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Valentía para educar

Por 

No es cierto. Nadie se hace a sí mismo, como si pudiéramos construirnos al margen de nuestro entorno. Esa es una de las falacias de una sociedad individualista que requiere de la escuela una respuesta contundente: somos seres sociales, y debemos buena parte de quienes somos a los demás, especialmente a nuestras familias. Por eso, las escuelas y los docentes tenemos tanto que aprender de ellas, porque en ellas podemos encontrar los esquemas de nuestro alumnado, sus culturas de pertenencia, sus dificultades y retos… sus mochilas experienciales.

Sin embargo, a menudo lo que hacemos es robar el lenguaje y el discurso al alumnado y a sus familias:

“Aquí no se viene a jugar. Aquí se viene a aprender”, escuché en una ocasión.

Sustituimos el movimiento por psicomotricidad, y le damos unas horas a la semana; así hemos convertido el movimiento en excepción.

La comunicación la cambiamos por una asignatura que llamamos Lengua, y que a menudo impide hablar. Y comunicarse, de paso, queda prohibido.

Los aprendizajes los cambiamos por notas, y al conseguirlas obviamos el valor de lo aprendido, que se convierte en la anécdota.

A un niño lo convertimos en un autista, y le obligamos a serlo mientras decimos sin pudor que su madre no lo acepta. Y lo que no acepta es que su hijo esté en otro mundo, porque ella quiere que esté en el nuestro, pero los profesionales ya le hemos robado el lenguaje.

Esta forma de proceder desarma al alumnado y sus familias ante prácticas que conducen a muchos niños y niñas a itinerarios excluyentes, a la cosificación y a la muerte social y educativa. Se trata de una realidad que recorre a diferentes colectivos: inmigrantes, poblaciones empobrecidas, alumnado de clase trabajadora, colectivo LGTB+,  niños y niñas estigmatizadas con la discapacidad… Todos ellos son definidos por las escuelas, y el lenguaje de las escuelas les obliga a abandonar sus demandas. Estos colectivos, uno a uno, van siendo desarmados y desmovilizados, en buena medida a través del poder de la normalidad; sus diferencias son transformadas en identidades definidas por el poder.

Todo esto, aunque pueda no parecerlo, no es algo ajeno al profesorado. Los maestros y maestras, el profesorado de cualquier materia, orientadores, especialistas… Todos ellos fueron objeto en su día de una gran transferencia de poder que les convirtió en docentes: el poder de  definir al otro. Los docentes nos hacemos agentes de un proceso en el que se obliga al alumnado a conformar un esquema dicotómico: camuflarse en la norma renegando de las diferencias o convertirse en lo contrario, en lo anormal. En esta situación nos encontramos, aunque no nos guste pensarlo y mucho menos decirlo.

Hay que revolver las aguas mansas de la escuela segregadora y homogeneizadora, y eso tiene que nacer de las experiencias de la gente. De experiencias reales, que duelen en los cuerpos y las mentes de personas que tenemos alrededor, a pesar de que no queramos verlas. Como cuando un estudiante de Magisterio de Infantil lloró mientras hablábamos en clase de las historias de vida de niños en desventaja sociocultural. Hace unos días, en su trabajo final escribió:

“Algunos días me lo has hecho pasar regular -me decía- pero lo que no imaginas es cuánto te lo agradezco. Eso sí, confieso que en algún momento hubiera corrido como un niño pequeño a que me abrazaras, y es que al final, lo que vives en la infancia te marca, es algo que va intrínseco contigo, algo de lo que no te puedes separar aunque duela.”

Un niño herido en el interior de mi alumno. ¡Qué etapa sensible es la infancia! El daño, pero también los cuidados y el afecto, nos acompañan para toda la vida y pasan a formar parte de nosotros mismos. ¿Cómo podemos obviar esto, que es lo sustancial, para dedicar nuestros esfuerzos a lo anecdótico?

Tengo una gran esperanza depositada en la educación, como la tengo en los lenguajes amorosos de las madres. Los docentes tenemos que aprender de ellas a vincularnos con cada uno de nuestros alumnos y alumnas de forma incondicional, y a asentarnos en los sueños, que pueden trascender la realidad actual. El mundo es así hasta que decidamos que cambie, y cada día puede constituir una fiesta para que esas transformaciones necesarias se produzcan. Como maestros una gran responsabilidad para alimentar las necesidades educativas reales de los niños y las niñas, que no las dicta ningún informe internacional. Muchas de esas necesidades son emocionales, otras tantas requieren un desafío al poder, y todas ellas requieren un profundo respeto al ser humano.

Tengo esperanza en la educación, sí, como un proceso esencialmente humano y que trasciende enormemente el rendimiento. Pero por encima de todo tengo esperanza en las personas, y en especial en aquellas que ejercen el magisterio. He conocido a maestros y maestras excepcionales, y a futuros docentes dispuestos a subvertir el poder que se les transfiere para devolver el lenguaje y la palabra a los niños y sus familias. Se necesita valentía para hacerlo. A veces, esa valentía se manifiesta con un abrazo, como decía mi alumno. Quizás la mejor herramienta con la que prepararnos sean las actitudes y los lenguajes de nuestras madres y de las madres de nuestro alumnado. Porque no, nadie se hace a sí mismo. Y no es fácil aceptar nuestras limitaciones.

Se necesita valor porque es una compleja tarea la de educar, y porque la verdadera educación es un acto revolucionario que anida dentro de las personas y en el espacio que hay entre ellas. Se necesita valentía para educar de verdad hoy, y la determinanción a valorar las diferencias. Adelante.


Este texto contiene algunas de las ideas del Discurso del Acto de Graduación del Grado en Educación Infantil (Universidad de Málaga, Promoción 2013/17, Grupo A), que tuve el honor de hacer el 17/06/2017. Vaya hacia todo mi alumnado mi eterna gratitud por su aprecio, por sus cuidados y por su disposición a seguir cambiando El mundo junto a mí, empezando por nosotros mismos.

Fuente: http://www.ignaciocalderon.uma.es/index.php/valentia-para-educar/

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La inteligencia no es monolítica, ni unívoca, ni individual

Por: Ignacio Calderón

A pesar de que desde la ciencia se ha rebatido a menudo esta concepción de la inteligencia, especialmente desde la teoría de las inteligencias múltiples (Gardner, 1993), esta concepción sigue siendo mayoritaria tanto dentro como fuera del ámbito científico. La institución escolar asienta buena parte de su dinámica de trabajo en la creencia de que las inteligencias lingüística y lógico-matemática son la inteligencia. Estas nuevas concepciones permiten argumentar las contradicciones del planteamiento hegemónico, resistirse a él y permitir la evolución de la persona.

Y estas nuevas concepciones de la inteligencia, que reconocen su carácter social (y por tanto no determinista ni genético) y múltiple (en tanto que diversifica la inteligencia en diferentes inteligencias), tienen un efecto democratizador en la construcción social que de ellas se deriva. De una parte, porque sitúan el problema en el entorno social y cultural, lo cual reparte responsabilidades y ofrece dinamismo a lo que se consideraba estático e inamovible. De otra, restablecen (aunque parcialmente) el continuum eliminado con la imposición que la concepción mayoritaria de la inteligencia ha ido quebrantando desde la segunda mitad del pasado siglo. Al atender más la complejidad del ser humano, permite una mayor diversidad en el mismo. Las inteligencias no atendidas mayoritariamente permiten destacar a quienes quedan mal situados en la habitual jerarquización que producen los tests y las calificaciones escolares. Todo ello ofrece herramientas eficaces de resistencia cotidiana, sustenta actitudes de apertura y permite dar valor a la inteligencia de muchas personas etiquetadas como con discapacidad, resituando su posición social y la del resto. Es decir, que no se está por encima o por debajo en todo, sino que hay diferentes desarrollos en las diversas inteligencias. Cada persona, por tanto, comprende así que puede destacar en diversas capacidades, y que estas tienen valor en su entorno próximo.

Cambiando esta lógica, se está en una posición que permite observar, analizar y valorar las capacidades intelectuales que la institución escolar ha ido negando insistentemente.

La capacidad de reconocerse como inteligente, de posicionar la inteligencia en el ámbito de las emociones, de la comunicación y las relaciones sociales, de la música son sin duda actitudes resistentes a la concepción social de la inteligencia. Han generado realmente una nueva vía para interpretarse sin devaluarse.
Al poner en cuestión la categoría de normalidad, así como el carácter individual, monolítico y unívoco de la inteligencia, se trasladan los límites socialmente situados en la inteligencia de la persona al exterior de ella: los límites están, desde esta perspectiva, en el entorno social y en el tiempo.
El profesor reconvierte en estas palabras el discurso dominante acerca de la inteligencia, y lo hace en tres dimensiones: a) en lugar de abordar la inteligencia y sus límites de forma individual, analiza el problema desde un punto de vista interpersonal: el problema está en la relación, en este caso, del docente con el alumno, lo cual implica un necesario cambio metodológico; b) en vez de entender la inteligencia desde
un punto de vista determinista, traslada el límite al tiempo, lo cual vuelve a redundar en el carácter relacional de la inteligencia; c) por último, y como consecuencia de las otras dos dimensiones, resitúa el problema en la voluntad de las personas del entorno l: “Es cuestión de querer ponerse”. Querer ponerse es decidir romper con el estigma, construyendo relaciones más equilibradas y saliendo de la comparación: solo así la inteligencia deja de ser un límite, para ser interpretada como una construcción social que tiene que ver con el tiempo.

Fuente artículo: Calderón Almendros, I. (2014). Educación y esperanza en las fronteras de la discapacidad. Ediciones Cinca, Madrid, pp. 334-341.

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De la identidad del ser a la pedagogía de la diferencia

 Por:Ignacio Calderón Almendros, Juan Miguel Calderón Almendros y Mª Teresa Rascón Gómez.

Resumen. Las distintas definiciones acerca del ser humano intentan identificar una característica que generalizar para todo el género Homo. Esta cuestión nace del principio de identidad, y tiene fuertes repercusiones en las concepciones antropológicas sobre las que se asienta la pedagogía. El cuestionamiento de este principio permitiría dar cabida al conflicto en el discurso pedagógico, así como poner en crisis algunas de las bases sobre las que asentamos el análisis de la diversidad y su atención educativa. Nos puede definir la diferencia en lugar de la homogeneidad, lo que implica el cuestionamiento de la norma.

Palabras clave: identidad; diversidad; diferencia; filosofía de la educación.

1. INTRODUCCIÓN
A lo largo de la historia se han realizado diferentes definiciones acerca del ser humano. Todas ellas pretenden encontrar lo que de común hay en los seres humanos, es decir, intentan identificar una característica que sea representativa, y generalizarla así para todo el género Homo. Esta cuestión tiene fuertes repercusiones en las concepciones antropológicas sobre las que se asienta la pedagogía en la actualidad. El presente artículo1 pretende reflexionar en torno a una pregunta: ¿Y si la característica que nos define no es la que homogeneiza al ser humano sino la que atiende a la diferencia?
Por supuesto que los seres humanos, como otros animales, tienen que comer, beber y dormir. Todos tenemos ciertos rasgos biológicos en común y no puede haber ninguna duda de que compartimos la naturaleza de otros animales. Pero cuando llegas a sus rasgos de comportamiento distintivos, qué diferente es una población humana de otra. No solo se diferencian en los idiomas que hablan −tendrás cierta dificultad en hacerte una idea de la gran cantidad de idiomas diferentes que encontrarás–. Difieren en su forma de vestir, en sus adornos, en su forma de cocinar, en sus usos y costumbres, en la organización de sus familias, en sus instituciones sociales, en sus creencias, en sus normas de conducta, en su mentalidad, en casi todo lo que entra dentro de los modos de vida que siguen. Estas diferencias serán tantas y tan variadas que podrías, a menos que estés advertido de lo contrario, tender a ser persuadido de que no todos eran miembros de la misma especie (Adler, 1985, 159, traducción propia).
Desde esta perspectiva, la normalidad dejaría de ser el atributo determinante en la identificación del ser, y pasaría la particularidad a ser el atributo por antonomasia para el entendimiento humano. Se trata de una línea de pensamiento que deja desprovisto de todo significado el proceso de estigmatización por el que la diferencia se vuelve objeto de discriminación. Si es el entorno social el que establece las categorías de las personas que lo conforman, y es la diferencia la esencia del ser, tendremos que ahondar en esta última para repensar la naturaleza humana. Por último, y atendiendo a estos supuestos, carecerían de fundamentación todas aquellas categorías que señalan a las diferencias para justificar la desigualdad humana.

2. EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD EN LA FILOSOFÍA
En palabras de Heidegger (1969), la pregunta que pretendemos abordar en este artículo se formula en los siguientes términos: «¿Por qué el ser y no más bien la nada?». Históricamente, el tema de la identidad y diferencia ha sido muy relevante.
Tanto lo ha sido así que justifica una incursión en los principios básicos de la metafísica que establece Aristóteles, a saber:
1. Principio de identidad.
2. Principio de no contradicción.
3. Principio de causalidad (enunciado por Leibniz como Principio de razón
suficiente).
Para nuestro cometido nos interesan especialmente los dos primeros. El principio de identidad afirma que «todo ente es idéntico a sí mismo», expresado en la fórmula: A = A. Este es el primer principio fundamental de la lógica del pensar. El segundo principio añade que esta fórmula no puede ser contradictoria, es decir, que el ente (lo que es, A) no puede ser y no ser al mismo tiempo bajo el mismo aspecto (A ≠ No A). El tercer principio plantea que todo lo que es debe tener una razón de ser.
Estos principios han tenido un determinante calado en la historia del conocimiento universal, y muy concretamente en la historia de la filosofía. En palabras de Heidegger «lo que expresa el principio de identidad, escuchado desde su tono fundamental, es precisamente lo que piensa todo el pensamiento europeo occidental, a saber, que la unidad de la identidad constituye un rasgo fundamental en el ser de lo ente» (Heidegger, 1990, 67). Sin embargo, estos principios van mucho más allá de la filosofía, puesto que, por ejemplo, guardan una inmediata correspondencia con los axiomas matemáticos.
¿Dónde se inician estos principios? La tradición filosófica los asocia a lo expresado por Parménides en el Poema del Ser, del que reproduciremos a continuación un fragmento:
Pues bien, yo te diré (y tú, tras oír mi relato, llévatelo contigo)
las únicas vías de investigación pensables.
La una, que es y que le es imposible no ser,
es el camino de la persuasión (porque acompaña a la Verdad);
la otra, que no es y que le es necesario no ser,
ésta, te lo aseguro, es una vía totalmente indiscernible;
pues no podrías conocer lo no ente (es imposible)
ni expresarlo.
Lo que puede decirse y pensarse debe ser, pues es ser, pero la nada no es
(Parménides de Elea, en Kirk, Raven y Schofield, 2003, 353-356).

Es decir, Parménides, y toda la línea platónica idealista, identifica realidad e idealidad: pensar = ser. Para Heidegger, en la última frase citada, «lo distinto, pensar y ser, se piensan como lo mismo» (Heidegger, 1990, 69).Aristóteles (2008) advierte el problema y lo plantea de un modo diferente: hay una correspondencia entre el ser y el pensar, es decir, que los primeros principios del ser se deben corresponder con los primeros principios del pensar. Por tanto, mientras que en el idealismo platónico se identifica ser y pensar, en la línea realista que comienza en Aristóteles esta relación no es de identidad sino de correspondencia. Aristóteles representa el intento por conocer lo físico (el ente móvil) como diferente de lo ideal, pero no alcanza a hacerlo sin elementos lógicos. Para ello, se vale de la abstracción, e introduce la potencia y el acto en el ser, y con ello el movimiento (la física); y plantea que el ser se dice de muchas maneras, intentando distanciarse del pensamiento unívoco: que el ser y el pensar no sean lo mismo. Así pues, a pesar de su pretensión de conocer la realidad, no deja de hacerlo en el logos.

Hasta la modernidad reina el razonamiento inductivo, que consiste en obtener conclusiones generales a partir de datos particulares. Aristóteles define la inducción como «un tránsito de las cosas individuales a los conceptos universales». Es decir, es un razonamiento que va de lo particular a lo universal. Al llegar la modernidad comienza una ruptura con esta línea de los conceptos universales, y el esfuerzo por hacer de la generalización la herramienta con la que hacer comparecer de un modo preciso toda la realidad, que halla su mayor exponente en Hegel. Esperón lo plantea en los siguientes términos:

Por otro lado, en la época moderna, el pensar determina la identidad con respecto al ser, manifestándose una nueva concepción de la verdad en cuanto certeza (certeza que tiene el yo-sujeto ante la objetividad del objeto; certeza de la representación). Pienso, luego soy. Dado que fuera del pensamiento nada hay, el ser necesariamente tiene que identificarse con el ser pensamiento. El pensamiento mismo garantiza para sí la certeza de ser. El pensar se presenta idéntico al ser en cuanto conciencia de ser (lo pensado) y autoconciencia de sí (el pensamiento). La época moderna está determinada como Identidad Subjetiva. La identidad es comprendida entre el fundamento y lo fundamentado. Si el rasgo fundamental del ser del ente es ser fundamento; y si el yo, ocupa el lugar del ser como fundamento, entonces, éste se constituye en fundamento de lo real efectivo, es decir, de todo lo ente en general porque satisface la nueva esencia de la verdad decidida en cuanto certeza. Y si su fundamentar (representar claro y distinto) es cierto, entonces, todo representar es verdadero; y si todo representar es verdadero, todo lo que el sujeto yo represente es real (Esperón, 2012, 36).
Como hemos dicho, en la modernidad se rompe con la búsqueda de conceptos universales y con la inducción. Por ejemplo, en Hume (1980) el problema de la inducción reside en que ésta se basa en contingencias (en la experiencia y no en la lógica). Como consecuencia, los conceptos universales se sustituyen en la modernidad por las generalizaciones. Para ello, Hume recurre al hábito: Cuando hemos descubierto una cierta semejanza entre ideas que en otros aspectos son distintas (por ejemplo, entre las ideas de diversos hombres y de diversos triángulos) empleamos un nombre único (hombre o triángulo) para señalarlas. De este modo se forma en nosotros el hábito de considerar unidas de alguna manera entre sí las ideas designadas con un único nombre; por tanto, el nombre mismo suscitará en nosotros, no una sola de aquellas ideas ni todas, sino el hábito que tenemos de considerarlas juntas y, por consiguiente, una u otra, según la ocasión.
La palabra hombre suscitará, por ejemplo, el hábito de considerar a todos los hombres, en cuanto son semejantes entre sí, y nos permitirá evocar la idea de este o aquel individuo particular (Abbagnano, 2000, 320-321).
Más allá del concepto concreto de hábito en Hume, el uso de la generalización (elaborar conceptos que aúnen a otros conceptos) se expande con la modernidad, y con ello se sustituye el razonamiento por inducción por la deducción: de lo general a lo particular, es decir, a la parte. Se crean así dos líneas de pensamiento en la filosofía universal: la línea de la razón (basada en la inducción) y la línea de la generalización (que se asienta en la deducción). La ciencia moderna se decanta claramente por el método hipotético-deductivo.
Sin embargo, la generalización no existe en la realidad. El concepto «animal» no está en la realidad, y a la vez elimina u obvia las diferencias entre el perro y el gato. Por tanto, la generalización, al tratar de buscar lo común en lo diverso, elimina la diferencia. En este sentido, la trisomía 21 no existe si no es, por ejemplo, Calderoniana [de Calderón, el apellido de dos de los autores]. Porque toma el rostro del hermano de dichos autores, que se singulariza en Rafael Calderón. Es decir, que no existe la trisomía 21 en términos absolutos. Sin embargo, la ciencia construye la categoría y con ello la generalización: la trisomía 21. Y aunque la trisomía 21 como tal no existe en la realidad, se eliminan las diferencias y se identifica un caso (Rafael Calderón) con nuestro pensamiento (trisomía 21), se iguala la idea con la realidad2. Al basarse el pensamiento moderno en el principio de identidad, en el que el pensar es el ser, la representación se torna en verdad gracias al principio de causalidad.

Según Mèlich (2010), mientras sigamos pensando la ética en términos categóricos no hay forma de escapar a lo que él denomina «el escollo del fundamento». Es decir, a aquello que fundamenta al imperativo. Para este autor la ética sólo puede iniciarse desde lo antropológico. Lo antropológico devuelve sus derechos a la tierra frente a la ilusión de los trasmundos. Y ese devolver los derechos a la tierra significa otorgar la primacía a las situaciones, a los contextos a las preposiciones, a los adverbios, a las relaciones, a los condicionales… así como también a los lazos, a las herencias, a los deseos a las interpretaciones… y cómo no, a los relatos, a las representaciones, a las máscaras, a las transformaciones… Puede verse ahora que lo antropológico es la negación de un punto arquimédico o, dicho de otra forma, es la afirmación de la finitud (Mèlich, 2010, 316).
Como podemos observar, si para los clásicos la filosofía era el estudio de los primeros principios, para los modernos (y las ciencias modernas) su tarea ha sido el conocimiento desde los primeros principios. Es decir, la modernidad supondría el triunfo de un tipo de conocimiento: el deductivo.
Existen, a pesar de ello, pensadores que no han aceptado los principios fundamentales de la metafísica. Por ejemplo, para Nietzsche la voluntad es preeminente, está por encima de la razón y, por tanto, la actividad está por encima de la presencia.
Y más claramente en Heidegger (2001), la preeminencia de la presencia se ha de romper en El Ser y el tiempo a través de un conocimiento del ser en el que pasado, presente y futuro tengan un mismo valor. Para Heidegger, el principio de identidad queda impensado en la historia de la metafísica y constituye el límite del pensamiento filosófico, que se traslada a la filosofía política.
Junto a Heidegger, aunque con diferencias, Derrida pretende continuar el trabajo de liberar a la filosofía del yugo de la metafísica, a través del lenguaje. Por tanto, para liberarse de las cadenas de la superestructura que ha significado la metafísica y su principio de identidad, es necesaria la deconstrucción del lenguaje, desmontar el proceso vivido.

La deconstrucción del lenguaje es a todos los efectos una tarea compleja, pues no sólo consiste en modificar términos o resguardarnos de los efectos que estos ejercen, sino de ir más allá, de profundizar en el discurso. En el ámbito pedagógico, como señala Skliar (2005), nos hemos preocupado demasiado por esos efectos, por cuidarnos de las palabras, por el empleo del lenguaje «políticamente correcto», pero apenas hemos dedicado tiempo a preguntarnos sobre aquello que dicen esas palabras, la intención con la que se dicen y quién las dice, dando lugar a la confusión.
Confusión que genera distinción (siguiendo a Bourdieu, 1998), desigualdad, derivando nuevamente en homogeneización.

Se viene confundiendo digamos trágicamente la/s diferencia/s con los diferentes. Los «diferentes» obedecen a una construcción, una invención, son un reflejo de un largo proceso que podríamos llamar de diferencialismo, esto es, una actitud –sin dudas racista– de separación y de disminución de algunos trazos, de algunas marcas, de algunas identidades en relación con la vasta generalidad de diferencias (Skliar, 2005, 13).
Recapitulemos. Todo comienza en Parménides, cuando al enunciar el principio de identidad que fundamenta la metafísica, identifica el ente (lo que la cosa es) con el pensar (la idea de la cosa). Aristóteles recoge este principio y argumenta que no son lo mismo, sino que hay una correspondencia entre ellos. Aristóteles incorpora el principio de identidad a la física (y por tanto a la ciencia), y a través del principio de causalidad argumenta que el ente ocurre por una razón. Con ello justifica el principio de identidad. Pero a partir de Aristóteles, que sienta las bases de la física y la metafísica (de las ciencias y de la filosofía), se produce un cambio sustancial. Mientras que en la Grecia clásica se estudiaban estos principios a través de la inducción, a partir de la modernidad se asumen estos principios y se inicia el proceso de decantación de la construcción de conocimiento a partir de ellos y a través de la deducción. Por tanto, los principios que constituyen los axiomas de las ciencias y la filosofía quedan al margen de toda discusión crítica, y a partir de ellos se inicia el proceso de construir legítimamente generalizaciones. Esta situación no se cuestiona hasta que Heidegger y algunos filósofos postmodernos, como Derrida, retoman de nuevo el análisis del principio de identidad, que según ellos ha condicionado el desarrollo de la metafísica. Básicamente defienden que la identidad niega la diferencia: si pensar y ser son lo mismo se anula el conflicto y se elimina la diferencia.
De acuerdo con las ideas esgrimidas hasta ahora, las definiciones realizadas acerca del ser humano se han basado en el principio de identidad. Por tanto, todas eliminan la diferencia: el ser humano como animal o ser racional (Gehlen, 1993) o que tiene logos (Aristóteles, citado por Choza, 1988, 133), como animal simbólico (Cassirer, 2005, 40), como ser técnico (Carbonell y Mosquera, 2000, 179), como homo oeconomicus (Weber, 2008, 468), como el ser cultural por naturaleza y natural por la cultura (Gehlen, 1993, 15), como ser pulsional (Freud, citado por Gehlen, 1993), como dualidad alma-cuerpo (Platón, citado por Stevenson, 1974, 45-47) y como animal o ser social (Aristóteles, 2003, 73; Platón, 2004), como centro superior a la antítesis del organismo y el medio (Scheler, 1938, 60), como animal de realidades y animal personal (Zubiri, 1980), como homo faber, ser productivo o derivado de las formas de trabajo (Marx, 2004; James, Pierce, Schiller y Dewey, citado por Scheler, 1938, 101), como ser individual y libre (Kierkegaard, 1979), como ser dominado por los impulsos de poderío y prevalecimiento (Maquiavelo y Hobbes, citado por Scheler, 1938, 102), como ser que habita el lenguaje (Heidegger, 2004), etc.
Todas estas definiciones son generalizaciones que buscan la característica común a todos los seres humanos, pero estos conceptos son ideas que son insuficientes. Al aferrarnos a la deducción, el ente queda a expensas de la razón. Y esto, en terrenos del conocimiento social y humano, esconde una especial complejidad. Si el ente es el ser humano, el problema, como decimos, es aún mayor.
Siguiendo a Heidegger (1990, 77), el hombre como animal racional de la modernidad «llegó a convertirse en sujeto para su objeto». Es en la mismidad en la que Heidegger encuentra el nuevo camino de la interpretación, «el salto» que nos permite cuestionar el principio de identidad, en la correspondencia entre el ser y el hombre a través del principio de la transpropiación: el hombre es propiamente la relación de correspondencia, la mutua pertenencia de identidad y diferencia.
El pensar necesitó más de dos mil años para comprender propiamente una relación tan fácil como la mediación en el interior de la identidad. ¿Acaso podemos opinar nosotros que la entrada con el pensamiento en el origen de la esencia de la identidad pueda llegar a realizarse algún día? Justamente porque tal entrada necesita un salto, precisa su tiempo, el tiempo del pensar, que es diferente al del calcular, que hoy tira en todo lugar de modo violento de nuestro pensar. Hoy en día, la máquina del pensar calcula en un segundo miles de relaciones: a pesar de su utilidad técnica están privadas de esencia.
De cualquier modo que intentemos pensar y pensemos lo que pensemos, pensarnos en el campo de la tradición. Esta prevalece cuándo nos libera del pensar en lo pasado para pensar por adelantado, lo que ya no es ningún planear.
Sólo cuando nos volvemos con el pensar hacia lo ya pensado, estamos al servicio de lo por pensar (Heidegger, 1990, 95-97).
Lo que añade Heidegger en el Ser es precisamente lo que da título a su principal obra: El Ser y el tiempo (Heidegger, 2001). El tiempo ofrece movimiento al Ser, rompiendo con ello el carácter estático del principio de identidad. De esta manera puede distanciarse de la extendida comprensión de la mismidad: no solo reconoce la diferencia del pensar y de lo ente, sino que el tiempo opera la diferencia en el sujeto que piensa. Si esto tiene una gran relevancia en el análisis ontológico, cuánto más en el análisis antropológico que pretendemos hacer: los seres humanos no son iguales entre sí, ni siquiera una persona es igual a sí misma, puesto que tiene biografía. Nunca será idéntico. Por ello, la postmodernidad plantea que el pensamiento violenta al ser. Tanto Heidegger como Derrida plantean la salida a la determinación del conocimiento filosófico con la historia, produciendo una violencia epistémica o violencia interpretativa, que permita revisar la tradición y desmontarla: es lo que Derrida llamará deconstrucción (procedente del concepto Dekonstruktion generado por Heidegger), que realiza a través de la descomposición de la estructura del lenguaje. Es lo que se ha venido a llamar filosofía de la diferencia.

3. EL PROBLEMA DE LA IDENTIDAD COMO REALIDAD SOCIAL
Foucault, en la sociología, construye una línea con la que pretende cuestionar la tradición y la racionalidad moderna para romper sus límites, permitiendo con ello nuevas formas de ideas. De hecho crea una metodología para indagar en «las cosas dichas»: la arqueología del saber (Foucault, 1997), que representa la búsqueda de la historia viva en el presente. Para él la historia muestra claves del presente, pero necesita un tratamiento distinto del tiempo, que no puede ser lineal. A través de los documentos, Foucault realiza una reconstrucción de las relaciones que se establecieron a partir de ellos.
Esperón (2012) elabora un formidable análisis en el que muestra (basándose en Espósito, Heidegger y Foucault) cómo el problema de la identidad
planteado en estas páginas acaba por convertirse en realidad política y social. El límite de la metafísica (el principio de identidad) reduce la política a su propio orden categorial, y piensa el conflicto desde el orden posible, sustituyendo el conflicto por orden. Tal como expone el autor, «[d]e esto se desprende que la realidad de la política es el conflicto, la diferencia, la multiplicidad, pero esto es precisamente lo que no entra en los esquemas representativos de la filosofía política» (Esperón, 2012, 33). Es decir, se reduce lo múltiple a lo uno, como veníamos viendo al hablar
de la generalización.
Como consecuencia, en la modernidad surge la burocracia (Weber, 2008), que conlleva según Mèlich (2003) «un incesante proceso de anonimización»: el ser humano pasa a ser considerado objeto y su vida se convierte en expediente. También recalca Mèlich el «imperio de la racionalidad instrumental» en la modernidad, en el cual «lo que es [el ser humano] se convierte en cosa» a través de la producción
tecnológica, que requiere el anonimato, la uniformidad y el estereotipo. Por tanto, como consecuencia de ensalzar al sujeto [cogito] a través del principio de identidad [pensar es ser], se elimina la diferencia, y los hombres más allá del yo-sujeto se convierten en objetos a través del lenguaje, la burocracia y la racionalidad instrumental.
Ha desaparecido el conflicto, la diferencia, y el sujeto pasa a formar parte de la representación del orden institucional, despolitizándose.
Estas instituciones, según Foucault (2002), buscan el mismo objetivo: normalizar. Es lo que denominó sociedades disciplinarias:

Foucault sostiene que el carácter distintivo y decisivo del siglo XX es el pasaje del ejercicio del poder basado en el principio de soberanía (donde el carácter jurídico de la ley ejerce el poder como instancia ordenadora del pueblo sujeto político) a otra forma del ejercicio del poder denominado biopolítica (basada en el principio de normalización y desplegada a través de dispositivos de control y administración de la vida que produce y regula las sociedades −sujeto biológico−).
A este tipo de sociedades las denominó sociedades disciplinarias o sociedades de encierro. En ellas, el ejercicio del poder produce saberes que a su vez retroalimenta y perfecciona el ejercicio del poder, que circula independientemente de los sujetos pero, a su vez, sujetándolos. En estas sociedades, las instituciones de encierro controlan y moldean las subjetividades con el fin de prevenir y adelantarse a los posibles delitos. Estas instituciones son concebidas sobre la base de la identidad (comprendida como principio de normalización de conductas). De este modo, sólo somos sujetos políticos en la medida en que somos sujetados efectivamente. De allí el deseo de querer ser sujetado, pues sólo de ese modo, se es un actor social reconocido institucionalmente (Esperón, 2012, 38).
De esta forma se reduce lo múltiple a lo uno porque, como mantiene Foucault (Esperón, 2012), quien no se adecua a la identidad normalizadora institucional es excluido, no es reconocido como sujeto; se excluye de una institución para una mayor integración y normalización en la siguiente; las personas no institucionalizables quedan excluidas, y son causa de integración del resto. Así todos son productivos.
Sin embargo, lo que Derrida (1968, 25) llama «innombrable» por no poder ser incluido dentro de la lógica filosófica, lo que «no se presta al juego de la oposición ni de su lógica» tiene la capacidad de dejar sin efecto al orden (Skliar, 2007, 44).
La normalización ha ejercido un efecto demoledor en la construcción de nuestro pensamiento y en nuestra manera de entender el mundo. Tanto es así, que a menudo se ha empleado la diferencia como justificación de la desigualdad, asociando el término a lo «no deseable», a aquello conducente a la discriminación, marginación, exclusión, etc. En el mundo no existen esencias (siguiendo a Nietszche, 1873), somos nosotros quienes atribuimos identidad, quienes ponemos atributos y quienes finalmente creamos el estigma (Goffman, 1963). En definitiva, es la propia especie humana quien por intentar hacer orden del caos ha desnaturalizado su propia esencia en aras de la debilidad que conlleva el enfrentamiento a lo diferente, a lo desconocido, a lo que aún no ha sido normalizado.

4. DE LA IDENTIDAD A LA PEDAGOGÍA DE LA DIFERENCIA
Visto un león, están vistos todos. Y vista una oveja, todas. Pero visto un hombre, no está visto sino uno, y aun ése no bien conocido (Gracián, 1967, 622). Cuando nacemos lo hacemos en un mundo que nos viene dado, con unos hábitos de conducta, valores, signos, símbolos… que son heredados. Según Mèlich (2010) todo ello forma parte de una gramática de marcos normativos que nos impone obligaciones y a la cual necesitamos someternos para sobrevivir en nuestro mundo. Ahora bien, el ser humano es capaz de posicionarse frente a ese mundo, y romper con esa gramática o identidad heredada aunque sólo sea por un momento.
En esa transgresión es donde entra en juego la ética, y lo que nos ofrece sentido. Todo lo argumentado nos debe hacer pensar la necesidad de generar esa violencia epistémica que cuestione la identidad. En este sentido, la pedagogía debería dejar de centrarse en el ¿qué somos?, para sustentarse en una antropología narrativa que se preocupe por la singularidad del individuo y por sus posibilidades de poner en tela de juicio el orden establecido por nuestro sistema cultural e institucional (Mèlich, 2008).
Ello implica la deconstrucción del conocimiento pedagógico que hemos ido montando a partir de clasificaciones, estándares, etiquetados, catálogos, baterías, etc. Deconstruir las exclusiones que ha generado el orden actual. Esta ruptura en el ámbito de la antropología es una aceptación de la diferencia por encima de la identidad, del conflicto por encima del orden. Lo común a todos los seres humanos es precisamente lo diferente: no hay un ser humano igual a otro, no hay un ser humano que no cambie. Cada hombre o mujer tiene una vida, una biografía.
El ser humano, por tanto, es diferente de sí mismo y de los demás. Es la libertad, la apertura, la inconclusión la que nos permite la diferencia; es a través del poder que se niega. Por la libertad somos diferentes de nosotros mismos y de los demás.
A través del control se nos pretende iguales y estáticos.
La identidad «que hemos heredado funciona a modo de “bloqueo”, neutralizando determinadas posibilidades de ser –de intimidad, en el caso que nos ocupa–, y esta neutralización es, además, sumamente sutil porque no se sitúa en el exterior de cada uno de nosotros sino en el interior» (Mèlich, 2010, 327).
Por ello, una pedagogía de las diferencias (Skliar, 2007; Skliar y Téllez, 2008) requiere un nuevo posicionamiento ante la realidad y las relaciones educativas.
Un posicionamiento cargado de incertidumbre, en tanto que debe violentar algunas de las bases sobre las que hemos ido construyendo el conocimiento pedagógico, las relaciones educativas y el sentido mismo de instituciones como la escolar. Porque la tradición privilegia un conocimiento pedagógico restringido a la tematización y a la normalidad, y no hay hecho pedagógico si no se problematizan las relaciones en lugar de cuestionar al otro (Skliar, 2008, 11-12). En este cometido, las teorías de la resistencia y la pedagogía de los límites (o de la frontera) permiten analizar, desafiar y transformar las representaciones y prácticas educativas que nombran, marginan y definen la diferencia como «el otro devaluado», cuestionando las relaciones de poder que sustentan esta «colonización de las diferencias» (Giroux, 1994).
Una pedagogía de la diferencia necesita volver nuestra mirada hacia los procesos educativos, personas y colectivos que son sistemáticamente olvidados por la tradición. Constatar con Foucault que la racionalidad occidental se ha construido por una serie de exclusiones: la locura, la enfermedad, la delincuencia…, de modo que es necesario volver a pensar lo impensado. Descomponer el lenguaje y la realidad social para observar cómo se privilegia un elemento central a la vez que se dejan al margen otros. Contemplar cómo la norma elimina sistemáticamente cualquier otra forma, y transgredirla. «[E]scribir de nuevo la diferencia mediante el proceso de atravesar las fronteras culturales que ofrecen narrativas, lenguajes y experiencias que proporcionan un recurso para repensar la relación entre el centro y los márgenes del poder, así como entre ellos mismos y los demás» (Giroux,1997, 206).
Atravesar fronteras, e incluso vivir en ellas. Deconstruir, al fin y al cabo, todo aquello que nos separa y excluye. Una tarea que, según Bolívar (1990, 189), no es «de destrucción o demolición de las oposiciones clásicas para quedarse en un monismo o en un nuevo centro, sino situarnos en el límite del discurso filosófico, pero dentro de él, para intentar desbordarlo». Se trata de verlos desde su Otro innombrable.
En el terreno educativo este cuestionamiento ha de hacerse a través de la deconstrucción del conocimiento pedagógico generado a partir de clasificaciones, estándares, etiquetados, catálogos, baterías, etc. Para Derrida (2005), la deconstrucción se centra en mostrar y transformar las relaciones jerárquicas que conforman la vida cotidiana. Deconstruir implica cuestionar lo que nos resulta natural y provoca
una generalización de la racionalidad. Por tanto, como educadores tenemos que volver a mirar lo mismo, conscientes ahora de que «estamos invadidos de saberes y discursos que patologizan, culpabilizan y capturan al otro, trazando entre él y nosotros una rígida frontera que no permite comprenderle, conocerle ni adivinarle» (Pérez de Lara, 2001, 296). Una mirada que requiere la deconstrucción de las exclusiones
que ha generado el orden actual, aceptando la diferencia por encima de la identidad, el conflicto por encima del orden. La inconclusión del ser humano es la que nos permite la diferencia; es a través del poder normalizador que se niega.
Por la libertad somos diferentes de nosotros mismos (en tanto que cambiamos con el tiempo) y de los demás. A través del control se nos pretende iguales y estáticos.
Sin embargo, lo que no entra en la lógica normalizadora tiene el poder de dejar sin efecto al orden que excluye la diferencia (Skliar, 2007) y elimina el conflicto.
En este cometido, las teorías de la resistencia y la pedagogía de los límites (o de la frontera) permiten localizar, analizar, desafiar y transformar las representaciones y prácticas educativas que devalúan al otro y castigan las diferencias, creándose con ello una nueva narrativa que desafía el orden previo y que requiere la diferencia.
Para ello hay que resituar el debate pedagógico en las arenas de la ética y la justicia. La pedagogía de los límites muestra cómo el poder se introduce en el sujeto, en la cultura y en el mundo físico. Las fronteras dividen, clasifican y ordenan respecto al poder. Incluyen y excluyen. Constituyen fortalezas que aseguran el statu quo, pero son a la vez los límites del ideario que las sostiene, las fisuras del sistema que oprime, que pueden ser cuestionadas a través de la diferencia. Al reconocer las fronteras como inestables y precarias, comprendemos que se pueden cruzar. Las fronteras, que son los límites de la lógica que niega la diferencia, pueden habitarse y cuestionar las categorías que las sustentan. Y al hacerlo, se generan nuevas cartografías vitales, sociales y culturales, ya que permiten ampliar las posibilidades de conocer la realidad y de construcción creativa. Cuando esto ocurre, se está en condiciones de construir una identidad a través de la interpretación (Ruiz Román, Calderón Almendros y Torres, 2011) y, con ello, dibujar un nuevo mapa de las relaciones educativas.
Es posible entonces habitar las fronteras y los límites, lo que en la pedagogía podría significar la ruptura con dicotomías excluyentes. Una empresa no exenta de problemas como plantean Planella y Pie (2012), por las resistencias de la tradición y sus aparatos de control. En cualquier caso, uno de nosotros (Calderón Almendros, 2014) ha apuntado algunas de esas fronteras pedagógicas que hay que diluir, deconstruir, superar o habitar. Como las fronteras entre la biología y la cultura; la frontera de la humanidad que en la actualidad excluye a las personas con discapacidad; la frontera de la normalidad que bajo su tiranía (el de la educación como molde según Esteve, 2010) impide que se ensanche y revitalice nuestra humanidad; la frontera de la educación especial y las áreas de conocimiento, que impiden análisis más holísticos y menos excluyentes; la frontera de la inteligencia, que reduce hasta lo impensable la naturaleza multidimensional del ser humano; la frontera del lenguaje, que se podría superar educativamente habitando otros logos como la música, el arte, las emociones…; la frontera entre el aprendizaje y la participación que hizo ver Doyle (1977), porque no caben la una sin la otra, lo que impediría las segregaciones obscenas que las escuelas siguen impulsando y legitimando; la frontera entre la teoría y la práctica, que reduce el compromiso y la capacidad de transformación de la educación y la investigación educativa; la frontera entre lo individual y lo social, que no existen por separado sino en la construcción del sujeto; y la frontera de la realidad y los sueños, que responde a la naturaleza narrativa de la realidad (Brunner, 1991). La educación ha de responder a esta realidad para acompañar en lo que MacIntyre (1987) llama la vida como búsqueda. La vida es narración, es apertura. Por tanto, no es solo realidad, no es solo acto; es sueño, es potencia. Por eso, y a pesar de los discursos paralizantes que proliferan en estos días, la educación es, por encima de cualquier cosa, esperanza.
Un proceso educativo de esta índole permite invertir esas posiciones, creándose con ello un nuevo texto, una nueva narrativa que desafía el orden previo y que requiere la diferencia. Necesitamos desenfocar nuestras prácticas e investigaciones educativas para volver a enfocar en lo periférico, restaurando con ello la capacidad de decidir de la comunidad, empoderando a las personas y colectivos oprimidos, y actuando en las estructuras narrativas y de responsabilidad moral del grupo (Denzin, 2008, 196). Rescatar la acción educativa que el positivismo y su concepción de la identidad ha «cosificado» convirtiéndola en una intervención  supuestamente controlada en aras de la eficacia (Ortega, 2004, 7), para resituar el debate pedagógico en las arenas de la ética y la justicia. Y ese nuevo enfoque ha de ser cualitativamente distinto, ya que ha de permitir el desorden que cuestione los regímenes de verdad. Solo así podríamos conseguir que las personas y colectivos excluidos puedan ser incluidos sin ser fagocitados.

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Fuente artículo: CALDERÓN ALMENDROS, I; CALDERÓN ALMENDROS, J.M. y RASCÓN GÓMEZ, M.T. (2016). De la identidad del ser a la pedagogía de la diferencia. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 28(1), 45-60.

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La Resiliencia como forma de resistir a la exclusión social

Por: Ignacio CALDERÓN-ALMENDROS, Cristóbal RUIZ-ROMÁN,  y  Jesús JUÁREZ PÉREZ-CEA

Entre los colectivos excluidos socialmente se dan una serie de formas de opresión que les son comunes. La estigmatización constituye una de estas prácticas de opresión. Y aunque ésta actúa bajo distintas etiquetas, todas tienen una misma finalidad: ejercer una forma de poder y control social sobre el otro. Ante la estigmatización cabe la aceptación y reproducción del estigma que reproduce la desigualdad, pero también caben otras maneras de afrontarla. En este trabajo, tras acercarnos al estado de la cuestión en torno a los estudios sobre resiliencia, pretendemos mostrar qué hay en ésta que pueda ayudar a empoderar a las personas y sus comunidades. Mediante un estudio comparativo de casos, esta investigación tiene como objetivo mostrar evidencias que nos ayuden a entender cómo la resiliencia puede ser una vía para resistir y alterar la opresión que genera el estigma. Más concretamente, este artículo, basándose en un análisis comparativo de tres casos de tres personas, tiene como objetivo mostrar los patrones comunes de segregación vinculados a los estigmas sociales que afectan a las personas que son ubicadas en ciertos colectivos. Posteriormente, se pondrán de relieve los modos en que las personas y los colectivos construyen interpretaciones contrahegemónicas que las empoderan y cuestionan la opresión estigmatizadora. Estrategias que ponen en marcha procesos educativos resilientes, donde individuo y comunidad veremos que van de la mano.

Para alcanzar estos objetivos, este artículo se sustenta en las evidencias e interpretaciones que ha arrojado el análisis comparativo de tres estudios de caso: El caso de Rafael, un joven malagueño de 30 años con síndrome de Down; el caso de Nordin, un joven de 16 años nacido en Marruecos y que lleva más de 9 años residiendo en Málaga; y el caso de Francisco, un joven gitano de 19 años que vive en una barriada marginal de Málaga (Los Asperones). Así, se ha utilizado la estrategia del análisis de comparación de casos por similitud con el objetivo de identificar procesos resilientes ante la estigmatización y la marginación social presentes en estas tres realidades opresivas.

 Los estudios sobre resiliencia
El concepto de resiliencia deriva del latín “resiliere”. Este concepto, procedente del ámbito de la física para designar a los materiales con un alto grado de aguante y reposición ante un fuerte impacto. Empezó a utilizarse posteriormente en el contexto anglosajón (resilience) por científicos estadounidenses, europeos y australianos, desde el campo de la psiquiatría y la pediatría. Dichos investigadores (Dugan & Coles, 1989; Garmezy, 1991) comenzaron a estudiar diversos casos de niños en riesgo social que conseguían resistir, adaptarse y crecer a pesar de vivir en condiciones de pobreza, abandono y violencia. Así pues, mientras que en el ámbito anglosajón el concepto “resilience” viene siendo estudiado desde hace más de medio siglo y utilizado en las últimas dos décadas por los profesionales que trabajan en el ámbito de la exclusión social (Jollien, 2000; Ungar, 2004; Daniel, 2006, 2010; Hart & Heaver, 2013). En España, es ahora cuando empieza a introducirse el concepto en los ámbitos de la investigación y la intervención socioeducativa. De otro lado, es interesante resaltar la evolución que han tenido los estudios sobre resiliencia. Así, en un primer momento, el estudio de la resiliencia humana empezó a desarrollarse desde el ámbito de la psicología. Las primeras investigaciones como las de Werner y Smith (1982) señalaban a los factores individuales como los únicos responsables de desarrollar procesos resilientes. Posteriormente, en las últimas décadas, los trabajos sobre resiliencia se han extendido al ámbito educativo y también al ámbito del trabajo social. Con ello, estudios como los de Melillo (2002), Cyrulnik (2002, 2009), Manciaux (2010), Ungar (2004), Suárez-Ojeda (2008), Hart et al (2011), Forés & Grané (2012), Ungar, Ghazinour y Richter (2013), Punch (2013), Runswick-Cole y Goodley (2013), Allan y Ungar (2014), Porcelli et al (2014), Theron, Liebenberg & Malinidi (2014), Ungar, Liebenberg & Ikeda (2014) y Ungar, Russel & Connolly (2014) empiezan a señalar la ineludible relación entre los factores ambientales o culturales y los individuales para el desarrollo de procesos resilientes. Esta idea de proceso viene a resaltar que la resiliencia se basa en una dinámica relacional entre sujeto y entorno de cara a afrontar elementos que dificultan el desarrollo de la persona. Esta forma de entender la creación de resiliencia se apoya en las teorías de Bruner (1984), Bronfenbrenner
(1987), Vigotsky (2012), entre otros, quienes evidenciaron la influencia que tienen los entornos y ambientes en el desarrollo del sujeto. Como defiende Melillo (2004),
si la resiliencia constituye un proceso de entramado entre lo que somos en un momento dado, con los recursos afectivos presentes en el medio ecológico social, la falencia de esos recursos puede hacer que el sujeto sucumba, pero si existe aunque sea un punto de apoyo, la construcción del proceso resiliente puede realizarse. (p. 70)
En este sentido, podemos decir que la resiliencia es un proceso que se va conformando entre el sujeto, las posibilidades que ofrece el entorno y los contextos, así como en las relaciones educativas que se generan entre éstos (Ungar, 2015). Así, la resiliencia desde una concepción sistémica o procesual, transciende los límites de una concepción individualista y abre un nuevo foco de atención hacia la cultura, la comunidad educativa y un/a educador/a que acompañe (Costa, Fores y Burguet, 2014), como elementos a tener en cuenta en los procesos resilientes.

 Metodología
Como decíamos anteriormente, este artículo se basa en un análisis comparativo de tres estudios de caso. Los estudios comparativos de caso se realizan generalmente con el fin de estudiar similitudes y diferencias entre diferentes casos (Eysenck, 1976; Yin, 2014). En la estrategia de comparación por similitud, se estudian los casos a partir de una variable o fenómeno similar y común a todos ellos (convergencia). En la comparación por diferencia, se trata de encontrar explicaciones a las diferencias que se producen en cada caso (divergencias) (Coller, 2000). En nuestro trabajo hemos utilizado la estrategia del análisis de comparación por similitud con el objetivo de comprender los fenómenos y convergencias comunes entre los tres casos. Dichas analogías quedan evidenciadas a partir de las categorías similares que emergieron en el análisis particular de cada uno de los tres estudios de casos y que finalmente dieron lugar a las categorías comunes que se exponen más adelante. De acuerdo con Stake (1998), a la hora de seleccionar los casos para este trabajo, se vio oportuno tener en cuenta la significación que podían tener para el fenómeno en estudio, así como el dar prioridad a las oportunidades de aprendizaje ofrecidas por cada uno de ellos. Siguiendo estas pautas y como ya se ha mencionado, este trabajo se basa en un estudio comparativo de los casos de tres personas que afrontan, desde el acompañamiento educativo, la adversidad de ser etiquetados y excluidos socialmente. Los criterios de selección para los tres estudios de caso fueron los siguientes: – Se han seleccionado los casos de tres personas que han sufrido el estigma y la discriminación social por las siguientes condiciones: en el primer caso (Nordin), por ser una persona que emigra desde otro país a España, en el segundo caso (Rafael), por ser una persona con discapacidad y en el tercero (Francisco), por pertenecer a una barriada marginal y ser de etnia gitana. – El segundo criterio ha sido que fueran casos en los que se pudieran identificar procesos resilientes ante la estigmatización y la marginación social. Esto implicaría que las personas elegidas habrían trascendido las expectativas del entorno a través de procesos educativos que les hubieran ayudado a pensarse más allá de los mandatos sociales. En este sentido, los tres casos escogidos no sólo destacarían por logros académicos (por ejemplo) poco comunes o simplemente pioneros, sino principalmente por las construcciones que los impulsan: el autorreconocimiento, el empoderamiento y la construcción de lo que en otro lugar hemos denominado identidades de interpretación (Ruiz-Román, Calderón-Almendros & Torres-Moya, 2011). – Y por último, un requisito no menos importante a la hora de realizar la selección de los casos ha sido que los protagonistas desearan participar voluntariamente en la investigación y se comprometieran a cooperar con los investigadores responsables de los estudios de caso.
En todos los casos, se hicieron las negociaciones prescriptivas como garante democrático de los procesos, tanto en el acceso a los informantes como en el uso y propiedad de los datos y en la construcción, devolución y validación de los correspondientes informes. Para ello se construyeron relatos que resultaran accesibles para la población estudiada. Todas estas negociaciones quedaron registradas e incluidas en el corpus de datos de cada caso. Con todo ello se ha hecho uso sistemático a la vez que éticamente guiado de los criterios más exigentes en las investigaciones cualitativas para dotarla de veracidad: la credibilidad, la transferibilidad, la dependencia y la confirmabilidad (Lincoln & Guba, 1985). Durante el trabajo de campo de los tres estudios de caso, los procedimientos utilizados para la recogida de información se han basado en un amplio elenco de estrategias etnográficas: entrevistas
(en profundidad, semiestructuradas y grupales), grupos focales, debates de grupo, recogida de documentos y artefactos, observación participante y diarios del investigador. Esta variedad ha permitido la triangulación de estrategias metodológicas. Por otra parte, dos de estas estrategias de recolección de datos han sido las predominantes para obtener información de cada caso: 79 entrevistas en profundidad y 9 grupos focales (Taylor & Bogdan, 1980; Krueger, 1994; Greebaum, 1998; Flick, 2004). Además, cada caso ha buscado la diversidad de informantes para poder llevar a cabo con sus informaciones otra triangulación. De este modo, fueron entrevistados diferentes tipos de informantes dependiendo de las características de cada caso, entre los que cabe destacar los protagonistas de los casos, familiares, amigos, profesores y educadores, vecinos, académicos, políticos, estudiantes, orientadores y otros informantes claves. Para todos ellos, en este artículo, se han utilizado seudónimos para proteger la identidad de los informantes. La estrategia de triangulación o corroboración estructural pretende, según Eisner (1998), la confluencia de múltiples fuentes de evidencia o la recurrencia de instancias que apoyan una conclusión, y que en el trabajo que presentamos ha sido desarrollada en tres dimensiones: la triangulación de fuentes de datos, la triangulación de investigadores y la triangulación metodológica. Estas medidas atienden a la naturaleza compleja de los datos subjetivos de los que se alimenta la investigación cualitativa (Contreras & Pérez de Lara, 2010; Stake, 1998), a la vez que confiere a los resultados la necesaria credibilidad y validez de un estudio científico en el área de las ciencias sociales. Toda la información generada fue grabada en audio o video y posteriormente transcrita literalmente para el análisis cualitativo de los datos, junto a la recogida documental. Cada uno de los tres estudios de caso fue analizado a partir de su propio sistema de categorías que emergió de su análisis específico. Por tanto, en cada uno de ellos se intentó buscar la lógica interna de los datos, que le iban confiriendo los mismos informantes a través de patrones como la repetición, la valoración de determinados temas, hitos o posturas, así como por la relevancia interpretativa que una clave podía ofrecer para entender la dinámica de construcción personal y social desarrollada en un contexto concreto. Es decir, hablamos de claves hermenéuticas de una determinada forma de vivir. Para la realización de este paso de los datos a las categorías, hemos seguido la secuenciación de Simons (2011, 60): identificar y confirmar categorías; establecer conexiones entre ellas; generar ideas de amplio alcance que cuenten una historia o parte de una historia del caso.

El software QSR International NVivo se utilizó para analizar los datos cualitativos recogidos y para la creación de dichas categorías emergentes. Sin embargo, en cada uno de los sistemas de categorías de los tres casos, emergieron categorías comunes. En ellas nos basaremos para hacer la comparación por similitud de los tres estudios de caso. Dichas categorías que de manera simultánea han aflorado en los tres casos son: estigmatización y deshumanización; sufrimiento y dolor como origen de la lucha; resiliencia y empoderamiento; apoyo socioeducativo y acompañamiento resiliente. A partir de estos patrones o categorías que se han repetido en los tres casos, el contraste y triangulación con varias fuentes y técnicas, y los episodios narrados con gran valor hermenéutico se ha construido este trabajo.

 Resultados

  •  Estigmatización y deshumanización
    Todos los seres humanos experimentamos unas condiciones del entorno que, dependiendo de sus características, pueden ser interpretadas como un corsé que no nos permite ser nosotros mismos. En el proceso de socialización, las personas vamos acogiendo de manera acrítica los elementos socioculturales del ambiente y los vamos integrando en nuestra personalidad. A veces, esta integración en la estructura social establecida puede ser experimentada como un proceso de opresión (Calderón-Almendros, 2011; Calderón-Almendros & Ruiz-Román, 2015). Dicho en otras palabras, las condiciones de la experiencia difieren mucho de unos grupos sociales a otros, de unas personas a otras. Y la experiencia de las personas con discapacidad, de etnia gitana o que han inmigrado a nuestro país, como los tres protagonistas que nos ocupan, no son especialmente benevolentes con este proceso de socialización. El sistema social tiene asignados unos roles sociales para las personas con síndrome de Down, los gitanos que viven en barriadas desfavorecidas o los inmigrantes que los aproxima a la marginación social. La socialización sostiene unas relaciones de desigualdad basadas en la diferenciación construida entre el colectivo hegemónico y aquellos grupos minoritarios. Es un ejercicio de poder y control de unos sobre otros, donde se va generando el concepto de normalidad, a la vez que la utilización de juicios de acuerdo a este concepto van tachando como fuera de la norma o del grupo, a las personas que construyen su identidad en los márgenes de lo hegemónico (Ruiz-Román, Calderón-Almendros & Torres-Moya, 2011).Esto queda evidente en los casos que nos ocupan. La sociedad maneja toda una serie de imágenes sociales en torno a la discapacidad, los inmigrantes o los gitanos que acaban suscitando la solidificación de los estereotipos y su uso generalizado. Estas producciones culturales hegemónicas hechas estereotipos constituyen una forma de control social, una generalización simplista que se asigna a una diversidad de individuos sin conocerlos (Abdenour & Ruiz-Román, 2005). Los estereotipos, desde las preconcepciones acríticas, homogeneizan lo diverso, explicitan una desigualdad sobre las minorías y ultrajan el ser individual de cada persona dejando ver en ella aquello que previamente se le ha asignado. Es una marca injusta que, consciente o inconscientemente, se le atribuye a la persona. Es como una cárcel en la que se le encasilla, restando la opción a que pueda ser lo que ella sea o desee ser. El estigma (llámese Down, inmigrante o gitano) no es la persona, por lo que con el estereotipo lo que se hace es de-terminar, esto es, reducir y encarcelar el complejo ser de toda persona.
    “Alicia: Es una pena que tenga que ir siempre… Diego: Con esa publicidad, ¿no? Alicia: …arrastrando, como eso que dice, arrastrando el Down. Porque en realidad el Down no es él. Él es él, y el Down es algo que le acompaña siempre. Diego: Sí, no se lo quita de encima. Alicia: Que tú eres miope. Tú no eres miope, tú eres Nacho y además tienes miopía. Pero no te define el ser miope” (Alicia y Diego, hermana y cuñado de Rafael). “Vecino 1: Y si vas a una entrevista de trabajo, como te miren el carnet y vean que eres de la barriada de los los Asperones, ni te meten a trabajar ni na. Te dicen: ‘ya te llamaremos’ (…) Vecino 2: O cuando tú estás hablando con una chavalita y te pregunta; tú de dónde eres y yo le digo: yo de los Asperones y al decirle eso, coge y te bloquea (en el Whatsapp). Y no quiere saber na de ti” (Grupo focal Vecinos del Barrio de Francisco).
    El estereotipo cosifica a la persona y la “bloquea”. La cosificación ejerce una función de control social a partir del prejuicio, un conocimiento estático y simplista que discrimina (“no quieran saber na de ti”), dejando de lado a la persona que está más allá del estereotipo. El estigma cosifica y le roba la humanidad a la persona mandándola a “otro mundo”.
    “Hay un tema que me da mucho coraje y es el que me llamen ‘moro’. Cuando me dicen moro, parece que soy de otro mundo” (Entrevista a Nordin)  “Investigador: ¿Por qué no para aquí el metro? Vecina 1 : Porque no somos personas. Vecina 2: Pues no sé. Se encierra aquí mismo. Si ellos quieren la pueden poner. Vecina 3: Se encierra justo donde está mi calle, subes y ahí se encierra. Vecina 2: Lo que no es normal que pasa por aquí para encerrarse y no pasa pa que lo podamos coger” (Grupo focal Vecinas del Barrio de Francisco).
    Como apreciamos a la luz de las evidencias, la estigmatización pone de relieve una injusticia social, por cuanto arrebata a la persona parte de su humanidad (“no somos personas”). Rafael utiliza otra metáfora para hablar del estigma (en este caso el Down): el “ataúd de los muertos”. En palabras de Rafael, el Down, (el estigma) es un ataúd que aprisiona a la persona e impide que la persona sea y se manifieste como tal.
    “(…) Uno me hace daño. Vale, estoy herido, tengo sangre por todo el cuerpo, pero el Señor me empujó. Dice: ‘Tú puedes. Yo te doy el don que es la música, luchando con la escuela’. Vale, con el ataúd que yo estaba –bueno, estaba en mi mente, no es real–, abro el ataúd y aquí estoy.” (Entrevista a Rafael)
    La exclusión se hace evidente: “no ser persona”, “estar en el ataúd”, en el “apodo”, “bloquearte”, ser arrojado a “otro mundo”, son formas de relación que quedan violentadas y deshumanizadas no sólo por el ultraje que se hace de su individualidad mediante el estigma, sino por los residuos que en forma de actitudes y comportamientos segregadores deja en quiénes lo utilizan.
    “Tuve un problema con una niña que me presentaron, que me gustaba y que estuvimos a punto de empezar a salir. Y es que a esta niña tanto los amigos como la familia le decían cosas por ser tan amiga de un marroquí. Los amigos de ella, los del grupo, delante mía no le decían nada para no parecer racistas, pero por detrás le decían que se pensara eso de salir con un moro. Por otro lado, la familia no quería que se juntara conmigo porque era moro. Cuando yo llamaba a su casa por teléfono y preguntaba por ella a su madre sin decir quién era, ella siempre estaba, pero cuando decía mi nombre y decía que era Nordin, entonces nunca estaba ¿No te parece raro?” (Entrevista a Nordin).
    “Jose: Y tú a lo mejor conoces a una chavalita y le dices que eres de los Asperones y se da media vuelta. Y yo le digo algunas veces que soy del Consul o Teatinos” (Entrevista a Jose, amigo de Francisco).
    “Domingo: (…) Yo sí puedo decir que he tratado mal a Rafa. ¿Mal en qué sentido? Abusando de él. Abusando de él en el sentido de que como yo soy, en cierta forma, yo era el ‘listo’ y él era el ‘tonto’, pues todo lo intentaba llevar, encauzar a lo que yo quería. Por ponerte un ejemplo ahora mismo, no caigo no, pero sí, a lo mejor ponerlo por delante o mejor por la edad, cualquier tontería, en vez de merendar esto, ‘diles a tus padres que vamos a merendar chocolate o que vamos a bajar a la tienda a comprar…’ Investigador: Utilizarlo. Domingo: Exactamente, sí, utilizarlo. Utilizarlo, por supuesto, claro” (Entrevista a Domingo, amigo de Rafael).
  • El sufrimiento y el dolor: el origen de una lucha
    Pero los estigmas, más allá de construcciones culturales estereotipadas, dejan marcas en el cuerpo del estigmatizado. El estigma es una daga que como dicen los propios protagonistas se clava y los hiere hasta hacerles “sangrar” y “llorar”. El sentirse etiquetado por la marca del “moro”, del “Down” o del “gitano” es doloroso. Cuando por la marca que te han puesto te hacen sentir inferior, inseguro o con miedo a relacionarte con los demás…, el estigma del estereotipo empieza a hacerte “estar mal, sufrir, llorar, sangrar,…” y a evidenciar las formas de ejercer el poder de unas personas sobre otras.
    “No hace mucho tiempo lo pasé muy mal en el instituto. Fui con unos cuantos compañeros a guardar las mochilas en la taquilla. Los tres primeros chavales guardaron las mochilas, y uno de ellos, mi amigo, me dijo que también guardara la mochila pues cabía una más. Y la guardé. Pero en ese momento llegó otro chaval y entonces los otros dos me dijeron riéndose ‘eh tu morillo, saca tu mochila’, para que la metiera la mochila el otro chaval. Y yo también me reí, pero por dentro estaba mal, me dolió mucho que me trataran como si no fuera persona. Tenía ganas de llorar, pero no podía llorar delante de ellos. Por eso, me fui riéndome para el cuarto de baño y allí me lavé la cara para que no se me notara que había llorado” (Entrevista a Nordin).
    “(…) hombre le han hecho sufrir mucho y de hecho hay cosas en las que se le ha notado muchísimo en que le ha dolido lo que le han hecho y le ha afectado, por ejemplo, el habla le empeoró muchísimo (…) Él tuvo un empeoramiento en la tartamudez, pero vamos, bestial, una cosa exagerada” (Entrevista a Silveria, hermana de Rafael). “Yo desde mi infancia luché para conseguir lo que estoy haciendo y lo que quiero hacer. Y hasta que yo me puse […] un fin de que yo diga: ‘El Down no. Yo soy como soy, […] yo soy como tú, como cualquier persona’ ” (Entrevista a Rafael).
    ‘Conseguí superarlo’, dicen con asombro las personas que han conocido la resiliencia cuando, tras una herida, logran aprender a vivir de nuevo. Sin embargo, este paso de la oscuridad a la luz, esta evasión del sótano o este abandono de la tumba, son cuestiones que exigen aprender a vivir de nuevo una vida distinta, que trascienda el sufrimiento. (Cyrulnik, 2002, p. 23)
    Trascender, reinterpretar, que no evadir, ni soportar. No es suficiente con limitarse a tratar de soportar el conflicto ni el sufrimiento, es necesario trascenderlo. Así, “el sufrimiento deja de ser en cierto modo sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido” (Frankl, 1991, p. 114). En esta realidad, el dolor constituye la manifestación de la opresión. El dolor provoca que nos retiremos. Sin embargo, la resistencia al dolor empodera a la persona frente a la opresión: la libera. Si el dolor como opresión genera respuestas inconscientes y condicionadas que finalizan en la autoexclusión de la persona, en la asunción del estigma y la culpabilización, la resistencia al dolor implica la inversión del proceso (Calderón-Almendros, 2014). El dolor se convierte en un reflejo de la opresión social, mientras que la respuesta al mismo, “no llorar delante de ellos”, no ceder a la opresión y “luchar”, constituye el inicio de la resistencia. Luchar, para salir del “ataúd de los muertos”, “de otro mundo”, “lavarse la cara” y volver a “ser personas”.
  • Resiliencia y empoderamiento: más allá de la resistencia al dolor y la deshumanización
    “Yo les digo a mis amigos que no soy moro, que soy marroquí. Y les digo ¡ehhhh! ¡Que tengo un nombre ehhhh!” (Entrevista a Nordin).
    El estigma y la cosificación hemos visto que arrebataba la dignidad, generando opresión y dolor. Por esta razón, existe en los discursos recogidos de Rafael, Nordin y Francisco, una insistente tendencia a luchar por dicha dignidad y reclamar a la persona.
    “Si vosotros sabéis, que yo me imagino que vosotros sabéis que yo soy síndrome de Down, aparte soy como todos vosotros. Y quitando […] importancia. Aquí lo que destaco yo es que, por un lado, el síndrome de Down, lo dejo aparcado, lo dejo aparcado
    como si fuese un apodo. Pero yo soy otro, como todos vosotros. Eso es lo que siento yo.” (Entrevista a Rafael)
    Vemos cómo la manera que tiene la persona estereotipada para liberarse de ese encasillamiento es aprender a buscar mecanismos de resistencia para que los demás no lo encasillen más. El que es estereotipado desea salir de la “cárcel”, del “ataúd”, del “otro mundo”, para no sufrir y “sangrar” más y que los demás le reconozcan como persona.
    “El Down es un apodo. Y yo lo aparco. Y entonces, estoy yo” (Entrevista a Rafael).
    “Hay gente de fuera que dice: ‘uuh pues Asperones es chungo. Yo me he enterado que son conflictivos, que van robando’. Y yo les he dicho que tanto en Asperones como fuera hay gente buena y gente mala” (Entrevista a Francisco).
    Rafael, Francisco y Nordin “aparcan” el síndrome de Down, al gitano o al moro, y en un acto de resistencia a la opresión reclaman ser “uno más” en la sociedad y no quedar relegados a un subsistema de la misma. Desarrollan estrategias para revelarse contra una cultura equivocada que los hace sufrir. Pero para ello, además de utilizar el dolor como motor de la lucha, es necesario desaprender los patrones sociales adquiridos. Es necesario que la socialización sea cuestionada, que la persona aprenda algo que no es fácil: que la cultura dominante está confundida. De acuerdo con Cyrulnik (2002, 2009) y Manciaux (2010) entendemos que los procesos educativos han de producir una reflexión sobre la socialización inconsciente y ayudar a la persona a interpretarse más allá de las fronteras del estigma. Estos procesos educativos constituyen una forma de empoderamiento ante la deshumanización generada por la opresión. La manera de interpretarse, de relatarse en la vida se considera una parte fundamental en este proceso resiliente (Frank, 1991; Cyrulnik, 2002; Manciaux, 2010), puesto que permite al individuo y a su comunidad transformar(se) ante el estigma, contrarrestando el poder de exclusión que éste tiene. De acuerdo con Soler, Planas, Ciraso-Calí & Ribot-Horas (2014) apostamos por una idea de empoderamiento vinculada a un proceso de crecimiento, fortalecimiento y desarrollo de la confianza de los individuos y de las comunidades para impulsar cambios positivos en el contexto, ganar poder, capacidad de decisión y cambio (Úcar, Heras & Soler, 2014). Todo ello implica la autorrealización y emancipación de los individuos y comunidades, el reconocimiento de los grupos/ comunidades y la transformación social. Por ello, desde estas ideas de empoderamiento, de resistencia y reinterpretación de la cultura estigmatizadora, el papel de las familias, los educadores, o los entornos más cercanos de los protagonistas tiene un gran valor educativo, puesto que nos ayuda a entender, desde una perspectiva sistémica-ecológica, cómo la resiliencia en este punto se va tejiendo entre el individuo y su entorno. En efecto, los entornos más próximos de los tres protagonistas juegan un importante papel en la configuración de un proceso resiliente dando significado y tomando postura ante los estigmas. Así, podemos ver cómo en sus entornos más cercanos se realizan interpretaciones contra hegemónicas ante la opresión y crean frente común en la tarea de facilitar la transformación de situaciones de exclusión.
    “Asperones, es un barrio marginal de Málaga, lo construyeron con esa idea (…) para que no moleste al resto. Es una injusticia social, una vergüenza política.” (Entrevista a Beatriz, Educadora en la barriada de Asperones)
    “Pintamos con los vecinos, en los muros de la casa de uno de ellos que dan a la carretera un grafiti en grande que decía: ‘¿Cuándo nos vamos?’ Para que todo el mundo que pase lo vea desde la calle. Eso también es educación de calle.” (Entrevista a Juanma, Educador en el Barrio de Francisco).
    “Y un día, vino un amigo de una asociación contra la intolerancia y el racismo y pusimos carteles: ‘NO A LA INTOLERANCIA’.” (Entrevista a Nordin)
    “Yo pienso que el caso de Rafa es mucho más completo que solo resistencia. […] Por mucho análisis técnico que hagamos, […] al final es una familia que te trata con la normalidad desde que naces.” (Entrevista a José Chamizo, Defensor del Pueblo Andaluz).
    Al igual que veíamos al principio de este epígrafe, cuando Nordin alzaba la voz para denunciar que el estigma del “moro” le hace pasar “a otro mundo”, o Rafael reclamaba ser “como todos vosotros”, apelando a una nueva forma de interpretarse no opresiva, los educadores, las familias, los amigos de nuestros protagonistas vemos que también lo hacen. Como veremos en el último epígrafe de resultados, alzar la voz comunitariamente contra la opresión, más allá de una estrategia socioeducativa de acompañamiento y empoderamiento del individuo, es una forma de reinterpretar y afrontar colectivamente las injusticias.
  •  Apoyo socioeducativo y acompañamiento resiliente: en busca de un sueño.
    “Investigador: ¿Estás en primero de Bachillerato…? Nordin: Sí. Investigador: ¿Y después? Nordin: Después segundo de bachillerato y entrar en la universidad. Si yo me propongo algo, yo lo consigo. Yo quiero entrar en la Universidad” (Entrevista a Nordin).
    “Me decían: ‘No vas a llegar a ser nada’. Pero yo les decía: ‘No pero el día de mañana tendré puertas abiertas y seré alguien’. Yo quiero ser alguien en la vida” (Entrevista a Francisco).
    Lucha, esfuerzo, responsabilidad… todas estas ideas quedan reducidas a una sola: perseguir un sueño, “abrir puertas” que están cerradas por la exclusión y “ser alguien en la vida”. Pero como estamos viendo, los protagonistas de los tres casos no andan solos persiguiendo este sueño, están acompañados, haciendo más viable la lucha. Ya no está el individuo solo contra la opresión donde la lucha es muy desequilibrada. El proceso de liberación, es más factible cuando es un proyecto común de liberación sobre ellos mismos y los contextos que habitan. Un proyecto que es educativo para las personas y sus contextos. Un proyecto compartido por el que merece la pena luchar.
    “Mi padre quiere que estudiemos, (…) y él dice, varias veces lo dice, que lucha y ha luchado mucho y ha sufrido mucho y quiere conseguir por lo menos ver a uno de los hijos con carrera. Y yo creo que con mi hermano Nordin lo vamos a conseguir…” (Entrevista a Yushra, hermana mayor de Nordin).
    No se puede luchar solo contra el mundo. Las personas necesitan encontrar referentes en los que poder confiar, encontrar compasión (gente que encuentren un valor en padecer el dolor del otro) y hacer comunidad. La compasión, tal y como lo explica Buxarráis (2006) está muy lejos de significar la simple lástima. El reto de la verdadera compasión es hacerse uno con el otro, traspasar el estrecho horizonte del individualismo y reconocer que todo otro es otro-como-yo. Así, la compasión se convierte en compromiso o denuncia frente a la situación del otro en su dignidad ultrajada. Cuando esto ocurre, la opresión pierde poder y el sujeto y la comunidad en la que se sustentan emergen conjuntamente.
    “Vecina 2: Yo quiero mucho a todos estos maestros (se refiere a maestros y educadores sociales) Porque  han pasao mucho con este barrio, siempre estaban ellos ahí. Pero sobre to a Javier. Vecina 1: En lo bueno y en lo malo también han estao ellos. Vecina 2: Javier está pa tó. Es el más grande. Vecina 1: Ha pasao momentos buenos y momentos malos con nosotros y el barrio. Vecina 1: Y Javier más que ninguno. Porque vamos, se ha metío en todo lo que ha podío” (Grupo Focal Vecinas y familiares de Francisco).
    “El apoyo humano es el que te dice que los otros están aquí para estar contigo en lo que haga falta” (Entrevista a José Francisco, hermano de Rafael).
    El “apoyo humano” es el que ofrece a nuestros tres protagonistas el mayor sentido para continuar en la brecha, y con ello, rebasar los límites de la lógica individualista que embarga la sociedad. La colaboración es una de las mayores herramientas de que disponemos para atravesar fronteras y “abrir puertas”, puesto que cuestionan las perspectivas basadas en la eficiencia, la eficacia y la productividad. El acompañamiento colabora a “salir del ataúd” de la exclusión, a romper las fronteras con el “otro mundo”, a “abrir puertas” y entrar en una “nueva vida” que no se conforma con la desigualdad. Este proceso de acompañamiento, se convierte en un proceso educativo que rompe moldes, desafía las interpretaciones hegemónicas sobre la realidad y genera procesos resilientes de empoderamiento y libertad. En estos casos, no sólo es un acompañamiento incondicional con la persona, sino que al tiempo el acompañamiento constituye una subversión contra la marginación.
    “(…) desde la educación de calle se comienzan procesos o movimientos para invertir la marginación. Un ejemplo ha sido a través de acompañar a la gente cuando con los vecinos hicieron una manifestación cortando la calle para quejarnos por el trato recibido” (Entrevista a Juanma, Educador del barrio de Francisco).
    “Investigador: Oye ¿y vosotros creéis que la gente trata bien a Nordin? Amigo 1: No sé yo. Amigo 2: Sobre todo los… Amigo 3: Sobre todo los que no son de la clase. Amigo 2: No sé, no se portan muy bien con él, y no hablan mucho con él. Amigo 1: Muchas veces lo protegemos. Investigador: ¿Sí? Lo protegéis ¿de quién? Amigo 2: De algunos… Amigo 3: Algunos chavales que se quieren hacer…
    Amigo 2: Hay algunos racistas en el instituto” (Grupo Focal Amigos de Nordin).
    “Profesor: Posteriormente, me enteré de que habían habido problemas para que accediera al conservatorio, la verdad es que su familia ahí en ese aspecto luchó bastante, se pusieron hasta incluso en contacto con el Defensor del Pueblo… Felizmente salió todo bien, y Rafa entró en el conservatorio.” (Entrevista a Profesor de Rafael).
    “Investigador: Me gustaría saber por qué usted se pone del lado de Rafa, cuando los docentes y la Administración decían lo contrario. Defensor: Yo siempre me pongo al lado de la persona que, entre comillas, tiene el problema. Porque si no… ¿Para qué me voy a poner al lado de la Administración? Yo elijo a la persona […]. Y evidentemente, cuando te pones al lado de la persona, luchas” (José Chamizo, Defensor del Pueblo Andaluz, en una entrevista a raíz del caso de Rafael).
    Y en ese camino de liberación, no es suficiente con resistir, interpretar y crear. La situación requiere de una dosis de análisis sistemático, aprendizajes dialógicos y diseños de acciones inteligentes (incluidas todas las inteligencias), consistentes y duraderas. Son estas construcciones las que deben iluminar procesos educativos que permiten ir rompiendo, a modo de cuña, las barreras opresivas que se erigen tozudamente en nuestra sociedad. Sueños estratégicos, praxis, en términos de Freire (1992). Una cuña que crea fisuras en las barreras cuando las personas y los contextos no ceden ante el estigma y la opresión y cuando hace prevalecer sus sueños.
    “¿Y por qué no voy a poder yo tocar la trompeta?” (Entrevista a Rafael).
    “Y yo me preguntaba… ¿Por qué no voy a poder sacarme yo el graduado?” (Entrevista a Francisco).
    “Si yo me propongo algo, yo lo consigo” (Entrevista a Nordin).
    “Dentro de 10 años si pudiera pues por lo menos, con mi familia tranquilo, fuera de asperones, y estando bien y viviendo bien” (Entrevista a Francisco).
    Los sueños se convierten en el motor de la actividad. Como hacen explícito los tres protagonistas: “¿por qué yo no?” Los sueños, en la medida en que contribuyan a la construcción de una identidad que, en diálogo crítico con las condiciones de su experiencia y sus relaciones, amplíe su horizonte ideal y material, y sirva como reactivo para mejorar su contexto (Ruiz-Román, 2003). Únicamente los sueños no robados ofrecen el combustible necesario para llegar a un destino diferente. Un destino, un horizonte que ya no sólo será para ellos, sino que estarán ampliando horizontes en sus encorsetados entornos.
    “Por eso es tan importante el caso de Francisco, porque rompe con la marca a la que obliga el estigma de Asperones” (Entrevista a Juanma, Educador en Asperones).

Conclusiones

En este trabajo hemos podido ver cómo las dinámicas resilientes emergen tras sucesivas fases: la opresión generada por el estigma, la resistencia ante el mismo y el empoderamiento que viene de la mano del acompañamiento socioeducativo. En efecto, en las dinámicas resilientes que hemos analizado a partir de este estudio comparativo de casos existe una primera fase marcada por el estigma y la opresión, en el que el sistema social oprime a Rafael, Francisco y Nordin, y les arrebata parte de su humanidad. “No ser persona”, “estar en el ataúd”, “bloquearte”, ser arrojado a “otro mundo”, son formas de relación que denotan procesos de exclusión y opresión deshumanizadora. Ante esto, emerge una segunda etapa, que viene marcada por la resistencia (Castells, 1997) y el empoderamiento. Una resistencia que no es ajena al dolor y el sufrimiento, porque la opresión hace “sufrir, estar mal, llorar, sangrar,…” fruto de las relaciones de poder de unas personas sobre otras. Pero en esta dinámica resiliente, el dolor actúa a modo de revulsivo no sólo en los protagonistas, sino en sus familias, los educadores u otras personas que sienten el dolor del otro y no les deja inmóviles. La opresión y el sufrimiento que genera ésta, invita a “la lucha”. La lucha por el empoderamiento (Freire, 1985). Un empoderamiento, que cuestiona, reconceptualiza y reinterpreta los sistemas hegemónicos de significación de la sociedad y pone en marcha estrategias para tratar de equilibrar la balanza injusta de las condiciones de su experiencia. Gracias a esta etapa contestataria es posible la proyección y la transformación mediante la creación de sueños, “abrir puertas”, volver del “otro mundo” y entrar en una tercera fase. En todo, esta dinámica resiliente se da una colaboración recíproca entre los protagonistas de los casos y sus entornos. En efecto, en la base de la resiliencia siempre está la relación con el prójimo y el sentido, que pueden reforzarse mutuamente. Muchas veces el sentido se construye en un proyecto movilizador, que une los intereses de la persona y sus capacidades, en un proceso que estimula el crecimiento. Por ello, se precisa profundizar en esta línea de investigación. Es necesario seguir explorando la potencialidad que tiene el acompañamiento educativo como herramienta que simultáneamente promociona a la persona y genera transformación social.

El proyecto de investigación a partir del cuál ha emanado este artículo tiene como objetivo en los próximos años indagar en las potencialidades que puede tener la resiliencia más allá del desarrollo de cualidades personales, como un proceso transformador para las personas y las comunidades. La resiliencia, pasa entonces de ser una cualidad a ser una acción educativa comunitaria, puesto que, tejida por todos, en ella se construye la posibilidad de transformación social a través de la cuál el sujeto se convierte en persona, tiene la posibilidad de liberarse y es capaz de hacer realidad sus sueños. Y ahí es donde ha de situarse la educación, en los sueños transformadores. La educación se ubica entre nuestras realidades y nuestros sueños (Calderón-Almendros, 2014). Porque siempre todo es mejorable: la persona, la sociedad, el mundo. Es un fenómeno que favorece la libertad de las personas, que puede fomentar la justicia social, que iguala oportunidades. Por ello debe incorporar los sueños, porque sin ellos pierde buena parte de su naturaleza y niega la proyección que pretende construir. Los contextos educativos han de constituir nidos de sueños, en los que las personas sean capaces de construir su libertad en comunidad y proyectarse en ella.

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Fuente de artículo:

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