PISA: el mal enfocado escándalo educativo.

Por: Rogelio Javier Alonso Ruiz*

Después de información que apuntaba hacia la ausencia de México en la prueba PISA (Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos, por sus siglas en inglés), el coordinador general de Comunicación Social de la Presidencia de la República, Jesús Ramírez Cuevas, a través de su cuenta de Twitter, expresó que nuestro país continuaría aplicando el examen. Entre las casi quinientas respuestas al mensaje, la mayoría reclamos y algunos insultos, se encontraba la de un profesor, señalando: “en las dos primarias en las que trabajo no tenemos biblioteca ni sala de cómputo”. El sencillo mensaje, muy diferente al resto, hace reflexionar sobre la cercanía del debate educativo en torno a lo que sucede cotidianamente en las escuelas. ¿Por qué un episodio como éste genera tanto escándalo mientras otros, igual o más graves, pasan inadvertidos?

No es negar la importancia de la evaluación a gran escala, ni promover ir a ciegas. No es pedirle a la prueba PISA que sea perfecta, ni minimizar la importancia de los resultados que proporciona. Ni siquiera discutir si la confirmación, por parte del vocero de la presidencia, de la participación de México en PISA es una reacción a conveniencia derivada del abundante repudio. Pero pareciera que la indignación en el tema educativo a veces está mal enfocada.

Que cada quien se indigne por lo que quiera, no es ni necesario pedirlo. Pero es extraño que no haya causado en la opinión pública ni entre los académicos tanta irritación, como la suscitada en este episodio, que una niña de San Luis Potosí haya tenido que llegar hasta el poder judicial para obligar a las autoridades de su entidad a que le proporcionaran una escuela con baños decentes. Tampoco que las condiciones laborales de los profesores de inglés en Educación Básica sean cada vez más precarias, ni que tengan que hacer malabares para lograr un poco de atención pública hacia su situación. No se habló en tantos programas de televisión o de radio, con semejante fuerza, sobre el recorte presupuestal a las Normales. Ya no es noticia que se sigan inaugurando escuelas sin techos dignos o servicios básicos, pero si lo fue la posibilidad de que México no participara en la prueba internacional. Pareciera pues a veces difícil seguir la lógica del escándalo educativo.

Desde luego que no se busca desestimar la importancia de evaluaciones a gran escala, como lo es PISA. La información que ofrece permite tener un panorama sobre algunas habilidades básicas de los estudiantes mexicanos, específicamente del área de la comunicación, el razonamiento matemático y el pensamiento científico. No obstante, deben tenerse en cuenta múltiples inconvenientes de esta prueba, tal como su orientación hacia lo laboral, ignorando otras esferas del aprendizaje, así como su descontextualización al estar diseñada sobre todo para contextos urbanos y de países desarrollados.

Tienen razón los que insisten en que “lo que no se puede medir, no se puede mejorar”, pero también quienes se preguntan por qué después de tanto medir no termina por llegar la mejoría. De la misma manera quienes piden “no ir a ciegas”, pero igualmente quienes se desconciertan ante constantes tropiezos después de tanta luz que nos dan este tipo de evaluaciones, en las que se ha vuelto casi una tradición escandalizarnos cada tres años porque los estudiantes mexicanos, situados en las últimas posiciones de la tabla de resultados desde hace dos décadas, casi no entienden de ciencia y con dificultades pueden comprender lo que leen.

Parecería lógico pensar que la mejoría no radica totalmente en la prueba misma: es el diagnóstico y no el tratamiento de la enfermedad. Sin embargo, no debe perderse de vista que una de las formas de validez de las pruebas de este tipo tiene que ver con sus consecuencias (Martínez-Rizo, 2016). No se deben soslayar los efectos adversos que este examen ha tenido, ya sea por su naturaleza o por el manejo que se le ha dado. Al respecto, Martínez-Rizo (2016) advierte las consecuencias que la atención excesiva hacia esta prueba ha traído: banalización del debate público (centrado en los rankings y no en el fondo de los resultados), empobrecimiento del currículo (enfatizar la enseñanza hacia lo que cabe en una prueba), cansancio y desaliento en escuelas y empobrecimiento de las políticas públicas (buscar soluciones fáciles para grandes problemas).

No es que no se deba exigir entonces que México fortalezca sus prácticas evaluativas y cuente con información confiable sobre la situación educativa, pero el debate debería de ir más allá de PISA: si se saben sus limitaciones, tendrían que reforzarse otras prácticas evaluativas a niveles regional o nacional, tal como la agónica prueba Planea, mucho más cercana al currículo nacional y que ofrecía una mejor retroalimentación a los centros escolares. Desde luego, la evaluación más efectiva, la del aula, tiene que ser centro de atención de las políticas educativas. No es deseable el abandono de un ejercicio de evaluación como PISA, pero el debate en torno al mismo debería ser mucho más profundo que el escándalo que cada tres años provoca ese ranking cuya cima ya nos acostumbramos a verla desde muy lejos.

*Rogelio Javier Alonso Ruiz. Profesor colimense. Director de educación primaria (Esc. Prim. Adolfo López Mateos T.M.) y docente de educación superior (Instituto Superior de Educación Normal del Estado de Colima). Licenciado en Educación Primaria y Maestro en Pedagogía. 

Twitter: @proferoger85

REFERENCIAS

Martínez-Rizo, Felipe (2016). Impacto de las pruebas en gran escala en contextos de débil tradición técnica: Experiencia de México y el Grupo Iberoamericano de PISA. RELIEVE, 22 (1), art. M0. DOI: http://dx.doi.org/10.7203/relieve.22.1.8244

Fuente e imagen: http://proferogelio.blogspot.com

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¿Evaluamos o calificamos? Ideas para transitar desde la calificación a una cultura de evaluación

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Una mirada sobre las prácticas evaluativas del sistema educativo revela que, muchas veces, se reducen a la calificación. Se proponen algunas alternativas que puede resultar superadoras y que se originan de la reflexión sobre la finalidad de la evaluación y sus vínculos con los aprendizajes de los estudiantes.

Evaluar, calificar y acreditar son tres conceptos muy diferentes, en cuanto a su alcance y su sentido en educación. Sin embargo, dentro del ámbito escolar, muchas veces, se utilizan y aplican como sinónimos.

Desde los enfoques educativos más actuales, la acción de evaluar es un proceso que se aleja sustancialmente de la asignación de números (calificar) o de la certificación de estudios cursados (acreditar). Evaluar se acerca a andamiar, apuntalar, acompañar una trayectoria educativa, ofreciendo soportes para mejorar la calidad de los aprendizajes y de las capacidades necesarias para construirlos. En este proceso, además, se debe alentar el desarrollo de estrategias metacognitivas, destinadas a que los estudiantes puedan ser cada vez más autónomos en la regulación, adquisición y reflexión de sus aprendizajes. Por lo tanto, evaluar no puede reducirse a calificar, o dicho de otra forma, un número (calificación) no es capaz de suplantar procesos tan complejos. Sin embargo, y lamentablemente, es habitual en los sistemas escolares que la evaluación se identifique con la calificación.

Calificar y acreditar, cuotas de poder

Acreditar es una acción que los sistemas educativos, legitimados por el Estado, se encargan de regular y legalizar. Esto significa que, las instituciones educativas son las responsables de certificar el tránsito y egreso de los estudiantes, dando garantías de la apropiación de ciertos conocimientos, considerados significativos para la vida de los ciudadanos. La mayoría de los mecanismos administrativos y escolares de acreditación de cursos y ciclos escolares son altamente burocráticos y estructurados, prueba de esto último es su similitud a nivel mundial, aún en contextos sociales y educativos muy diversos.

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Las calificaciones constituyen la forma “objetiva”, que han encontrado los sistemas educativos para concretar la acreditación. Este poder convierte, a las calificaciones, en las estrellas de la escena, llegando a ser, incluso, de mayor relevancia que los aprendizajes que pretenden medir. Son utilizadas como un sistema de premio y castigo al ajuste de las normas y estándares escolares. En este contexto, funcionan como herramienta, en forma más o menos consciente, de demostración de autoridad para quienes dirigen y enseñan en instituciones educativas.

Entonces, puede afirmarse que el sistema de acreditación descansa sobre la asignación subjetiva de números o letras (calificaciones), en los que se confía como indicadores de la cantidad y calidad de los aprendizajes que los estudiantes. Esto significa que, algo tan arbitrario como la relación entre una escala numérica o alfabética y la apropiación de ciertos conocimientos, es lo que decide el progreso o estancamiento de los niños y jóvenes en el sistema escolar y, por lo tanto, define el éxito o fracaso en sus trayectorias escolares.

Pero hay algo más, muchas de las situaciones con las que se califica a los alumnos, constituyen experiencias completamente ajenas a las dinámicas habituales del aula, donde se ponen a prueba los conocimientos en espacios temporales acotados con dispositivos que intentan examinar cuantas respuestas acertadas se han realizado. ¿Quién alguna vez no ha sentido la incertidumbre y el nerviosismo ante exámenes que definirán la aprobación de una asignatura o incluso la posibilidad de acceder a estudios superiores?

Los problemas del error

– Profe, al final en las evaluaciones lo único que interesa son los errores y no lo que sabemos e hicimos bien.

Estas son las palabras de un estudiante al observar su calificación. Reflejan claramente que el centro de la atención de la evaluación está en el error y en lo que, en apariencia, aún no se aprendió. En esta tradición evaluativa donde calificar es el objetivo primordial, se valora el desempeño de los alumnos a partir de dispositivos evaluativos con actividades, generalmente, aisladas una de otras, que ponen a prueba cuanto el alumno estudió y aprendió. Por lo tanto, es indispensable, que el error sea señalado, sancionado y corregido por el docente.

Los alumnos conocen muy bien el mecanismo. Saben que ese error, difícilmente será retomado, quedará en la hoja pintado de rojo y nadie más se ocupará de él.

Las palabras del alumno movilizan a pensar con qué criterios evaluamos las producciones y que tratamiento le estamos dando al error. El error parece funcionar como un aprendizaje deficiente o no logrado. Sin embargo, esta puede ser una lectura apresurada y poco explicativa.

Del error se aprende, es una frase trillada, sin embargo es muy significativa desde los procesos de evaluación. Evidencia una concepción del aprendizaje como construcción de conocimientos, superando a la mera acumulación. En esta concepción constructivista, el error no debe sobrevalorarse, debe ser recuperado, cuestionado, discutido. El error constituye una base para generar conflictos cognitivos y buscar respuestas y explicaciones alternativas y superadoras.

El error merece una oportunidad de defensa, y en esa defensa está, quizás, la oportunidad que ofrece para aprender.

¿Cómo transformar la práctica de calificación en cultura de evaluación?

Para responder a esta pregunta no hay soluciones mágicas ni recetas, hay ideas que surgen de la reflexión de la práctica docente. Desde esta reflexión, surgen algunos principios, a modo de cimientos, a partir de los cuáles puede comenzar a edificarse una cultura de la evaluación.

El eje central consiste en entender que la finalidad de la evaluación no es la calificación, por lo tanto, debe trascender los enfoques meramente cuantitativos hacia enfoques más cualitativos. Esto significa, que la evaluación es un proceso integral, donde se evalúa al que aprende y al que enseña y existe retroalimentación, tanto para la enseñanza y como para el aprendizaje.

El punto de partida puede estar dar valor y recuperar los conocimientos de los alumnos. Para ello, primero debemos generar las situaciones que permitan expresar lo que conocen con libertad y sin temores. Los alumnos transitan los años de su vida escolar y, muchas veces, nadie se interesa por las ideas que han construido desde sus experiencias familiares, culturales, religiosas, etc. Es necesario dar lugar a que surjan saberes, intuiciones, creencias que les permiten desenvolverse en su vida cotidiana. A partir de estos conocimientos es posible cuestionar, profundizar, explicar, discutir, considerar otros puntos de vistas, reflexionar, compartir y ampliar la experiencia personal, para seguir aprendiendo.

Otro aspecto importante, es llevar el aprendizaje al centro de la escena. Dar un papel destacado a lo que se va modificando, transformando en el pensamiento, las ideas y las acciones de los estudiantes. Significa, considerar y entender al aprendizaje como una experiencia personal, que va mucho más allá de una calificación. Esto, tiene que ver con ejercer y desarrollar la capacidad de metacognición, para valorar lo que se aprende y las estrategias cognitivas que lo permiten. El docente debe dar oportunidad a que este proceso se haga consciente, y los propios estudiantes sean capaces de apreciar sus logros y progresos e incrementen, así, su autoestima y su entusiasmo por aprender.

En relación, a los instrumentos de evaluación, hay una idea que resulta particularmente interesante. Se trata del concepto de evaluación auténtica, que propone la elaboración de situaciones menos artificiales y más cercanas a las prácticas sociales reales. Es decir, que los estudiantes se enfrenten a escenarios que pueden ocurrir en la vida diaria, en sus hogares, en su barrio o ciudad, en el mundo laboral, etc. Resolver estas situaciones implicará utilizar conocimientos, desarrollar estrategias de acción e intervención y emplear la imaginación y creatividad. Lo anterior supone superar la noción de actividades por el planteo de problemas o tareas a resolver, para los que no hay respuestas únicas. De esta manera la evaluación se transforma en un desafío, en el que los conocimientos no son un fin en sí mismo, sino herramientas para la acción.

Estar inmersos en una cultura de evaluación significa tener un marco de referencia claro, donde estudiantes, docentes y padres, reconozcan y discutan el enfoque y la modalidad de evaluación del centro educativo. Para ello, tienen que establecerse criterios de evaluación claros y compartidos. Los alumnos deben saber que se espera de ellos y deben poder expresar sus necesidades, dudas, inquietudes y miedos. De esta forma, se puede involucrar y comprometer al estudiante en una mirada reflexiva sobre sus dificultades y obstáculos, sus progresos y avances, pero también sobre lo que puede lograr y porque vale la pena el esfuerzo.

El ingrediente final y esencial en la construcción de una cultura de evaluación es la retroalimentación de los procesos de aprendizaje y reflexión de los alumnos. Los docentes tienen un rol esencial en el acompañamiento de las trayectorias escolares. De su intervención oportuna depende en gran medida que los estudiantes puedan superar la mirada especulativa sobre la evaluación para centrarla en sus propios procesos de aprendizaje.

Como conclusión, es indispensable acercar las prácticas evaluativas a una visión de la educación como un proceso que tiene trascendencia, más allá del éxito en la trayectoria escolar, de continuar estudios superiores o de conseguir un buen empleo. La evaluación debe acompañar y sostener una educación que permita descubrir y desarrollar el potencial de cada estudiante, colaborar con su integración a una sociedad, en la que debe convivir y comprometerse con otras personas, construir conocimientos para entender mejor el mundo que lo rodea y generar empatía con su entorno humano y ambiental.

Fuente de la reseña: http://formacionib.org/noticias/?Evaluamos-o-calificamos-Ideas-para-transitar-desde-la-calificacion-a-una

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