El fascismo de la amapola y el sistema educativo inglés

Por: Kerron Ó Luain

‘Y aún te enseñan en la escuela acerca de aquellos gloriosos días de dominio’.

Lo que Jon Snow, periodista del Channel 4 (de la television inglesa), identificó sabiamente como ‘fascismo de amapola’ [la amapola es en Gran Bretaña el símbolo de los caídos, originalmente de la I Guerra Mundial, y se lleva en la solapa todos los meses de noviembre a modo de homenaje] llegó a su crescendo este fin de semana, como sucede con más vitalidad con cada año que pasa. Sin embargo, este año de 2018, dado que  era el centenario del  Armisticio de la I Guerra Mundial, el tono del crescendo se ha sentido más agudamente de lo habitual.

Cuando a mediados de semana veía Sky News Live en YouTube desde mi apartamento de Filadelfia, irrumpió en la pantalla un niño que sin darse aparentemente cuenta proclamaba la importancia de transmitir el ‘conocimiento’ de la I Guerra Mundial tomándolo de quienes habían vivido antes que él. Este segmento se retransmitió junto a una información sobre un  ‘artista’ [léase, ‘lunático’], de nombre Rob Heard, que a lo largo de cinco años había tallado miles de figuritas de madera de soldados británicos muertos en el conflicto y los había esparcido por el suelo de alguna parte de Inglaterra para conmemorar este centenario de una matanza fútil. Nada de contexto, nunca.

Para que no nos superemos y asumamos que termina aquí el fanatismo, se nos recuerda de modo intermitente a lo largo de la semana desde diversas fuentes de noticias inglesas que se encienden 10.000 antorchas cada noche (¿se acuerdan de esas antorchas que portaban los fascistas de Trump en Charlottesville el año pasado?) en la Torre de Londres para  recordar a los ‘caídos’.

Pero la breve entrevista del canal Sky al joven desencadenó en mí el recuerdo de uno o dos versos del principal trovador político irlandés de estos tiempos, DamienDempsey:

Y aun te enseñan en la escuela
Acerca de aquellos gloriosos días de dominio
Y cómo es tu destino
Ser superior a mí

¿Cuál debe ser el programa escolar de Historia de estos niños en el país sobre cuyo imperio no se ponía jamás el sol? Una somera pizquita («smidgeon» en ingles, una palabra prestada del irlandés, o sea, del «gaeilge») de investigación revela que, aunque el programa principal de las escuelas en Inglaterra, y forzosamente por extensión de  Gales y Escocia, mencionaba la historia de la colonización de otros países, esos aspectos no eran ‘obligatorios’. En lo esencial, existe una lista ideal de aspiraciones de lo que el niño y la población adolescente en general del Reino Unido deberían aprender en el colegio, pero lo que sabemos en realidad se reduce en la mayoría de los casos al banal estudio del linaje real, o, en muchos casos, al homenaje imperial/capitalista.

¿Cómo puede el Estado irlandés, o quienes residen en él, sostener una queja justificable sin parecer hipócritas? ¿No permitimos la eliminación de la historia del ciclo del Junior Cert [enseñanza medial] como materia principal? Sin protestas, sin un murmullo, de verdad.

Los protagonistas del discurso decolonial en tiempos modernos parecen provenir, no de Irlanda sino de otros lugares, de otras cimas anteriormente coloniales. ShashiTharoor, parlamentario y especialista académico indio, se ha manifestado ruidosamente en años recientes sobre el violento colonialismo de Gran Bretaña y el Raj [el dominio británico de la India] en su país de origen. Sin embargo, todos los crímenes de Gran Bretaña parecen haber caído en el silencio en Irlanda – primera colonia de Inglaterra  ‘para que no olvidemos’ – como se restriega cada mes de noviembre.

Ciertamente, no sólo considera el llamado Estado irlandés que queda bien erigir una escultura estridentemente grande de un ‘soldado inolvidable’ de la I Guerra Mundial en uno de los lugares donde se fraguó la resistencia revolucionaria republicana en 1916 (St. Stephen’s Green), siendo sus promotores gente como Leo Varadkar (Taoiseach/Primer ministro) y Frank Feighan (diputado [TeachtaDála] /Ministro/lamebotas general de Occidente y los británicos) que insisten en que llevemos un trébol adornado con una amapola teñida de sangre. Vaya impostura, desde luego.

Los oponentes sacarán a relucir la habitual defensa: que deberíamos recordar a ‘todos los que murieron’ en el pasado, por razones humanitarias. Con ello, sin embargo, se pasa por encima del elemento recordatorio real de la amapola, que resulta supuestamente tan central para su simbolismo. Los actuales soldados británicos – que han servido en Afganistán e Irak – conceden regularmente entrevistas a los medios británicos que vinculan claramente la carnicería sin sentido de antaño con las proezas imperiales contemporáneas.

¿Por qué no se sugiere lucir la amapola blanca alternativa (que carece de los antecedentes de la Legión Británica), que simboliza la paz y el final de todas las guerras? La respuesta sencilla y más cierta es porque la amapola roja – por oposición a la blanca – se utiliza para promover un orden del día militarista en Gran Bretaña, que de modo espeluznante recuerda al militarismo de principios del siglo XX en los preliminares de la I Guerra Mundial.

La ironía de todo esto, por supuesto, estriba en que deportistas como James McClean, jugador internacional de fútbol de la ‘República’ de Irlanda, que se atreven a rechazar este rancio militarismo/fascismo de la amapola, afrontan la ira de una franja enorme de la opinión pública británica cuyos ancestros lucharon supuestamente para sofocar el avance del autoritarismo y la intolerancia entre 1939-1945. Para que no olvidemos, desde luego.

Fuente: https://www.counterpunch.org/2018/11/12/poppy-fascism-and-the-english-education-system/

Traducción: Lucas Antón

Fuente: http://www.bitacora.com.uy/auc.aspx?10170,7

 

 

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Biografía de un protagonista de la República de los Consejos de Baviera

Reseña de “Una juventud en Alemania” de Ernst Toller

Por: Jesús Aller

Ernst Toller nació el año 1893 en Samotschin, en una Polonia que era alemana entonces, de familia judía y bien a tiempo para que el fervor nacionalista, contagiado como un mal virus, lo llevara voluntario a las trincheras de la I guerra mundial. Ellas forjaron su carácter, y de ellas salió rebelde en cuerpo y alma contra la desidia de dios y la infamia de los hombres, y contra la servidumbre en que el miedo nos ata. En 1918 participó en la constitución de la República de los Consejos de Baviera, tras cuya derrota fue condenado a cinco años de prisión que cumplió íntegramente.

A partir de 1919 Ernst Toller alcanzó cierto éxito como autor de piezas teatrales expresionistas, cuyos personajes trataban de mostrar arquetipos del devenir social, pero su carrera se vio interrumpida por el acceso de los nazis al poder en 1933, que lo llevó al exilio en Inglaterra y luego en los Estados Unidos, y a volcar sus energías en la tarea de alertar a sus contemporáneos de la necesidad de plantar cara al fascismo. En los años 30 viajó varias veces a España y desarrolló una solidaridad con el torturado pueblo español como para hacerle quitarse la vida tras la derrota definitiva de éste, el 22 de mayo de 1939 en un hotel de Nueva York. Una juventud en Alemania fue publicado en 1933 y aparece ahora en castellano (Pepitas de calabaza, 2017) recuperando una traducción de Pablo Sorozábal Serrano y con prólogo de Carlos García Velasco.

El libro echa a andar con una nota fechada el día de 1933 en que las obras de Toller son quemadas en Alemania. En ella constata la urgencia de comprender el pasado si se quiere descifrar el presente, y de analizar los errores que han traído el triunfo de la barbarie. Se trata de percibir, sobre todo, que no es que la razón haya fracasado; en realidad nunca tuvo poder y sólo un simulacro suyo fue venerado. Con este espíritu, Toller rememora su infancia en un país en el que alemanes y judíos, solidarios en su germanidad, rivalizaban con polacos por lo general más pobres. Él, un niño rico y judío, conoce pronto el placer de “colocar las palabras una tras otra”, progresa en sus estudios y los continúa en Francia tras la muerte de su padre. En Grenoble acude a la universidad y viaja luego por Provenza.

Regresa a Alemania con el comienzo de la Gran Guerra y en Múnich se presenta voluntario. Es admitido en artillería y tras unos meses de instrucción, en marzo de 1915 se ofrece para ir al frente. Cerca de Metz participa en el cañoneo de posiciones francesas y siente por primera vez el soplo helado de la muerte. En otro destino al este de Verdún es ascendido a suboficial. Sus impresiones son las de tantos que sufrieron aquello: “El infierno sería mejor que esto; los cadáveres provocan pavor pero no piedad”. Después de trece meses en las trincheras, enferma y es declarado inútil. En Múnich estudia y escribe con ahínco y se une al círculo donde brillaban Thomas Mann y Frank Wedekind, pero es incapaz de olvidar. Piensa que se debería hacer algo para tratar de detener la matanza e interviene en la creación de una asociación pacifista. Entre virulentos ataques reciben cartas de apoyo de Albert Einstein y Gustav Landauer.

Cuando Toller tiene acceso a documentos que ponen de manifiesto la responsabilidad de las autoridades alemanas en el comienzo de la guerra, no tarda en comprender que tras ella se esconde sólo el afán de lucro y que es un movimiento más de la máquina infernal del capitalismo. Por entonces conoce además a Kurt Eisner, líder de los socialistas independientes que luchan por poner fin al conflicto, y toma contacto con unas masas obreras pujantes y pletóricas de ideas. En Múnich, apoya los huelguistas que exigen un armisticio y es encarcelado. Cuando el maltrato hace que su salud se resienta lo llevan al hospital militar y sólo en el verano de 1918 está libre por fin. Pronto, la revuelta se extiende por el país; el 9 de noviembre Karl Liebnecht proclama en Berlín la República Socialista Alemana, mientras el káiser huye a Holanda.

Ernst Toller desgrana sus recuerdos de aquellos días. En Múnich colabora con el gobierno revolucionario del Estado Libre de Baviera, que preside su amigo Eisner, y en diciembre viaja a Berlín para asistir al congreso de consejos. Éste toma la desastrosa decisión de renunciar a asumir el control total de la situación y da con ello el golpe de gracia a la revolución, mientras la reacción, con la inestimable ayuda de los socialdemócratas, se envalentona y los empresarios arman fuerzas paramilitares. Sus hazañas llegan pronto; Karl Liebnecht y Rosa Luxemburg son apaleados y asesinados el 15 de enero de 1919 y Kurt Eisner recibe un disparo por la espalda el 21 de febrero. Es entonces cuando, con las masas en efervescencia, el 7 de abril de 1919 (no el 17 como se dice en el libro) en el muniqués palacio Wittelsbach el Comité Central de los consejos y los delegados de los partidos proclaman la República de los Consejos de Baviera.

Las medidas revolucionarias no se hacen esperar: socialización de la prensa, confiscación de viviendas para paliar su escasez, creación del Ejército Rojo… Toller, que es nombrado presidente del Comité Central poco después, nos acerca a los desvelos de aquellos días en los que ha de enfrentarse a la incompetencia de sus propios colaboradores y a las intrigas de socialdemócratas y comunistas, por no hablar de la reacción, que se apresta desde Bamberg para derrotar militarmente a los consejistas. Los comunistas toman pronto el control y Toller queda marginado de la dirección del proceso, pero participa en combates contra los blancos y a petición de sus compañeros asume el mando militar de las fuerzas revolucionarias. Interviene después en el asalto y conquista de Dachau, donde desobedece la orden de fusilar a los oficiales capturados.

Además de al enemigo, Toller ha de combatir la desmoralización, episodios de brutalidad que se dan en sus propias filas, y el sectarismo y arbitrariedad de las órdenes que recibe. A finales de abril, Múnich está rodeado por los blancos, que inventan atrocidades de los rojos para excitar contra ellos a los campesinos, al tiempo que les ofrecen generosas soldadas. Son cien mil contra unos pocos miles, y cuando los comunistas insisten en la solución militar, Toller dimite de su cargo de comandante de las tropas. No obstante resiste en la ciudad hasta el final, tratando de hacer lo posible para paliar lo que se avecina. Sabe que el fracaso de la revolución se saldará con un baño de sangre, pero se niega a estar entre los que huyen dejando atrás a las masas indefensas a punto de ser masacradas. Su destino está sellado al suyo.

El gobierno ofrece 10000 marcos de recompensa por Ernst Toller, que es escondido por buenas gentes dispuestas a arriesgar su vida. Al fin el 4 de junio es detenido y enviado a la prisión de Stadelheim, donde convive con las huellas macabras de los recientes asesinatos de sus compañeros y amigos, y sólo se salva de que le apliquen la ley de fugas por la ayuda de unos guardianes benevolentes. Viene luego el juicio sumarísimo, en el que es condenado a cinco años de reclusión en una fortaleza. Habían pasado ya las semanas del terror blanco en que cientos de personas fueron exterminadas, como detallan los testimonios estremecedores que se presentan en el libro. Éste concluye con los recuerdos del presidio, donde Toller comienza su carrera de dramaturgo, y con apéndices que recogen su declaración tras ser detenido y la noticia periodística de su arresto.

Toller nunca deja de ser un poeta expresionista y en seguida nos damos cuenta de que siente predilección por los individuos que desafinan, sea en la brutal orquesta wagneriana de la guerra o en el coro violento y alucinante de la revolución. Ellos quiere que sean los protagonistas, porque reflejan mejor que nadie las contradicciones de aquel tiempo, y ponen en evidencia a los que tienen la desfachatez de seguir el guión sin inmutarse. El propio Toller es uno de aquellos sin duda, y su compromiso con la revolución, es decir, con la liberación del ser humano de la máquina despiadada que lo aplasta, no es óbice para que sienta la necesidad de detenerse a contemplar cada momento, con infinita tristeza, las flores trituradas por la operación liberadora.

Una juventud en Alemania nos trae imágenes en sepia de la Europa que se dejaba caer en el desastre y una crónica del infierno de las trincheras en el frente occidental. Después, su relato a flor de piel de la República de los Consejos de Baviera nos acerca a una revolución con amplia base popular y casi incruenta, que pecó de improvisación, se envenenó en rencillas muy de aquellos años y fue ahogada al fin en un baño de sangre. Toller fue de los que sobrevivieron, pero sólo para ver el ascenso del fascismo y rumiar una esperanza que se rompió definitivamente cuando España cayó bajo sus garras.

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=232539

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