La lumbre bailarina

Por: Luis Bonilla_Molina

Cuentos sobre mi abuela

Entrar a la cocina de la nona Carmen era una aventura. Mantenía la puerta cerrada para que el viento no azotara más de lo debido a la brasa. Cuando uno se atrevía a traspasar el umbral empujando la lámina de madera, una bruma gris inundaba los sentidos. La vista intentaba lagrimear, mientras el olfato trataba de entender porque seguíamos en esa dirección y no huíamos de una buena vez.

A veces, la brisa que entraba al abrir la puerta hacia que saltaran miles de luces y una lumbre bailarina me perseguía por toda la cocina. La abuelita se carcajeaba y emitía una frase que sonaba: Eiiiiiyyy. Nos contaba que una vez se le apagó la estufa y no tenía cerillos para encenderla y que una docena de esas luciérnagas bailarinas que a veces me perseguían, se habían juntado y llevado el fuego nuevamente a la leña apagada. Ella decía que el fuego era amigo de quien no le hacía daño a nadie.

Mi abuela siempre olía a leña quemada, a humo de su cocina, a cenizas de su estufa. Por las mañanas la arepa de maíz, el café, los huevos fritos y el queso asado que nos servía al desayuno tenían un aroma único, un sabor inigualable, una textura singular.

La nona Carmen decía que, por las noches, las brasas y las lumbres bailarinas revivían para hacer tertulias en la cocina con el propósito de acordar como hacer más rica la comida del día siguiente. Nunca me atreví a interrumpir una de esas reuniones nocturnas, pero cada mañana la comida me parecía más rica que el día anterior

Fuente: https://luisbonillamolina.wordpress.com/2019/02/09/la-lumbre-bailarina/

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