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La política del color: el racismo y el colorismo

La piel es nuestra mayor barrera protectora natural. ¿Por qué el color de la piel tiene un significado social infinitamente mayor que el color de la pupila de los ojos?

Tanto en la tradición cristiana (incluido el secularismo en el que se prolongó) como en la tradición budista, la oscuridad y la claridad fueron metáforas conceptuales que pretendieron explicar el perfeccionamiento de la persona humana en sus relaciones con los poderes que la trascienden. Se refieren a movimientos del conocimiento y de la vida interior. La trayectoria de la oscuridad a la claridad está abierta a todos los seres humanos. Y, de hecho, la máxima claridad (por ejemplo, en presencia de la divinidad) puede convertirse en la máxima oscuridad, siendo ejemplo de ello el horror divino de George Bataille, o en el máximo el silencio del universo, en el caso de José Saramago.

Sin embargo, con la moderna expansión colonial europea, sobre todo a partir del siglo XVI, la oscuridad y la claridad se utilizaron progresivamente para distinguir entre seres humanos, para clasificarlos y jerarquizarlos. Fue entonces cuando la oscuridad y la claridad se movilizaron como factores identitarios, para definir los colores de la piel de los seres humanos, transfiriendo a esta definición significados antiguos. Si antes tales significados partían de la idea de la condición común de los humanos, a partir de entonces el color de la piel constituirá uno de los vectores fundamentales de la línea abisal que distingue a los humanos de los subhumanos, la distinción que subyace al racismo.

Una vez aplicado a la piel humana como factor determinante, el color pasó a designar características «naturales» que definen desde el principio los tránsitos sociales permitidos y prohibidos. Lo «natural» se convirtió en una construcción social concebida como un factor extrasocial de la legitimidad de la jerarquía social definida a partir de las metrópolis coloniales.  El «negro» se convirtió en «color», símbolo de lo negativo, y el «blanco», «la ausencia de color», en símbolo de lo positivo. Así surgió el racismo moderno, uno de los principales y más destructivos prejuicios de la modernidad eurocéntrica. Como bien analiza Francisco Bethencourt, el racismo, a pesar de no ser un rasgo exclusivo occidental, asumió con la expansión colonial europea un papel central en la clasificación jerárquica de las poblaciones (Racismos: das Cruzadas ao século XX, 2015).

A pesar de haber experimentado muchas mutaciones, el prejuicio racial ha mantenido una notable estabilidad. Por un lado, la inmensa diversidad de rasgos fisiológicos y tonos de color de piel no impiden que el prejuicio se adapte y se reconstituya incesantemente según los contextos, a veces pareciendo un residuo del pasado, a veces resurgiendo con renovada virulencia. Por otro lado, su naturaleza insidiosa se deriva de su «disponibilidad» para ser interiorizado por aquellos y aquellas que son víctimas de él, en cuyo caso unos y otras pasan a evaluar su existencia y su papel en la sociedad en función del canon de la jerarquía racial. Por último, la lógica racial del color se insinúa tan profundamente en la cultura y el lenguaje que está presente en contextos tan naturalizados que parecen no tener nada que ver con los prejuicios. Por ejemplo, en el espacio de la comunidad de países de lengua portuguesa (por lo menos en Brasil y en Portugal) los niños aprenden que el lápiz de color beige es el lápiz del color de la piel.

La primacía otorgada a la visión en el análisis eurocéntrico del mundo hace que el color de la piel sea una de las variaciones más visibles entre los humanos. Está relacionada con las respuestas a la radiación ultravioleta. La piel más oscura, con más melanina, protege a las poblaciones originarias de regiones cercanas al ecuador. Por tanto, en su origen es una respuesta físico-biológica al medio ambiente. ¿Cómo es que, si bien el origen de la humanidad se dio en regiones con mayor radiación ultravioleta, el color de la piel terminó convirtiéndose en un marcador de deshumanización? Fue un largo proceso histórico que, en algunos contextos, evolucionó para convertir la piel clara y la piel oscura en connotaciones de una rígida jerarquía social, lo que llamamos racismo y colorismo.

La percepción del color dejó de ser una característica física de la piel para convertirse en un marcador de poder y una construcción cultural. El siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX fueron la época del apogeo de la explicación científica de las diferencias raciales, de las que resultaba, lógicamente, la jerarquía social y la recomendación de no mestizaje, de la eugenesia, del apartheid y de la eliminación de lo que se consideraban razas inferiores (por ejemplo, Nancy Stepan, The Idea of Race in Science: Great Britain 1800-1960, 1982). El concepto de «under man» (subhumano) ganó popularidad con el libro del estadounidense Lothrop Stoddard, The Revolt Against Civilization: The Menace of the Under-Man, publicado en 1922, que se convertiría en el manual de los nazis. Tras la Segunda Guerra Mundial y ante la catástrofe genocida del nazismo y del fascismo, el paradigma de la ciencia racista se fue desmontando. Hoy, los estudios genéticos muestran que, como las clasificaciones raciales no se traducen en diferencias genéticas importantes, no tiene sentido hablar de raza como categoría biológica. De hecho, la variación genética entre grupos raciales es pequeña en comparación con las diferencias genéticas dentro del mismo grupo. En otras palabras, la ideología racista sobrevive al desmantelamiento de las «bases científicas» del racismo.

A pesar del descrédito de la base científica del racismo, el racismo como ideología permanece e incluso se ha acentuado en los últimos tiempos. Las características morfológicas del rostro, el cabello o el color de la piel siguen utilizándose como marcadores de discriminación racial, y en muchos países determinan las variaciones en la discriminación que se dirige contra diferentes grupos sociales racializados, ya sean negros, asiáticos, indígenas, gitanos o latinos, por no mencionar, dependiendo de la época y del contexto, a judíos, irlandeses, portugueses, españoles, italianos, eslavos. El color de la piel, en concreto, ha adquirido un significado particularmente insidioso al determinar diferencias sistemáticas de trato dentro de grupos que comparten la misma «identidad racializada» o «comunidad de color».

En las Américas, este fenómeno condujo a la formulación del concepto de colorismo para designar este trato diferencial. No hay colorismo sin racismo ni colonialismo. El colorismo potencia la complejidad y la gravedad de las narrativas y de las prácticas racistas y reitera la violencia epistémica y ontológica del proyecto colonial, una violencia aún más cruel cuando ocurre dentro de los grupos racializados. El código colorista establece que cuanto más «blanco» sea el color de la piel, mayor es la probabilidad de que alguien sea candidato a los privilegios de la blanquitud, pero, al igual que ocurre con la identidad racial, la definición del color de la piel es una construcción social, cultural, económica y política.

Los estudios sociales del color de la piel muestran que la identificación y la clasificación del color de la piel varían de una sociedad a otra e incluso dentro de la misma sociedad. Es oportuno recordar que Bethencourt decidió estudiar la historia del racismo para responder a esta pregunta: ¿cómo es posible que la misma persona sea considerada negra en Estados Unidos, de color en el Caribe o en Sudáfrica y blanca en Brasil? Yo añadiría otras dos preguntas. ¿Por qué la clasificación varía dentro del mismo país? En el caso de la sociedad brasileña, quien es considerado blanco en Bahía puede ser considerado negro en São Paulo. ¿Y puede la clasificación variar en el tiempo?

Cuando se habla críticamente del racismo, hay una gran tendencia a resaltar los daños, la violencia y la destrucción que causa en las poblaciones racializadas. No obstante, de esta forma, el color de los que causan el racismo se vuelve invisible. La piel de quien ejerce una actitud racista no tiene color, sobre todo en contextos donde el «color blanco» está asociado con el mantenimiento de privilegios heredados de la esclavitud y del colonialismo. Lo mismo podría decirse de la piel de los árabes sauditas en relación con los paquistaníes, filipinos o bangladesíes, o de los chinos en relación con los africanos.

Así, se vuelven invisibles tanto el color de la piel como los privilegios que justifica: ¿Por qué el análisis crítico del racismo incide principalmente en la discriminación que sufren los cuerpos racializados y omite los privilegios de los cuerpos no racializados? Al final, cuando se habla de «supremacía blanca» no se habla de la calidad del color, sino del poder y los privilegios que invoca. Mucho más allá de los contextos de la supremacía blanca (la blanquitud), el uso racista del color y de la ausencia de color siempre está ligado a la instrumentalización del poder y de los privilegios. Mencioné anteriormente el racismo de los chinos en China contra los africanos negros. Lo cierto es que la Corte Suprema de Sudáfrica dictaminó en 2008 que, con el fin de acceder a una discriminación positiva para promover el «empoderamiento económico de los negros», los chinos nacidos en Sudáfrica eran considerados… negros.

La conclusión urgente parece ser la siguiente: solo razones políticas y luchas de poder pueden explicar la instrumentalización social del color de la piel; y, asimismo, solo ellas explican que el probable aumento de la multiplicidad de tonos de color de piel resultante del mestizaje o la criollización no se traduzca en el fin del racismo y de la violencia e injusticia que causa. A pesar de la diversidad de contextos ya mencionada, históricamente el problema ha cobrado especial agudeza en los países donde existe una población considerada blanca, por pequeña que sea, pero en posiciones de poder, y asume distintos contornos en contextos diferentes. La investigación se ha centrado principalmente en cómo las diferencias en el color de la piel entre personas consideradas de la «misma raza» determinan diferencias de trato. El caso más tratado es el de los países que heredaron la violencia de la esclavitud, especialmente en el contexto estadounidense. Los análisis muestran consistentemente que, a pesar de avances muy significativos en el acceso a cargos públicos y privados de personas clasificadas como de raza negra (o de cualquier otra raza que no sea blanca), como resultado de las luchas contra la discriminación racial, especialmente durante los últimos cincuenta años, lo cierto es que las personas racializadas que accedieron a estos lugares tienen, en general, un color de piel más claro.

A pesar de la inmensa diversidad de tonos de piel, el color de la piel marcó y marca no solo diferencias raciales, sino también diferencias de trato dentro de la misma identidad racial. El colorismo es quizás el arma más insidiosa del racismo para dividir a los grupos racializados. Por ejemplo, en Estados Unidos, los esclavos negros de color más claro eran más caros y se buscaban para el trabajo doméstico en las casas de las plantaciones, mientras que los esclavos de color más oscuro estaban destinados al trabajo duro en los campos. De hecho, los traficantes de esclavos utilizaban las diferencias en el color de la piel para provocar la división entre los esclavos. Mucho después de la abolición de la esclavitud, el racismo y el colorismo no solo permanecieron, sino que se extendieron a nuevas categorías de población, por ejemplo, los inmigrantes europeos. Es decir, la matriz de exclusión basada en el racismo de la diferenciación fenotípica tiene un dinamismo tan cruel e insondable que se propaga «por analogía». En Estados Unidos a principios del siglo XX, los irlandeses, italianos y portugueses fueron considerados «blancos oscuros» y solo gradualmente (¿y completamente?) su color de piel fue siendo «blanqueado», acompañando su ascenso social. Pero después de todo, ¿fue el ascenso social el que blanqueó la piel o fue la piel sin matriz fenotípica la que facilitó el ascenso? La respuesta es obvia.

La persistencia del racismo y el colorismo es evidente en esta instantánea fotográfica de Brasil. El 22 de marzo de 2018, el conocido periódico estadounidense Wall Street Journal publicó un reportaje titulado «La demanda de esperma estadounidense aumenta exponencialmente en Brasil». Relataba que en los siete años anteriores la importación de semen estadounidense por mujeres brasileñas blancas, ricas, solteras y lesbianas había aumentado de modo extraordinario. Las preferencias eran para donantes de piel clara y ojos azules. Según Fairfax Cryobank, el mayor exportador de esperma a Brasil, este país fue el mercado de semen de mayor crecimiento. Mientras que en 2011 solo se habían importado 11 tubos de semen, en 2017 el número subió a 500 tubos. Según el periodista, la preferencia por los donantes blancos refleja la preocupación por el racismo «en un país donde la clase social y el color de piel están íntimamente ligados». Para las consumidoras, «los niños de piel clara tendrán la expectativa de mejores salarios y un trato más justo por parte de la policía». En Estados Unidos, las mujeres negras con tonos de piel más claros y rasgos europeos tienden, al igual que en otras circunstancias, a tener más éxito en conseguir un trabajo, en una carrera profesional, en concursos de belleza o en videos musicales. En el caso de Brasil, el testimonio de Bianca Santana refleja esta dimensión del racismo estructural: «Mi piel no está teñida. Tengo el color del mestizaje brasileño, que tantas veces se ha utilizado para reafirmar el mito de la democracia social… Poder ser vista como blanca o, mejor, como no negra, me dio oportunidades que probablemente no tendría si mi piel fuese más oscura, como ocupar un puesto de coordinación en un colegio europeo de élite.

El colorismo también ha existido dentro del mismo grupo racial cuando, por ejemplo, en el siglo XIX y principios del XX, los clubes de las élites negras en Estados Unidos negaban el acceso a personas con el color más oscuro. La internalización del colorismo ha llevado y sigue conduciendo a prácticas de blanqueamiento de la piel y la demanda de productos blanqueadores ha crecido enormemente (Lynn Thomas, Beneath the Surface: a transnational history of skin lighteners, 2020). Pero, por otro lado, el colorismo también puede operar a la inversa, en contextos de comunidades altamente racializadas y como reacción de resentimiento: discriminar a las personas de piel más clara consideradas débiles o inferiores por ser producto de mezcla de razas.

El color, el contracolor y el arco iris

El color de la piel es un marcador esencialista en nuestras sociedades desiguales y discriminatorias y, como fenómeno político, puede utilizarse con diferentes orientaciones políticas y hasta como forma de compensación histórica. En 1903, el gran intelectual estadounidense negro W.E.B. Du Bois escribió proféticamente que el problema del siglo XX sería «la línea de color», la «línea de la división racial por el color». Así fue y así parece seguir siendo hasta bien entrado el siglo XXI. A mediados del siglo pasado, Franz Fanon mostró elocuentemente cómo el racismo actuaba a través de una fractura dialéctica entre el cuerpo y el mundo, entre el «esquema corporal» y el «esquema racial epidérmico». El fenotipo epidérmico sería trivial si no existiera el racismo fenotípico.

La lógica racial y colorista se utiliza tanto para excluir a los «otros» como para unir el «nosotros». Ahí radica uno de los hilos con los que se teje la extrema derecha de nuestro tiempo. En el polo opuesto, el movimiento black is beautiful de los afroamericanos en la década de 1960, que luego se extendió a otros países (por ejemplo, en la Sudáfrica del apartheid), consistió en reivindicar el color y cambiar su connotación. Siempre que el color es politizado contra el racismo para unir la lucha antirracial y la lucha anticapitalista, el color de la piel tiende a perder el esencialismo y a relativizarse.

Intensamente politizada, la lucha del Black Panther Party fue notable, especialmente en la década de 1970-1980, en un esfuerzo por abolir la relevancia de las diferencias de color de piel entre la comunidad negra. Y ayer, como hoy, queda abierta la cuestión de saber en qué medida grupos de varias razas, etnias y colores de piel pueden unirse en las luchas contra el capitalismo, el colonialismo, el racismo y el sexismo, para así aumentar las posibilidades de éxito de las luchas por una sociedad más justa. Los períodos de mayor optimismo han sido seguidos por períodos de mayor pesimismo con una circularidad inquietante.

Dos cosas parecen seguras. Por un lado, los esencialismos identitarios tienden a dificultar la articulación de las luchas sociales contra la desigualdad y la discriminación. Por otro lado, no se puede confundir el cambio en el color del poder con el cambio en la naturaleza del poder. Después de todo, la burguesía negra estadounidense se ha preocupado por alcanzar el poder capitalista y no por cambiarlo (véase Barack Obama). Y no será diferente en otros lugares.

Wittgenstein escribió (Observaciones sobre los colores) que un pueblo de daltónicos tendría otros conceptos sobre los colores. ¿Sería esta una solución al racismo basado en el color de la piel? Si es correcta mi propuesta de que el racismo no reside en el color en sí, sino en la política del color centrada en la desigualdad de poder y en la concentración excluyente de privilegios, la respuesta es no. Si se mantiene la estructura de poder, el prejuicio no desaparecería, solo se expresaría de otra forma y con otra justificación.

Traducción: Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez, para Público.

Fuente: https://rebelion.org/la-politica-del-color-el-racismo-y-el-colorismo/

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El imperialismo en tiempos de desorden mundial

Por: Esteban Mercatante

 

El libro El imperialismo en tiempos de desorden mundial, publicado por Ediciones IPS, compila una serie de artículos que fueron publicados en Ideas de Izquierda desde el año 2013 hasta la actualidad.

En ellos fuimos analizando, desde distintos ángulos, la configuración de las relaciones de poder en el sistema mundial capitalista y las principales transformaciones que estas atravesaron durante las últimas décadas. Lo hemos hecho en muchas ocasiones a través del comentario crítico de algunos de los trabajos más relevantes que se han publicado durante estos años sobre la cuestión. A los artículos elaborados por quien esto escribe, se suman en la compilación distintas entrevistas que hemos realizado a quienes publicaron algunos de los trabajos más relevantes para entender las relaciones que imperan en el sistema mundial capitalista actual, así como intercambios polémicos que suscitaron algunos de los artículos. El hilo conductor en el recorrido por los distintos temas abordados está dado por una serie de coordenadas teóricas que vamos a discutir en esta presentación.

Imperialismo: la trayectoria de un concepto

Dos años después de estallada la I Guerra Mundial, en 1916, Vladimir I. Lenin publicó el célebre El imperialismo: fase superior del capitalismo, que como su título indica considera que ingresamos en una nueva época histórica. El texto de Lenin, que se convirtió desde entonces en el más clásico entre los trabajos “clásicos” sobre el tema, partía de una elaboración crítica de lo planteado por un autor marxista, (Rudolf Hilferding), y otro liberal, (John A. Hobson). Estos eran, a su vez, algunos de los aportes más relevantes en un debate que el movimiento marxista internacional (para ese entonces casi exclusivamente europeo) había empezado a tener tímidamente a finales del siglo XIX, de la mano del fortalecimiento de las presiones chovinistas y el desarrollo de una carrera armamentística entre las potencias de la época [1].

La emergencia del imperialismo, cuya contracara era una presión redoblada para cooptar a los sectores más elevados de la aristocracia obrera en los países capitalistas desarrollados, ya en la primera década del siglo XX había empezado a dividir aguas en la socialdemocracia europea. El punto de quiebre definitivo fue en agosto de 1914, cuando todos los diputados del Partido Socialdemócrata alemán, que hasta 1914 había sido la principal referencia para los marxistas de todo el mundo, votaron a favor de los créditos que permitirán al gobierno del Káiser iniciar la I Guerra Mundial.

Los marxistas de comienzos del siglo XX (entre los que además de los autores mencionados debemos destacar a Rosa Luxemburg con La acumulación de capital y a Nikolai Bujarin con La economía mundial y el imperialismo) definían al imperialismo como una nueva fase o etapa en el desarrollo del capitalismo, es decir, que capitalismo e imperialismo resultaban conceptos íntimamente entrelazados. Hilferding, y Lenin partiendo de su elaboración, destacaban la transformación ocurrida en la empresa capitalista como resultado de la concentración y centralización del capital (las dos tendencias fundamentales señaladas por Marx): estábamos ante el surgimiento del capital financiero como resultado del salto cualitativo que registraba la gran industria, y del dominio que los grandes bancos adquirían sobre los directorios de las firmas [2]. El dominio de los bancos estimulaba, en opinión de Hilferding, la aceleración de dos fenómenos que identificaba como característicos del capitalismo en esta época. La primera era la “cartelización”, término que refiere a la asociación de empresas para proteger sus intereses comunes y limitar el enfrentamiento entre ellas, que se había convertido en moneda corriente en los principales sectores de la gran industria. El segundo fenómeno, registrado sobre todo en Alemania y EE. UU. desde finales del siglo XIX, era una aceleración de fusiones y adquisiciones que había dado lugar en numerosas industrias al surgimiento de grandes trusts, es decir, nuevas empresas de escala gigantesca que surgían de la integración de las preexistentes.

Junto con esto, lo característico de este nuevo período histórico estaba para Lenin en la agudización de la competencia por el dominio del territorio mundial entre los grandes conglomerados capitalistas de los pocos países que registraban un elevado desarrollo capitalista, con intervención creciente de los Estados y tendencias guerreristas, que se manifestaba en una carrera armamentística cada vez más acelerada y un crescendo de conflictos bélicos que desembocó en la I Guerra Mundial. El mundo, que entre finales del siglo XIX y comienzos del XX había presenciado una nueva ola de febril avance de las potencias europeas (y de EE. UU.) para asegurarse la primacía en todos los continentes, ya estaba “repartido”. La carnicería imperialista apuntaba a definir un nuevo reparto del planeta.

La I Guerra Mundial, como había adelantado –y apostado– Lenin que ocurriría, desembocó en levantamientos revolucionarios en toda Europa, empezando por el triunfo de la Revolución de Octubre de 1917 en Rusia, pero llegando a conmover también a Alemania. La conflagración concluyó dejando irresueltos los motivos que la impulsaron, aunque selló el avance de EE. UU. en detrimento de Europa. Será León Trotsky quien desde comienzos de la década de 1920 discutirá esta relocalización del centro de gravedad del sistema capitalista mundial, y sus consecuencias para Europa. Si bien Trotsky no elaboró un trabajo dedicado especialmente a la cuestión del imperialismo, la abordó sistemáticamente durante dos décadas, lo que quedó plasmado en numerosos libros y artículos. Sus informes en los primeros congresos de la Internacional Comunista desarrollaron un método de abordaje integral de las relaciones entre las tendencias de la economía, la lucha de clases en cada país y las relaciones interestatales. Este método siguió informando la mirada de Trotsky hasta su asesinato, y le permitió entrever tempranamente las tendencias hacia una nueva matanza imperialista –y hacia nuevos alzamientos revolucionarios como resultado de la misma–.

La categoría de imperialismo tuvo sus idas y vueltas en las corrientes marxistas después de la II Guerra Mundial. Tras el triunfo de los aliados contra el eje, EE. UU. lideró la reconstrucción en el espacio mundial dominado por el capital –frente al cual se alzaba un espacio fuera del dominio capitalista gracias a que la URSS emergió también como victoriosa de la guerra y avanzó sobre Europa del Este, a lo cual se sumó en 1949 la revolución en China–. La integración militar de las potencias capitalistas en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), encolumnadas detrás del imperialismo estadounidense contra la URSS, y la creciente interpenetración de capitales de esos países que tuvo lugar durante los años del boom de posguerra (un período de elevado crecimiento económico que se prolongó hasta fines de los años 1960) hicieron surgir los primeros debates sobre en qué medida las coordenadas de las teorías del imperialismo –en las que la disputa interimperialista juega un lugar central– se ajustaban a la nueva realidad en la que el espacio capitalista aparecía dominado por una sola gran potencia.

Paralelamente, durante esos años de posguerra, y en América Latina especialmente después de la Revolución cubana, el debate del imperialismo desde la mirada de los países oprimidos tuvo un vigoroso desarrollo, plasmado sobre todo en la corriente marxista de la dependencia, un conjunto heterogéneo de autores y enfoques, pero que coincidía en el diagnóstico de que los países coloniales y semicoloniales tenían bloqueado cualquier desarrollo significativo, y la condición para superar este bloqueo pasaba por romper con las relaciones de producción capitalista [3].

Para buena parte de la producción teórica realizada desde enfoques marxistas, la teoría del imperialismo fue cayendo en el olvido en tiempos adversos para las clases subalternas, después de la derrota/desvío de los procesos revolucionarios de los años 1960/1970, con la “restauración burguesa” [4] y el auge de la globalización. Fred Halliday se quejaba de que el debate de la globalización, tópico trajinado hasta la obsesión por las ciencias sociales en las últimas décadas, se caracterizó por “la ausencia, o supresión, en los marcos de la discusión ortodoxa, de dos términos analíticos centrales para el análisis de este proceso”, capitalismo e imperialismo [5]. El economista marxista indio Pratap Patnaik retrataba este cambio de clima en un artículo del año 1990:

Yo abandoné Cambridge, Inglaterra, donde enseñaba economía, en 1974, y retorné a Occidente, en esta oportunidad a los Estados Unidos, luego de un período de 15 años. Cuando me fui, el imperialismo ocupaba tal vez el lugar más prominente en cualquier discusión marxista, y en ningún lugar se escribía y discutía más sobre la cuestión que en Estados Unidos, hasta tal punto que muchos marxistas europeos acusaban al marxismo norteamericano de estar empañado de tercermundismo […] Obviamente, ese no es el caso hoy. Los marxistas más jóvenes parecen perplejos cuando el término es mencionado [6].

Curiosamente, el clímax de ese momento se alcanzó con un libro cuyo título sugería lo contrario: Imperio, publicado en 2000 por Michael Hardt y Tony Negri, llevaba al extremo la idea de desterritorialización de los esquemas de poder global. Hardt y Negri construyen la teoría de un imperio sin centro. “EUA no constituye –y, en realidad, ningún Estado-nación puede hoy hacerlo– el centro de un proyecto imperialista”, decían [7]. Las tesis de este libro extrapolaban unilateralmente algunos rasgos que habían caracterizado el accionar imperialista durante la primera década desde el colapso de la URSS. Eran tiempos de globalización en auge e impulso por parte de EE. UU. de las intervenciones multilaterales. Pero con la llegada de George W. Bush al gobierno, de la mano de un gabinete poblado de figuras neoconservadoras, EE. UU. haría ver claramente sus intenciones de continuar siendo el “centro de un proyecto imperialista”. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 realizados por Al Qaeda fueron aprovechados para desplegar una agenda de intervenciones unilaterales que ya estaba previamente diseñada, iniciada en Afganistán y continuada en Irak.

Después de esta nueva avanzada militarista unilateral de EE. UU. (que marcó un giro respecto de lo que fueron los años ‘90, durante los cuales casi todas sus incursiones militares se dieron bajo el paraguas del respaldo de la “comunidad internacional”, haciendo votar resoluciones de las Naciones Unidas que las avalaran), volvió al primer plano el debate sobre el imperialismo. De estos años son los trabajos de David Harvey El nuevo imperialismo y de Ellen Meiksins Wood El imperio del capital, entre otros. Pero este retorno no significa que hubiera mucho consenso sobre la pertinencia de la categoría para caracterizar las relaciones interestatales. Los altos grados de coordinación logrados por EE. UU. para responder desde 2007, y sobre todo desde 2008 con la quiebra del banco de inversión Lehman Brothers, a la crisis iniciada entonces, que dio lugar a la peor recesión desde 1930 (hasta que apareció el covid y produjo un hundimiento aún mayor), dieron nuevos bríos a quienes afirmaban que la coordinación entre las potencias, y no su rivalidad, es lo que da la tónica a las relaciones interestatales en el momento actual del capitalismo.

Pero no es este el único aspecto que favoreció que la relevancia de la categoría para caracterizar el orden capitalista mundial fuera puesta en tela de juicio. En igual o mayor medida contribuyó el desplazamiento que venimos observando del centro de gravedad de la acumulación de capital hacia Asia, y hacia China en particular. Si este fue un producto de las políticas de apertura y globalización empujadas por EE. UU., junto al resto de las potencias europeas y Japón, a través de organizaciones multilaterales donde tienen un peso dominante, y el resultado fue una degradación, al menos relativa, del peso de estas potencias en términos de poderío económico, ¿en qué medida podemos caracterizar estos lineamientos como imperialistas? Para muchos autores, incluyendo a David Harvey, el ascenso de este “bloque de poder en la economía global” que conforman China, Corea del Sur, Taiwán, Singapur y otros países, no puede explicarse bien desde las categorías de la teoría del imperialismo.

Estos son algunos de los fundamentos por los cuales buena parte de lo que podríamos definir como el pensamiento social crítico pone en duda la relevancia de la categoría de imperialismo en la actualidad.

¿Globalización, imperio, o (nuevo) imperialismo?

Dentro de lo que podríamos llamar, siguiendo a Razmig Keucheyan, el hemisferio izquierda del arco ideológico [8], encontramos hoy tres posicionamientos ante esta cuestión. En primer lugar, quienes sostienen que la globalización constituye un punto de quiebre cualitativo y que, en concordancia con este salto en la integración de los procesos económicos, el poder también se trasnacionalizó. En esta corriente podemos ubicar el vaporoso imperio de Hardt y Negri, y también a toda una serie de teóricos que hacen eje en el avance de los procesos hacia la conformación de una clase capitalista y un Estado trasnacionales, como William I. Robinson, William K. Carroll o Ernesto Screpanti. Con salvedades, Rolando Astarita también se ubica en este espectro de quienes enfatizan el cambio epocal de la globalización en un sentido emparentado con estos autores, aunque sin necesariamente suscribir a todas sus conclusiones.

En segundo lugar, podemos ubicar a quienes reconocen la presencia de centros de poder geográficamente distinguibles, que actúan para imponer un determinado orden, en el sentido de que no es todo reducible al mandato del capital, pero que, al mismo tiempo, enfatizan que los Estados juegan este rol en beneficio del capital social global, sin que ninguna competencia entre ellos (ni que hablar rivalidades estratégicas) juegue un rol significativo. Con variaciones, estos hacen suyo el término imperio, pero con él refieren a una política de poder territorial bien definida, en las antípodas de lo que apuntan Hardt y Negri. En esta línea podemos ubicar en primer lugar a Leo Panitch y Sam Gindin, quienes afirman en La construcción del capitalismo global. La economía política del imperio estadounidense que, desde la posguerra, EE. UU. domina el planeta integrando de forma subordinada a las demás potencias (y al resto de los países) bajo su imperio informal. También Ellen Meiksins Wood y Perry Anderson (como podemos leer en sus textos “Imperium” y “Concilium”) sostienen con matices posturas afines a esta noción de que EE. UU. está constituido como un “imperio” que, al menos hasta tiempos recientes, no afrontó desafíos considerables a su poderío.

Finalmente, en una tercera mirada, distintos autores sostienen la necesidad de caracterizar las relaciones que dominan el sistema mundial capitalista como imperialistas, algunos de ellos proponiendo alguna forma de “nuevo imperialismo”. Una de las intervenciones más clásicas con este término corresponde a David Harvey que, en 2003, cuando tuvo lugar la guerra de Irak, escribió un libro titulado nada menos que El nuevo imperialismo. Desde entonces, sin embargo, Harvey destacó en varias oportunidades su insatisfacción con la “rigidez” de las categorías de la teoría del imperialismo, afirmando que “no funcionan demasiado bien en estos tiempos” [9]. Por eso nos parece que sería engañoso incluir a Harvey en este tercer enfoque o, al menos, hacerlo de forma no problemática. Otros autores que sí podemos incluir dentro de esta corriente heterogénea son Peter Gowan, Claude Serfati y Alex Callinicos. Claudio Katz viene tomando posicionamientos afines a los postulados de algunos autores de este espectro. También podríamos contar a John Smith, autor de Imperialismo en el siglo XXI, dentro de este conjunto. Pero hay que decir que en la mayoría de los casos la elaboración de estos autores adopta la categoría y su vigencia en solo una de las dos dimensiones de las que esta busca dar cuenta en las elaboraciones “clásicas”. Por ejemplo, Callinicos se enfoca exclusivamente en la cuestión de las rivalidades interimperialistas, sin otorgar mayor relevancia a la expoliación de los países imperialistas sobre el resto del mundo, que no es negada de plano pero sí relativizada en extremo. El autor engloba dentro de una corriente “tercermundista” –que en su opinión es errónea– a todo el conjunto de teóricos marxistas de la dependencia que, desde los años 1970 hasta la actualidad, desarrollaron una concepción en la que “el imperialismo es la dominación económica y política sistemática del Sur Global por los países ricos del Norte, una condición que incubó lo que [André Gunder] Frank llamó el ‘desarrollo del subdesarrollo’”, lo que “impedía cualquier progreso económico en los países de la ‘periferia’” [10]. Para Callinicos, “basta pronunciar la palabra ‘China’ para indicar lo que está mal con este entendimiento ‘tercermundista’ del imperialismo –aunque 20 años atrás, ‘Corea del Sur’ también habría bastado–” [11]. En ningún momento se adentra Callinicos en una mayor distinción entre corrientes y autores para delimitar aquellos enfoques de la “relación Norte-Sur” que puedan resultar más esquemáticos y parciales, de la importancia de considerar las problemáticas teóricas de las que buscaban dar cuenta, más allá de sus aciertos y errores. Por eso, el análisis de cómo varios de los mecanismos identificados por algunas teorías marxistas de la dependencia actuaron y continúan haciéndolo hoy, queda relegado a un segundo plano, en el mejor de los casos.

La posición de Callinicos es la respuesta a la tendencia opuesta, que efectivamente caracterizó a algunos exponentes de la teoría de la dependencia, a identificar imperialismo simplemente con opresión del Sur Global, sin introducir en el análisis las rivalidades interimperialistas y desligando la cuestión de la liberación de los pueblos oprimidos y la lucha del proletariado en los países imperialistas, cuestiones que verdaderamente el imperialismo separa pero que la lucha revolucionaria contra el capitalismo y el imperialismo debe unir, si aspira a triunfar. Esta separación la podemos encontrar en numerosos autores, desde Arghiri Emmanuel y su clásico El intercambio desigual, hasta la actualidad [12]. John Smith, uno de marxistas pioneros en analizar desde una perspectiva marxista las consecuencias de la formación durante las últimas décadas de las Cadenas Globales de Valor a través de las cuales el capital trasnacional reorganizó la producción, internacionalizándola, si bien no llega a los extremos de Emmanuel, pone en su análisis un énfasis casi excluyente en la superexplotación que realizan las multinacionales de los países más ricos de la fuerza de trabajo del Sur Global, y presta poca atención a la reconfiguración que tuvo en paralelo la explotación de la fuerza de trabajo en los propios países imperialistas.

Nuestro enfoque

La competencia y el conflicto –potencial o efectivo– entre los países imperialistas, y la expoliación del conjunto del planeta llevada a cabo por las empresas trasnacionales y las finanzas globales son dos dimensiones que, lejos de oponerse o separarse, deben ser abordadas de manera integral como parte de una comprensión del imperialismo contemporáneo. Creemos que ambas dimensiones deben ser pensadas de forma conjunta para elaborar una teoría del imperialismo que dé cuenta de cómo la economía mundial hoy está moldeada como una totalidad jerarquizada, como resultado de la acción articulada del capital global y los Estados más poderosos. Este es el abordaje desde el cual desarrollamos las elaboraciones que se encuentran en esta publicación.

A lo largo de los artículos de esta serie, entramos en polémica con los planteos de los autores que defienden las tres posiciones que hemos mencionado, delineando a partir del debate una mirada enfocada en algunos núcleos de problemas. Lo hacemos, volviendo muchas veces a los mismos textos y autores para discutir, a partir de ellos, aspectos en cada caso relacionados pero diferentes.

El libro está organizado en tres partes. La primera aborda la cuestión del alcance y los efectos que ha tenido la llamada internacionalización productiva, que es a nuestro entender el aspecto verdaderamente novedoso que encerró durante las últimas décadas la llamada globalización. Esta internacionalización dio nuevos contornos al desarrollo desigual, haciendo que por primera vez en más de un siglo los centros más dinámicos de la acumulación de capital se encontraran no en los países más ricos, sino en lo que, desde el punto de vista del “centro” imperialista, aparecen como la periferia. Es fundamental calibrar adecuadamente en qué medida esto puede representar o no un cambio en la trayectoria del capitalismo imperialista, en la cual los procesos de acumulación en todo el planeta quedaron subordinados a la concentración de la apropiación de los beneficios de la misma por una ínfima minoría, permitiendo al mismo tiempo que los Estados imperialistas reafirmaran su posición de liderazgo.

En la segunda parte del libro abordamos la perspectiva del imperialismo norteamericano. Aunque en clara declinación, se mantiene como la potencia imperialista dominante, sacando una ventaja abrumadora a cualquier otro Estado imperialista en la mayor parte de los terrenos (militar, financiero, expansión internacional de capitales, peso mundial de su moneda, innovación, etc.). Definir cuál es el alcance de su retroceso y las perspectivas, y cómo responderá la clase dominante, es clave para determinar si vamos hacia una etapa de mayores choques. Discutir hacia dónde va el poderío norteamericano requiere, al mismo tiempo, entrar en el debate sobre en qué medida se ha transformado la naturaleza de las relaciones entre las potencias. Están, como ya señalamos, quienes afirman que se encuentra en curso la conformación de una clase capitalista trasnacional y, con ella, la de un Estado trasnacional. También, quienes caracterizan que no hay tal trasnacionalización, pero sí una creciente interdependencia entre las clases capitalistas de EE. UU., Europa y Japón, que se traduce en una presión –favorecida activamente por las Secretarías de Estado y del Tesoro estadounidenses, al menos en los tiempos pre Trump– hacia una cooperación permanente de los Estados, subordinados a la principal potencia imperialista, para asegurar en todo el planeta la reproducción del capital, lo cual desterraría cualquier horizonte de conflicto de envergadura entre potencias. Con ambas tesis polemizamos en numerosos artículos. La serie de artículos sobre EE. UU. también da cuenta de cómo se crearon las condiciones que hicieron posible la llegada de Donald Trump a la presidencia de EE. UU., y el saldo que deja su administración. Como señalamos, a pesar del optimismo de la mayor parte de la élite estadounidense –ubicada en el bando “globalista” opuesto a Trump– y de los grandes medios afines con estas miradas, hay mucho de voluntarismo en la idea que con Biden podrá haber un fácil regreso a la “normalidad” pre Trump.

Un lugar destacado en la arquitectura imperialista, especialmente en las finanzas internacionales, lo ocupa Gran Bretaña, aunque su esplendor imperial esté enterrado bien lejos en el pasado. Las finanzas de Londres, ayudadas en numerosas dimensiones por la geografía, supieron reconvertirse para mantener el liderazgo en la canalización de capitales y el comercio de instrumentos financieros cada vez más complejos. Gran Bretaña nos habla también de la Unión Europea, de cuya crisis viene siendo el capítulo más destacado desde el voto mayoritario en favor del Brexit en el referéndum de 2016, pero decidimos incluirlo en esta segunda parte por las íntimas conexiones que mantienen la vieja potencia imperial y su sucesor al otro lado del Atlántico.

Finalmente, en la tercera parte del libro abordamos otra cuestión crucial en la discusión sobre el imperialismo contemporáneo: hasta dónde llega el desafío planteado por China para EE. UU. y el resto de las potencias y cuál es su naturaleza. Esto exige discutir, en primer lugar, en qué se ha convertido China después de décadas de aceleradas transformaciones iniciadas con las reformas de Deng Xiaoping a partir de 1978. ¿Se trata de un “socialismo con características chinas”, como afirman los líderes del PCCh? ¿Una formación ni capitalista ni socialista, como sostienen algunos autores? ¿Un “capitalismo de Estado”? ¿Cuáles son los criterios que podrían permitir una mirada equilibrada de una formación económico social de China, caracterizada por una trayectoria tan peculiar, en la cual la dialéctica revolución/restauración siguió un camino bastante diferente del de la URSS? Una vez zanjada –al menos provisionalmente– esta cuestión, podemos discutir en qué medida China es, o puede llegar a ser, una potencia imperialista; o si, en realidad, plantea un desafío al poder imperialista pero sin aspiración a constituirse en otra potencia, una idea que hace 15 años planteó Giovanni Arrighi en su célebre Adam Smith en Pekín, y que hoy repiten varios autores.

La compilación, de acuerdo a estos ejes temáticos, no sigue un orden cronológico, aunque este es mayormente respetado dentro de cada una de las partes que integran el libro, con excepciones. En cada artículo se consigna la fecha de publicación. Tampoco están separadas las elaboraciones propias de las entrevistas que realizamos y los debates que pudimos entablar con algunos de los autores aludidos en nuestros artículos; creemos que la presentación conjunta de estos materiales contribuye a hacer inteligibles los hilos de la argumentación que pretendemos realizar, que se construye a través de estos diálogos.

Con los temas discutidos en este libro no pretendemos agotar todas las problemáticas de las que es necesario dar cuenta para tener una mirada completa del imperialismo contemporáneo. Sí buscamos, con esta compilación, aportar elementos para abordar una coyuntura sumamente fluida en la cual, todo lo indica, la trayectoria hacia rivalidades más exacerbadas seguirá marcando la tónica –entre EE. UU. y China, en primer lugar, pero junto con ellas al resto de las potencias, que ya son arrastradas a posicionarse, y lo serán aún más a medida que se agudice el conflicto–. Para quienes aspiramos a terminar con este sistema capitalista, basado en la explotación y en la opresión de todo el planeta, definir el estado de situación del imperialismo –que como señalaba Lenin es “reacción en toda la línea”– resulta una cuestión de primer orden para la actividad revolucionaria.

El libro podrá adquirirse a partir de esta semana a través de la página de Ediciones IPS.

Notas:

[1] Daniel Gaido y Richard Day rastrean las discusiones que al respecto se desarrollaron en el seno de los partidos que integraban la II Internacional desde finales del siglo XIX en Discovering imperialism, Leiden, Brill, 2010.

[2] Para una propuesta de cómo entender al capital financiero hoy puede leerse François Chesnais, Finance Capital Today, Leiden, Brill, 2016.

[3] Esta corriente marxista de la dependencia no debe ser confundida con otros autores que discutían la cuestión de la dependencia desde miradas no marxistas (aunque en algunos casos se permitieran abrevar en conceptos de Marx), como eran Celso Furtado o Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto. Los autores dependentistas marxistas, entre quienes podemos mencionar a Ruy Mauro Marini y Theotonio Dos Santos, desarrollaron sus conceptos en polémica con las corrientes liberales, pero también con estos autores dependentistas que bregaban por políticas de desarrollo capitalista más autónomo.

[4] Albamonte y Maiello, “En los límites de la restauración burguesa”, Estrategia Internacional N.º 27, noviembre 2011.

[5] Fred Halliday, “The Pertinence of Imperialism”, en Mark Rupert and Hazel Smith (eds.), Historical Materialism and Globalization, Londres, Routledge, 2002, p. 76.

[6] Pratap Patnaik, “Whatever happened to imperialism?”, Social Scientist N.º 6-7 vol. 18, New Delhi, 1990.

[7] Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio, Buenos Aires, Paidós, 2002, p. 15.

[8] Razmig Keucheyan, Hemisferio Izquierda. Un mapa de los nuevos pensamientos críticos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2014.

[9] Ver una discusión sobre algunos de sus posicionamientos recientes en Esteban Mercatante, “Capitalismo y desarrollo desigual, ¿una desmentida al imperialismo?”, semanario Ideas de Izquierda, 05/08/2018.

[10] Alex Callinicos, Imperialism and Global Political Economy, Cambridge, Polity Press, 2009, p. 5.

[11] Ídem.

[12] Ver, por ejemplo, Zak Cope, The Wealth of (some) Nations. Imperialism and the Mechanics of Value Transfer, Londres, Pluto Press, 2019.

Fuente: laizquierdadiario

 

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Las relaciones de poder se consolidan en medio de un ambiente fuera de control

Por: Carolina Vásquez Araya

De manera paralela a los efectos del Covid-19, una de las consecuencias del confinamiento obligado es el incremento de actos de violencia contra niños, niñas y mujeres. Sin embargo, las agresiones perpetradas desde el machismo y la misoginia constituyen una conducta normalizada a partir de una educación con sesgo sexista y un sistema que ampara a los agresores por una visión deformada de la justicia; por lo tanto –aunque esta pandemia ha empeorado la situación- esas conductas han existido desde siempre. Los ejemplos abundan, pero ni así logran llegar a la conciencia de la sociedad, dado que está todavía considera la violencia machista como “un asunto privado” y da vuelta la cara para no saber.

En esta lucha sin cuartel, emprendida por quienes comprenden a cabalidad cuál es el alcance de los estereotipos insertos en la conciencia colectiva, las iniciativas por un cambio de paradigmas se estrellan contra la indiferencia de una sociedad convencida de que el reparto del poder es un tema cerrado. De modo instintivo adjudican la autoridad en quienes han concentrado el control sobre diferentes aspectos de la vida económica, política y social, sin pararse a pensar en la desigualdad implícita en ese sistema que margina los derechos de más de la mitad de la ciudadanía.

Los esfuerzos por transformar las bases sobre las cuales se erige todo un estilo de vida, no suelen ser bienvenidos cuando amenazan con echar abajo todo un conjunto de estereotipos, normas y formas de relación entre sexos. Tampoco es fácil alcanzar logros sobre la necesidad de fortalecer los sistemas de justicia, en cuyos ámbitos se suele sellar el destino de las víctimas de violaciones, agresiones y asesinatos, dándose por hecho la existencia de una causal que exime al victimario y también una culpa que justifica la agresión contra la víctima. Los niveles de impunidad en crímenes de feminicidio, por lo tanto, reafirman la indefensión de las mujeres al no ser castigados.

Para comenzar a transformar las relaciones humanas, primero es preciso derribar un sólido entarimado de valores y normas definidas desde una masculinidad mal entendida, la cual privilegia el poder por sobre la equidad. Impreso en códigos y doctrinas religiosas desde siempre y en todo el mundo, se impuso una jerarquía ilegítima, cuyo principal propósito ha sido mantener la jurisdicción sobre la condición femenina de reproductora de la especie y, para ello, restarle toda posibilidad de independencia y ejercicio de su plena libertad. Así, incluso en las sociedades más desarrolladas del planeta, para eliminar restricciones sobre el derecho de la mujer sobre asuntos relacionados con su cuerpo y con su vida, los resultados de esas batallas tienen apenas medio siglo.

La situación de vulnerabilidad de niños, niñas y mujeres en el contexto de la actual pandemia, por lo tanto, reside en las limitaciones impuestas por los códigos establecidos para la conformación de la familia y su repartición de poderes. Millones de mujeres, privadas del derecho de gozar de iguales derechos que su pareja tanto en el aspecto económico como por los sesgos legales del contrato matrimonial o de convivencia, están sujetas a tolerar una relación de violencia que en muchos casos acaba con la muerte.

En este escenario de pandemia sobre pandemia, el papel de las instituciones –incluida la prensa- debe ser asumir la responsabilidad de velar por la seguridad de niños, niñas y mujeres, aboliendo de paso los paradigmas del injusto y mal concebido sistema patriarcal.

Las instituciones deben velar por la seguridad de los más vulnerables.

Fuente: https://rebelion.org/las-relaciones-de-poder-se-consolidan-en-medio-de-un-ambiente-fuera-de-control/

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Coronavirus, crisis sanitaria y esclerosis del sistema político mexicano

Por: Isaac Enríquez Pérez

La crisis epidemiológica global se presenta –ante nuestro azoro e incertidumbre– como un hecho social total (concepto introducido desde la antropología y la sociología por Marcel Mauss) que cimbra los cimientos del conjunto de las relaciones, instituciones, sistemas y estructuras sociales. Las respuestas que sea posible brindar ante los alcances de la exacerbación de la crisis civilizatoria son apenas atisbos que no nos reconfortan de cara a la magnitud de los acontecimientos contemporáneos que desbordan, aceleradamente, toda capacidad de entendimiento, interpretación y de análisis prospectivo.

Los enigmas que emergen ante hechos sociales sistémicos, globales e inciertos, generan perplejidad y eclipsan toda posibilidad de pensar; y si ello ocurre, entonces entra en escena el miedo y el pánico colectivos. Instalado el miedo, el ser humano tiende a buscar protección en la religión, en la ciencia y –sobre todo– en el Estado. Pero éste no ofrece orientación, ni cuidados, y se torna postrado y rebasado ante el avance mundial de la peste. Solo le resta el recurso de la represión y de los dispositivos de control consentidos por el ciudadano. El argumento político de que la pandemia nos tomó por sorpresa imprevisible no solo es insostenible, sino que nos llama al autoengaño como humanidad.

Ni el coronavirus SARS-CoV-2 es fruto de un complot impulsado por fuerzas ocultas que manejan a la humanidad como títere; ni el ser humano es totalmente ajeno a la construcción social que subyace en la génesis y diseminación de virus y bacterias que son potenciados con la alta densidad poblacional y la contradictoria y destructiva relación sociedad/naturaleza. Relación regida por comportamientos ecocidas, ecodepredadores y de despojo que alimentan un patrón de producción, mercantilización y consumo compulsivo y regido por el supuesto del crecimiento ilimitado, capaces –dichos comportamientos– de alterar el clima y los equilibrios ecológicos y de devastar los hábitats naturales de animales habituados a convivir con agentes patógenos. Todo ello se magnifica con la intensificación de los flujos globales y de la movilidad humana transcontinental.

Frente a ello, cabe argumentar que las capacidades científicas, tecnológicas y materiales para enfrentar una pandemia, están al alcance de la humanidad. No así la voluntad política, las decisiones y la cooperación internacional para que ello ocurra. No es un asunto de escasez, sino de relaciones de poder signadas por la desigualdad. En este escenario, la enfermedad es expresión de la misma concentración de la riqueza, de las asimetrías de poder y de desigualdad social.

En múltiples sociedades nacionales, la magnificación de los efectos negativos derivados de la pandemia instalada por el coronavirus SARS-CoV-2, no solo agravó las ausencias del Estado, sino que recrudecieron las desigualdades sociales y evidenciaron el rostro de la exclusión de vastos sectores. En este maremágnum, las disputas entre las distintas facciones de las élites políticas y empresariales toman nuevos bríos y se trasladan al ámbito sanitario; evidenciando con ello una descomposición y esclerosis sin precedentes en el escenario de la praxis política. Lo que subyace a todo ello es la generalizada postración del Estado que se muestra incapaz de prevenir y enfrentar favorablemente la pandemia en distintas latitudes del mundo.

México no es la excepción a ello. Se trata de una sociedad subdesarrollada que lastra desigualdades ancestrales que le laceran y que se agravan con las ausencias del Estado; la violencia criminal; la «grieta» social que combina odio, racismo y clasismo; y la creciente exclusión social. Justo la desigualdad es el fenómeno que mayor incidencia tiene en los efectos de la actual crisis epidemiológica. Ante ello, es pertinente analizar varias aristas.

En principio, el sistema sanitario mexicano está rebasado en su cobertura, capacidades y calidad, desde tiempo atrás. Fruto de la ideología del fundamentalismo de mercado adoptada desde la década de los ochenta, el sistema de salud experimenta debilidades y fallos estructurales y una privatización de facto, que induce a los ciudadanos a usar servicios privados ante la negligencia, el burocratismo y la insuficiencia de medicamentos en buena parte de las clínicas y hospitales públicos. La corrupción en la adquisición de medicamentos y equipo; los desfalcos protagonizados por directivos y personal sanitario regidos por la deshonestidad; y la falta de inversión pública y la consecuente decadencia del servicio, son expresiones de un sistema sanitario colapsado de antemano. Aunado ello a la incapacidad y la falta de voluntad política para garantizar la cobertura y atención a la salud como un derecho universal y gratuito.

Para ilustrar esto último, cabe anotar algunos datos: en el año 2000, se contabilizaron –tanto en hospitales públicos como en los privados– 1.8 camas por cada mil habitantes; para el año 2017, el indicador cayó a 1.4 camas por cada mil, y para el año 2019 se precipitó a 1.0 camas por cada mil habitantes. Muy lejos de las 4.7 camas por cada mil habitantes que promedian los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). En tanto que, hacia el 2019, mientras los países miembros de la OCDE promediaron 3.5 médicos por cada mil habitantes, México solo cuenta con 2.6. Por no mencionar el déficit de especialistas médicos capaces de enfrentar y atender el padecimiento del Covid-19. De más está ahondar que con esas insuficiencias, el sistema sanitario mexicano colapsaría ante el aumento de personas infectadas y en situación crítica.

Por su parte, el proceso económico acarrea en México, desde antes de la crisis sanitaria, tendencias negativas. Si la economía nacional no crece a niveles sostenidos, se debe a las disputas entre las élites empresariales y la élite política encabezada por Andrés Manuel López Obrador, y a las reticencias y negación de las primeras para invertir en el aparato productivo, en una especie de sabotaje y boicot a los proyectos de gobierno de la segunda. La fuga de capitales hacia bancos de los Estados Unidos, emprendida por parte de esta élite empresarial antinacionalista asciende a 76 mil 166 millones de dólares. Ello explica, en buena medida, los riesgos de recesión que se ciernen sobre la economía mexicana desde hace 17 meses. Lo demás se relaciona con la obstinación del actual gobierno por preservar los supuestos de la política económica ultra-liberal regida a través del imperativo de la disciplina fiscal.

Las proyecciones más halagadoras señalan que la economía mexicana, de cara a los efectos de la pandemia, tendrá un retroceso del 6.6%. Se calcula también una transición de 53 millones de pobres a 68 millones de personas que no podrán satisfacer sus necesidades básicas y, en especial, la alimentación. Entre el 13 de marzo y el 6 de abril, se sumaron 347 mil desempleados, y se pronostica la pérdida de entre 700 mil y 1.2 millones de empleos hacia el final de la contingencia. Así como un freno en los flujos de las remesas enviadas por los migrantes desde los Estados Unidos ante el parón de las actividades productivas en esa nación. Todo ello sin contar la desprotección y la pauperización que se ciernen sobre la población empleada en la economía informal (alrededor de 31.3 millones de habitantes; algo así como el 60% de la población económicamente activa).

Estos escenarios, el sanitario y el económico, tienden a complicarse con la polarización sociopolítica y la “grieta” que se pronuncia en la sociedad mexicana. Instalado un discurso clasista y racista de odio y división, y de intenso ataque al proyecto de gobierno de la actual administración pública federal, se ahondan las contradicciones y la debilidad de las instituciones. Muestra de ello es el llamado a la desobediencia civil proclamado por Tv Azteca –la segunda televisora con mayor audiencia en el país– tras incitar a la población a desacatar las medidas estipuladas por las autoridades sanitarias. La irradiación del virus desinformativo es un síntoma de esta “grieta” social.

Este llamado –aunado al de otros periodistas y de gobiernos locales que endurecen sus medidas represivas y coartan libertades ciudadanas fundamentales bajo el argumento de contener la epidemia–, no solo evidencia las disputas entre las distintas facciones de las élites y, particularmente, el resentimiento de una clase empresarial que se acostumbró a succionar del sector público, sino que también es muestra de una esclerosis del sistema político mexicano y, especialmente, de aquellos grupos de presión que apuestan a que le vaya mal al país para endilgarle la factura a un gobierno federal que carece de operadores políticos para contener los ataques que padece. La crisis epidemiológica solo es el pretexto para ahondar esa fragmentación social y para abonar a la crisis de Estado que experimenta el país en los últimos lustros.

No menos importante es la cantidad de problemas públicos que son encubiertos o silenciados con la instalación monotemática de la contingencia sanitaria en los medios. Además de múltiples problemas de salud pública, el agravamiento de la violencia criminal –que alcanzó niveles históricos en los últimos días al registrarse 114 homicidios el pasado 20 de abril–, es uno de esos problemas públicos obviados en México y que es parte de esa cruenta disputa que despliegan las distintas facciones de las élites por controlar el territorio y la economía clandestina de la muerte. A esta violencia e inseguridad, no escapa el personal del sistema de salud que es discriminado y agredido en la vía pública, bajo la consigna desinformada de que son portadores del virus.

Enfrentar los efectos de la crisis epidemiológica en una nación subdesarrollada como México, supone fortalecer las instituciones estatales como mecanismo de defensa de la sociedad. Y para ello será fundamental el robustecimiento de la cultura ciudadana, la dotación de información fidedigna y la regeneración del tejido social. Postergar la confrontación que ahonda la “grieta” en la sociedad mexicana, también es un imperativo que bien puede contribuir a calmar las ansias de imponer los intereses creados y facciosos. De otra forma, los escenarios que se plantean para México rayarán en lo catastrófico.

Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Fuente: https://www.tercerainformacion.es/opinion/opinion/2020/07/03/coronavirus-crisis-sanitaria-y-esclerosis-del-sistema-politico-mexicano

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No tenemos más remedio

Por: Elena Simón

La cultura de la violación no apela al deseo sexual masculino irresistible, sino que engarza con las relaciones desiguales de poder entre los sexos. Y ello no está erradicado, ni mucho menos.

Estamos en verano y eso significa sobre todo y en España FIESTA: fiestas locales y patronales, playeras, discotequeras, conmemorativas, conciertos, concentraciones humanas en las calles, etc. Fiestas de cuerpo, de música, de pérdida de mesura y de conciencia, a veces.

Nos acabamos de dar cuenta de que la cultura de la violación como fiesta masculina está instalada con «normalidad» en todas partes y es posible que algunos chicos extranjeros vengan aquí de vacaciones atraídos por estas fiestas veraniegas que, además de ser muy divertidas, son también permisivas respecto a los actos de violación contra las que viven y hacen fiesta aquí, en cualquier pueblo o ciudad, en cualquier calle o plaza.

Estamos en julio y recordamos qué pasó en Sanfermines hace tres años, pero no debemos olvidar que después de tres años de injusticia, por fin tenemos una sentencia que califica de horrendo el acto de violación colectiva intencionada, no de banal, divertido o inconsciente.

Como vivimos desde siempre en una cultura de la violación, donde los hombres se pueden permitir sentir deseo indiscriminado por cualquier cuerpo sexuado de cualquier mujer y ejecutarlo en solitario o en grupo, con o sin testigos presenciales; los hombres, hasta ahora, creían que eso era un simple ataque contra el honor (de las mujeres siempre estuvo en entredicho) y no un atentado contra las personas y su libertad sexual. Como los chicos siguen creciendo y viendo escenas sexuales violentas normalizadas, lo que quieren es repetirlas, pensando que las víctimas de su crimen no sienten ni sufren ni padecen, no sólo asco y dolor físico, sino consecuencias psicológicas y confusión mental, que arrastran durante buena parte de sus vidas, ante la permanente duda de si, en último extremo, consintieron.

El asunto de la violación es cosa de hombres y son ellos los que han de posicionarse claramente en contra, colectivamente y con toda clase de instrumentos a su alcance: manifiestos, libros, artículos, audiovisuales, publicidad, acciones colectivas visibles y hasta simples conversaciones entre amigos, conocidos o familiares.

Es cierto que muchos hoy día no son sujetos activos de violaciones, pero muchos más son sujetos pasivos y cómplices: no se pronuncian, no reaccionan, no hacen ni dicen, miran para otro lado o, incluso, sospechan de la palabra denunciante de las mujeres víctimas.

La verdad es que hay que romper drásticamante una acción patriarcal que tenía patente de corso: en las familias, en el vecindario, en los entornos ciudadanos o familiares y profesionales, en los gimnasios, en las playas.

Que las mujeres hayan adoptado formas de estar, vestirse y presentarse atrevidas y, en otros tiempos llamadas “descaradas”, no quiere decir en absoluto que vayan anunciando jornada de puertas abiertas por doquier. La mayoría de las jóvenes adoptan una estética de desnudez que, al ser tan generalizada, no habla de ninguna actitud sexualmente provocadora, sino de una moda para el verano.

Y otra cosa es que tenemos que conseguir desterrar esa idea masculina y aceptada socialmente de que el sexo “un poquito” forzado tiene más gracia y procura más placer. Las adolescentes y las jóvenes son objeto de deseo masculino, sin discusión, pero también lo son mujeres de otras edades, por el mero hecho de ser mujeres. Y, por ello, los chicos y los niños tienen que aprender que sus iguales, las chicas y las niñas, tienen unos genitales penetrables por los genitales penetradores, que son gobernados por ellas mismas.

La cultura de la violación no apela al deseo sexual masculino irresistible, sino que engarza con las relaciones desiguales de poder entre los sexos. Y ello no está erradicado, ni mucho menos.

Mientras tanto, vamos poniendo parches, inundando nuestras fiestas de puntos violeta y whatsapps de ayuda, poniendo carteles y logos y apelando a la solidaridad ciudadana para parar estos actos criminales, para crear conciencia.

¿Podemos hacer algo más al respecto?

Ir arrinconando, denunciando y condenando la frivolización de las violaciones, aislar a los sujetos, afear esas conductas, contrarrestar la única visión pornográfica que se divulga: mujeres sometidas a todo tipo de penetraciones y vejaciones, fingiendo deseo y placer.

Es verano, hay muchas fiestas, la gente sale y entra, se mueve por lugares sin normas y -yo diría- sin derechos, todo vale.

NO TENEMOS MÁS REMEDIO que empezar a actuar desde la justicia y el buen trato. Los hombres no tienen una condición humana superior que los convierta en impunes.

Fuente: https://eldiariodelaeducacion.com/blog/2019/07/15/no-tenemos-mas-remedio/

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Los maestros y sus relaciones de poder en el aula

Colombia / 28 de abril de 2019 / Autor: Omar H. Vanegas C. / Fuente: Las 2 Orillas

Estas no permiten que se lleve a cabo una transición de la figura de autoridad por parte del docente a la de liderazgo en nuestra educación. ¿Qué estamos para cambiar?

En las sociedades a través de la historia se ha observado que la educación juega un papel importante para mantener o ejercer el “poder” sobre el pueblo, ya sea por intereses políticos, religiosos o lucrativos. Los gobernantes de turno quieren imponer sus “ideas” y de esta forma tener control sobre las masas. Es interesante retomar el tema del manejo del “poder”, no con el fin de analizarlo desde el nivel superior, el cual va descendiendo en cascada hasta nuestros estudiantes a través de las instituciones del Estado, sino como se da el manejo del “poder” en las aulas, situación en la que debemos examinarnos nosotros como educadores.

Cabe aclarar,que existe un “poder” que se genera al interior de nuestras instituciones de educación, que afecta de una u otra forma la relación de “poder” de los educadores con los alumnos, ya que los directivos, personal administrativo y docentes, producen entre sí conflictos de intereses de toda índole, originando relaciones de “poder” entre ellos mismos, que en muchas ocasiones afectan la esencia misma del objetivo de la institución educativa. Pero nuestro análisis se centrará, únicamente al interior de las aulas donde existe una relación de “poder” entre el docente y el estudiante, dicha relación se da en el entendido, que una parte tiene el control sobre la otra.

Sobre la base de esta relación se han realizado muchas críticas y análisis, de cómo a través del tiempo este “poder” ha venido cambiando o evolucionando en muchos aspectos, los cuales nos llevan a ver que la disciplina que se manejaba en las escuelas o instituciones educativas hace unas décadas, es relativamente distinta a la que hoy se ve en las aulas en la actualidad, tal y como lo plantea Silvia Grinberg en su libro Pedagogía y Poder (Grinberg, 2008). Se ha pasado de una pedagogía autoritaria a una participativa, donde en la primera el docente no solo es un actor que impone los conocimientos e imparte disciplina únicamente, sino que también es una pedagogía en donde la relación de “poder” obliga al estudiante a tomar, realizar y ejecutar actividades que se le imponen y que deben ser de estricto cumplimiento.

Ahora bien, con relación a la pedagogía participativa, en el libro Controversias y Concurrencias Latinoamericanas y el artículo que presenta Ana Lucía Grondona sobre la Educación y el Poder en el Siglo XXI se hace una análisis sobre las relaciones de poder que existen en la educación, planteando que esta relación ha pasado de ser una relación autoritaria por parte de los directivos y docentes de las instituciones educativas, a ser una relación más participativa o de liderazgo. Esta nueva tendencia, sufre una transformación en la cual, al estudiante ya no se espera que tenga una posición pasiva en la formación y asimile de manera inerte su aprendizaje, sino que se “motiva” para que él por sí mismo se apropie de su formación, es decir, que con la educación que se le entregue, no se trate de unificar valores y conductas, sino que éstos se formen por sí mismos. A esto Silvia Grinberg describe como: “…cada uno, sujeto o comunidad, debe buscar el propio camino bajo el imperativo: tú puedes” (Grondona, 2009, p. 311).

Por lo expuesto hasta aquí, lo que se busca es generar conciencia que la pedagogía no se considere un proceso de entregar información a los estudiantes para que éstos la repliquen, sino por el contrario se busca un proceso en el cual se generen competencias que lleven al estudiante a adquirir capacidades o destrezas que le permitan su desarrollo íntegro personal. Es por tanto, que debemos tener muy en cuenta qué estamos haciendo al interior del aula, cuando estamos enseñando, pues como lo expone Basil Bernstein en su libro Poder, Educación y Conciencia “…Ahora, piensa en la comunicación pedagógica. ¿Sabemos que transmite, pero cuál es el transmisor? Sabemos lo que transmite, pero ¿cuál es la estructura que permite, que hace posible lo que es transmitido?” (Bernstein, p. 4, 1988). Esto nos lleva a reflexionar sobre el papel que tenemos en la relación de “poder” entre docente y estudiantes, y como se debe generar un cambio de transmisión de conocimientos de la forma autoritaria a una de liderazgo participativo.

Con lo planteado anteriormente, se puede observar que es una propuesta con una visión o una perspectiva del cambio de “poder” en la educación a través del tiempo, un variación de relación entre maestro y alumno, pero que la realidad deja entrever que todavía falta muchos cambios en todos los niveles de la educación, en el pensamiento de los docentes y directivos de las instituciones de educación, para que se pueda entregar una formación en la cual el estudiante no sea un sujeto que replica los conocimientos, sino que desarrolle competencias que le entreguen aptitudes y destrezas para desenvolverse en la sociedad con valores humanísticos y productivos.

Pero es precisamente la relación de “poder” existente hoy en la gran mayoría de las aulas, la que no permite que se lleve a cabo esta transición de la figura de autoridad por parte del docente a la de liderazgo en nuestra educación. ¿Qué estamos haciendo día a día en nuestras clases para generar este cambio de poder?

Fuente del Artículo:

Los maestros y sus relaciones de poder en el aula

ove/mahv

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Programación del Portal Otras Voces en Educación del Domingo 28 de abril de 2019: hora tras hora (24×24)

28 de abril de 2019 / Autor: Editores OVE

Recomendamos la lectura del portal Otras Voces en Educación en su edición del día domingo 28 de abril de 2019. Esta selección y programación la realizan investigador@s del GT CLACSO «Reformas y Contrarreformas Educativas», la Red Global/Glocal por la Calidad Educativa, organización miembro de la CLADE y el Observatorio Internacional de Reformas Educativas y Políticas Docentes (OIREPOD) registrado en el IESALC UNESCO.

00:00:00 – España: ‘Los 41’, un proyecto de gamificación para salvar la educación

http://otrasvoceseneducacion.org/archivos/306877

01:00:00 – H20 – Las redes sociales en la educación (Video)

http://otrasvoceseneducacion.org/archivos/307140

02:00:00 – Plantean reforma integral de la educación en Paraguay

http://otrasvoceseneducacion.org/archivos/307167

03:00:00 – El Arcón de Clío, educación más humana

http://otrasvoceseneducacion.org/archivos/306844

04:00:00 – La libertad de cátedra en riesgo en EE.UU. por décadas de desfinanciamiento y ataques desde la derecha

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05:00:00 – Agendamx: Educación en la Mira – 22 01 19 (Video)

http://otrasvoceseneducacion.org/archivos/307151

06:00:00 – Reglamento General de Instituciones Educativas de la Provincia de Buenos Aires (PDF)

http://otrasvoceseneducacion.org/archivos/307258

07:00:00 – Los maestros y sus relaciones de poder en el aula

http://otrasvoceseneducacion.org/archivos/306849

08:00:00 – Maestros de maestros: Jean Frederich Herbart (1776-1841) -PDF-

http://otrasvoceseneducacion.org/archivos/307254

09:00:00 – «La educación pública en México hoy» – Hugo Aboites y el Comité Estudiantil Metropolitano – #SEME (Video)

http://otrasvoceseneducacion.org/archivos/306897

10:00:00 – Educar hacia la rebeldía

http://otrasvoceseneducacion.org/archivos/307236

11:00:00 – Inclusión educativa o el aprender a mirar desde la perspectiva de un nosotros común

http://otrasvoceseneducacion.org/archivos/306888

12:00:00 – Argentina: Los docentes se suman al paro del 30 de abril

http://otrasvoceseneducacion.org/archivos/307155

13:00:00 – Slauko Dykan – Profesor alemán en Gymnasium (Pensando sobre Educación) -Video-

http://otrasvoceseneducacion.org/archivos/307158

14:00:00 – Bolivia: Buscan bajar índice de bachilleres reprobados en las universidades

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15:00:00 – Qué puede hacer la escuela ante la violencia de género

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16:00:00 – Marcela Gaete | Lanzamiento libro Pedagogía en Contextos de Encierro en América Latina (Video)

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17:00:00 – Mar Romera: “La escuela del siglo XXI es la del ser y no la del saber”

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18:00:00 – Docentes en Youtube: ¿una nueva forma de aprender?

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19:00:00 – 10.000 estudiantes uruguayos se están preparando emocionalmente para los trabajos del futuro

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20:00:00 – El daño de Peña a la educación, que AMLO promete reparar #ContralíneaTV

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21:00:00 – “La Educación en Movimiento”: Una película sobre la educación popular en América Latina

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22:00:00 – Trabajadores de la educación en Francia rechazan reformas de Macron

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23:00:00 – Colombia: Historias inspiradoras de educación y transformación (Video)

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