Entrevista a Agustina Mardones, la primera licenciada en Agroecología de la Argentina “La ciencia está sucia de agroquímicos y monocultivos”

Fuentes: Revista Crítica

En esta entrevista Agustina Mardones propone un cambio de paradigma: que la ciencia abandoné su rol de religión del capitalismo y se acerque a las prácticas agroecológicas ancestrales para que ambas puedan nutrirse de los saberes que nos puede otorgar la ansiada soberanía alimentaria.

En el andar de nuestras vidas, los caminos que construimos a veces nos colocan en lugares que jamás podríamos haber imaginado, pero que reafirman nuestros pasos y convicciones. Agustina Mardones quedará en la memoria académica como la primera Licenciada en Agroecología del país.

La carrera se cursa, desde su conformación en 2014, en la sede de la Universidad Nacional de Río Negro (UNRN) ubicada en El Bolsón, que funciona en un antiguo edificio escolar frente a la plaza principal. Es la primera experiencia educativa de este tipo en la Argentina.

Agustina nació y se crío en Cutral Co (en idioma mapuche, “agua de fuego”), ciudad neuquina rodeada y fundada por pozos de petróleo y la refinería más grande de la Patagonia. La fuente más cercana de agua está a 60 kilómetros y es trasladada en acueductos, primero para la refinería y luego para el pueblo.

Vegetariana desde los 12 años, a Agustina siempre le interesó conocer el origen de su alimentación. Al terminar el Secundario, en un viaje a La Rioja, conoció a un viajero que venía en bicicleta de un centro de Permacultura en Córdoba y traía consigo algunas hierbas y yuyos. Jamás había escuchado hablar sobre aquello.

Investigó, viajó a Buenos Aires y en la Facultad de Agronomía de la UBA le recomendaron Producción Vegetal Orgánica, que se dictaba allí. Pero la ciudad nunca fue una opción para ella. En la sede de la UNRN de El Bolsón también funcionaba la tecnicatura, así que empacó sus cosas y ya desde 2011 que vive en la Comarca andina.

Cuando apareció la Licenciatura en Agroecología en 2014, no dudó en anotarse. Se recibió en el pandémico agosto de 2020. Tiene un emprendimiento de fitocosmética agroecológica («Solar Botánicos»), con el que financió su tesis y donde trabaja actualmente.

“La agroecología viene como una respuesta, quizás incómoda, a este sistema de producción –dice Agustina–. Es la crítica y la construcción al mismo tiempo. Te da la alternativa y en esa alternativa hace y plantea un cambio de paradigma”.

¿Qué rol juega esta disciplina frente a la ciencia tradicional? “Descentraliza el saber académico al servicio de. Critica mucho la cuestión cientista, de que quizás un investigador termina contando qué porcentaje de hierbas aromáticas tiene la yerba, porque tiene que presentar un paper, y te plantea ‘che, ¿para qué estás haciendo eso?’. Hay un organismo gigante que está destinando un montón de dinero a que se cree ese contenido pero, ¿a quién le sirve? ¿Cuál es la función social de eso? Y eso incomoda. Porque si vos sos cientista y vienen a decirte eso, es incómodo. Pero la verdad es que se podrían hacer otras cosas con todo ese capital”.

Entre la Academia y los territorios

Agustina dice que en la agroecología entran también los saberes ancestrales que traen los pobladores y las pobladoras que habitan y trabajan en los territorios: “Ahí hay algo real, porque hay una organización social de la mano del movimiento agroecológico. Desde el punto de vista académico, la Agroecología tiene tres ejes. Uno es el académico de producción de conocimientos. Luego están los movimientos sociales, aquellos movimientos ambientalistas y trabajadores de la tierra que demandan también cierta clases de estudios, de impacto ambiental o, por ejemplo, ‘tengo esta babosa que me está comiendo todo, qué hago, porque no quiero tirarle pesticida’; y esto acompaña y también promueve esa producción de conocimientos. Si no está esta pata social, no es suficiente. Y el tercer eje engloba las prácticas agroecológicas científicas y las prácticas agroecológicas ancestrales, donde vamos a escuchar las voces y los datos de la ciencia, y las experiencias y el trabajo de las ñañas, por ejemplo”.

Estamos acostumbrados a comer tomate en julio, y en julio el tomate no existe. No es un tomate real. La tierra da los frutos en el momento del año en el que el humano las necesita.

–¿Cómo vivís vos esta especie de contradicción entre los saberes?

–Para mí es hermoso. Hay una pequeña contradicción, pero creo que es cuestión de tiempo. Tenemos que comprender que no por ancestral algo es bueno o verdadero, pero que tampoco la ciencia debiera adjudicarse toda la verdad. Los sistemas de riego por inundación o estancamiento, no siempre son lo mejor. En la época de los Incas pueden haber funcionado, pero no tenían en cuenta un uso racional del agua. Hoy sería un desperdicio para muchos lugares, ya que hemos creado otros sistemas más eficientes con el uso del agua. Una señora hace un fermento de ajo con no se qué, para aplicarle a la babosa, y lo pone en luna llena porque le funciona mejor que en otro momento. Yo creo en eso. Pero después está la Academia que pone a prueba eso que la señora decía, y si en su ensayo no da los mismos resultados que a ella, lo desacredita.

–La ciencia sigue siendo el lugar del saber…

–La ciencia o gran parte de ella asumió el rol de religión del capitalismo, la nueva fe, y está sucia, como todo. Donde más plata se pone, es en biotecnología, que es modificación genética; en sistemas de producción de monocultivo y convencionales, con más y más agroquímicos; o la industria tecnológica. Eso está al servicio de algo. En Buenos Aires, la carrera de Agronomía está financiada por Monsanto, básicamente. Todavía el saber tiene que pasar por la instancia de ensayo científico para ser acreditado. La ciencia tiene aún esa voz predominante que legitima o desacredita. La ciencia o el cientista, que es quien hace la ciencia, también debería entender que el saber debe ser holístico e interdisciplinar. Está re bueno que exista una carrera como ésta y se empiecen a financiar o gestionar otra clase de estudios que respondan a otras cuestiones o brinden otras respuestas. Hay una posibilidad de hacer las cosas de otra forma.

–¿Qué tema estudiaste para tu tesis?

–Mi tesis fue sobre biofermentos. Busqué dar una respuesta a una demanda del Colectivo de Productores de la Comarca. En la agricultura orgánica y agroecológica, se utilizan enmiendas orgánicas (la bosta básicamente) y muchas veces se aplican otras cosas, que tengan los nutrientes más concentrados. Aquí se utiliza mucho la biorganutsa, que es un compuesto comercial de bosta de aves marinas. Está bueno, pero no deja de ser un producto externo y no es nada barato. Encaramos el proyecto y utilizamos un recurso local que es el mantillo del bosque, que es lo que hay debajo de la hojarasca, una capa finita de hojitas en descomposición. Este mantillo en primavera se llena de hongos y bacterias beneficiosas, mantienen en equilibrio los bosques, hacen frente a microorganismos patógenos y por sobre todo, aumentan la biodiversidad del suelo. Extraje un poco de eso, le dí de comer azúcar, carbono y otras cosas, y lo puse en un tacho para que se reproduzcan los microorganismos y de ahí sacaba una porción y diluía en agua, le agregaba nuevamente azúcar, para que fermente y lo aplicamos en macetas. Era importante saber qué había, cómo cambiaba la estructura de la composición de comunidades biológicas en ese suelo. Y resultó que aumentaba la biodiversidad, aumentaba la resiliencia. Hay un principio agroecológico que es la equidad, que es que no haya mucho de una sola cosa sino que haya mucho de todo y eso siempre hace que esté todo mejor. En este caso no mejoraba el rendimiento, pero en agroecología no es que no importe el rendimiento o rentabilidad, solo que no es lo único que importa. Estuvo re bueno porque abrió un camino de investigación sobre el tema en la región.

–¿Cómo fue eso?

–Sé que en Bariloche continuaron investigando en este sentido, en el INTA y otros espacios de investigación. Hay compañeres de la carrera que siguieron con la investigación y a eso que yo le puse, le agregaron bosta y encontraron que incluso era mejor que la biorganutsa. Y todo con elementos del entorno de acá y a menor costo. La ciencia necesita acreditar una práctica para legitimarla y los biofermentos no estaban acreditados por la ciencia, sino que estaban como una práctica campesina. Fue una muy pequeña punta, sin embargo fue un trabajo muy profundo que sentó precedente en la zona. Y tiene una función social también. La agroecología no te propone receta de nada. En el lugar en el que estás, tenés que ver el ecosistema que te rodea. Pero sí pueden aplicarse los principios ecológicos para las propuestas que ofrece cada lugar. Buscar otras respuestas lleva mucho tiempo y trabajo. Mi tesis la hice en tiempos de macrismo donde no había un mango para investigación. Los análisis de laboratorios son costosos. Encaré un emprendimiento personal de fitocosmética y con la ayuda de mis viejos fui financiándome la tesis. Es una carrera que proporciona muchas herramientas para la autogestión y brinda la oportunidad de vincularse con la tierra.

Las granjas chinas de cerdos van a estar en el Chaco. ¿Dónde va a ir a parar toda la gente de allí? A las ciudades, a las villas, sin calidad de vida.

–¿Las ciudades pueden ser agroecológicas?

–Podrían buscar serlo de aquí en más. Debemos dejar de generar estas clases de ciudades. Debemos pensar en centros urbanos más pequeños, con una periferia que pueda generar los alimentos, para esa periferia y para ese centro urbano, por ejemplo. Necesitamos una proyección distinta. Ahora, yo, ciudadane común, ¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer? Y, separar los residuos, por ejemplo. Parece algo muy básico e insignificante, pero eso ya es un montón, realmente. Pensémoslo como un embudo. En la parte más grande, se generarían realmente menos residuos, menos islas gigantes de basura, menos bolsas de basura volando por ahí, todo menos. Si hay una masa que separa los residuos, y que a su vez, exige al Estado que haya una planta que los clasifique y los recicle, eso ya sería un paso importantísimo. Porque en lo grande algo genera. Después, en lo más chiquito, empezás a dimensionar que, si seguís el proceso de compostaje en tu casa, en el balcón o en el patiecito, empezás a conectar en la ciudad, con algo muy cíclico que es la transformación de ese “residuo” en tierra: todo lo orgánico vuelve a ser buena tierra.  Hoy la basura la dejás afuera para que la busque el del consorcio y se la lleve. La basura puede reconectarnos. Son pequeños cambios en las dinámicas diarias que te reconectan con el entorno natural del que somos parte. Acá por ejemplo, quienes no tenemos gas natural sino calefacción a leña, vivimos constantemente en las casas un cambio de dinámica. Cuando es invierno y está el fuego prendido, una alfombra y una mesita ratona y todo pasa ahí. Y ahora que no hay fuego y el sol pega desde temprano, desayunamos afuera. Cambiamos nuestros comportamientos en una conexión constante con lo que sucede afuera, naturalmente. Los tiempos nunca son iguales. Convivir y reconectar con eso, para mí es un regalo.

–La industria alimenticia suele repetir que genera más producción: más en cantidad y en todas las épocas del año, y también más baratas ¿qué respuesta se le da desde la agroecología?

–Es un mito que el supermercado tiene la verdura mucho más barata. De hecho acá en el sur, no pasa. Es pura costumbre. Pasa también, que estamos acostumbrados a comer tomate en julio, y en julio el tomate no existe. No es un tomate real. La tierra da los frutos en el momento del año en el que el humano las necesita. La papa la vas a tener en invierno cuando tu cuerpo necesite carbohidratos y almidón para mantenerse y bancarse el frío. Lo mismo el zapallo, el puerro, la zanahoria. Ahora en verano, la tierra nos brinda el tomate, todo lo que es hoja, los alimentos frescos que hidratan. Por ejemplo la sandía que necesitamos en esta época de sol gigante. Conocer y saber qué hay en cada momento también te permite comprender qué es lo que necesita tu cuerpo. En la verdulería o el supermercado habrá espárrago, tomate y palta todo el año pero no es lo natural. La cebolla es más «de guarda», se cosecha una sola vez y se come todo el año. Pero hay que aprovechar más los alimentos que son de estación porque tienen que ver con lo que verdaderamente necesitamos en determinada época del año. La elección de consumo de alimentos libres de agrotóxicos, de yuyitos, de alimentos integrales, todo eso va mejorando la capacidad de tu cuerpo en un montón de cuestiones, desde lo físico a lo anímico espiritual.

–El alimento como una cuestión de salud.

–Vas a enfermarte mucho menos, sin duda. Pero a este sistema no le interesa realmente tu salud. La industria farmacéutica está muy de la mano de la industria alimentaria y la industria de la comunicación. La industria alimentaria hoy por hoy es la industria de la petroquímica. Los agroquímicos son todos derivados del petróleo, que contaminan un montón la tierra, el agua, el aire, y los alimentos. Eso lo consumimos y tenemos cáncer, intolerancia al gluten, celiaquía, diabetes y una infinidad de cosas que tienen que ver con el cómo se producen y procesan los alimentos, por eso es tan importante la elección de qué comemos. Cambiar lo que comemos es un pequeño cambio con el que cambiamos mucho.

Es necesario que en la escuela, aunque sea en la ciudad, enseñen de dónde vienen los alimentos y que se separen los residuos.

–¿Y cómo hacemos ese cambio?

–Todo eso es parte de una educación. No se si un niñe de la ciudad sabe que el pollo primero es un animal que anda suelto (en el mejor de los casos) y que después se vuelve carne. No tiene acceso a esa vivencia, no hace esa unión lógica. Y eso no es por nada. Es porque hubo todo un sistema, a través de la industria alimentaria, sumada a lo que es la propaganda y el marketing que fue alejándonos cada vez más del proceso del comer. De repente te encontrás que para ser funcional y eficaz en tu laburo, o para juntarte con tus amigues, pedís comida. Se fueron perdiendo los hábitos del cocinar, del comer. En la ciudad, la capacidad de autosuficiencia es mucho más limitada que acá, pero el hábito de cocinar también se fue perdiendo. Otra pequeña gran acción sería revisar nuestros hábitos de consumo. Dónde compramos y qué compramos, quién me va a proveer de alimentos, a qué estoy siendo funcional. No todos los que quieren y creen en otra forma de vida se tienen que ir al campo y ponerse a cultivar y criar gallinas. Cada persona tiene un arte y algo que aportar a este mundo, pero vos/yo consumidor, que te dedicás a cualquier otra cosa, tenés un poder muy grande que es exigir que la buena comida llegue a esos lugares. Soberanía alimentaria es elegir qué comemos, no solo que haya alimentos para todes. Porque eso es la seguridad alimentaria, y para eso existen todos los programas alimentarios y comedores que buscan garantizar que a nadie le falte. Pero dan leche y galletas. Está buenísimo, en el mientras tanto… pero estamos dando otra vuelta de rosca y es ¿qué comemos? Y eso es organización social.

–La propuesta sería recuperar la alimentación sana valorando los vínculos sociales.

–Por ejemplo, en esta boutique megacheta del alimento orgánico, con empaques divinos, hay de todo. Pero capaz en el mercado de al lado, el señor o la señora del barrio tiene el mismo producto o alimento, quizás menos procesado o menos vistoso, y tenés lo mismo. Tampoco es una cuestión económica únicamente. A veces las cosas salen un poco más caras, solo un poco, pero es porque hay una persona atrás que lo hizo, que valora su trabajo, trabajadores/as que no fueron explotados/as, un montón de cosas. Si bien es simple y pequeño lo que hay que hacer para lo mucho que hay que ir cambiando, no es menor el trabajo personal que implica. Internamente tenemos que saber que es un cambio de hábito y de creencia y que salir de la zona de confort, siempre genera inestabilidad y preguntas, pero poco a poco vas descubriendo otras respuestas.

–Un ejemplo es el trabajo de la UTT.

–La gente de la UTT está nucleándose fuerte y haciendo llegar alimentos a muchos lugares, de productores y productoras que en muchos casos habían trabajado para otros, utilizando agrotóxicos y se dieron cuenta que se fueron enfermando de un montón de cosas. Se dieron cuenta, «por acá no es, pero yo quiero seguir cultivando la tierra porque es lo que me gusta» y  entonces se organizaron y están haciendo llegar alimentos a muchísimos lugares, libres de agrotóxicos a precios super justos.

–¿Cómo ves la situación del acceso a la tierra para producir alimentos?

–El tema del acceso a la tierra es troncal. Es algo que nos atraviesa como sociedad y es algo que la agroecología tiene como lucha. El procrear rural que propone la UTT quizás no es la reforma agraria, pero es arrancar con algo. Es fundamental. Tiene que ver también en cómo pensamos esas ciudades futuras. Cómo diseñamos la urbanización que promueva la soberanía alimentaria. Muchas de las villas periféricas de las ciudades están originadas y crecen por gente del campo que se va a la ciudad, tampoco romanticemos la producción agraria. En Santiago del Estero, que está el MoCaSe, muchas personas se van porque viene la empresa a encarar el desmonte, la soja, o a poner vacas. Las granjas chinas de cerdos van a estar en el Chaco. ¿Dónde va a ir a parar toda la gente de allí? A las ciudades, a las villas, sin calidad de vida. En el Chaco falta el agua potable, las condiciones de vida son paupérrimas, siendo que allí se pueden producir un montón de cosas, solo que quizás es gente que sabe cultivar la tierra pero siempre trabajaron para el patrón, o tiene la tierra pero no tienen las herramientas, o nunca tuvieron una vida digna que les permitiera cultivar sus territorios. Saben de la ciclicidad, pero tienen las necesidades básicas insatisfechas. Para atender estas cuestiones debe estar el Estado. Está bien lo de los planes sociales pero pueden haber otras políticas públicas que dignifiquen la vida de las personas, en sus territorios, que tengan acceso a la tierra y puedan quedarse en sus lugares pero en buenas condiciones de vida. Queremos seguir sosteniendo esta ayuda, pero tenemos que ir pensando otras. Estamos en un momento clave, para que se propongan otras posibilidades. A la gente de la ciudad le cayó muy fuerte la pandemia, el encierro, y creo que es un momento bisagra en el que se está planteando una nueva normalidad, con mucha virtualidad, cosas que no van a volver atrás. Este cambio forzado en el que nos vimos envueltos debe traer reflexiones y nuevos planteos.

–Sos la primera licenciada en Agroecología del país, sin embargo, no tuviste agroecología como materia ni como taller ni en la primaria ni en la secundaria. No existía esa posibilidad cuando estabas escolarizada y tampoco existe ahora. ¿Por qué el sistema educativo nos enseña tantas cosas y deja de lado una de las más básicas como el acceso a la alimentación?

–La educación ambiental debe ser parte de la educación básica, no sólo agrotécnica. Así como está la lucha por que la ESI esté en todos los niveles educativos, creo que la educación agroecológica también debería ir en ese sentido. Son propuestas que no van a salir del Estado, sino de una demanda social. Es a partir de esa demanda que se pone en agenda para que sea ley. Y no solo alcanza con la ley, porque luego necesitas que se implementen correctamente las políticas públicas. Es necesario que en la escuela, aunque sea en la ciudad, enseñen de dónde vienen los alimentos y que se separen los residuos. Son pequeños hábitos sociales que debemos ir incorporando. Algo tan simple como poner frutales en las escuelas y que los chicos coman la fruta de ahí, tener el azúcar natural de una manzana en vez de la galleta o la barrita de cereal  llena de azúcar procesada.

–¿Qué te pareció la carrera de Agroecología? ¿Qué críticas le hacés como primer egresada?

–La agroecología es muy política y rebelde. Está re buena la carrera y todo lo que propone pero aún está dentro de un marco académico que se va encontrando de a poco con los sentidos de la carrera y quienes la transitamos. Se están pensando cambios en ese sentido en el plan de estudios. En los congresos si bien por lo general son muy académicos, hay mucha participación de la parte campesina, de los productores y productoras y eso está bueno. Hay intercambio, hay construcción de saberes. Para mí, para que sea agroecología, debería haber una dupla pedagógica entre un docente y una persona que se dedica a eso que se enseña porque muchas veces nos enseñan «lo ideal»,  y está re bueno aprender cómo debería ser, pero en la práctica hay un montón de cosas que no son así. La práctica, el estar ahí, te va a contar otras cosas. Ningún profesor ni profesora tiene la licenciatura en Agroecología. Vienen desde otros campos o paradigmas del saber y eso se re nota. Creo que nosotres, les estudiantes, somos quienes les pasamos la visión holística de las cosas. Y también aprenden de nosotres: es una integración de saberes.

–¿Cómo hace un país para sostenerse en la agroecología? 

–¿Cómo vive un país con divisas si no queremos la soja? ¿De dónde sacamos la plata para sostener todo esto? Son las respuestas que debemos buscar. La minería, el fracking  y la soja vemos que son modelos extractivos que nos dejan vacíos. Ahí me agarra un poco el anti-todo y digo «hay que salir de ese sistema de mercado». Capaz es una visión muy reduccionista, porque no estoy en el poder y no sé todo lo que implica, pero no puedo dejar de preguntarmelo y sé que la respuesta debe ser holística e interdisciplinaria. La agroecología tiene una propuesta muy clara para atender muchas cosas, pero no todas las cosas. Debemos crear esos espacios para encontrar nuevas respuestas.

Fuente: https://revistacitrica.com/soberania-alimentaria-union-de-trabajadores-de-la-tierra-agroecologia.html

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“Los pueblos indígenas son los grandes perdedores del modelo sojero”

“Los pueblos indígenas son los grandes perdedores del modelo sojero”

Por Enric Llopis

“La diversidad de los cultivos en los campos de los agricultores ha disminuido y las amenazas están aumentando”, concluye la FAO; y subraya que, de las 6.000 especies de plantas cultivadas para la obtención de alimentos, no alcanzan a 200 las que contribuyen –de manera importante- a la producción alimentaria mundial; asimismo el 24% de las cerca de 4.000 especies silvestres alimentarias (plantas, peces y mamíferos) se están reduciendo, según el documento El estado de la biodiversidad para la alimentación y la agricultura en el mundo (2019).

El  organismo de Naciones Unidas también informa de que 820 millones de personas sufren hambre y malnutrición en el planeta, mientras que 2.000 millones padecen inseguridad alimentaria (cerca del 14% de los alimentos se pierden después de la cosecha hasta que llegan al comercio minorista). “El problema del hambre no tiene que ver con la producción, sino con la distribución y el acceso a los alimentos”, apunta la periodista Nazaret Castro, autora de La dictadura de los supermercados (Akal, 2017).

Otro punto significativo es la acción de los mercados sobre las denominadas commodities: “Mediante sus actividades de trading los bancos son los principales especuladores en los mercados de contratación directa y a término de materias primas y productos agrícolas”, escribió el investigador Eric Toussaint (CADTM, 2014). También el relator de Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación en 2010, Olivier de Schutter, atribuyó en buena medida el incremento y la volatilidad de los precios de los alimentos durante la crisis mundial de 2007-2008 a “la aparición de una burbuja especulativa”; en concreto, a “la entrada de grandes y poderosos fondos de cobertura, fondos de pensiones y bancos de inversiones en el mercado de derivados financieros basados en productos alimentarios”.

A algunos de estos aspectos se hizo referencia durante la presentación, en la tienda de Oxfam Intermón en Valencia, de Los monocultivos que conquistaron el mundo. Impactos socioambientales de la caña de azúcar, la soja y la palma aceitera (Akal, 2019); en el acto participó la periodista Laura Villadiego, coautora del libro junto a las también periodistas Nazaret Castro y Aurora Moreno; el ensayo es resultado de una investigación de siete años.

Las tres investigadoras forman parte de Carro de combate, colectivo surgido en 2012 y que ha publicado libros como Amarga dulzura, una historia sobre el origen del azúcar (2013); Carro de combate. Consumir es un acto político (2014) o la Agenda 2020 de consumo responsable; en el último Informe de combate analizan el incremento acelerado de la demanda de aguacate –por ejemplo en Estados Unidos se triplicó durante el periodo 2010-2017-, en parte al promocionarse como un  “superalimento con cualidades nutricionales supuestamente excepcionales”; el informe detalla los impactos socioambientales del  monocultivo de este fruto, por ejemplo en la provincia chilena de Petorca (desvío de ríos, y pozos ilegales).

Brasil es el principal productor (y también exportador) mundial de caña de azúcar (que representa cerca del 86% de los cultivos de azúcar), seguido de India; son los dos grandes productores del planeta; además de azúcar, y etanol para el uso como combustible, permite generar electricidad (con el excedente de bagazo), tejidos o los denominados bioplásticos; requiere un uso intensivo de agua (OCDE/FAO, 2019), y “es probablemente el cultivo que ha supuesto una mayor pérdida de biodiversidad en el mundo, debido a las inmensas plantaciones”, afirman las autoras de  Los monocultivos que conquistaron el mundo (en noviembre de 2019 el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, revocó mediante decreto la Zonificación Agroecológica de la Caña de Azúcar, lo que reduce la protección ambiental para la producción e incrementa los riesgos sobre el Amazonas, el Gran Pantanal, en el estado de Matto Grosso del Sur, y las áreas protegidas de la sabana de El Cerrado, denunció WWF).

En Guatemala, el negocio azucarero se reparte –en forma de oligopolio- entre 12 grandes ingenios y siete familias, un cartel presuntamente relacionado, asimismo, con prácticas de evasión fiscal (investigación de El Faro y eldiario.es, abril 2017). Sobre Tailandia -tercer productor mundial de caña y segundo exportador mundial de azúcar-, diferentes medios difundieron en febrero de 2019 un reportaje del corresponsal de la Agencia Efe, Noel Caballero, titulado  “Polución y diabetes por la adicción de Tailandia al azúcar”; las fuentes médicas consultadas en el artículo cifraban en cerca de 200.000 los nuevos casos de diabetes anuales en Tailandia, mientras “la quema de los cañaverales ahoga al país”.

El ensayo publicado por Akal dedica un capítulo a lo que Aurora Moreno, Nazaret Castro y Laura Villadiego califican como “el nuevo oro rojo”. Indonesia y Malasia son los dos principales proveedores de aceite de Palma (OCDE/FAO, 2019), de manera que cerca del 85% de la producción mundial –que aumentó desde 15,2 millones de toneladas en 1995 a 62,6 millones en 2015 (European Palm Oil Alliance)- se concentra en ambos países. En septiembre de 2018, activistas de Greenpeace ocuparon una refinería que procesa aceite de palma en la isla indonesia de Sulawesi, perteneciente a Wilmar International; señalaron a esta compañía como la principal distribuidora de aceite de palma del planeta, y “proveedora de marcas como Colgate, Mondelez, Nestlé y Unilever”.

Una semana antes de la acción, Greenpeace denunció en un informe (La cuenta atrás. Ahora o nunca: es la hora de reformar la industria del aceite de palma) que 25 empresas productoras deforestaron 130.000 hectáreas de bosque tropical, desde finales de 2015, en Papúa Nueva Guinea y Papúa indonesia; la investigación añadía que una docena de grandes marcas, como General Mills, Hershey, Kellogg’s, Kraft Heinz, L’Oreal o PepsiCo, “se han abastecido de al menos 20 de estos productores”. Ejemplo de los efectos que tiene la destrucción del hábitat por la industria es, según los ecologistas, la eliminación en 16 años de la mitad de la población de orangutanes en la isla de Borneo. El texto de las tres periodistas se hace eco del informe, y amplía el foco a otros países.

Por ejemplo Colombia, donde destacan que las plantaciones más extensas de palma se ubican en zonas que han sufrido especialmente la violencia paramilitar, como Magdalena Medio, Nariño, Chocó o Montes de María; Colombia es líder de América Latina en producción de aceite de palma, y pasó de 158.000 hectáreas sembradas en 2000 a 517.000 en 2017 (SISPA-Fedepalma); algunas consecuencias de los macroproyectos fueron “la pérdida de biodiversidad, la contaminación de las aguas y la desaparición de modos de vida tradicionales”, apuntan Laura Villadiego, Nazaret Castro y Aurora Moreno.

También abordan la expansión de este monocultivo en África; en septiembre de 2019, la Alianza contra las Plantaciones Industriales en África Occidental y Central contabilizaba 49 concesiones para grandes plantaciones de palma aceitera en 2.740.000 hectáreas, ubicadas principalmente en Liberia, Congo-Brazzaville, Sierra Leona, Nigeria, Camerún, la República Democrática del Congo, Gabón y Costa de Marfil; las tres multinacionales con más superficie concesionada son SOCFIN, de Luxemburgo; Wilmar y Olam, las dos de Singapur. La “fuerte resistencia” de las comunidades contra el acaparamiento de tierras fue uno de los factores más importantes para frenar, en los últimos cinco años, el avance de las macroplantaciones, explica el informe de la Alianza.

Brasil y Estados Unidos son los dos mayores productores y exportadores de soja del planeta, y China el principal importador (OCDE/FAO, 2019). Por otra parte, Argentina es el primer exportador mundial de harina de soja. El Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones Agro-biotecnológicas (ISAAA) señala, en el informe de 2019 (con datos del año anterior), que desde 1996 la superficie de cultivos genéticamente modificados aumentó en 113 veces; los cinco mayores países en siembra de cultivos transgénicos –Estados Unidos, Brasil, Argentina, Canadá e India- concentran el 91% del área total mundial (en cultivos de estas características, de los que la mitad corresponde a la soja, seguido del maíz y el algodón).

La organización GRAIN, de apoyo a los pequeños campesinos y la biodiversidad alimentaria, caracterizó a ISAAA como “agente de propaganda de las grandes corporaciones biotecnológicas”, y respondió al informe anual de esta entidad, en 2017, con una veintena de argumentos. Entre otros, que la imposición de la soja transgénica significó “la creación de un desierto verde de más de 54 millones de hectáreas en Brasil, Argentina, Paraguay y el sur de Bolivia. Asimismo, con la adopción de la soja genéticamente modificada, el uso en América Latina del glifosato (herbicida que comercializó por primera vez la multinacional Monsanto en los años 70 del siglo XX) “creció a más de 550 millones de litros anuales, con dramáticas consecuencias sanitarias en todos los territorios” (la OMS calificó en 2015 este agroquímico como “probablemente cancerígeno para los seres humanos”).

Otro punto es la construcción de un oligopolio empresarial. La directora para América Latina del grupo ETC por la diversidad cultural y ecológica, Silvia Ribeiro, destaca que cuatro corporaciones controlan las semillas transgénicas a escala global: Bayer (que adquirió Monsanto), ChemChina-Syngenta, la estadounidense Corteva Agriscience (fusión de las empresas Dow y DuPont) y BASF; así como el 75% de los agrotóxicos (“México, la devastación transgénica y la resistencia”, en desInformémonos, agosto 2019). “Los pueblos indígenas son los grandes perdedores del modelo sojero”, rematan las investigadoras de Carro de Combate. Por ejemplo el pueblo guaraní, en Paraguay, al que pertenecen “la mayor parte de los desaparecidos, ejecutados y cientos de miles de desplazados por el avance de este monocultivo”.

Fuente de la Información: https://rebelion.org/los-pueblos-indigenas-son-los-grandes-perdedores-del-modelo-sojero/

Fuete de Imagen: Rebelión

Autor: Enric Llopis

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