Por: Elisabeth De Puig
El estado de derecho consignado en nuestra constitución debe asegurar el justo equilibrio entre la libertad y la solidaridad en la repartición de la riqueza, trátese de bienes económicos o intelectuales, culturales y científicos.
Es bueno reflexionar de vez en cuando sobre el porqué, a pesar de los esfuerzos para enmarcar la función pública dentro de parámetros estrictos y exigencias más rigurosas de formación, la noción de servicio público no ha calado a cabalidad en el imaginario colectivo de la gran mayoría de la población, incluyendo los mismos funcionarios de nuestro país.
Toda agrupación humana tiene sus propias formas de organización social que, de cierta manera, están integradas a su cultura; posee un sistema de valores reconocido por los miembros del grupo y forman tanto su contexto cultural como su concepto de nación.
Frente a estos valores positivos existen valores negativos que frenan el pleno desarrollo de las personas y de las comunidades y que son fruto de circunstancias históricas que las refuerzan.
Estos anti valores han invadido tantos los ámbitos sociales como los políticos y se han desarrollado como un caldo de cultivo en las instituciones públicas. Se han realizado varios esfuerzos a lo largo de nuestra vida democrática para contrarrestar esta situación. Estas iniciativas incluyen tanto la creación del Ministerio de Administración Pública (MAP), como el empeño declarado de cambio del Gobierno del Cambio.
Sabemos que el servicio público integra las actividades realizadas por las instituciones gubernamentales para responder a necesidades colectivas y sociales que deben ser atendidas y que el funcionario tiene obligación de dignidad, de imparcialidad, de integridad, de probidad, de continuidad y debe asegurar la igualdad en el servicio.
Sin embargo, esta noción está todavía viciada en varios de sus estamentos por toda una serie de prácticas que siguen enclavadas como el nepotismo, el desorden, la codicia, la ineptitud, la insolencia, la negligencia, la improvisación o el tráfico de influencia, para citar solo algunos de los males que acechan en grados diversos.
Crear las condiciones para inculcar confianza en el servicio público es una tarea que incumbe al gobierno. La educación es uno de los factores clave: ser un buen ciudadano se aprende desde chiquito.
Sin embargo, uno no se nutre solamente de enseñanza: si queremos forjar buenos ciudadanos que podrán ser buenos funcionarios públicos tenemos que ofrecerles un servicio público de calidad que garantice acceso a la salud, a la educación, a la justicia, etc… en condiciones de igualdad.
No sirve de mucho enseñarle a la gente sus derechos y sus deberes si estos se quedan como conceptos huecos y vacíos, y las instituciones estatales generan críticas de los usuarios.
A pesar de que existen excelentes servidores públicos, acervos de la nación, es por el déficit de un servicio público de calidad que las grandes mayorías siguen identificando en el funcionario público a un corrupto que “chupa la teta” del Estado para su beneficio propio y que, a la vez, “es un pendejo si no lo hace”.
Los mismos que critican la corrupción no se dan a menudo cuenta que son parte de ella o quisieran participar de ella .
No ha calado la noción de grandes servidores del Estado reconocidos por sus capacidades y sus aportes. Lo que prima es un concepto político que no reconoce como primordial la necesidad de la continuidad del servicio público y, tarde o temprano, de manera clara o encubierta, se tiende a barrer en las instituciones a los servidores de los anteriores gobiernos.
Para corroborar la afirmación anterior hay muchos ejemplos de dependencias del Estado que progresan con un gobierno o un determinado incumbente, y cuyos servicios decaen a su salida.
Todavía no ha quedado superada la visión del Estado paternalista y patrimonial a la vieja usanza, heredado de la forma de dominación de los terratenientes y donde la regla era la confusión de lo público y lo privado, como fue característico en el gobierno del doctor Balaguer.
Nuestra generación recuerda la Cruzada del Amor y las largas filas que se hacían frente a la casa del presidente Balaguer para cualquier distribución de cajas o juguetes, entregando como si fueran propios bienes adquiridos por el Estado, al tiempo que se proclamaba la frase célebre: la corrupción se detiene a la puerta de mi despacho.
Esta visión pasada y en vía de superación se mantiene, sin embargo, en muchas mentalidades. Cuando la gente, empujada por las necesidades, le pide de manera individual a los gobernantes: “deme una casa”, “regáleme útiles escolares”, o “necesito que me costeen una operación”, reproduce un determinado patrón de comportamiento. Queda claro que el estado moderno, que debería ser un estado de derechos y de justa redistribución, todavía no ha logrado su cometido.
Por eso es que la caridad, noción fundamentalmente religiosa en su origen, por bien intencionada que sea, no ataca la raíz del mal. Atrae la atención sobre quien la ejerce y trata de subsanar los efectos de dramas sociales y económicos, sin llegar a las causas que han provocado el acto de caridad.
Los actos de caridad son soluciones individuales a problemas colectivos que, al final de cuentas, ocultan las desigualdades y las injusticias.
El estado de derecho consignado en nuestra constitución debe asegurar el justo equilibrio entre la libertad y la solidaridad en la repartición de la riqueza, trátese de bienes económicos o intelectuales, culturales y científicos.
Soy de las que entiendo que la caridad favorece la injusticia y que se necesita más igualdad para que haya más derechos y justicia.
Fuente de la información: https://acento.com.do/opinion/funcion-publica-caridad-e-interes-general-8978340.html