Por: Elisabeth De Puig
A pesar de lo que queremos aparentar, somos todavía un país de pobres, en parte por los bajos salarios que percibe la mayor parte los trabajadores y por la fuerte incidencia del trabajo informal.
En este año de pandemia e incertidumbre, el mes en que se celebra el Día Mundial contra el Trabajo Infantil es propicio para llamar la atención sobre el aumento de los riesgos en que incurre la niñez tanto a nivel global como local.
Hace cien años en la República Dominicana la mayor parte de la población vivía en las zonas rurales. Las escuelas eran escasas. Los niños acompañaban a sus padres desde temprano en las faenas agrícolas y las niñas eran asignadas a las tareas domésticas junto a sus madres.
A lo largo de un siglo el país ha tenido un crecimiento económico acelerado, pero de carácter contradictorio, al sustentarse en una significativa concentración de la riqueza y en la reproducción de la pobreza.
Esta sigue arropando una parte considerable de la sociedad dominicana que culturalmente no se ha alejado todavía de los viejos patrones de comportamiento, donde se ve como normal que los hijos sean ayudantes o proveedores, según los casos.
Hoy en día, el difícil contexto de crisis económica y reducción de empleos afecta de manera especial a las familias vulnerables, que han perdido sus ingresos sin tener para sus hijos e hijas ni siquiera asegurada la comida de la tanda extendida.
Antes de la pandemia se registraba una tasa de inasistencia escolar del 9.0%. En la actualidad la deserción escolar, fruto del cierre de las escuelas y de la estrategia de enseñanza virtual, se sitúa para los niños, niñas y adolescentes de 5 a 17 años, entre 13.2 y 17 %, según los resultados de un estudio simulado presentado en julio de 2020 por la Vicepresidencia de la República, Oxford Poverty and Human Development Initiative (OPHI) y el Sistema Único de Beneficiarios (SIUBEN).
Además, con dos años perdidos, muchos de los desertores estarán en sobre edad, con altas probabilidades de ser víctimas de trabajo infantil u otras formas de explotación y, por tanto, de no regresar a las aulas.
El hacinamiento, la mala alimentación, el desempleo, la violencia social propia de la marginalidad -que se ha multiplicado por la Covid-19- favorecen el trabajo infantil, como lo hacen el desempleo, la inestabilidad laboral de los adultos y el cierre de las escuelas que ha aumentado la desprotección de la niñez.
Es notorio el aumento de niños y niñas deambulando por las calles, trabajando en talleres, rondando en los alrededores de los mercados buscando trabajitos y comida, vendiendo favores a hombres maduros o sencillamente víctimas de explotación sexual.
No podemos olvidar que, a pesar de lo que queremos aparentar, somos todavía un país de pobres, en parte por los bajos salarios que percibe la mayor parte los trabajadores y por la fuerte incidencia del trabajo informal. Asalariados e informales no logran cubrir las necesidades básicas de sus familias.
La lucha contra el flagelo del trabajo infantil y el retroceso que conocemos en la actualidad es tarea ardua y multisectorial. Le compete en primera línea al gobierno central con sus políticas de redistribución del ingreso, a varios ministerios, a las empresas, a las ONGs y a la sociedad civil.
No no podemos ilusionar con palabras bonitas y promesas de logros. Es con un trabajo tesonero de articulación social que se podrá avanzar en el camino de la disminución del Trabajo Infantil e impedir el sacrificio de una generación.