La identidad y narrativa de la mujer contemporánea

Por:  Lorena García Caballero

Pongamos atención a los discursos e ideas que expresamos. Muchas veces, nosotras mismas perpetuamos prácticas que violentan, invalidan o minimizan al otro.

La representación de la mujer en el cine, en la literatura y en su papel como lectora, es una cuestión que atañe directamente a la vida de todas y cada una de nosotras. Dependiendo de las historias que nos contamos, cómo lo hacemos y hacia quién las dirigimos, es como creamos, reafirmamos y reinventamos nuestras identidades.

En la misma universidad he notado algunas veces que a mujeres estudiantes se les dificulta hablar en primera persona femenino cuando se refieren a la actividad “del arquitecto”, “del ingeniero”, “del mercadólogo”, etc., cuando en realidad, deberían de presentarse al mundo seguras y –sin dudarlo– hablando desde el “yo” y desde lo que estudian en una acepción femenina. El lenguaje configura la realidad, la moldea y nos hace partícipes de la misma.

En la medida en que nos apropiamos de la palabra hablada, escrita y narrada en distintos medios, también nos hacemos visibles con todo y nuestras problemáticas, la manera en la que enfrentamos el día a día y los retos internos y externos que nos imponemos de manera real, imaginada y proyectada por nosotras mismas y por el colectivo sociocultural.

“El empoderamiento de las mujeres y nuestro papel en la narrativa escrita, hablada y visual, están íntimamente relacionados”.

Una actividad aparentemente sencilla, pero con gran impacto, es la narrativa personal autodirigida. Llevar una bitácora que registre lo que siento, lo que pienso y narrarlo desde la primera persona en femenino, me hace ver mi vida y mi situación en perspectiva. Por ejemplo: “Soy narradora”, “soy creadora”, “soy protagonista”, “soy productora”, “soy lectora”, etc. Todas estas posibilidades me incentivan a sentirme más cómoda en mi piel, en mi realidad. Ayudan a que me reconcilie conmigo misma y que las luchas que han librado otras mujeres para que se escuche mi voz, hagan eco y encuentren cobijo en la reconciliación y la coherencia que le doy a mi narrativa personal.

En el ámbito académico, así como también en la industria literaria, cinematográfica y publicitaria, las mujeres y los hombres hemos alzado la voz para generar un cambio. Hemos propuesto campañas, slogans, historias y el uso del lenguaje inclusivo con el fin de minimizar el impacto negativo de los estereotipos creados y perpetuados en las industrias creativas. Tanto el uso del lenguaje inclusivo y lo que llamaría “gramática del empoderamiento” son dos herramientas que, en conjunto, hacen referencia a una narrativa personal que devuelve el poder y la confianza en sí mismo(a), al tiempo que abre la puerta a nuevas posibilidades de repensar la identidad propia.

Como casos de éxito en el campo de la narrativa, me gustaría mencionar las aportaciones de David Epston y Michael White (1992), quienes se basaron en la teoría constructivista, adaptándola al uso de medios narrativos para emplear terapéuticamente la palabra hablada y escrita. Estos autores han sido críticos en cuanto a cómo algunas personas nos sentimos con cierta desventaja respecto de otras en nuestro entorno, por ejemplo, padres, profesoras, jefes(as), personas que parecen estar por encima de nosotras y a cuyas palabras y narrativa sobre nuestra persona les damos mucho peso. Lo que hace que estas historias se vuelvan en dominantes –que no quiere decir verdaderas– pero a las que damos por hecho cuando no tomamos en cuenta historias alternativas, incluidas las de nuestra propia voz, las de nuestra sensación, memoria y narración, durante el suceso a narrar y después visto en retrospectiva.

El trabajo de Epston y White se ha centrado en otorgar un nuevo modelo de pensamiento y verbal para contrarrestar lo que ellos denominan el “problema–etiqueta”. Básicamente consiste en tomar distancia de lo que pensamos sobre nosotras mismas o de nuestra vida como un problema o estereotipo. En otras palabras, cuando los miembros de una familia, los amigos, los vecinos, los compañeros de trabajo o los profesionales piensan que una persona ‘tiene’ una cierta característica o un problema determinado, están ejerciendo un poder sobre ella al “representar” este conocimiento sobre la persona (Castillo, Ledo & Pino, 2012).

El uso de la metáfora y otras figuras literarias en cómo nos hablamos y describimos a nosotras mismas y nuestra situación existencial, también ayuda a empoderarnos y repensarnos desde espectros identitarios más amplios. Cómo comunicamos esto a los demás puede reforzar esta postura o hacerla tambalear.

Algo que adapté de las aportaciones de los autores mencionados arriba al caso concreto del empoderamiento femenino, fue trasladar el recurso teórico del “problema-etiqueta” que proponen a estereotipo o “narrativa tóxica” –como les llamo–. Lo que estos autores vieron en el plano de la terapia, lo he llevado al aula con el empleo de bitácoras personales, en donde indico que es importante escribir una historia personal y poner las versiones de “cómo lo dirían mis padres o tutores”, “cómo la narraría un amigo o amiga cercano(a)”, y “cómo lo narro yo”. Después de esto, realizo un trabajo de análisis, igual que los terapeutas que cito –y en cuyo trabajo me inspiro– para adaptarlos al ámbito educativo. Una de las cosas que he notado es que mis estudiantes –tanto hombres como mujeres– tienden a sentirse más aliviados(as) al releer lo que escribieron al cabo de dos días que es cuando tenemos la siguiente sesión.

A partir de este ejercicio de narrativas, incentivo a mis estudiantes varones y mujeres– que cuenten cómo han sido partícipes en la desigualdad de género, describiendo lo que han hecho o dicho que pudiera desplazarlas (en el caso de ellas) a un papel secundario en su propia historia. En el caso de ellos: qué partes de sus narrativas han omitido, minimizado o violentado el rol de alguna mujer en su vida y cómo podrían relatarlo de manera diferente.

Otro aspecto que me parece importante trabajar para mejorar es lo concerniente al lenguaje inclusivo. Tanto expertos como mis propios alumnos en clase opinan que no basta con decir “l@s”, o “todes”. Creen que debemos de trabajar en la base, es decir, lo que subyace a nuestra manera de hablar de las cosas. Esta base tiene tanto que ver con cuestiones culturales como sociohistóricas. Partiendo de esta observación, mi propuesta de trabajo se orienta más a indagar en el nivel discursivo. Esto quiere decir que me parece más importante poner la atención en el contenido de lo que se dice que en el cómo se dice. Si bien es cierto que el “todes” o “todas/ todos” pretenden hacer un trabajo de inclusión, si no lo logran, al menos ponen de relieve que algo en la palabra que se escribe con un cierto énfasis apunta a una cosa más, en este caso podría ser el señalamiento a la sensación de malestar o injusticia porque históricamente se ha hablado de todos en plural masculino, o en “él” también tomando como parámetro al hombre. No quiero decir que dejemos de hacer estas prácticas en el lenguaje, pero propongo que vayamos más allá y empecemos a observar, reflexionar y cuidar el contenido de lo que decimos. ¿Qué hay de trasfondo en nuestras palabras? ¿Las ideas que expresamos o proponemos tienen cierta carga de exclusión, sexismo o machismo? De ser así, parte de nuestra narrativa personal también tendría como labor importante la de responsabilizarnos de lo que decimos.

Para ahondar más en este tema, les sugiero la revisión de los elementos teóricos propuestos por la filósofa Julia Kristeva en su obra Extranjeros para nosotros mismos (1991), en donde lleva al plano de lo simbólico lo que nos identifica de algunos elementos heterogéneos que pueden irrumpir en esa identidad o, por el contrario, complementar. Como ejemplo, algunas cuestiones que podemos considerar como parte o abono a la identidad serían: el lenguaje expresado desde el “yo”, la aceptación del propio cuerpo y la importancia y respeto al mismo en tanto que nuestra apertura al mundo y a los otros, el amor propio y la empatía pensada desde una comprensión integral de mí misma y, desde allí, al acercamiento respetuoso con el otro. Algunos ejemplos de elementos heterogéneos: el autorechazo, la autocrítica, la sensación y/o sentimiento de que nuestro cuerpo es ajeno o tiene menos valor que el “yo” en su totalidad, prácticas de discriminación que parten de ver en el otro cosas que nos desagradan de nosotras mismas, darle más poder a lo que otros opinan o dicen de nosotras mismas, más que nuestra propia opinión.

También las invito a compartir sus experiencias educativas en este tema con el fin de aprender juntos cómo empoderarnos a nosotros/as mismos/as y ayudar a nuestras y nuestros estudiantes también a que lo lleven a cabo en su vida. Los invito a prestar más atención a las creencias, discursos e ideas que expresan, comparten o piensan para que seamos cada vez más conscientes de cómo nosotras mismas perpetuamos, muchas veces, prácticas verbales que violentan, invalidan, humillan o minimizan al otro. Les invito a ser observadores/as meticulosos/as y que incentivemos a nuestros y nuestras estudiantes a que lo sean también.

Fuente: https://observatorio.tec.mx/edu-bits-blog/identidad-y-narrativa-de-la-mujer-contemporanea

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