Page 1 of 2
1 2

Estado de excepción y guerra civil

Por: Giorgio Agamben

En un libro publicado hace algunos años, Stasis. La guerra civil como paradigma político, busqué demostrar que, en la Grecia clásica, la posibilidad —subrayo el término «posibilidad»— de la guerra civil funcionaba como un umbral de politización entre el oikos y la polis, sin el cual la vida política habría sido inconcebible. Sin la stasis, el hecho de que se subleven los ciudadanos bajo la forma extrema del disenso, la polis no sería tal. Este nexo constitutivo entre stasis y política era tan inevitable que, aun en el pensador que parecía haber fundado su concesión de la política sobre la exclusión de la guerra civil, es decir, Hobbes, la stasis permanece virtualmente posible hasta el final.

La hipótesis que querría proponer es que, si hemos llegado a la situación de absoluta despolitización en que nos encontramos ahora, es precisamente porque la posibilidad de la stasis ha sido, en los últimos años, progresiva e integralmente excluida de la reflexión política, incluso a través de su subrepticia identificación con el terrorismo.

Guerra civil 3.jpg

Una sociedad en la que está excluida la posibilidad de la guerra civil, es decir, la forma extrema del disenso, es una sociedad que solo puede encaminarse hacia el totalitarismo. Llamo totalitarismo al pensamiento que no contempla la posibilidad de confrontarse con la forma extrema del disenso, es decir, un pensamiento que solo admite la posibilidad del consenso. Y no es por azar que las democracias, como nos ha enseñado la historia, han caído en el totalitarismo precisamente a través de la constitución del consenso como único criterio de la política.

Como muchas veces ocurre, aquello que hemos excluido de la conciencia, vuelve bajo formas patológicas, y lo que hoy está ocurriendo a nuestro alrededor es que el olvido y la desatención de la stasis, como Roman Schnur lo observó en uno de los pocos estudios serios sobre la cuestión, va de par con el progreso de una especie de guerra civil mundial. No se trata solo del hecho, que no podemos descuidar, de que las guerras, como juristas y politólogos lo han subrayado desde hace tiempo, ya no son declaradas formalmente y, transformadas en operaciones policiacas, adquieren las características que se solían asignar a las guerras civiles. Hoy es decisivo que la guerra civil, formando un sistema con el estado de excepción, se ha transformado, como este, en un instrumento de gobierno. Si analizamos los decretos y los dispositivos puestos en marcha por los gobiernos en los últimos dos años, es evidente que están dirigidos a dividir a los ciudadanos en dos grupos contrapuestos, entre los cuales se establece una especie de conflicto perenne. Contagiados y sanos, vacunados y no vacunados, con pasaporte de vacunación o sin él, integrados en la vida social o excluidos de ella: en todo caso, la unidad entre los ciudadanos, como ocurre en una guerra civil, ha disminuido. Lo que ha ocurrido bajo nuestros ojos, sin que nos diésemos cuenta, es que las dos formas-límite del derecho y de la política han sido utilizadas, sin escrúpulos, como formas normales de gobierno. Y mientras en la Grecia clásica la stasis, que marcaba una interrupción de la vida política, no podía por ninguna razón ser ocultada ni trasformada en norma, hoy se ha convertido, al igual que el estado de excepción, en el paradigma por excelencia del gobierno de los seres humanos.

Fuente de la información: https://reportesp.mx

Ilustración de Dante de la Vega 
Comparte este contenido:

La nuda vida y la vacuna

Artículo de Giorgio Agamben publicado el 16 de abril de 2021 en su columna «Una voce» en el sitio web de la editorial Quodlibet.  Traducción por la web Artillería inmanente

Por: Giorgio Agamben

«No se trata tanto del enfermo, al que se aísla y se trata como nunca se ha tratado a un paciente en la historia de la medicina; se trata, más bien, del contagiado o —como se define con una fórmula contradictoria— del enfermo asintomático…»

En mis anteriores intervenciones he evocado varias veces la figura de la nuda vida. Me parece, de hecho, que la epidemia muestra, más allá de cualquier duda posible, que la humanidad ya no cree en nada más que en la nuda existencia que hay que preservar como tal a cualquier precio. La religión cristiana con sus obras de amor y misericordia y con su fe hasta el martirio, la ideología política con su solidaridad incondicional, incluso la fe en el trabajo y el dinero parecen pasar a un segundo plano en cuanto la nuda vida se ve amenazada, aunque sea en forma de un riesgo cuya magnitud estadística es lábil y deliberadamente indeterminada.
Ha llegado el momento de aclarar el sentido y el origen de este concepto. Es necesario recordar que el ser humano no es algo que sea posible definir de una vez por todas. Es más bien el lugar de una decisión histórica incesantemente actualizada, que fija cada vez el confín que separa al hombre del animal, lo que es humano en el hombre de lo que no es humano en él y fuera de él. Cuando Linneo buscó para sus clasificaciones una marca característica que separara al hombre de los primates, tuvo que confesar que no la conocía y acabó colocando junto al nombre genérico homo sólo el viejo adagio filosófico: nosce te ipsum, conócete a ti mismo. Éste es el significado del término sapiens que Linneo añadirá en la décima edición de su Sistema de la naturaleza: el hombre es el animal que debe reconocerse como humano para serlo y, por lo tanto, debe dividir —decidir— lo humano de lo que no lo es.
Se puede denominar máquina antropológica al dispositivo a través del cual se implementa históricamente esta decisión. La máquina funciona excluyendo del hombre la vida animal y produciendo lo humano a través de esta exclusión. Pero para que la máquina pueda funcionar, es necesario que la exclusión sea también una inclusión, que entre los dos polos —lo animal y lo humano— haya una articulación y un umbral que al mismo tiempo los divida y los una. Esta articulación es la nuda vida, es decir, una vida que no es ni propiamente animal ni verdaderamente humana, pero en la que cada vez se decide entre lo humano y lo no humano. Este umbral, que pasa necesariamente dentro del hombre, separando en él la vida biológica de la vida social, es una abstracción y una virtualidad, pero una abstracción que se hace real al encarnarse cada vez en figuras históricas concretas y políticamente determinadas: el esclavo, el bárbaro, el homo sacer, al que cualquiera puede matar sin cometer un delito, en el mundo antiguo; el enfant-sauvage, el hombre-lobo y el homo alalus como el eslabón perdido entre el mono y el hombre entre la Ilustración y el siglo XIX; el ciudadano en el estado de excepción, el judío en el Lager, el ultracomatoso en la cámara de reanimación y el cuerpo conservado para la extracción de órganos en el siglo XX.
¿Cuál es la figura de la nuda vida que está en cuestión hoy en día en la gestión de la pandemia? No se trata tanto del enfermo, al que se aísla y se trata como nunca se ha tratado a un paciente en la historia de la medicina; se trata, más bien, del contagiado o —como se define con una fórmula contradictoria— del enfermo asintomático, es decir, de algo que cada hombre es virtualmente, incluso sin saberlo. No se trata tanto de la salud como de una vida que no está ni sana ni enferma y que, como tal, por ser potencialmente patógena, puede ser privada de sus libertades y sometida a prohibiciones y controles de todo tipo. Todos los hombres son, en este sentido, virtualmente enfermos asintomáticos. La única identidad de esta vida que fluctúa entre la enfermedad y la salud es la de ser receptor del hisopo nasal y la vacuna, que, como el bautismo de una nueva religión, definen la figura invertida de lo que antes se llamaba ciudadanía. Un bautismo ya no indeleble, sino necesariamente provisional y renovable, porque el neo-ciudadano, que siempre tendrá que exhibir su certificado, ya no tiene derechos inalienables e indecidibles, sino sólo obligaciones que deben ser incesantemente decididas y actualizadas.
Fuente e imagen: bloghemia
Comparte este contenido:

Cuando La Casa Se Quema

Por: Giorgio Agamben


Todo lo que hago no tiene sentido si la casa se quema.» Sin embargo, cuando la casa se quema, es necesario continuar como siempre, hacer todo con cuidado y precisión, tal vez incluso con más cuidado, incluso si nadie se da cuenta. Puede ser que la vida desaparezca de la tierra, que no quede ningún recuerdo de lo que se ha hecho, para bien o para mal. Pero sigues como antes, es demasiado tarde para cambiar, no hay más tiempo.

«Lo que sucede a tu alrededor / ya no es asunto tuyo.» Como la geografía de un país que tienes que dejar para siempre. Y sin embargo, ¿cómo es que todavía te concierne? Justo ahora que ya no es asunto tuyo, que todo parece haber terminado, que todo y cada lugar aparece en su forma más verdadera, de alguna manera te tocan más de cerca – como son: el esplendor y la miseria.

Filosofía, lengua muerta. «El lenguaje de los poetas es siempre un lenguaje muerto… curioso de decir: lenguaje muerto que se usa para dar más vida al pensamiento». Tal vez no una lengua muerta, sino un dialecto. Que la filosofía y la poesía hablen en un idioma que es menos que el idioma, esto da la medida de su rango, de su especial vitalidad. Pesando, juzgando el mundo por su dialecto, una lengua muerta, y sin embargo, se levantó, donde no hay ni una sola coma para cambiar. Sigue hablando este dialecto, ahora que la casa se está quemando.

¿Qué casa se está quemando? ¿El país donde vives o Europa o el mundo entero? Tal vez las casas, las ciudades ya se han quemado, no sabemos cuánto tiempo, en un gran incendio, que fingimos no ver. Todo lo que queda de algunos son trozos de pared, una pared con frescos, una franja del techo, nombres, muchos nombres, ya mordidos por el fuego. Y sin embargo, los cubrimos tan cuidadosamente con yeso blanco y palabras mentirosas, que parecen intactos. Vivimos en casas, en ciudades quemadas de arriba a abajo como si aún estuvieran en pie, la gente finge vivir allí y sale a las calles enmascarada entre las ruinas como si aún fueran los barrios familiares de antaño.

Y ahora la llama ha cambiado de forma y naturaleza, se ha vuelto digital, invisible y fría, pero por esta misma razón está aún más cerca, está sobre nosotros y nos rodea en todo momento.

Que una civilización – una barbarie – se hunde para no volver a levantarse, esto ya ha sucedido y los historiadores están acostumbrados a marcar y fechar cesuras y naufragios. ¿Pero cómo podemos ser testigos de un mundo que se va a arruinar con los ojos vendados y la cara cubierta, de una república que se derrumba sin lucidez ni orgullo, en la abyección y el miedo? La ceguera es aún más desesperada, porque los náufragos afirman gobernar su propio naufragio, juran que todo puede mantenerse técnicamente bajo control, que no hay necesidad de un nuevo dios o un nuevo cielo – sólo prohibiciones, expertos y médicos. El pánico y los sinvergüenzas.

¿Qué sería un Dios al que no se dirigen ni oraciones ni sacrificios? ¿Y cuál sería una ley que no conociera ni el mando ni la ejecución? ¿Y qué es una palabra que no significa ni ordena, sino que se sostiene en principio, de hecho ante ella?

Una cultura que se siente al final, sin más vida, trata de gobernar como puede su ruina a través de un estado de excepción permanente. La movilización total en la que Jünger vio el carácter esencial de nuestro tiempo debe ser vista en esta perspectiva. Los hombres deben movilizarse, deben sentir cada momento en un estado de emergencia, regulado en el más mínimo detalle por aquellos que tienen el poder de decidirlo. Pero mientras que en el pasado el objetivo de la movilización era acercar a los hombres, ahora pretende aislarlos y distanciarlos unos de otros.

¿Cuánto tiempo lleva la casa ardiendo? ¿Cuánto tiempo ha estado ardiendo? Ciertamente hace un siglo, entre 1914 y 1918, algo sucedió en Europa que arrojó todo lo que parecía permanecer intacto y vivo a las llamas y a la locura; luego otra vez, treinta años más tarde, el fuego ardió por todas partes y ha estado ardiendo desde entonces, implacablemente, apagado, apenas visible bajo las cenizas. Pero quizás el fuego ya había comenzado mucho antes, cuando el impulso ciego de la humanidad hacia la salvación y el progreso se unió al poder del fuego y las máquinas. Todo esto es conocido y no necesita ser repetido. Más bien, hay que preguntarse cómo podíamos seguir viviendo y pensando mientras todo ardía, lo que permanecía de alguna manera intacto en el centro del fuego o en sus bordes. Cómo fuimos capaces de respirar las llamas, lo que perdimos, a qué restos – o a qué impostura – nos aferramos.

Y ahora que no hay más llamas, sino sólo números, cifras y mentiras, estamos ciertamente más débiles y más solos, pero sin posibles compromisos, más lúcidos que nunca.

Si sólo en la casa en llamas se hace visible el problema arquitectónico fundamental, entonces se puede ver lo que está en juego en la historia de Occidente, lo que ha tratado de comprender con tanto esfuerzo y por qué sólo podría fracasar.

Es como si el poder intentara a toda costa captar la vida desnuda que ha producido y, sin embargo, por mucho que intente apropiarse de ella y controlarla con todos los dispositivos posibles, no sólo policiales, sino también médicos y tecnológicos, sólo puede escapar de ella, porque es por definición esquiva. Gobernar la vida desnuda es la locura de nuestro tiempo. Los hombres reducidos a su existencia biológica pura ya no son humanos, los hombres gobernantes y las cosas gobernantes coinciden.

La otra casa, la que nunca podré habitar, pero que es mi verdadero hogar, la otra vida, la que no viví mientras creía que la estaba viviendo, el otro idioma, que deletreé sílaba por sílaba sin poder hablarlo nunca, tan mío que nunca podré tenerlos…

Cuando el pensamiento y el lenguaje se dividen, crees que puedes hablar olvidando que estás hablando. La poesía y la filosofía, mientras dicen algo, no olvidan lo que dicen, recuerdan el lenguaje. Si recordamos el lenguaje, si no olvidamos que podemos hablar, entonces somos más libres, no estamos obligados a las cosas y las reglas. El lenguaje no es un instrumento, es nuestra cara, la apertura en la que estamos.

El rostro es lo más humano, el hombre tiene un rostro y no simplemente un hocico o una cara, porque vive al aire libre, porque en su rostro se expone y se comunica. Por eso la cara es el lugar de la política. Nuestro tiempo apolítico no quiere ver su propio rostro, lo mantiene a distancia, lo enmascara y lo cubre. No debe haber más caras, sólo números y figuras. Incluso el tirano no tiene rostro.

Sentirse vivo: ser afectado por la propia sensibilidad, entregarse delicadamente al gesto sin poder asumirlo o evitarlo. Sentirme vivo hace que la vida sea posible para mí, incluso si estoy encerrado en una jaula. Y nada es tan real como esta posibilidad.

En los próximos años sólo habrá monjes y delincuentes. Y sin embargo, no es posible simplemente hacerse a un lado, para creer que se puede salir de los escombros del mundo que se ha derrumbado a su alrededor. Debido a que el colapso nos afecta y nos apóstrofe, también somos sólo uno de esos escombros. Y tendremos que aprender a usarlos con cautela de la manera correcta, sin que se note.

Envejecer: «Crecer sólo en las raíces, ya no en las ramas». Para hundirse en las raíces, sin flores ni hojas. O, más bien, como una mariposa borracha revoloteando sobre lo que se ha experimentado. Todavía hay ramas y flores en el pasado. Y todavía puedes hacer miel con ellos.

La cara está en Dios, pero los huesos son ateos. Por fuera, todo nos empuja hacia Dios; por dentro, el ateísmo obstinado y burlón del esqueleto.

Que el alma y el cuerpo estén inextricablemente unidos, esto es espiritual. El espíritu no es un tercero entre el alma y el cuerpo; es sólo su indefensa y maravillosa coincidencia. La vida biológica es una abstracción, y es esta abstracción la que se supone que gobierna y cura.

Sólo para nosotros no puede haber salvación: hay salvación porque hay otros. Y esto no es por razones morales, porque debo actuar por su bien. Sólo porque no estoy solo hay salvación: sólo puedo salvarme como uno entre muchos, como otros entre otros. Solo – esta es la verdad especial de la soledad – no necesito salvación, soy realmente insalvable. La salvación es la dimensión que se abre porque no estoy solo, porque hay pluralidad y multitud. Dios, encarnándose, ha dejado de ser único, se ha convertido en un hombre entre muchos. Por esta razón el cristianismo ha tenido que atarse a la historia y seguir su destino hasta el final, y cuando la historia, como parece estar ocurriendo hoy en día, se extingue y decae, el cristianismo también se acerca a su declive. Su contradicción irremediable es que buscó, en la historia y a través de la historia, la salvación más allá de la historia, y cuando la historia llega a su fin, falta el suelo bajo sus pies. La iglesia era de hecho solidaria no con la salvación, sino con la historia de la salvación, y como buscaba la salvación a través de la historia, sólo podía terminar en la salud. Y cuando llegó el momento, no dudó en sacrificar la salvación por la salud.

Es necesario arrancar la salvación de su contexto histórico, encontrar una pluralidad no histórica, una pluralidad como salida de la historia.

Dejar un lugar o una situación sin entrar en otros territorios, dejar una identidad y un nombre sin asumir otros.

Hacia el presente sólo se puede retroceder, mientras que en el pasado se avanza en línea recta. Lo que llamamos pasado es sólo nuestra larga regresión hacia el presente. Separarnos de nuestro pasado es el primer recurso de poder.

Lo que nos libera de la carga es el aliento. En la respiración ya no tenemos peso, somos empujados como si estuviéramos volando más allá de la fuerza de gravedad.

Tendremos que aprender a juzgar de nuevo, pero con un juicio que no castigue ni recompense, absuelva ni condene. Un acto sin propósito, que quita la existencia a cualquier propósito, necesariamente injusto y falso. Sólo una interrupción, un instante a caballo entre el tiempo y la eternidad, en el que silba la imagen de una vida sin fin ni planes, sin nombre ni memoria, por lo que salva, no en la eternidad, sino en una «especie de eternidad». Un juicio sin criterios preestablecidos y, sin embargo, precisamente por este político, porque devuelve la vida a su naturalidad.

El sentimiento y la sensación, la sensación y el amor propio son contemporáneos. En cada sentimiento hay un sentimiento, en cada sentimiento de uno mismo hay otro sentimiento, una amistad y un rostro.

La realidad es el velo a través del cual percibimos lo que es posible, lo que podemos o no podemos hacer.

Saber cuáles de nuestros deseos de infancia se han cumplido no es fácil. Y, sobre todo, si la parte de lo realizado que raya en lo no realizado es suficiente para que aceptemos seguir viviendo. Uno teme a la muerte porque la parte de los deseos no cumplidos ha crecido sin medida posible.

«Los búfalos y los caballos tienen cuatro patas: eso es lo que yo llamo el Cielo. Poner el cabestro a los caballos, perforar las fosas nasales de los búfalos: eso es lo que yo llamo humano. Por eso digo: cuidado con que lo humano no destruya el Cielo dentro de ti, cuidado con que lo intencional no destruya lo celestial».

Quédate, en la casa en llamas, tu lengua. No la lengua, sino las fuerzas inmemoriales, prehistóricas y débiles que la guardan y recuerdan, la filosofía y la poesía. ¿Y qué es lo que guardan, qué es lo que recuerdan del lenguaje? No esta o aquella proposición significativa, no este o aquel artículo de fe o mala fe. Más bien, el hecho mismo de que haya un lenguaje, que sin un nombre estamos abiertos en el nombre y en este abierto, en un gesto, en un rostro somos desconocidos y expuestos.

La poesía, la palabra es lo único que nos queda de cuando aún no sabíamos hablar, un canto oscuro dentro del idioma, un dialecto o un modismo que no podemos entender del todo, pero que no podemos evitar escuchar, aunque la casa se queme, aunque en su ardiente idioma los hombres sigan hablando en vano.

Pero, ¿hay un lenguaje de la filosofía, como hay un lenguaje de la poesía? Al igual que la poesía, la filosofía vive enteramente en el lenguaje, y sólo la forma de esta vivienda la distingue de la poesía. Dos tensiones en el campo del lenguaje, que se cruzan en un punto y luego se separan incansablemente. Y quien dice una palabra correcta, una palabra simple y creciente, vive en esta tensión.

Quien se da cuenta de que la casa se está quemando, puede ser empujado a mirar a sus semejantes que parecen no darse cuenta con desdén y desprecio. Pero, ¿no serán estos hombres que no ven y piensan en los lémures a los que tendrás que dar cuenta en el último día? Darse cuenta de que la casa se está quemando no te eleva por encima de las demás: al contrario, es con ellas con las que tendrás que intercambiar una última mirada cuando las llamas se acerquen. ¿Qué puede decir para justificar su reclamo de conciencia a estos hombres tan inconscientes que parecen casi inocentes?

En la casa en llamas continúas haciendo lo que hacías antes, pero no puedes dejar de ver lo que las llamas te muestran ahora desnudo. Algo ha cambiado, no en lo que haces, sino en la forma en que dejas que salga al mundo. Un poema escrito en la casa en llamas es más justo y verdadero, porque nadie lo escuchará, porque nada asegura que escapará de las llamas. Pero si, por casualidad, encuentra un lector, entonces no puede de ninguna manera escapar del apóstrofe que lo llama de esa voz indefensa, inexplicable y apagada.

Sólo quien no tiene posibilidad de ser escuchado puede decir la verdad, sólo quien habla desde una casa que implacablemente consume las llamas a su alrededor.

El hombre desaparece hoy, como un rostro de arena borrado en la orilla. Pero lo que ocupa su lugar ya no tiene un mundo, es sólo una vida desnuda y silenciosa sin historia, a merced de los cálculos del poder y la ciencia. Tal vez es sólo de este estrago que algo más puede un día aparecer lenta o abruptamente – no un dios, por supuesto, pero ni siquiera otro hombre – un nuevo animal, tal vez, un alma viviente de otra manera…

Fuente e imagen: https://ficciondelarazon.org/2020/10/06/giorgio-agamben-cuando-la-casa-se-quema/

Comparte este contenido:

Estado De Excepción Y Estado De Emergencia

Por: Giorgio Agamben

 

Un jurista al que una vez tuve algún respeto, en un artículo recién publicado en un periódico alineado, trata de justificar con argumentos que quisieran ser legales el estado de excepción declarado una vez más por el gobierno. Retomando, sin confesarlo, la distinción schmittiana entre una dictadura comisionada, que tiene por objeto preservar o restaurar la constitución actual, y una dictadura soberana que tiene por objeto establecer un nuevo orden, el jurista distingue entre emergencia y excepción (o, como sería más preciso, entre estado de emergencia y estado de excepción). El argumento, de hecho, no tiene fundamento en el derecho, ya que ninguna constitución puede prever su subversión legítima. Por eso, con razón, en su documento sobre Teología Política, que contiene la famosa definición del soberano como el que «decide sobre el estado de excepción», Schmitt habla simplemente de Ausnahmezustand, «estado de excepción», que en la doctrina alemana e incluso fuera de ella se ha impuesto como un término técnico para definir esta tierra de nadie entre el ordenamiento jurídico y el hecho político y entre la ley y su suspensión.

Recalculando la primera distinción de Schmitt, el jurista afirma que la emergencia es conservadora, mientras que la excepción es innovadora. «La emergencia se utiliza para volver a la normalidad lo antes posible, mientras que la excepción se utiliza para romper la regla e imponer un nuevo orden. El estado de emergencia «presupone la estabilidad de un sistema», «la excepción, por el contrario, su desintegración que abre el camino a un sistema diferente».

La distinción es, según todos los indicios, política y sociológica y se refiere a un juicio personal sobre el estado de cosas del sistema en cuestión, sobre su estabilidad o su desintegración y sobre las intenciones de quienes tienen la facultad de decretar una suspensión de la ley que, desde el punto de vista jurídico, es sustancialmente idéntica, porque se resuelve en ambos casos en la suspensión pura y simple de las garantías constitucionales. Cualquiera que sea su finalidad, que nadie puede pretender valorar con certeza, sólo existe un estado de excepción y, una vez declarado, no hay ninguna instancia que tenga la facultad de comprobar la realidad o la gravedad de las condiciones que lo determinaron. No es casualidad que el jurista tenga que escribir en un momento dado: «Que hoy nos encontramos ante una emergencia sanitaria me parece incuestionable». Un juicio subjetivo, curiosamente emitido por alguien que no puede reivindicar ninguna autoridad médica, y al que es posible oponerse a otros que son ciertamente más autoritarios, tanto más cuanto que admite que «las voces discordantes provienen de la comunidad científica», y que por lo tanto es en última instancia quien tiene el poder de decretar la emergencia. El estado de emergencia, continúa, a diferencia del estado de excepción, que incluye poderes indeterminados, «incluye sólo los poderes destinados al propósito predeterminado de volver a la normalidad» y, sin embargo, concede inmediatamente después, tales poderes «no pueden ser especificados de antemano». No es necesaria una gran cultura jurídica para darse cuenta de que, desde el punto de vista de la suspensión de las garantías constitucionales, que debería ser la única relevante, no hay diferencia entre los dos estados.

La argumentación del jurista es doblemente capciosa, porque no sólo introduce como jurídica una distinción que no es tal, sino que, para justificar a toda costa el estado de excepción decretado por el gobierno, se ve obligado a recurrir a argumentos fácticos y discutibles que están fuera de su competencia. Y esto es tanto más sorprendente cuanto que debe saber que, en lo que para él es sólo un estado de excepción, se han suspendido y violado derechos y garantías constitucionales que nunca se habían puesto en tela de juicio, ni siquiera durante las dos guerras mundiales y el fascismo; y que no se trata de una situación temporal, lo afirman con firmeza los propios gobernantes, que no se cansan de repetir que el virus no sólo no ha desaparecido, sino que puede reaparecer en cualquier momento.

Es quizás por un residuo de honestidad intelectual por lo que, al final del artículo, el jurista menciona la opinión de quienes «no sin buenos argumentos, sostienen que, aparte del virus, el mundo entero vive más o menos permanentemente en estado de excepción» y que «el sistema económico-social del capitalismo» no es capaz de hacer frente a sus crisis con el aparato del Estado de derecho. Desde esta perspectiva, admite que «la infección pandémica del virus que mantiene a sociedades enteras bajo control es una coincidencia y una oportunidad imprevista, que debe aprovecharse para mantener bajo control al pueblo de los subyugados». Deberíamos invitarle a pensar más detenidamente en el estado de la sociedad en la que vive y recordar que los abogados no son sólo, como desgraciadamente lo son desde hace tiempo, burócratas que sólo tienen que justificar el sistema en el que viven.

Fuente e imagen:  https://ficciondelarazon.org/2020/07/30/giorgio-agamben-estado-de-excepcion-y-estado-de-emergencia/

Comparte este contenido:

¿Qué es el miedo?

Por: Giorgio Agamben

¿Qué es el miedo, en el que los hombres de hoy parecen tan caídos, que olvidan sus creencias éticas, políticas y religiosas? Algo familiar, por supuesto, y sin embargo, si tratamos de definirlo, parece obstinadamente evadir el entendimiento.

Del miedo como tono emocional, Heidegger dio un tratamiento ejemplar en el par. 30 de Ser y Tiempo. Sólo se puede comprender si no se olvida que el Ser (es el término que designa la estructura existencial del hombre) está siempre ya dispuesto en una tonalidad emocional, lo que constituye su apertura original al mundo. Precisamente porque en la situación emocional se cuestiona el descubrimiento original del mundo, la conciencia siempre está ya anticipada por él y por lo tanto no puede disponer de él ni creer que puede dominarlo a voluntad. De hecho, la tonalidad emocional no debe confundirse en modo alguno con un estado psicológico, sino que tiene el significado ontológico de una apertura que siempre ha abierto al hombre al mundo y de la que sólo son posibles las experiencias, los afectos y el conocimiento. «La reflexión puede encontrar experiencias sólo porque la tonalidad emocional ya ha abierto el Ser. Nos ataca, pero «no viene ni de fuera ni de dentro: surge en el ser al propio mundo como uno de sus modos». Por otra parte, esta apertura no implica que lo que se abre sea reconocido como tal. Por el contrario, sólo manifiesta una fatalidad desnuda: «el puro «que está ahí» se manifiesta; el dónde y desde dónde permanece oculto». Por eso Heidegger puede decir que la situación emocional abre al Ser en «ser lanzado» y «entregado» a su propio «nosotros». La apertura que tiene lugar en la tonalidad emocional tiene, es decir, la forma de un ser devuelto a algo que no puede ser asumido y del que se intenta – sin éxito – escapar.

Esto es evidente en el descontento, el aburrimiento o la depresión, que, como cualquier tonalidad emocional, abren el Ser «más originalmente que cualquier percepción de sí mismo», pero también lo cierran «más severamente que cualquier no percepción». Así, en la depresión, «El Ser Ser se vuelve ciego a sí mismo; el mundo ambiental que cuida se oculta, la predicción ambiental se oscurece»; y sin embargo, aquí también, el Ser Ser está consignado a una apertura de la que no puede liberarse de ninguna manera.

Es sobre el trasfondo de esta ontología de tonos emocionales que debe situarse el tratamiento del miedo. Heidegger comienza examinando tres aspectos del fenómeno: el «frente a eso» (wovor) del miedo, el «tener miedo» (Furchten) y el «per-che» (Worum) del miedo. El «frente a eso», el objeto del miedo es siempre una entidad intramundana. Lo que asusta es siempre – cualquiera que sea su naturaleza – algo que se da en el mundo y que, como tal, tiene el carácter de amenazante y dañino. Es más o menos conocido, «pero no por esta razón tranquilizadora» y, cualquiera que sea la distancia de la que venga, está en una cierta proximidad. «La entidad dañina y amenazante no se encuentra todavía a una distancia controlable, sino que se está acercando. A medida que se acerca, el daño se intensifica y por lo tanto produce la amenaza… A medida que se acerca, el daño se convierte en amenaza, podemos o no ser afectados. A medida que nos acercamos, este «es posible pero quizás ni siquiera posible» aumenta… el acercamiento de lo que es dañino nos hace descubrir la posibilidad de ser perdonado, de su paso, pero esto no suprime ni disminuye el miedo, sino que lo aumenta» (pp. 140-41). (Este carácter, por así decirlo, «cierta incertidumbre» que caracteriza al miedo también es evidente en la definición que da Spinoza de él: una «tristeza inconstante», en la que «se duda del acontecimiento de algo que se odia»).

En cuanto al segundo carácter del miedo, el temor (el mismo «tener miedo»), Heidegger señala que un mal futuro no se predice primero racionalmente, que luego se teme: más bien, desde el principio, lo que se aproxima se descubre como temible. «Sólo teniendo miedo, se puede temer, observando expresamente, tomar conciencia de lo que es aterrador. Uno se da cuenta de lo que da miedo, porque ya está en la situación emocional del miedo. El miedo, como posibilidad latente de estar emocionalmente dispuesto al mundo, el miedo, ya ha descubierto el mundo de tal manera que algo aterrador puede acercarse a él» (pág. 141). La intrepidez, como la apertura original del Ser, siempre precede a todo miedo determinable.

Como, finalmente, al «para qué», al «para quién y para qué» teme el miedo, en cuestión siempre está la propia entidad que teme, el Ser, este hombre determinado. «Sólo un ser al que en su existencia, en su misma existencia, tiene miedo puede ser asustado. El miedo abre a esta entidad en su estar en peligro, en su ser abandonado a sí mismo» (ibíd.). El hecho de que uno a veces sienta miedo por su casa, por sus posesiones o por los demás no es una objeción a este diagnóstico: se puede decir que uno tiene «miedo» por otro, sin tener realmente miedo y, si uno realmente siente miedo, es por nosotros mismos, porque tememos que nos quiten al otro.

El miedo es, en este sentido, una forma fundamental de disposición emocional, que abre al ser humano en su ya expuesto y amenazado ser. Naturalmente, se dan diferentes grados y medidas a esta amenaza: si algo amenazante, que está frente a nosotros con su «por ahora no todavía, pero sin embargo en cualquier momento», llega de repente a este ser, el miedo se convierte en temor (Erschrecken); si la amenaza no es ya conocida, pero tiene el carácter de la más profunda extrañeza, el miedo se convierte en horror (Grauen). Si une estos dos aspectos en sí mismo, entonces el miedo se convierte en terror (Entsetzen). En cualquier caso, todas las diferentes formas de esta tonalidad emocional muestran que el hombre, en su propia apertura al mundo, es constitutivamente «temeroso».

La única otra tonalidad emocional que Heidegger examina en Ser y Tiempo es la angustia, y es la angustia – y no el miedo – lo que se le da el rango de tonalidad emocional fundamental. Y, sin embargo, es precisamente en relación con el miedo que Heidegger puede definir su naturaleza, distinguiendo en primer lugar «aquello ante lo que la angustia es la angustia de aquello ante lo que el miedo es el miedo» (p. 186). Mientras que el miedo siempre tiene algo que ver con algo, el «frente al cual» de la angustia nunca es una entidad intramundana». La amenaza que se produce aquí no sólo no tiene el carácter de un posible daño por una cosa amenazante, sino que «el «frente a la cual» de la angustia es completamente indeterminado. Esta indeterminación no sólo nos deja completamente indecisos sobre de qué entidad intramundana proviene la amenaza, sino que también significa que, en general, la entidad intramundana es «irrelevante». (ibíd.) El «frente a eso» de la angustia no es una entidad, sino el mundo como tal. La angustia es, es decir, la apertura original del mundo como un mundo (p. 187) y «sólo porque la angustia siempre determina latentemente el ser del hombre al mundo, él… puede sentir miedo. El miedo es una angustia que ha caído en el mundo, inauténtica y escondida de sí misma» (p. 189).

No sin razón se observó que la primacía de la angustia sobre el miedo que Heidegger afirma puede ser fácilmente revocada: en lugar de definir el miedo como una angustia disminuida y descompuesta en un objeto, puede ser igualmente legítimamente definido como un miedo privado de su objeto. Si uno le quita al miedo su objeto, se convierte en angustia. En este sentido, el miedo sería la tonalidad emocional fundamental, en la que el hombre ya está siempre en riesgo de caer. De ahí su significado político esencial, que lo constituye como aquel en el que el poder, al menos desde Hobbes, ha buscado su fundamento y justificación.

Intentemos llevar a cabo y continuar el análisis de Heidegger. Es significativo, en la perspectiva que nos interesa aquí, que el miedo siempre se refiere a una «cosa», a una entidad intramundana (en el presente caso, a la más pequeña de las entidades, un virus). Intramondano significa que ha perdido toda relación con la apertura del mundo y existe de hecho e inexorablemente, sin ninguna trascendencia posible. Si la estructura del ser al mundo implica para Heidegger una trascendencia y una apertura, es precisamente esta misma trascendencia la que entrega el Ser a la esfera de la cosidad. Estar en el mundo significa, de hecho, ser co-originalmente remitido a las cosas que la apertura del mundo revela y hace aparecer. Mientras que el animal, privado de un mundo, no puede percibir un objeto como objeto, el hombre, al abrirse a un mundo, puede ser asignado sin escape a una cosa como cosa.

De ahí la posibilidad original del miedo: es la tonalidad emocional que se abre cuando el hombre, al perder el vínculo entre el mundo y las cosas, se encuentra irremisiblemente entregado a entidades intramundanas y no puede aceptar una «cosa», que ahora se convierte en amenazante. Una vez que se pierde su relación con el mundo, la «cosa» es en sí misma aterradora. El miedo es la dimensión en la que cae la humanidad cuando se encuentra entregada, como en la modernidad, a una cosidad sin escape. El ser aterrador, la «cosa» que en las películas de terror asalta y amenaza a la humanidad, es en este sentido sólo una encarnación de esta cosidad inalcanzable.

De ahí el sentimiento de impotencia que define el miedo. Los que sienten miedo tratan de protegerse de todas las maneras y con todos los medios posibles de la cosa que los amenaza – por ejemplo, usando una máscara o encerrándose en el interior – pero esto no los tranquiliza de ninguna manera, al contrario, hace que su impotencia para enfrentarse a la «cosa» sea aún más evidente y constante. En este sentido, el miedo puede definirse como la inversa de la voluntad de poder: el carácter esencial del miedo es una voluntad de impotencia, la voluntad de ser impotente ante la cosa temible. Asimismo, para tranquilizarse se puede contar con alguien con alguna autoridad en la materia – por ejemplo, un médico o funcionarios de protección civil – pero esto no suprime en modo alguno el sentimiento de inseguridad que acompaña al miedo, que es constitutivamente una voluntad de inseguridad, una voluntad de ser inseguro. Y esto es tan cierto que las mismas personas que se supone que deben tranquilizar se entretienen en cambio con la inseguridad y no se cansan de recordar, en interés de los asustados, que lo que es aterrador no puede ser superado y eliminado de una vez por todas.

¿Cómo podemos aceptar esta tonalidad emocional fundamental, en la que el hombre parece constitucionalmente siempre caer? Dado que el miedo precede y anticipa el conocimiento y la reflexión, es inútil tratar de convencer a los asustados con pruebas y argumentos racionales: el miedo es ante todo la imposibilidad de acceder a un razonamiento que no sea sugerido por el propio miedo. Como escribe Heidegger, el miedo «paraliza y hace que uno pierda la cabeza» (p. 141). Así pues, ante la epidemia se vio que la publicación de ciertos datos y opiniones de fuentes fidedignas se ignoraba sistemáticamente y se dejaba de lado en nombre de otros datos y opiniones que ni siquiera trataban de ser científicamente fiables.

Dado el carácter original del miedo, esto sólo podría lograrse si fuera posible acceder a una dimensión igualmente original. Tal dimensión existe y es la misma apertura al mundo, donde sólo las cosas pueden aparecer y amenazarnos. Las cosas se vuelven aterradoras porque olvidamos su copropiedad del mundo que las trasciende y, juntas, las hace presentes. La única manera de separar la «cosa» del miedo del que parece inseparable es recordar la apertura en la que ya está siempre expuesta y revelada. No el razonamiento, sino la memoria – recordarnos a nosotros mismos y a nuestro ser en el mundo – puede devolvernos el acceso a una cosidad libre de miedo. La «cosa» que me aterroriza, aunque sea invisible a los ojos, es, como todas las demás entidades del mundo – como este árbol, este arroyo, este hombre – abierta en su pura existencia. Sólo porque estoy en el mundo, las cosas pueden aparecerme y posiblemente asustarme. Son parte de mi ser en el mundo, y esto – y no una cosidad abstractamente separada e indebidamente erigida soberanamente – dicta las reglas éticas y políticas de mi comportamiento. Por supuesto, el árbol puede romperse y caer sobre mí, el torrente se desborda e inunda el país y este hombre me golpea de repente: si esta posibilidad se hace realidad de repente, un miedo justo sugiere las precauciones adecuadas sin caer en el pánico y sin perder la cabeza, dejando que otros canalicen su poder sobre mi miedo y, convirtiendo la emergencia en una norma estable, decidir a su propia discreción lo que puedo o no puedo hacer y cancelar las reglas que garantizaban mi libertad.

Fuente e imagen: https://ficciondelarazon.org/2020/07/13/giorgio-agamben-que-es-el-miedo/

Comparte este contenido:

Bioseguridad Y Política

Por: Giorgio Agamben

Lo que llama la atención en las reacciones a los dispositivos de excepción que se han puesto en marcha en nuestro país (y no sólo en éste) es la incapacidad de observarlos más allá del contexto inmediato en el que parecen funcionar. Son raros los que intentan en cambio, como exigiría un análisis político serio, interpretarlos como síntomas y signos de un experimento más amplio, en el que está en juego un nuevo paradigma de gobierno de los hombres y las cosas. Ya en un libro publicado hace siete años, que ahora vale la pena releer cuidadosamente (Tempêtes microbiennes, Gallimard 2013), Patrick Zylberman describió el proceso por el cual la seguridad sanitaria, hasta ahora al margen de los cálculos políticos, se estaba convirtiendo en una parte esencial de las estrategias políticas estatales e internacionales. Se trata nada menos que de la creación de una especie de «terror sanitario» como herramienta para gobernar lo que se definió como el peor de los casos. Según esta lógica del peor de los casos, ya en 2005 la Organización Mundial de la Salud había anunciado «de dos a 150 millones de muertes por la próxima gripe aviar», lo que sugería una estrategia política que los Estados en ese momento no estaban aún preparados para aceptar. Zylberman muestra que el dispositivo que se sugirió tenía tres puntos: 1) la construcción, a partir de un posible riesgo, de un escenario ficticio, en el que los datos se presentan de forma que favorezcan comportamientos que permitan gobernar una situación extrema; 2) la adopción de la lógica de lo peor como régimen de racionalidad política; 3) la organización integral del cuerpo de ciudadanos de forma que se refuerce al máximo la adhesión a las instituciones de gobierno, produciendo una especie de civismo superlativo en el que las obligaciones impuestas se presentan como prueba de altruismo y el ciudadano ya no tiene derecho a la salud (seguridad sanitaria), sino que pasa a estar legalmente obligado a la salud (bioseguridad).

Lo que Zylberman estaba describiendo en 2013 ha ocurrido ahora a tiempo. Es evidente que, más allá de la situación de emergencia ligada a un determinado virus que en el futuro puede dar paso a otro, lo que está en juego es el diseño de un paradigma de gobierno cuya eficacia supera con creces la de todas las formas de gobierno que la historia política de Occidente ha conocido hasta ahora. Si ya en el declive progresivo de las ideologías y creencias políticas, las razones de seguridad habían permitido a los ciudadanos aceptar restricciones a las libertades que antes no estaban dispuestos a aceptar, la bioseguridad ha demostrado ser capaz de presentar el cese absoluto de toda actividad política y de todas las relaciones sociales como la forma más elevada de participación cívica. De este modo, se pudo comprobar la paradoja de las organizaciones de izquierda, tradicionalmente utilizadas para reclamar derechos y denunciar violaciones de la constitución, de aceptar sin reservas limitaciones de las libertades decididas por decretos ministeriales sin ninguna legalidad y que ni siquiera el fascismo había soñado nunca con poder imponer.

Es evidente -y las propias autoridades gubernamentales no dejan de recordárnoslo- que el llamado «distanciamiento social» se convertirá en el modelo de la política que nos espera y que (como han anunciado los representantes de una llamada «task force», cuyos miembros están en flagrante conflicto de intereses con la función que se supone que deben desempeñar) aprovecharán este distanciamiento para sustituir en todas partes los dispositivos tecnológicos digitales por relaciones humanas en su fisicalidad, que se han convertido como tales en sospechosas de contagio (contagio político, por supuesto). Las conferencias universitarias, como ya ha recomendado el MIUR, se harán a partir del próximo año de forma permanente en línea, ya no se reconocerá a sí mismo mirando su cara, que puede ser cubierta por una máscara de salud, sino a través de dispositivos digitales que reconocerán los datos biológicos que deben ser tomados y cualquier «recolección», ya sea que se haga por razones políticas o simplemente por amistad, seguirá estando prohibida.

Se trata de una concepción integral de los destinos de la sociedad humana en una perspectiva que, en muchos sentidos, parece haber asumido de las religiones en su edad menguante la idea apocalíptica de un fin del mundo. Después de que la política fue reemplazada por la economía, ésta también tendrá que ser integrada con el nuevo paradigma de bioseguridad, al cual todos los demás requisitos tendrán que ser sacrificados para poder gobernar. Es legítimo preguntarse si tal sociedad puede todavía definirse como humana o si la pérdida de relaciones sensibles, de cara, de amistad, de amor, puede ser realmente compensada por una seguridad sanitaria abstracta y presumiblemente por completo ficticia.

Fuente: Quodlibet.it

Imagen : Matthew Finley, 

Comparte este contenido:

La medicina como religión

Por: Giorgio Agamben

Que la ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo, en lo que los hombres creen, ha sido evidente desde hace mucho tiempo. En el Occidente moderno han coexistido y, hasta cierto punto, siguen coexistiendo tres grandes sistemas de creencias: el cristianismo, el capitalismo y la ciencia. En la historia de la modernidad, estas tres «religiones» se han entrelazado necesariamente varias veces, entrando en conflicto de vez en cuando y luego de diversas maneras reconciliándose, hasta llegar progresivamente a una especie de coexistencia pacífica y articulada, si no a una verdadera colaboración en nombre del interés común.

El nuevo hecho es que entre la ciencia y las otras dos religiones se ha reavivado un conflicto subterráneo e implacable sin que nos demos cuenta, cuyos resultados victoriosos para la ciencia están ante nuestros ojos hoy en día y determinan de una manera sin precedentes todos los aspectos de nuestra existencia. Este conflicto no se refiere, como en el pasado, a la teoría y los principios generales, sino, por así decirlo, a la práctica cultural. De hecho, la ciencia, como toda religión, conoce diferentes formas y niveles a través de los cuales organiza y ordena su propia estructura: la elaboración de un sutil y riguroso dogma corresponde en la práctica a una esfera culta extremadamente amplia y capilar que coincide con lo que llamamos tecnología.

No es de extrañar que el protagonista de esta nueva guerra de religión sea aquella parte de la ciencia en la que la dogmática es menos rigurosa y el aspecto pragmático más fuerte: la medicina, cuyo objeto inmediato es el cuerpo vivo de los seres humanos. Intentemos fijar las características esenciales de esta fe victoriosa con la que tendremos que contar cada vez más.

1) El primer carácter es que la medicina, al igual que el capitalismo, no necesita una dogmática especial, sino que simplemente toma prestados sus conceptos fundamentales de la biología. Sin embargo, a diferencia de la biología, articula estos conceptos en un sentido gnóstico-maniqueo, es decir, según una exasperada oposición dualista. Hay un dios o un principio maligno, la enfermedad, precisamente, cuyos agentes específicos son las bacterias y los virus, y un dios o un principio benéfico, que no es la salud, sino la curación, cuyos agentes cultos son los médicos y la terapia. Como en toda fe gnóstica, los dos principios están claramente separados, pero en la práctica se pueden contaminar y el principio benéfico y el médico que lo representa pueden equivocarse y colaborar sin darse cuenta con su enemigo, sin que esto invalide en modo alguno la realidad del dualismo y la necesidad de la adoración a través de la cual el principio benéfico libra su batalla. Y es significativo que los teólogos que deben establecer la estrategia son los representantes de una ciencia, la virología, que no tiene lugar por sí misma, pero que está en la frontera entre la biología y la medicina.

2) Si esta práctica de culto era hasta ahora, como toda liturgia, episódica y limitada en el tiempo, el fenómeno inesperado que estamos presenciando es que se ha convertido en permanente y omnipresente. Ya no se trata de tomar medicinas o someterse a exámenes médicos o cirugía cuando sea necesario: la vida entera de los seres humanos debe convertirse en el lugar de una celebración cultual ininterrumpida en todo momento. El enemigo, el virus, está siempre presente y debe ser combatido sin descanso y sin descanso posible. La religión cristiana también conocía estas tendencias totalitarias, pero sólo afectaban a unos pocos individuos, especialmente a los monjes, que elegían poner toda su existencia bajo la bandera de «rezar sin cesar». La medicina como religión retoma este precepto paulino y, al mismo tiempo, lo anula: donde antes los monjes se reunían en los conventos para rezar juntos, ahora se debe practicar el culto con asiduidad, pero manteniéndose separados y a distancia.

3) La práctica del culto ya no es libre y voluntaria, expuesta sólo a sanciones de orden espiritual, sino que debe hacerse obligatoriamente normativa. La colusión entre la religión y el poder profano no es ciertamente nueva; lo que sí es nuevo, sin embargo, es que ya no se trata, como en el caso de las herejías, de la profesión de los dogmas, sino exclusivamente de la celebración del culto. El poder profano debe asegurar que la liturgia de la religión médica, que ahora coincide con toda la vida, se observe puntualmente en la práctica. Que se trata aquí de una práctica culta y no de una necesidad científica racional es inmediatamente evidente. La causa de mortalidad más frecuente en nuestro país son, con mucho, las enfermedades cardiovasculares, y se sabe que éstas podrían reducirse si se practicara una forma de vida más sana y si se siguiera una dieta particular. Pero ningún médico había pensado nunca que esta forma de vida y de alimentación, que recomendaban a los pacientes, se convertiría en objeto de una reglamentación legal, que decretaría ex lege lo que se debe comer y cómo se debe vivir, transformando toda la existencia en una obligación de salud. Precisamente esto se ha hecho y, al menos por ahora, la gente ha aceptado como si fuera obvio que renunciarían a su libertad de movimiento, trabajo, amistades, amor, relaciones sociales, creencias religiosas y políticas.

Se mide aquí cómo las otras dos religiones de Occidente, la religión de Cristo y la religión del dinero, han cedido su primacía, aparentemente sin luchar, a la medicina y la ciencia. La Iglesia ha repudiado pura y simplemente sus principios, olvidando que el santo cuyo nombre ha tomado el actual pontífice abrazaba a los leprosos, que una de las obras de misericordia era visitar a los enfermos, que los sacramentos sólo pueden administrarse en presencia. El capitalismo por su parte, aunque con cierta protesta, aceptó pérdidas de productividad que nunca se había atrevido a contabilizar, probablemente con la esperanza de llegar más tarde a un acuerdo con la nueva religión, que parece dispuesta a transigir en este punto.

4) La religión médica ha recogido sin reservas del cristianismo la instancia escatológica que había dejado caer. Ya el capitalismo, secularizando el paradigma teológico de la salvación, había eliminado la idea del fin del tiempo, sustituyéndola por un estado de crisis permanente, sin redención ni fin. La Krisis es originalmente un concepto médico, que designaba en el corpus hipocrático el momento en que el médico decidía si el paciente sobreviviría a la enfermedad. Los teólogos han tomado el término para indicar el Juicio Final que tiene lugar el último día. Si se observa el estado de excepción que estamos viviendo, se diría que la religión médica combina la crisis perpetua del capitalismo con la idea cristiana de un tiempo final, de un escatón en el que la decisión extrema está siempre en marcha y el fin se precipita y se aplaza, en un intento incesante de gobernarlo, pero sin resolverlo nunca de una vez por todas. Es la religión de un mundo que se siente al final y que sin embargo es incapaz, como el médico hipocrático, de decidir si sobrevivirá o morirá.

5) Al igual que el capitalismo y a diferencia del cristianismo, la religión médica no ofrece perspectivas de salvación y redención. Por el contrario, la curación a la que aspira sólo puede ser temporal, ya que el Dios malvado, el virus, no puede ser eliminado de una vez por todas, al contrario, cambia constantemente y toma nuevas formas, presumiblemente más arriesgadas. La epidemia, como sugiere la etimología del término (demos es en griego el pueblo como cuerpo político y polemos epidemios es en Homero el nombre de la guerra civil) es ante todo un concepto político, que está a punto de convertirse en el nuevo terreno de la política mundial – o no política. Es posible, en efecto, que la epidemia que estamos experimentando sea la realización de la guerra civil mundial que, según los politólogos más cuidadosos, ha tomado el lugar de las guerras mundiales tradicionales. Todas las naciones y todos los pueblos están ahora permanentemente en guerra consigo mismos, porque el invisible y escurridizo enemigo con el que están luchando está dentro de nosotros.

Fuente e imagen: https://ficciondelarazon.org/2020/05/02/giorgio-agamben-la-medicina-como-religion/

Comparte este contenido:
Page 1 of 2
1 2