aprobación de un curso a otro en la competencia en vez de un simple cumplimiento de horas; 2) adaptar los métodos de enseñanza a cada estudiante; 3) destinar el tiempo que sea necesario en cada tema para que cada estudiante lo domine; 4) el estudiante no se puede rendir (esto último supone una educación emocional personalizada y adaptable).

Como se puede leer, todos los ajustes pertinentes están relacionados con la personalización y adaptabilidad de la enseñanza. Es fácil intuir que la mejor forma de implementar esta alternativa sería por medio de tutorías uno a uno, con cada tutor entendiendo las fortalezas, debilidades y entorno del estudiante. No es coincidencia, por lo tanto, que el nivel educativo de los padres, o el tiempo que éstos invierten asistiendo a sus hijos con labores escolares sean dos de los principales determinantes del rendimiento escolar de los estudiantes. Tampoco es coincidencia que familias pudientes contraten tutores privados para proveer una instrucción a la medida para sus hijos, se viene haciendo desde antes que Filipo II contratara al mismo Aristóteles para educar a su hijo Alejandro Magno. Los tutores personales, por lo tanto, son naturalmente considerados la opción ideal. Sin embargo, la inversión en educación tiene restricciones presupuestarias naturales que limitan que cada estudiante tenga un tutor personal. He aquí una gran disparidad en el acceso a la educación.

 

Entra la tecnología

Lo emocionante de nuestro tiempo es que a través de la tecnología estas experiencias de aprendizaje a la medida están al alcance de ser escalables y sistematizables. Existen ya múltiples plataformas para el aprendizaje adaptativo que pueden ofrecer los beneficios de una tutoría uno a uno, proveyendo a cada estudiante con su propia ruta personalizada, que se ajusta en tiempo real y reacciona a la actividad y el interés del estudiante.

El uso intensivo de estas tecnologías va en ascenso y sería una pesadumbre atestiguar una vez más cómo el uso de la tecnología abre y profundiza brechas en nuestra sociedad en vez de cerrarlas. Es por eso que el diseño e implementación de un modelo con aprendizaje adaptativo al centro es imperativo en el sistema educativo público mexicano.

Es importante mencionar que hablar sobre tecnología en educación de ninguna manera implica subestimar la labor de los maestros. La tecnología no está volviendo a los maestros obsoletos, los está volviendo más importantes. Diversos estudios demuestran que los mejores resultados de uso de estas tecnologías provienen de una implementación ‘blended’, en los cuales las plataformas digitales fungen como poderosas herramientas para los maestros. Por lo tanto, el éxito del diseño e implementación de un modelo para México se logrará únicamente si los maestros se involucran completamente en éste.

Éste no es un artículo de cómo está la educación en México; eso ya lo sabemos. Tampoco es un artículo argumentando que la educación en México debe mejorar; en eso estamos todos de acuerdo. Vamos a poner en el debate público la sistematización de tecnologías e innovaciones educativas para cerrar brechas y vencer desigualdades estructurales en nuestro país.

*Cofundador de Nextia y de Inviértete.

 

Contacto:

Twitter: @mmths

Instagram: mathus.oax

Mail: mmathusgs@gmail.com

Fuente del Artículo:

Es hora de personalizar la educación

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Libro: De los saberes de la emancipación y de la dominación

Ana Esther Ceceña. [Coordinadora]

Ana Esther Ceceña. Carlos Walter Porto Gonçalves. Guillermo Castro Herrera. Raúl Zibechi. Luis Tapia. Jaime Estay Reyno. Raúl Ornelas. Claudia Korol. Juan Guillermo Ferro M.. Jaime Caycedo. Jaime Zuluaga Nieto. Manuel Guerrero Antequera. [Autores de Capítulo]

Colección Grupos de Trabajo.
ISBN 978-987-1543-09-0
CLACSO.
Buenos Aires.
Diciembre de 2008

No hay dominante sin dominado, ni proceso de dominación sin resistencias. A las estrategias, modalidades y mecanismos diseñados por los dominadores de todos los tiempos corresponde una plétora de expresiones, acciones, estrategias y proyectos políticos de quienes se resisten a ser dominados. Las relaciones de poder que condensan el proceso de expansión planetaria del capitalismo, cuyo último gran triunfo fue la caída del socialismo real, han ido abarcando todas las dimensiones de construcción de societalidad. El poder no se impone sólo –y a veces ni principalmente– por medios brutales de coacción física: transita significativamente por la construcción simbólica de las interpretaciones del mundo. Se instala en las mentes colectivas y las individualiza; en los imaginarios sociales desbaratándolos y produciendo imágenes que ocuparán su lugar; invade los cuerpos internalizando una visión del mundo producida, extranjera, presentándose a la vez como biopoder y cosmopoder. La idea de un mundo sin tanques o sin cuerpos de seguridad se va volviendo disparatada. Las cosmovisiones del poder se imponen por bombardeo sistemático a través de los medios y de la producción de sentidos comunes. Las formas de control y disciplinamiento se van sofisticando hasta volverse tan sutiles que aparecen como autoconciencia. Penetrar esa sofisticación para aprehender los mecanismos y las lógicas del poder, para construir un mundo sin imposiciones, sin discriminaciones, sin explotación y sin otredades forma parte del proceso emancipatorio. Todo proceso se construye acumulando saberes. Y la sabiduría de los pueblos lleva al conocimiento de los límites, de los riesgos, de los daños, de las maneras de superar obstáculos o peligros. No hay emancipación posible sin conocimiento.

 Para descargar: Descarga libre

Fuente: http://www.clacso.org.ar/libreria-latinoamericana/buscar_libro_detalle.php?id_libro=16&campo=titulo&texto=dominacion

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Espejos Extraños Contra la Dominación

Por: Boaventura de Sousa Santos

La dominación social, política y cultural siempre es el resultado de una distribución desigual del poder en cuyos términos quien no tiene poder o tiene menos poder ve sus expectativas de vida limitadas o destruidas por quien tiene más poder. Esta limitación o destrucción se manifiesta de diferentes maneras: desde la discriminación hasta la exclusión, desde la marginación hasta la liquidación física, psíquica o cultural, desde la demonización hasta la invisibilización. Todas estas formas pueden reducirse a una sola: la opresión. Cuanto más desigual es la distribución del poder, mayor es la opresión. Las sociedades con formas duraderas de poder desigual son sociedades divididas entre opresores y oprimidos. La contradicción entre estas dos categorías no es lógica, sino más bien dialéctica, ya que ambas forman parte de la misma unidad contradictoria.

Los factores que están en la base de la dominación varían de época a época. En la época moderna, digamos, desde el siglo XVI, los tres factores principales han sido: el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. El primero es originario de la modernidad occidental, mientras que los otros dos existían antes pero fueron reconfigurados por el capitalismo. La dominación capitalista se basa en la explotación del trabajo asalariado por medio de relaciones entre seres humanos formalmente iguales. La dominación colonial se basa en la relación jerárquica entre grupos humanos por una razón supuestamente natural, ya sea la raza, la casta, la religión o la etnia. La dominación patriarcal implica otro tipo de relación de poder pero igualmente basada en la inferioridad natural de un sexo o de una orientación sexual.

Las relaciones entre los tres modos de dominación han variado a lo largo del tiempo y del espacio, pero el hecho de que la dominación moderna se asiente en los tres es una constante. Al contrario de lo que vulgarmente se piensa, la independencia política de las antiguas colonias europeas no significó el fin del colonialismo, significó la sustitución de un tipo de colonialismo (el colonialismo de ocupación territorial efectiva por una potencia extranjera) por otros tipos (colonialismo interno, neocolonialismo, imperialismo, racismo, xenofobia, etc.).

Vivimos en sociedades capitalistas, colonialistas y patriarcales. Para tener éxito, la resistencia contra la dominación moderna tiene que basarse en luchas simultáneamente anticapitalistas, anticoloniales y antipatriarcales. Todas las luchas tienen que tener como objetivo los tres factores de dominación, y no solo uno, aunque las coyunturas puedan aconsejar que incidan más en un factor que en otro.

El siglo XX fue de los siglos más violentos de la historia, pero también se caracterizó por muchas conquistas positivas: desde los derechos sociales y económicos de los trabajadores hasta la liberación e independencia de las colonias, desde los movimientos de los derechos colectivos de las poblaciones afrodescendientes en las Américas y de los pueblos indígenas hasta las luchas de las mujeres contra la discriminación sexual. Sin embargo, a pesar de los éxitos, los resultados no son brillantes. En las primeras décadas del siglo XXI atravesamos incluso un período de reflujo generalizado de muchas de las conquistas de esas luchas. El capitalismo concentra la riqueza más que nunca y agrava la desigualdad entre países y dentro de ellos; el racismo, el neocolonialismo y las guerras imperiales asumen formas particularmente excluyentes y violentas; el sexismo, a pesar de todos los éxitos de los movimientos feministas, sigue ejerciendo violencia contra las mujeres con una persistencia inquebrantable.

Un diagnóstico correcto es condición necesaria para salir de esta aparente estasis histórica. Sugiero varios componentes principales del diagnóstico. El primero reside en que, mientras que la dominación moderna articula siempre capitalismo con colonialismo y patriarcado, las organizaciones y movimientos que vienen luchando contra ella siempre han estado divididas, cada una privilegiando uno de los modos de dominación y descuidando, o incluso ignorando, el resto, y cada una defendiendo que su lucha y su forma de lucha es más importante. No sorprende, así, que muchos partidos socialistas y comunistas, que lucharon (cuando lucharon) contra la dominación capitalista, hayan sido durante mucho tiempo colonialistas, racistas y sexistas. Del mismo modo, no sorprende que movimientos nacionalistas, anticoloniales y antirracistas hayan sido capitalistas, procapitalistas y sexistas, y que movimientos feministas hayan sido conniventes con el racismo, el colonialismo y el capitalismo. De este hecho histórico resulta claro que los avances serán escasos si la dominación continúa unida y la oposición desunida.

El segundo componente tiene que ver con el modo en que se organizaron las resistencias anticapitalistas, anticolonialistas y antipatriarcales. Trabajadores, campesinos, mujeres, personas esclavizadas, pueblos colonizados, pueblos indígenas, pueblos afrodescendientes, poblaciones discriminadas por la discapacidad o por la condición u orientación sexual recurrieron a muchas formas de lucha, unas violentas, otras pacíficas, unas institucionales, otras extrainstitucionales. A lo largo del siglo pasado, esas múltiples formas se fueron condensando en partidos políticos, movimientos de liberación y movimientos sociales, y, salvo algunas excepciones, fueron dando preferencia a la lucha institucional y no violenta. El régimen político que se impuso como la mejor respuesta a estas opciones fue la democracia de origen liberal, la democracia actualmente existente. Ocurre que la potencialidad de este tipo de democracia para responder a las aspiraciones de las poblaciones oprimidas siempre fue muy limitada y las limitaciones se fueron agravando en tiempos más recientes. El modelo que más desarrolló esa potencialidad fue la socialdemocracia europea, y su mejor momento (conseguido, en buena medida, a costa del colonialismo y el neocolonialismo, o sea, de las relaciones económicas desiguales con las colonias y las excolonias), está hoy bajo ataque, no solo en Europa, sino también en todos los países que buscaron imitar su espíritu moderadamente redistributivo para reducir las enormes desigualdades sociales (Argentina, Brasil, Venezuela).

En todas partes, la democracia de baja intensidad está siendo cercada por fuerzas antidemocráticas y, en algunos países, va transitando hacia dictaduras atípicas, muchas veces basadas en la destrucción de la separación de poderes (desde Brasil a Polonia y Turquía) o en la manipulación de los sistemas mayoritarios (fraude electoral sistemático, como en México, sistemas electorales que no garantizan la victoria del candidato más votado, como Hillary Clinton en Estados Unidos). Sabíamos que la democracia se defiende mal de los antidemócratas pues, de otro modo, Hitler no habría ascendido al poder por vía de las elecciones. Y nótese que, si bien de modo fraudulento, su partido ostentaba la palabra «socialismo» en su nombre. Hoy, la democracia está siendo secuestrada por fuerzas económicas poderosas (bancos centrales, Fondo Monetario Internacional, agencias de calificación de crédito) no sujetas a ninguna deliberación democrática. Y las imposiciones pueden ser legales (¿y legítimas?): intereses de deuda pública, imposición de tratados de libre comercio, políticas de austeridad, rules of engagement de las multinacionales, control corporativo de los grandes medios de comunicación; e ilegales: corrupción, tráfico de influencias, abuso de poder, infiltración en las organizaciones democráticas, incitación a la violencia.

La democracia es hoy servidora de los intereses imperiales, cuando no directamente uno de sus instrumentos. Para imponerla se destruyen países enteros, sean ellos Irak, Libia, Siria o Yemen. Está bien documentada la intervención imperialista para desestabilizar procesos democráticos dotados de algún ánimo redistributivo y animados por algún posicionamiento nacionalista para protegerse del mercado internacional depredador de recursos estratégicos, sean ellos petróleo, minerales o, de modo creciente, tierra o agua. Esta desestabilización se nutre siempre de los errores, a veces graves, de los gobiernos nacionales (algunos considerados progresistas) y cuenta con la activa complicidad de las oligarquías que dominaron estos países. La descaracterización de la democracia es tal que ya se habla hoy de posdemocracia, un nuevo régimen político basado en la conversión de los conflictos políticos en conflictos mediáticos minuciosamente gestionados por técnicos de publicidad y comunicación, y últimamente apoyados por la posverdad mediática de las fake news.

El tercer componente del diagnóstico tiene que ver precisamente con los errores de los gobiernos nacionales. ¿Por qué se equivocan con tanta frecuencia, sobre todo cuando son considerados gobiernos progresistas? Son muchos los factores: no hay alternativas anticapitalistas creíbles y las conquistas contra el colonialismo, el racismo o el sexismo parecen depender de que no interfieran con la dominación capitalista; una vez obtenido el poder de gobierno, las fuerzas progresistas se comportan como si tuviesen, además de aquel, el poder económico, social y cultural que se reproduce en la sociedad en general, y con eso deja de reconocerse la gravedad o incluso la existencia de antagonismo de clases, razas y sexos; las luchas contra el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado son siempre concebidas como si se buscara eliminar los «excesos» de estos modos de dominación, y no su fuente. De tal «autocontención», voluntaria o impuesta, devienen dos consecuencias fatales.

La primera es tolerar o incluso promover un sistema de educación que fomenta los valores y las subjetividades que sustentan el capitalismo y las relaciones coloniales, racistas y sexistas. La segunda es negarse a imaginar (o ignorar cuando ocurren) formas alternativas de organizar la economía, concebir la democracia, organizar el Estado, practicar la dignidad humana, dignificar la naturaleza, promover formas de sentir y de ser solidarias, sustituir cantidades y gustos infinitos por la proporcionalidad, dejar de lado euforias desarrollistas en beneficio de límites justos y fruiciones comedidas, promover la diferencia y la diversidad con la misma intensidad con la que se promueve la horizontalidad. Al presentarse como fatales, estas dos consecuencias son inhumanas. Por la simple razón de que ser humano es no ser plenamente humano. Es no tener que ser para siempre lo que se es en un determinado contexto, tiempo o lugar.

(*) Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez

Fuente del Artículo:

https://www.aporrea.org/ideologia/a250852.html

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Imaginar un país .

América Latina, procesos constituyentes y proyecto de nación en México.

Francisco José Cantamutto. Antonio Hernández. Daniel Vázquez. [Autores]

ISBN 978-607-97498-4-2
Fundación para la Democracia, Alternativa y Debate A.C.. CLACSO.
Ciudad de México.
Mayo de 2017

Hace años que México atraviesa por una crisis de largo aliento, combinada con sucesivos estallidos de indignación y reclamos populares. Este texto propone ubicar y pensar la crisis de México a nivel específico del estado, considerándolo en su doble faz de instrumento de dominación y promesa no inocua de bienestar y evitando salidas sencillas. Este tipo de crisis no es nuevo en la región latinoamericana, por lo que recurrimos a otras experiencias (Argentina, Bolivia, Colombia, Ecuador y Venezuela) con ánimos de analizar qué podemos recuperar. El factor que nos permite la comparación con estos casos es la instancia de renovación constituyente: la convocatoria a renovar los acuerdos más básicos que nos ligan como pueblo. Pensamos la renovación constituyente no como simple recambio legal o técnico, sino como la convocatoria amplia a re-construir la nación a partir de acuerdos sociales básicos. ¿La figura del Congreso Constituyente es útil para estos fines? ¿cuál ha sido la experiencia al respecto en América Latina en el último movimiento constituyente? ¿Cómo se ven las perspectivas de México a la luz de esas experiencias? Estas son las preguntas que guían el texto.

Fuente: http://www.clacso.org.ar/libreria-latinoamericana/libro_detalle.php?orden=&id_libro=1230&pageNum_rs_libros=1&totalRows_rs_libros=1177
Imagen: http://www.clacso.org.ar/clacso/novedades_editoriales/img_tapas/1230_Tapa.jpg
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Trump y el sistema

Pablo Gentili

Trump sorprende. Su capacidad para generar desconcierto suele verse amplificada por algunas peculiares interpretaciones sobre los motivos que explicarían su abrumador éxito político. Analistas y cronistas de los más diversos orígenes y orientaciones, sostienen estupefactos que el nuevo presidente norteamericano es una anomalía del sistema. La afirmación sirve para explicar las razones que justificarían la inconveniente evidencia de que un outsider ha asumido el principal cargo político del mundo. Algo ha fallado. La Casa Blanca ha sido invadida por un intruso que nunca debería haber llegado hasta allí. El mundo civilizado parece observar como los valores que siempre guiaron el progreso humano se desvanecen ante las grotescas bravuconadas de un energúmeno capaz de llenar sus bolsillos de dinero, pero no de gobernar los destinos del mayor imperio que ha existido sobre la faz de la tierra. Estamos en peligro.

La explicación parece tentadora, al menos en términos mediáticos. Anunciar que el mundo corre el riesgo de desintegrarse ante las fanfarronadas prepotentes de un psicópata nos hace sentir ciudadanos de Ciudad Gótica y nos obliga a añorar la presencia salvadora de Batman. Debemos, esa es nuestra meta, defender el sistema de sus enemigos.

Suena épico, aunque se trata de una interpretación limitada y simplista no sólo de la figura de Donald Trump, sino especialmente de las supuestas virtudes de un sistema que hoy parecería estar amenazado por un maligno demonio con peluca naranja.

Hace ocho años, aunque por razones diferentes, el asombro inundaba los medios de comunicación cuando la presidencia de los Estados Unidos era ocupada por primera vez por un político negro. Si hoy cunde el pánico, en aquel momento, las perspectivas eran de optimismo y confianza. El mundo estaba, finalmente, en buenas manos. De hecho, basándose quizás en esa esperanza, el Comité Noruego le concedió a Obama el Premio Nobel de la Paz. Aunque no había ningún motivo para hacerlo, se suponía que su presidencia sería un soplo de pacifismo en el mundo. El presidente norteamericano agradeció la generosidad nórdica aumentando el gasto militar y transformándose en el mandatario de su país que más tiempo ha permanecido en guerra. Superó así a Abraham Lincoln durante la Guerra de Secesión, a Franklin Roosevelt, en cuyo mandato se desarrolló la Segunda Guerra Mundial, a Lyndon Johnson y Richard Nixon, que comandaron la desastrosa incursión del país en la interminable Guerra de Vietnam, y al mismo George W. Bush, a quien Obama sustituyó prometiendo acabar con las guerras. ¿Devolverá ahora Obama el Nobel? No lo creo, aunque tampoco creo que ahora los noruegos se lo otorguen a Donald Trump. Al menos, eso espero.

Obama también fue una sorpresa, aunque no por los motivos que muchos esperaban. Prometió promover el crecimiento y disminuir la pobreza. Cumplió lo primero, pero no lo segundo. Tuvo tasas de crecimiento del 5%, aunque la deuda pública creció más del 85% en su mandato. En 2008, momento en que George W. Bush concluía la presidencia, 13,2% de la población vivía por debajo de la línea de la pobreza, Obama termina su mandato con una proporción ligeramente superior, 13,5%, lo que en números absolutos significa más de 43 millones de pobres, 14 millones de ellos menores de edad, 3,3 millones más que los que había antes del inicio de su gestión.

Estados Unidos sigue siendo una de las naciones desarrolladas más desiguales del planeta, aunque debe reconocérsele a Obama, importantes esfuerzos en la creación de empleos (11 millones de nuevos puestos creados en 8 años) y en la defensa y promoción de una política que incluyó más de 16 millones de personas a la atención médica básica. El llamado ObamaCare permitía confiar que, en materia del derecho a la salud de su población, la más poderosa nación del planeta dejaría finalmente de pertenecer a la Edad Media. Fue una buena política, aunque duró poco. El mismo día que asumió la presidencia, Trump ha firmado un decreto que comienza a desmontar su estructura de protección. Lo bueno dura poco, hasta en Estados Unidos.

Obama iba a acabar con el racismo, pero en Estados Unidos se intensificaron los conflictos raciales y la violencia, especialmente policial, contra la población pobre y negra que vive guetificada en los grandes centros urbanos. También iba a ser una esperanza para los latinos, pero consiguió la proeza de ser el presidente que más inmigrantes ha deportado en la historia norteamericana: 2,5 millones, muchos de ellos padres que dejaban a sus hijos o hijos que dejaban a sus padres en el país.

Obama también era caracterizado como un antisistema, un outsider, pero de los buenos. Trump es un antisistema, un outsider, pero de los malos.

Ocho años de gobierno Obama han mostrado una elástica generosidad en el uso de las palabras “antisistema” y “outsider”. Creo que también lo es en el caso de Donald Trump, aunque sus declaraciones nos aprieten el estómago y nos causen las más diversas formas de nausea política y ética.

Trump es una persona detestable. Un sujeto verdaderamente retrogrado, aunque debo discrepar que represente cualquier forma de ejercicio antisistémico de la política. Menos aún que se trate de un “hombre bebé”, como lo ha llamado el periodista inglés John Carlin. Comparar un monstruo político como Trump con un niño recién nacido es algo que me parece trivial, basado en la plena ignorancia de la psicología infantil, así como ofensivo con los niños y niñas del mundo. ¿Por qué cada vez que se quiere decir que alguien parece un verdadero imbécil se lo compara con un niño?

Del mismo modo, creo ofensiva y banal la comparación que algunos periodistas hacen entre Trump y los políticos o la política latinoamericana. Hemos tenido y aún tenemos en América Latina dictadores despreciables. Pero sorprende que un periódico conservador, aunque generalmente serio, como La Nación, y una periodista conservadora, aunque generalmente seria, como Inés Capdevila, editora de la sección Mundo en dicho medio, haya usado el calificativo “latinoamericano” de forma despectiva para referirse al nuevo presidente norteamericano y a su particular discurso de asunción del cargo: Un Donald Trump “latinoamericano” en su debut como presidente o Refundar EEUU, un plan a la manera latinoamericana. Capdevilla, también latinoamericana, no debe haberse inspirado en ningún periodista europeo para realizar semejante metáfora. Fue en Europa que se llevaron a cabo algunas de las mayores masacres de la humanidad. Fueron naciones europeas las que comandaron algunos de los peores genocidios. Hitler, Mussolini y Franco eran europeos. Y también lo son los brutales y reaccionarios líderes de la derecha fascista y neonazi que aspiran al trono de algunos de los países más desarrollados del continente europeo. Sin embargo, a ningún periodista de Europa se le ocurría, a pesar de semejantes antecedentes, sostener que Trump es un típico líder europeo.

Pero volvamos al supuestamente truculento y agitador antisistema que hoy ocupa la presidencia de los Estados Unidos.

Se supone que la naturaleza contestataria y agresiva de Donald Trump contradice las normas de un sistema mundial republicano y democrático. Se supone también que su estilo de hacer política, en rigor, su antipolítica, objeta, contradice y transborda las expectativas, referencias y márgenes en los que se han manejado, al menos hasta el momento, los líderes mundiales de las naciones más desarrolladas. Trump, dicen, nos pone ante la aterradora evidencia de que un exaltado fanfarrón tenga en sus manos la vida y los destinos de buena parte del mundo. El nuevo presidente norteamericano expresaría una nueva forma de antiestablishment, el de los hombres ricos que se hartaron de pagar impuestos y de ser gobernados por una burocracia corrupta, inepta y perezosa. El sistema tiembla y se sobrecoge ante la escalada de amenazas del nuevo presidente.

¿En qué consiste esa anomalía llamada Trump?

Según las crónicas, y como él mismo se encarga de demostrar en cada aparición pública que realiza, se trata de un hipermillonario egocéntrico y narcisista, de un personaje misógino y sexista, de un repugnante racista, de un xenófobo prejuicioso y discriminador, de un violento y agresivo personaje dispuesto a enfrentar militarmente a quien se interponga en su camino. Aunque es dudoso que exista algo que defina la normalidad en términos políticos, Trump es un subnormal que se entrenó en el arte de la política conduciendo un reality show en el que se divertía despidiendo gente.

Entre tanto, no creo que sea necesario leer demasiada literatura anticapitalista para descubrir que los atributos que definen la odiada personalidad del nuevo presidente norteamericano son, nada menos, que las principales características del sistema al que supuestamente él se opone: hiperconcentración de riquezas, egoísmo, cultura narcisista, sexismo, discriminación y violencia de género, racismo, guerras, opresión. No creo que haya cualquier disonancia entre la personalidad codiciosa y vehemente del millonario devenido en presidente y la enorme injusticia social, violencia y desigualdad que estructura y da sentido al desarrollo capitalista contemporáneo.

Más allá de las historias heroicas que se cuentan en Davos, el capitalismo mundial es un sistema cuyo desarrollo se ha subordinado cada vez más al poder de hipermillonarios egocéntricos y narcisistas. El dominio del 1% de la población por sobre el resto de la humanidad ha alcanzado niveles de concentración del poder y de la riqueza como nunca antes existieron en la historia humana. Una de las noticias que más ha circulado en los últimos días es el contundente informe de Oxfam que muestra el inaceptable grado de injusticia al que ha llegado el mundo: 8 personas tienen más riqueza que la mitad de la humanidad, o sea, que 3.600 millones de seres humanos. El sistema que ha llevado a Trump a la presidencia se ha beneficiado inmensamente de esta concentración que contradice los principios éticos y políticos sobre los que debe edificarse cualquier democracia estable. El nuevo presidente norteamericano no contradice lo que ha sido un persistente endiosamiento de los hombres de negocios, de los millonarios que se supone que contribuyen a conducir los destinos del progreso humano.

¿Qué Trump es antipolítico? No lo creo. Hace política a su manera, despreciando a los políticos profesionales y criminalizando la acción colectiva. En suma, hace política valorizando al extremo la sabiduría que otorga el mundo de los negocios. Odia la democracia y aspira a construir una CEOcracia, un gobierno de gerentes que han sido capaces de amasar una inmensa fortuna personal y, por eso, son los que están en mejores condiciones de gobernar los destinos de una nación. La política mundial avanza en esa dirección. No parece que sea el Sr. Trump quien va a contramano. No es el presidente norteamericano que desprecia la política, es que de tanto machacar con el desprestigio de los políticos, de tanto sostener la necesaria despolitización de los asuntos públicos, la derecha, buena parte de las principales y más poderosas corporaciones del mundo y algunos medios de comunicación, no han hecho otra que contribuir a que aparezca una figura como Trump. Fue de tanto entonar el réquiem desentonado de la muerte de la política, que finalmente apareció el funebrero con un cirio sobre la cabeza.

Trump es un narcisista. En su discurso de asunción del cargo sólo se citó a sí mismo. Nada sorprendente en un sujeto que tiene la particularidad de ejercer un culto a su propia inteligencia, sagacidad y picardía. Entre tanto, no ha sido Trump el creador de la cultura del narcisismo, del imperialismo ético que exalta el egoísmo y la auto referencia, cuestionando la solidaridad, el compromiso social, la lucha por el bien común y la igualdad entre los seres humanos. Trump no es un traspié del orden moral dominante, sino la expresión más perversa del éxito de un sistema que valoriza al individuo y desprecia a la comunidad, que exalta el supuesto mérito de seres humanos que son capaces de acumular riquezas, mientras humilla y desprecia a los más pobres, a los abandonados y excluidos.

¿Puede la misoginia y el sexismo ser considerados antisistémicos, en un mundo donde las desigualdades de género, donde la violencia sexista y el femicidio siguen imperturbables, discriminando, excluyendo y matando a miles de mujeres todos los días? El capitalismo siempre fue patriarcal, y, aunque la lucha del movimiento feminista y de las mujeres en el mundo ha conseguido revertir algunas de las más brutales formas de discriminación de género, las empresas siguen siendo machistas y le pagan más a los hombres que a las mujeres, como son machistas también casi todos los partidos políticos y los sindicatos, los parlamentos y los juzgados, la policía y el ejército, así como lo son casi todos los espacios en donde se ejerce el poder en nuestras sociedades. Antisistémico es el feminismo, antisistémica es la lucha por la igualdad de género, no un violento empresario machista que carga sobre sus espaldas denuncias de abuso sexual y que siempre ha considerado que las mujeres son un objeto de consumo.

Trump es un repugnante racista que gobernará un sistema que siempre se sostuvo gracias a la reproducción del racismo. Negros y negras pobres sufren cada día múltiples formas de discriminación y violencia en los Estados Unidos. También lo sufren en todo el planeta los que son discriminados por el color de la piel o por atributos que los vuelven inferiores, ante la perspectiva de los poderosos. El capitalismo y el racismo conviven, volviendo más profunda y más compleja la dominación de clase y las desigualdades que el sistema multiplica. En Brasil, por ejemplo, el país con mayor población negra del mundo, después de Nigeria, cada 30 minutos un joven negro con menos de 24 años muere asesinado. En los primeros 15 días de 2017, más de 150 presos murieron en las prisiones brasileñas, casi todos decapitados. Más del 90% de ellos era negro.

Lo que debería sorprendernos es que el mundo siga siendo tan racista, no que ahora haya un presidente norteamericano declaradamente racista.

El egoísmo, el racismo y el patriarcado son el cemento cultural del sistema. Trump no parece ser otra cosa que la combinación más siniestra de estas formas de opresión que el capitalismo no ha conseguido eliminar y que, en determinados contextos, no ha hecho otra cosa que volverlas más sofisticadas e inhumanas.

Trump es un xenófobo que promete ser muy poco hospitalario con sus vecinos mexicanos y con los extranjeros que provengan de los países pobres. Sería algo alarmante que el presidente norteamericano pensara de tal forma, si no fuera esta la norma que han seguido casi todos los líderes mundiales contemporáneos, con muy raras excepciones. Que Donald Trump consiga que hasta Angela Merkel parezca progresista no es otra cosa que un problema de percepción, de intensidad en el ejercicio de su aversión a los extranjeros y al peligro que ellos representan para las grandes potencias mundiales. Pero Angela Merkel, es bueno recordarlo, nunca ha sido progresista y ella también representa de forma cabal un formato de liderazgo político conservador que ha sido valorizado por los votantes de las naciones más ricas del planeta, aquellas que suelen ver al resto de mundo como una amenaza a sus intereses y privilegios.

Más de 5 mil personas han muerto ahogadas el año pasado en las orillas de una Europa que no ha querido atender con decisión la urgencia humanitaria de los refugiados. Mientras escribo esto, miles y miles de seres humanos, muchos de ellos niños y niñas, sufren por el frío y por el hambre en campos y asentamientos precarios, mugrientos y sin otra ayuda que la de las organizaciones humanitarias. Dicen que los refugiados mueren por la dureza del invierno, pero mueren por la indiferencia y la hipocresía de un mundo que mira hacia otro lado cuando se trata de comprender y de asumir cuál es la responsabilidad de cada uno en las guerras y en las atrocidades que obligan a millones de personas a huir de sus hogares.

Claro que Trump es un xenófobo nauseabundo. Pero su presencia en la política de la nación más poderosa del mundo no expresa el fracaso sino más bien el catastrófico triunfo del desprecio hacia los valores democráticos de protección, de acogida, de reconocimiento y de solidaridad con los extranjeros que viven en la pobreza o que sufren con las guerras y la opresión. Trump no es una anomalía monstruosa, es quizás quien mejor expresa el fracaso de una democracia que ha elegido sobrevivir construyendo muros. Podemos y debemos indignarnos cuando Trump dice que construirá una muralla para separar aún más a México de los Estados Unidos. Pero debemos recordar que parte de ese muro ya existe. Y que también existen otros que siguen siendo muy eficientes para preservar los beneficios de los que se arrogan a sí mismos el derecho a vivir con dignidad. Trump es el sucesor de Barack Obama, que fue llamado por la comunidad latina “Deportador en Jefe”. La anomalía, si existe, viene de antes y es mucho más profunda de lo que solemos estar dispuestos a aceptar.

Finalmente, que Trump parezca ser un sujeto violento, agresivo y, por transferencia directa, un peligroso belicista, debe ser motivo de extrema preocupación. Sin embargo, no ha sido el pacifismo ni la preservación de la paz mundial una característica del capitalismo contemporáneo. La violencia y las guerras crecen y se multiplican en el mundo. Ya mencionamos que Obama, un demócrata progresista, fue el presidente norteamericano que más tiempo permaneció en estado de guerra en toda la historia norteamericana. A pesar de su sensibilidad hacia la situación de los más pobres, el mandatario nunca dejó de aumentar los gastos militares, una industria que hoy domina la política mundial y que constituye la principal amenaza a los derechos humanos de todo el planeta.

Trump no es la causa, sino la consecuencia de un mundo cada más violento, donde las potencias militares siguen actuando como fuerzas coloniales de ocupación, invasión y multiplicadoras de guerras donde quiera que puedan.

Comienza, sin lugar a dudas, una nueva era. Una era en la que los discursos no buscarán el amparo de lo políticamente correcto. Donde el poder se ejercerá sin concesiones ni eufemismos balsámicos para las conciencias, aunque inútiles para disminuir el sufrimiento de los más pobres y excluidos. Comienza una nueva era, no la de un presidente norteamericano que se ha vuelto antisistema, sino la de un sistema que, finalmente, ha decidido tener un presidente a la altura de su mandato de exclusión, de opresión, de muerte y dolor.

Fuente del articulo: http://blogs.elpais.com/contrapuntos/2017/01/trump-y-el-sistema.html

Fuente de la imagen:http://blogs.elpais.com/.a/6a00d8341bfb1653ef01b8d256b44d970c-p

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