Defensa de la Pedagogía, a pesar de todo (comentario del libro “Escuela o barbarie” de Fernández Liria)

España / 8 de abril de 2018 / Autor: Marcos Santos Gómez / Fuente: Paideia

El libro Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda de Carlos Fernández Liria, recientemente publicado, denuncia una cuestionable labor que sería atribuible a la actual Pedagogía en España. Esta, afirma, se ha reducido a un saber técnico-metodológico fundado en las teorías que justifican la actual reforma educativa y universitaria que él critica, por lo que nos encontramos con una Pedagogía que ha renunciado al componente teórico que debería orientar sus investigaciones. Una de las irónicas consecuencias de esta tesis de Liria consiste en que para adoptar hoy una perspectiva crítica en la Pedagogía, es preciso parecer que uno defiende una posición intelectual trasnochada y conservadora frente a quienes defienden los últimos y espectaculares avances metodológicos. Se tacha, curiosamente, de conservadora a la idea de una Pedagogía que no se redujera a un mero papel de consejera técnica o “fabricante” de nuevas metodologías más o menos extravagantes que, como ya hemos argumentado en abundancia en este blog, son más bien soterrados cómplices de la actual transformación de la enseñanza, que se está remodelando a partir de los principios de la ideología neoliberal.

Pero no deja el profesor Liria una posibilidad, que ni siquiera sugiere, de salvación para la Pedagogía, y es esto lo que vamos a discutir en las próximas líneas, mostrando nuestro desacuerdo. Tanto es así que declara respetar antes a la Didáctica que a la Pedagogía, porque lo educativo no puede, según él, pensarse como tal, so pena de derivar necesariamente en ideas peregrinas en torno a la escuela y a las metodologías de enseñanza, ideas supuestamente “progresistas” pero que en definitiva no son más que fantasmagorías sin un verdadero objeto de estudio en la realidad. La deficiencia epistemológica de base que él está presuponiendo para afirmar esto consiste en que el supuesto objeto de estudio de la Pedagogía no existiría. Para él no puede haber un objeto de estudio claro y definido en una ciencia que hace del formalista enseñar a aprender, en abstracto y sin trato previo con los contenidos, su principal objetivo. Es una ciencia vacía, o sea, una pseudociencia. Se estudiaría el proceso como tal, en su aspecto formal, del puro aprender, escindido del contexto. De este modo, la Pedagogía derivaría en monstruos, siguiendo la visión de Liria, como la actual enseñanza por competencias que precisamente constituye un tipo de pedagogía que da la espalda al antiguo valor concedido a los contenidos, al plan de estudios y a las asignaturas. Esta “nueva” pedagogía reduciría la educación al proceso mismo del educarse (no tanto el proceso de instruirse que es el que Liria atribuye a la escuela), que se centraría antes en la formación del carácter, las emociones y los afectos, sin tener cabida los contenidos que se asocian a las distintas épocas o tradiciones culturales.

Sin embargo yo sí creo que existe una posibilidad distinta para un pensamiento pedagógico consistente que no elabore extravagantes castillos en el aire en torno a una realidad que, según Liria, ni siquiera conoce de primera mano. Es posible idear una Pedagogía de contenidos, como la he llamado en otros escritos, que trate de ofrecer ideas para una síntesis y tratamiento de los contenidos en la escuela, es decir, que piense el papel y la necesidad dentro de los planes de estudio, de las materias que, para ello, el pedagogo ha de conocer bien. Pues es solo a partir de la auténtica comprensión y conocimiento de las mismas, de donde pueden derivar las cuestiones relativas a su transmisión (entre otras, las orientaciones metodológicas).

Cabría imaginar, en la línea de una Pedagogía de contenidos, a las actuales facultades de Ciencias de la Educación como vivos hervideros de fértil cultura, como un inquieto templo de intelectuales que pensasen asuntos como los valores, los fines (sociales y políticos) del currículo, la historia, el modelo de persona o antropología y el carácter político de lo que se va haciendo en la escuela. Pero sobre todo un profundo y serio trato con las grandes disciplinas o materias de la civilización. Las Facultades de Educación habrían de ser, según este ideal, un caldo de cultivo para la efusiva, grata y formativa recreación de la cultura y la encarnación de sus más elevados elementos. Algo así como podemos imaginar a la famosa Residencia de estudiantes de Madrid en los años veinte o el antiguo ideal de los colegios mayores universitarios. Se aprendería no solamente ideando proyectos y proyectos, sino para discutir exigente y seriamente todo lo relacionado con la escuela pública, incluida la crítica a las reformas y últimas leyes educativas. Una crítica que obligaría de manera paralela a formarse con rigor desde una perspectiva humanista y no orientada a fines exclusivamente prácticos ni por la utilidad de lo aprendido, lo que incluye aprender la ciencia básica (¡no solo sus aplicaciones técnicas!). Hablo de matemáticas puras o Física de alto nivel, y de lenguas clásicas y de una amplia erudición en Historia. A lo que nuestro amigo Liria añadiría necesariamente la Filosofía, por las razones que vamos a exponer más adelante. Una Facultad de Educación así sería un foro donde reinase el saber por el saber y donde el mayor requisito tanto para profesores como alumnos de los grados en Educación, sería el amor por la cultura y los hitos de la civilización. Porque cuando esto se cumple, lo demás ya viene por añadidura.

Es más, todas las carreras universitarias, no solo los Grados en Educación, serían en una tercera parte por lo menos de sus planes de estudio, un contacto de veras con las distintas artes y ciencias, una suerte de formación general que tendría el fin no solo de enseñar contenidos, sino de cultivar el gusto por los mismos que solo profesores que amen sus disciplinas pueden transmitir. Esta Pedagogía de contenidos no solo no sería cómplice de Bolonia y del neoliberalismo que nuestro autor describe y que hoy arrasa en las facultades de Educación, es decir, no sería un instrumento de las reformas, sino todo lo contrario, un foro libre de crítica audaz a las reformas educativas del gobierno de turno. El compromiso del maestro y del pedagogo es con la cultura y con nadie más, así como el del investigador es con la verdad y nada más, ¡aunque se hunda el mundo a su alrededor!

La educación se ha pensado siempre en estrecha ligazón con la filosofía (la pedagogía y la filosofía se inventaron juntas), como hemos dicho ya tantas veces. La planificación, objetivos y realización de la transmisión racional de la cultura ha sido pensada desde que emergiera en la civilización el logos griego. Este pensamiento pedagógico temprano como occidente asumió la forma de una filosofía de la educación en Platón, por ejemplo, o adoptó estilos más próximos a las ciencias en la Modernidad, o enfoques posmodernos ahora, pero siempre ha tenido como objeto algo más que enseñar a enseñar. El raquitismo metodológico, que he criticado a menudo, con Liria, es producto de una ideología y de la propensión de la Pedagogía (esto sí hay que decirlo) a concebirse como una técnica del poder y el Estado. En este sentido, los distintos gobiernos necesitan a los pedagogos como artífices de sus ideologías. A lo que yo añado la posibilidad, que Liria no parece compartir, de que existan pedagogos coherentes que cuestionen, como el filósofo, hasta su propia sombra.

Aquí es preciso detenernos para aludir a las pedagogías metafísicas, o sea, productoras de sentido, de naturaleza humana o de “verdad”, que en realidad cubren y se anticipan al movimiento de lo real. También estas van cargadas de ideología y en esto se basa la defensa de una pedagogía formalista de las competencias, por cierto, en la desactivación de las teologías y metafísicas encubiertas que imponen un innecesario corsé a las valoraciones, investigaciones y hechos en la escuela. Es uno de sus principales argumentos, contrarrestar los sesgos de clase, etc. también insertos en la cultura y los contenidos (el currículo) de la escuela. Pero es preciso distinguir entre ellas y una Pedagogía a la que se adscribirían autores fuertemente críticos e incluso revolucionarios que han destacado la indefinición  antropológica (la Pedagogía lo ha llamado “neotenia” o “educabilidad”) y el carácter de construcciónpropio de todo lo humano, inspirando lucidez en quien se forma y comprensión acerca de nuestro carácter inacabado y por definir, que conduzca al educando a esa apertura que somos y que nos sitúe de un modo poético en la persona.

Entender bien esta doble posibilidad de la Pedagogía (metafísica y antimetafísica) es difícil, pero una cosa es clara. Si un pedagogo decide realizar la posibilidad crítica, llamémosla de nuevo así, ha de ligar su disciplina con la filosofía. Porque la Pedagogía es construcción y organización, pero también es lo que conduce (la “conducción” está presente en el significado etimológico del vocablo de origen griego “pedagogía”) al niño hacia donde ya no necesite ser conducido. No porque haya interiorizado una norma que lo limite, como pensará más de un irónico lector, sino porque el paso por la norma lo ha situado en el sedimento vivo de la humanidad, que será el lenguaje con el que va a ir re-creando y creándose. Para ser libres tenemos que partir de algo determinado, pues la libertad no se realiza en el vacío y la pura abstracción.

Hay en el texto de Liria una tesis valiosa que sí compartimos plenamente. Hasta ahora, como habrá comprobado el lector, le hemos dado en parte la razón y se la hemos quitado también en parte. La tesis a la que me refiero es la que señala la necesidad de continuar la reforma ilustrada de la universidad y del sistema educativo (de hecho este fue inventado o imaginado como tal en el siglo XVIII). La clave de la reforma de la Ilustración fue sencilla y al mismo tiempo un paso de gigante que hay que preservar: la asunción del carácter público y estatal de la enseñanza, lo que implicaba el definitivo despojo a la Iglesia y a sus órdenes religiosas del monopolio educativo. Pues la universidad había sido hasta entonces una institución concebida dentro de la Iglesia, de carácter eclesiástico (los estudiantes hasta el siglo XVII, como aparece en el Quijote, por cierto, vestían hábitos religiosos, por lo que los confundían en ocasiones con clérigos). La misión del nuevo sistema educativo laico y público era, pues, una sistemática propagación y recreación de “contenidos” mediante el trato regulado y organizado con los mismos durante varios años de la juventud que elevara a la ciudadanía a una considerable madurez crítica.

Frente al carácter religioso de las instituciones educativas y sobre todo de las universidades, la reforma ilustrada del siglo XVIII trató de despojarlas de la connotación “privada” de las mismas, para obligarlas a su control por parte de Estados que en el siglo XVIII se comprendían a sí mismos como instancias diferentes y separadas de la Iglesia (el despotismo ilustrado, con Carlos III por ejemplo en España). Así, se inventa la educación “pública” definiéndola como una gestión de la escuela ya concebida como un bien común y asunto de Estado, independiente de los intereses de la Iglesia. Esta fue la lógica subyacente a la invención de los modernos sistemas educativos, por los cuales el Estado irrumpe en las “almas” de los educandos, en el lugar que antes ocuparan las órdenes religiosas. Esto, por supuesto, y no es algo que Liria indique en ningún momento pues parte también, a mi juicio, de un excesivo platonismo de la verdad, tiene también su obvio peligro. En este sentido, es necesario preguntarse si estaríamos sustituyendo una Iglesia por otra, como advirtió el Iván Illich de los años setenta. Cada cual nos estaría formando en sus prejuicios. Pero Liria es tan entusiasta defensor de la idea de un sistema educativo público regido por la verdad que, en su denodada defensa del mismo, ha eludido la obvia posibilidad del inevitable adoctrinamiento bajo el disfraz de esa verdad eterna que convierte en faro de la escuela, y que también se hace desde lo “público”. Tropezamos aquí con algo que la filosofía sobre todo debe resolver, en particular la amplia corriente analítica y las teorías de la verdad pero sin olvidar los planteamientos de las filosofías más críticas dentro de la llamada filosofía continental que generalmente hemos “empleado” en algunos escritos.

Comprensible es, de todos modos, que Liria provisionalmente se aferre a su idea fuerte de una verdad inmarcesible y universal reinante en la escuela pública y su currículo, que pueda constituirse en garantía de una efectiva ilustración de la ciudadanía. Comprensible digo porque es el modo más sencillo para empezar a plantear su contundente y necesaria crítica a la reforma educativa que básicamente es, y dice bien, una vuelta al reino de lo privado en la enseñanza. Su defensa del ideal de la educación pública es tan apasionada que en varias ocasiones en su libro cuestiona las escuelas “libres” como Summerhill, de las que señala que suponen un retorno a lo privado en la institución que solo puede salvarnos siendo y permaneciendo verdaderamente pública.

La universidad se comenzó a concebir como algo “público” que garantizaba la mayor independencia en las ciencias, con cambios en el currículo tratando de superar la vieja ordenación medieval y un progresivo abandono de las humanidades, equivocadamente asociadas con lo conservador y lo religioso (prejuicio ilustrado que todavía hoy sufrimos). Sin embargo, curiosamente, el educador más crítico suele coincidir con quien defiende una mayor presencia de las humanidades que, como indica Liria, son, con la filosofía, aquello que mejor “bucea” en las “insondables profundidades” de lo humano que dan la clave a las propias ciencias. Porque, como él señala con sumo acierto, sin humanidades y sobre todo sin filosofía, el científico opera a ciegas, desubicado. No solo porque haga falta una filosofía de la ciencia, que la hace, sino porque la propia filosofía en general nos sitúa lúcidamente en relación con el propio camino que de hecho vamos caminando. El carril por el que circula cada ciencia es solamente iluminado en su extensión y sentido por la razón filosófica. Y quien dice aquí filosofía, dice la contemplación desinteresada y distanciada del propio acontecer, es decir, la teoría. La perspectiva teórica. Es la teoría la que nos aporta la mirada exteriorizante capaz de comprender en sus principios, fines y claves metafísicas, a las ciencias. Sin esta presencia de lo teórico, señala, el matemático por ejemplo no llegaría jamás a conocer lo que se trae entre manos. Sin teoría ni filosofía, las ciencias, y las letras, caminarían a ciegas, sin saber qué son, en qué consisten y desde qué perspectiva filtran y acceden a la realidad. Un científico, aun sabiendo mucho de operaciones, fórmulas, procedimientos, cálculo, etc., no llegaría nunca a conocer su ciencia. Sólo la mirada teorizante es la que accede a dicha “verdad” o ánima de su saber científico. Por eso, señala Liria, hay que salvar a la teoría, el punto de vista de lo teórico, en los planes de estudio de las universidades, como algo urgente. Aun más, porque al desaparecer la teoría, desaparece el modo de aproximación a lo real que se requiere para ser críticos.

En definitiva, Liria comprende la actual reforma acarreada por el Plan Bolonia introducido e implementado en España por el gobierno socialista de Zapatero, como un ataque al necesario carácter público de la universidad, es decir, al carácter ilustrado de la misma, a lo que en el siglo XVIII se convirtiera la institución universitaria. Para Liria, los promotores de la ideología que ha justificado todo esto han sido cómplices de una reforma que él tilda con gran razón de neoliberal, pero lo asombroso, señala, es que han sido pedagogos autoproclamados progresistas. Cómplices de idear una escuela absolutamente incapaz de promover una ciudadanía madura y que incluso en la asignatura estrella de Zapatero “Educación para la ciudadanía” lo importante fue, señala Liria, adoctrinar o dar las “verdades” sin su investigación, antes que generar el espíritu crítico fundado en lo objetivo despojado de intereses, que es donde sí debe cimentarse la ciudadanía y superar las atávicas injusticias y desigualdades. Primero hay que desarrollar el espíritu crítico y después vendrán las transformaciones. Pero sin una ciudadanía crítica, no puede haber ni libertad ni igualdad. Este raro fenómeno del apoyo de los políticos y pedagogos progresistas a las reformas neoliberales lo remonta a la crítica anti-institucional que la izquierda ha hecho suya desde los años sesenta del siglo pasado. Liria encuentra que por aquí se ha ido colando la mentalidad que ha propiciado el brutal ataque a una institución que, ni siquiera cuando ha cuajado en lecciones magistrales, lo ha hecho mal, según Liria. Se ha ido creando, con ayuda de esta sospecha de la izquierda, el terreno para que todo el mundo apoye el desmantelamiento de la universidad pública que conocíamos y que nos garantizaba la protección frente a intereses y corporaciones privadas. Sin embargo no encuentro en su libro un tratamiento bien fundado y serio, antes de despachar autores y filosofías, o pedagogías como la de Freire, que no merecen ese tratamiento ligero y demandan ser consideradas muy en serioAl menos podía haberse referido a estas discusiones en la actualidad filosófica y citar fuentes para que el lector decida. No se trata, tal como él lo plantea, de establecer una dicotomía ingenua entre defensores de la opinión (doxa) y defensores de la verdad.

Pero continuando con su exposición, señala que la Pedagogía habría contribuido al fatal desmantelamiento de lo público propagando el recelo ante los profesores, considerados todos demasiado teóricos y academicistas y malos enseñantes. Es aquí donde la profusión de metodologías supuestamente más participativas y lúdicas estaba servida. Es la contribución que, según Liria, los pedagogos hemos ofrecido al neoliberalismo. Para Liria la clave es justamente lo contrario, si se quiere frenar la revolución neoliberal: fortalecer una enseñanza basada en el conocimiento y el trato profundo con los “contenidos” que describíamos al principio y no centrarse en el frenético e incesante cambio de metodologías docentes que se está creyendo que es la clave de la mejora educativa y que se impone saltándonos la libertad de cátedra. Porque con el ataque a la institución, afirma Liria, se ataca también a la figura y dignidad del profesor que ha de supeditar, ante su supuesta incompetencia, lo que hace a constantes evaluaciones externas y a los métodos o contenidos que se le imponen desde fuera. Algo que viene bien a la privatización de la enseñanza, que, recordemos, Liria entiende como la pérdida de su función pública que garantizaba la independencia en la investigación científica que genera el progreso, es decir, la investigación libre y solo motivada por el afán puro de conocimiento y verdad.

Al tornarse privada, la universidad ya no cultiva el saber por el saber, o la ciencia como conocimiento válido en sí mismo, sin someterse a fines ajenos (empresariales). Ahora es preciso enfocar los planes de estudio, guías docentes e investigaciones según los requerimientos del mercado y las grandes empresas y mecenas. Esta peligrosa reducción de lo científico puede ofrecer ventajas y beneficios hoy a los empresarios, pero a la larga es, y tiene Liria toda la razón, suicida. Acabará no dando ni siquiera beneficios ni productos, patentes o buenas inversiones para las empresas, pues es el primer paso para destruir la creatividad que justamente el avance de la ciencia básica produce.

En esta misma dinámica privatizadora y neoliberal se entiende el fomento del “emprendedor”, de las balsámicas tácticas para, regulando lo afectivo, sentirse mejor en un mundo brutal sin que se nos pase por la cabeza ni siquiera cambiarlo (en sus estructuras, por supuesto, no con cambios “interiores” o “espirituales”), el menoscabo de la instrucción frente a la educación, lo que en el lenguaje empleado por Liria esto equivale a la sustitución de los contenidos por lo meramente afectivo que designa el término “educación” para él, un término vinculado a la construcción del carácter y las emociones pero no de la razón, explica en el libro. Esto también, hemos de señalar, es muy cuestionable pues resulta imposible separar ambos extremos (la instrucción que él señala, por un lado, y lo que él denomina “educación, por el otro). Pretender la mera función de instruir a secas por parte de la escuela es otro fantasma. Es irreal, como la tradición pedagógica ha señalado, la que no puede despacharse como él hace en dos minutos y que incluyen desde Platón a Comenio, Locke, Rousseau y muchos de los que podríamos considerar ilustrados. Al instruir ya se están activando y construyendo afectos, como él en ocasiones reconoce. Así que tan irreal y nefasto es suprimir lo instructivo en la escuela, como suprimir lo emocional y afectivo. De nuevo nos parece que ha desarrollado una dicotomía algo simple con fines quizás divulgativos y como un primer paso en estos asuntos, pero una dicotomía que ahora habría que matizar y pulir mejor. Es este pensamiento, precisamente, de lo educativo, que pule y matiza, lo que yo entiendo por Pedagogía. Justo eso es su tarea. Pensar la educación.

A nivel de teorías pedagógicas, lo que sustenta las tesis de Liria es el ataque que emprende, aunque apenas lo explica ni desarrolla, al constructivismo pedagógico cuyo origen ubica en Rousseau y Dewey. Tengo que expresar que lamento haber echado en falta un buen análisis de ambos autores, cuyos matices y pensamiento no pueden despacharse con dos frases. Son autores muy serios. No obstante no le falta alguna razón a lo que indica en el siguiente párrafo: “La aspiración a alcanzar verdades objetivas resulta incómoda y puede afectar negativamente al pensamiento positivo de los ‘esclavos felices’” (p. 221). Esto encaja con la vigorosa defensa que el profesor Liria hace de la Modernidad, de lo mejor de la Modernidad (pasando de un modo fugaz por la crítica foucaultiana a la misma a la que alude también denostándola, pero este es otro tema que no vamos a tratar ahora). Esta Modernidad vinculada a las instituciones educativas públicas que significa un avance y mejora respecto a modelos “feudales” (la palabra es de Liria) que son en realidad “privados” (de nuevo, la vinculación de lo feudal con lo privado, creo que con acierto, es de Liria). Según esto, no solo no estaríamos superando el tan cacareado feudalismo universitario sino que, gracias a Bolonia, estamos cayendo de bruces en él, como en plena Edad Media. O sea, la dirección y organización del conocimiento en función de intereses privados que tiñen, así, el “progreso” y la investigación científica (así como el deterioro de las humanidades) con los fines de sectores privados (las empresas) de la sociedad.

Por último, tenemos que lanzar otra crítica a Liria, a pesar de que compartimos lo esencial hasta cierto punto y que ha tenido el gran mérito de poner en marcha precisamente el pensamiento pedagógico (me consta que su libro se ha leído y comentado en reuniones y seminarios sobre educación en alguna Facultad de Ciencias de la Educación que me es bien cercana). Si retornamos a una vinculación de la Pedagogía con los contenidos, como hervidero para el pensamiento y la transmisión de los mismos, sin reducirla a un saber técnico de “asesores” y “expertos” en aprender a aprender, sí existiría una salvación para la misma que Liria no parece contemplar. La pista para haber sido más optimista se la habría dado el estudio de la tradición (histórica y teórica) de la Pedagogía que nació, como tanto he señalado en este blog y en líneas anteriores, de la mano de la filosofía. Es decir, es la Pedagogía desligada de la reflexión filosófica la que deviene en el modelo que él está criticando. Pero, como he defendido en abundancia, si la Pedagogía recupera su prurito original filosófico y, aun más, su alma filosófica, ya no la tendríamos reducida a un frenético trasiego de innovaciones buscando la irreflexiva alegría y la “utilidad” de lo que sucede en un aula despojada de la figura y dignidad del maestro. Porque la Pedagogía, en realidad, ha sido de contenidos siempre, aunque ligara como es obvio la transmisión de los mismos a la confección puntual de planes de estudio y formas de organización de la enseñanza y el currículo o didácticas y metodologías de aprendizaje (por decir uno, Comenio). Ha pensado la transmisión racional de la cultura y la formación del educando dentro de un trato directo con la misma. En esto ha consistido la tradición pedagógica que tengo el honor de cultivar. El esfuerzo por generar pensamiento y no dogmas en los espacios escolares y en la universidad.

Y para finalizar deseo solamente apuntar que la pedagogía de Paulo Freire que Liria afirma en algún pasaje de su libro que nunca “le ha dicho demasiado”, sí merece ser tenida en cuenta, precisamente por su carácter crítico y racional, no porque como a él le parece, participe de la disolución de la idea de conocimiento y de verdad que es preciso esgrimir para transformar el mundo y sobre todo para hacer personas libres y críticas. Todo lo contrario. Freire es la realización más perfecta de lo que Liria defiende y no es razonable zanjar su teoría como si el brasileño estuviera justificando, como señala nuestro autor, el aniquilamiento de la verdad por la opinión. Pero lo de Freire da para mucho y como es un tema muy serio lo dejo para más adelante. Solo deseo adelantar que su pedagogía representa precisamente ese estilo de Pedagogía de contenidos que implica la asimilación de los mismos, su puesta en acción, su vitalización, evitando el peligro dogmático que se le achaca a la pedagogía de contenidos por parte de quienes abogan por educar en competencias. Es decir, Freire se toma muy en serio la cultura, su transmisión y su recreación más allá de intereses espurios. Esta es su clave. La desideologización. Uno de los más efectivos esfuerzos que la Pedagogía ha hecho por realizar los ideales educativos que tanto Liria como yo defendemos y que es, por cierto, profundamente racionalista e ilustrado. Aquí nos detenemos hoy para explicar más adelante con mayor precisión, justificándolas bien, estas afirmaciones con las que termino mi ya larguísima entrada. 

Bibliografía

Fernández Liria, C. et al. (2017). Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Madrid: Akal.

Fuente del Artículo:

https://educayfilosofa.blogspot.mx/2018/04/defensa-de-la-pedagogia-pesar-de-todo.html

Fuente de la Imagen:

https://www.akal.com/libro/escuela-o-barbarie_35221/

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El sentido actual de la Teoría de la Educación: crítica de la “Pedagogía de las competencias”

España / 1 de abril de 2018 / Autor: Marcos Santos Gómez / Fuente: Paideia. Educación y Filosofía

El sentido y la enorme importancia de la Teoría de la Educación en la Pedagogía y en las Ciencias de la Educación estriba en que la teoría educativa representa el modo de pensar lo educativo que nos posibilita ejercer la crítica y el análisis distanciado respecto a los sesgos ideológicos latentes en las didácticas y pedagogías “prácticas” o descriptivas al uso. Se trata de un modo de aproximación a lo educativo que puede (aunque no siempre lo sea) ser crítico, ya que crea la distancia teórica o teorización, el movimiento en la “mirada” al “objeto” que englobamos en el término “educación”, con una pretensión de universalidad e intemporalidad que, con todo lo que tenga también ello de problemático, salva del excesivo apego a lo que se nos presenta en la educación como algo “natural”, “bueno”, “progresista”, “transformador”. Es decir, la buena crítica ha de fabricar esta suerte de espacio impermeable a la ideología garantizado por el ecuánime dar razones y argumentos discutiendo sobre la propia tradición, con una mínima pretensión de verdad, que desborde el objetivo de lo meramente útil o pragmático (aquí nos desviamos del gran Dewey, aunque no se le deba despachar en cuatro líneas ni mucho menos). El mismo espacio independiente que, por muy fantasmal que sea e inexacto que parezca, hemos defendido reiteradamente en este blog para la institución universitaria.

Así se explica que la Teoría de la Educación no sea a veces muy querida. Se aluden dos razones para este desamor. Una sería que su armazón de cristal significa una rancia y conservadora celda para el alegre y vivo discurrir de la práctica educativa, en el “aula feliz” y lúdica que hoy todos pretender realizar. Se vincula con posiciones ideológicas tradicionalistas, incluso de derechas, próximas a modelos teológicos cristianos y con una fuerte impronta academicista y escolástica, en el peor sentido de estos adjetivos. Y su corsé además de ideológico y por tanto cómplice de una cierta manera de ser y estructurarse la sociedad, frenaría el dinamismo de la realidad educativa a la que por querer mirar de tan lejos y fríamente, no llegaría a observar apropiadamente, echando mano de prejuicios miopes a la hora de seguir el concreto, espontáneo y feliz acontecer del aula. Se dice esto como una de las razones que sus detractores esgrimen para ir marginándola en eventos educativos, planes de estudio, publicaciones, etc.

Digamos que si esta objeción manifiesta parte de razón, sospechamos que en no pocas ocasiones en que la teoría “amenaza” con desbordar este peligro de albergar ella misma, como conjunto de “contenidos” y “verdades” previos y universales sobre la educación un prejuicio de tipo ideológico e interesado, sucede todo lo contrario y por tanto es temida de manera más o menos inconsciente precisamente por suponer un modo de abordaje crítico, desafiante y socrático de lo educativo. Si engrasamos la estructura un tanto fósil de ciertos modos de entender la Teoría de la Educación, nos topamos con un saber que aunando reflexión con observación, sea capaz de lanzar todo por los aires.

Es esta presencia potencial de lo socrático en ella, la que más se teme y contra la que el actual gremio pedagógico (curiosamente más por parte de pedagogos “progresistas” a pesar del sesgo neoliberal que estas novedades encierran, como veremos), se está armando con conceptos como el de “competencias”. Por comodidad, intereses personales y partidistas, ignorancia, miedo, o por todo ello a la vez, el latente riesgo de la pregunta y la impugnación se erige como lo que realmente exilia a este modo teórico de abordar lo educativo del reino de las ciencias de la educación. Se asume con excesiva ligereza que la función de estas ciencias y de todo saber en torno a lo educativo es de un modo u otro una asunción del contexto educativo en el que nos desenvolvemos, una asunción miope y clausurada en sí misma, que empieza y acaba en lo que la realidad práctica de la escuela nos presenta. Incluso esto se justifica como un modo de acercar la reflexión pedagógica al campo donde se desarrollan las lides educativas. Y todo el mundo asiente con complacencia. Lo que no se ajuste a estos márgenes de lo existente, de lo dado, de lo que de hecho pasa en la escuela y los datos que lo acompañan, es tachado de retrógrado e inservible, porque se presupone que es la utilidad lo que ha de dinamizar a la escuela y a todo lo relacionado con la educación. Una utilidad que estriba en acoplarse adaptativamente al medio social, lo que se expresa en los términos de “acercamiento de la escuela a la sociedad”.

Y con lo teórico, en el ámbito de las ciencias de la educación, cae también el currículo “tradicional” basado en contenidos. Igual que la teoría es suplantada (que no complementada o puesta a discutir) con saberes no ya científicos, muchas veces, sino técnicos, en el currículo ya no se estila el viejo abanico de asignaturas y materias, que ahora se sustituye por un aprender a aprender vacío, como destreza, como clave de lo que se van a llamar “competencias”. Todo esto se justifica como una forma de eludir, decíamos, el sesgo ideológico de lo teórico y de la tradición, del conocimiento básico acumulado. Las competencias que es lo que ahora hay que enseñar en lugar de los antiguos contenidos (temas, autores, etc.) vienen a constituir un saber técnico y formal, una especie de destreza que se aprende para aplicar, flexiblemente, a distintos contextos. Así, al niño se le enseña a “leer” su realidad, aunque jamás en el modo de Paulo Freire, que implica una lectura crítica y transformadora, sino como una captación de los problemas prácticos que emanan de nuestra interacción e integración en un contexto (social, cultural, laboral) determinado. Hay que enmarcar bien el problema, definirlo, y resolverlo, para lo cual se echa mano del ingente paquete de contenidos que se encuentra depositado en internet (para esto se enseña hasta la saciedad un buen uso de las TIC). Pero nótese bien que sólo se acude a buscar lo que precisa, de manera directa y exacta, la resolución de nuestro problema concreto, que es además la fuente de los muy cacareados “intereses” del niño. Se enseña al niño a buscar y utilizar solo lo que le sirve y le seduce por su presencia preponderante y llamativa, como problema, en su realidad inmediata. A esto se le llamó “aprendizaje significativo”.

Diré solo una objeción a todo ello: Si se problematiza solo lo que el medio nos presenta como problema práctico, encajándonos bien en sus márgenes, leyes y formas, asumiendo sus reglas para interactuar exitosamente en el mismo y que este nos premie, no hay lugar en un saber competencial para problematizar al propio medio en sí. Es decir, se elude no ya la posibilidad de ceder a las ideologías presentes en el medio, sino la posibilidad de impugnar críticamente el medio, el momento, la inmediatez de lo dado. O sea, no solo no nos evadimos de lo ideológico, sino que nos incapacitamos para captar lo ideológico en cualquiera de los contextos (cultural, laboral, social) en que nos hallemos inmersos. Porque, paradójicamente, los contenidos hacen falta para aprender a aprender y sobre todo para aprender a crear ese espacio impermeable y distanciado de la teoría, que por mucho que tenga de ficticio (asunto complejo que aquí no podemos abordar y que nos llevaría a la discusión sobre la verdad y las teorías de la verdad en filosofía o epistemología) resulta imprescindible para crear la necesaria y salvadora distancia con el “objeto”. Sólo en el océano de la tradición es posible aprender a nadar. En seco, en mitad de un desierto, es imposible ni siquiera comprender en qué consiste pensar. Y el agua que nos sacia y deslumbra no es solo la del pequeño arroyo más cercano, sino la de ríos inmensos que aun estando cerca no sabemos ni siquiera mirar o la del mar inconmensurable e inabarcable que se adivina.

O sea que no nos remitimos tanto como lo hace Fernández Liria, en el libro que nos inspira estas reflexiones, a un cierto platonismo de la verdad inmarcesible, sino, dentro de planteamientos críticos con la Modernidad, seguimos empeñados (como casi todos los autores denominados erróneamente bajo la etiqueta de posmodernos) en que es posible pensar, ser críticos y propugnar una mejora de la vida e historia humana. Incluso sospecho que el tan cuestionado pragmatismo de Dewey al que Liria vincula con estas teorías pedagógicas anti-teóricas, también nos llevaría a ello, porque no es la seriedad de pensadores como Dewey o Rousseau lo que está a la base de la auténtica destrucción del conocimiento que estamos viviendo. Tampoco se sabe nadar en esos mares.

Sería necesario, es verdad, mucho más trabajo y espacio para justificar esto que estoy diciendo. Bástenos por ahora con haber infundido una micra de sospecha en la férrea trama de la actual pedagogía de las competencias que solo una Teoría de la Educación consistente puede desafiar. 

Libro citado:

Fernández Liria, C., et al. (2017). Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Madrid: Akal.

Fuente del Artículo:

https://educayfilosofa.blogspot.mx/2018/03/el-sentido-actual-de-la-teoria-de-la.html

Fuente de la Imagen:

¿Sabes cuáles son las competencias profesionales que buscan las empresas en 2017?

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Sobre el mediocre desprecio a la pedagogía

España / 10 de septiembre de 2017 / Autores: Jaume Martínez Bonafé y Julio Rogero / Fuente: El diario de la educación

La recuperación de lo mejor del proyecto de escuela pública y la crítica contundente a los discursos neoliberales en educación requieren de diálogos multidisciplinares e interdisciplinares y miradas que ayuden a complementar perspectivas y análisis.

«Cuántos siglos necesita la razón para llegar a la justicia que el corazón entiende instantáneamente»
(Concepción Arenal)

Al hilo de los últimos artículos de Jaume Carbonell y Enrique Galindo (primerosegundo tercero) en torno al debate surgido con motivo del libro Escuela o Barbarie, aportamos nuestra breve reflexión sobre un tema que aparece de forma reiterada en determinada literatura promotora de cierta “antipedagogía”, en algunos aspectos justificada y, en otros, no tanto: la descalificación a todos los pedagogos y todas las pedagogas como los y las culpables de los males que aquejan a la escuela pública de nuestro país.

En esos textos se ligan conceptos y prácticas como la innovación educativa, la comprensividad, el constructivismo, la inclusión educativa, la pedagogía activa, las metodologías educativas, el aprendizaje a lo largo de la vida, el “aprender a aprender” con la penetración de las grandes corporaciones en el mundo de la educación para colonizarlo y ponerlo al servicio de la economía capitalista neoliberal. Un ejercicio intelectual que corre con el riesgo de mezclarlo todo y descalificar de forma generalizada a colectivos enteros. Parece que lo único bueno es la instrucción ilustrada y la razón frente a la educación basada en la emoción.

Eso es lo que está pasando, desde hace tiempo, en algunos sectores del profesorado que sistemáticamente culpan de los males de la educación y de la escuela pública a los pedagogos y a la pedagogía, a las facultades de educación, a los orientadores, a la comprensividad y la inclusión como instrumentos del neoliberalismo (que no dudamos que en algunos casos puedan ser utilizados para sus intereses), a las metodologías activas, a la innovación, a la renovación pedagógica, a la izquierda, “al establishment progresista, incluyendo la Institución Libre de Enseñanza y sus herederos”…

Visto así, nos parece que el desprecio a la pedagogía (en singular) no es más que el desconocimiento de un complejo campo social en el que se vienen enfrentando, desde hace tiempo, discursos y prácticas pedagógicas muy diferentes. Como seguramente ocurre con otros ámbitos del saber y de las prácticas sociales, por ejemplo, la filosofía, donde sabemos que tampoco hay un discurso único.

En el estado español vienen desarrollándose propuestas de renovación pedagógica donde claramente el proyecto transformador se vincula a la lucha por la dignificación de la escuela pública y por hacer lo más eficaz posible el derecho de todos a la educación y el acceso, sin ningún tipo de barreras, al amor por el conocimiento. Desde ese criterio político no hay renovación pedagógica al margen del proyecto de escuela pública, en el que se concibe a la educación como un derecho del sujeto -individual y colectivo- a crecer intelectual, cultural y socialmente emancipado.

Nunca, en ese proyecto, se desvinculó la lucha por un conocimiento emancipador del mejor método para su enseñanza y aprendizaje. La obsesión por una didáctica instrumental vacía de reflexión crítica sobre el sentido y la función del conocimiento que construir en la escuela forma parte de una larga tradición pedagógica muy combatida por los planteamientos de las pedagogías críticas.

La crítica de quienes, reclamándose en una posición ilustrada -ideológicamente cargada-, simplifican la lectura y el análisis de los proyectos pedagógicos críticos, en nada favorece la urgente y necesaria reflexión sosegada sobre el avance de los modelos mercantilistas para la educación. Las miopes miradas paternalistas y los lenguajes autoritarios con los que se suele simplificar el esfuerzo intelectual, político y práctico de muchos docentes e investigadores comprometidos con la defensa y dignificación de la escuela pública, puede ser el síntoma de una comodidad intelectual y una ausencia de esfuerzo de quienes nunca aceptarían esto mismo de sus alumnos de bachillerato y de universidad.

La recuperación de lo mejor del proyecto de escuela pública y la crítica contundente a los discursos neoliberales en educación requieren de diálogos multidisciplinares e interdisciplinares y miradas que ayuden a complementar perspectivas y análisis. Tergiversar argumentos, descontextualizar la lectura de proyectos educativos y prácticas docentes o simplificar la complejidad de un campo social en el que se cruzan hoy combates tan evidentes por el dominio del discurso sobre la escuela, es hacer un flaco favor a la necesaria contrahegemonía. Y así nos va. Por ello nos parece importante que se abran espacios de diálogo sin prejuicios, sin saltos en el vacío, sin descalificaciones, con argumentos, con coherencia.

Jaume Martínez Bonafé y Julio Rogero Anaya. Miembros de los Movimientos de Renovación Pedagógica

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http://hansmejiaguerrero.blogspot.mx/2015/05/fobia-la-pedagogia-y-desprecio-los.html

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España: Usted está aquí La educación en los tiempos del colapso

España/ 11 de julio de 2017/ Autor: Colectivo Puente Madera/ Fuente: http://www.tercerainformacion.es

Los pasados días 3 y 4 de julio se celebró un curso de verano de la UCLM titulado Un mundo en cambio. ¿Cómo cambia la Universidad y el sistema educativo? Aprovechamos para felicitar a su director, Gregorio López, y al resto de la organización por el éxito de las jornadas. Lo cierto es que todas las ponencias y mesas redondas, con sus respectivos debates, resultaron enormemente esclarecedoras. Por cierto, y ahora que él no nos oye, qué gran tipo es Goyo. Qué afabilidad, qué cordialidad, qué generosidad, qué coherencia, qué sensatez, qué inteligencia… En fin, qué lástima no tenerlo como diputado regional por apenas un puñado de votos mal contados. Esperemos que algún día la izquierda sea capaz de superar sus tribalismos y aprender de sus propias torpezas.
Como indica el título, el curso pretendía analizar las grandes transformaciones que se están produciendo a escala mundial y comprobar hasta qué punto y de qué manera el sistema educativo experimenta o detecta dichos cambios. Así, por ejemplo, la iraní Nazanín Armanian explicó que son el petróleo, el gas natural y los intereses geoestratégicos de las grandes potencias, y no los enfrentamientos religiosos, la causa de las crímenes contra la humanidad que se están cometiendo en Oriente Medio. Los medios lo ignoran, o lo ocultan, y el sistema educativo resuelve la masacre en Historia de 4º de ESO con un párrafo perdido del último tema, al que nunca se llega porque los contenidos están inflados artificialmente para que nada pueda tratarse con un mínimo de profundidad.
Carlos Taibo, por su parte, disertó sobre la proximidad del colapso del capitalismo como consecuencia de la presión ilimitada que están ejerciendo los países ricos sobre unos recursos limitados. España, por ejemplo, que tampoco es nada del otro jueves, necesitaría multiplicar su territorio por 3’5 para conseguir la superficie de suelo necesaria para generar los productos que actualmente consume. Eso quiere decir, en resumen, que estamos saqueando a los países empobrecidos y que nos estamos comiendo ya lo que correspondería a las generaciones futuras. ¿Impacto de tal evidencia en, por ejemplo, las facultades de Economía? Pues nulo, al margen del voluntarismo encomiable de algunos docentes herejes que descreen de Adam Smith y Milton Friedman.
Pero podría dar la impresión de que el sistema educativo no cambia. Y… ¡vaya que si cambia! Carlos Fernández Liria y Enrique Galindo hablaron del proceso de mercantilización galopante que afecta desde primaria a la universidad. Dicho proceso consiste, básicamente, en poner la educación pública al servicio de los mercados para formar productores-consumidores en vez de ciudadanos. La cosa es más grave de lo que parece, en serio. No dejen de leer su libro Escuela o barbarie, del que también es coautora Olga García.
El hecho de que el sistema esté cada vez más al servicio de la economía no quiere decir que esté más conectado con la realidad. El joven médico David García Rivero lamentó que en la facultad no le hubiesen enseñado que el estado de salud de los individuos y de la sociedad “depende más del código postal, que del código genético”. “Si me llega un paciente con desnutrición porque lleva tres días sin comer, ¿darle un bocadillo se puede considerar una terapia?”, se preguntó en cierto momento. La conclusión de su exposición es tan sencilla como terrible: la peor enfermedad y la que más mata se llama capitalismo, y no se cura con pastillas.
En efecto, y al hilo de lo anterior, la antropóloga ecofeminista Yayo Herrero alertó de que el modelo económico dominante “le tiene declarada la guerra a la vida”. Por lo tanto, es necesario gestionar el planeta de otra forma (justa, solidaria, sostenible…) si se quiere evitar el más que previsible colapso. Y, a nuestro juicio, para conseguirlo es imprescindible que los partidos de izquierdas (los de derechas, ya tal…) den el paso de incluir los principios del decrecimiento en sus programas, porque la política, igual que la educación, debe ponerse al servicio de la verdad y la vida, y no al revés. Además, como decía Marx, los cambios en la estructura económica exigen cambios ideológicos inmediatos. Pues, hala, ya estamos tardando.
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