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El placer de las mujeres es el epicentro del patriarcado. Un cuerpo que goza por sí mismo, que no se ofrece a las necesidades sexuales y reproductivas de los hombres, es un cuerpo rebelde.
Cuando empezamos a cultivar la tierra, los hombres la convirtieron en propiedad privada para poder explotarla y transmitirla en herencia a las nuevas generaciones. Después le tocó el turno a los animales: domesticaron a unas cuantas especies, empezaron a explotarlas, a hacer negocio con ellos y, sobre todo, con ellas. Las hembras que podían multiplicar las cabezas de ganado.
Después nos tocó a nosotras: las mujeres fuimos encerradas en el espacio doméstico, perdimos nuestro derecho a controlar nuestra sexualidad y nuestra reproducción. Fuimos obligadas a ser monógamas de por vida.
Los hombres patriarcales nos robaron el placer: nuestros cuerpos solo debían servir para hacer negocios entre ellos y para la explotación sexual, reproductiva, doméstica y laboral. Hasta el hombre más pobre de la Tierra tiene una criada personal que le cuida y le cubre sus necesidades sexuales.
A nosotras nos matan por tener sexo antes del matrimonio y por ser infieles dentro del matrimonio, incluso en los países en los que ya no es legal asesinar a tu esposa bajo ningún concepto.
Pero antes de matarnos, sufrimos otro tipo de castigos.
A las niñas, en la infancia y la adolescencia, nos ofrecen toneladas de romanticismo, pero no nos hablan de sexo. La primera vez que me hablaron de sexo en la escuela fue para advertirme de lo peligroso que era: podías quedarte embarazada y enfermar gravemente.
Nadie me explicó que el sexo, cuando estás llena de deseo y eres correspondida, es uno de los mayores placeres de la vida.
Nadie me explicó que el sexo, cuando no odias tu cuerpo y no estás en guerra contra él, es una de las pasiones más grandiosas y divertidas del mundo.
A mí no me hablaron de las delicias del sexo, pero al menos no me machacaron psicológicamente como a mis abuelas, que estuvieron sometidas al sadismo de la religión católica que las amenazaba con quedarse ciegas o sordas por masturbarse, que les hablaba de su cuerpo como un antro de pecado, que les metían miedo con la posibilidad de ir al infierno por tocarse y por tocar a otras mujeres y hombres.
Nuestras madres también sufrieron esta pesadilla, pero tuvieron la suerte de poder vivir la revolución sexual de los 70 del siglo XX. No solo se desligó el sexo de la reproducción con la comercialización de los preservativos y las píldoras, sino que también pudimos liberarnos de la culpa y del pecado.
De esta revolución sexual pudieron beneficiarse unas pocas mujeres en el mundo: mujeres de países desarrollados que vivían en las ciudades, mayoritariamente. La gran mayoría de las mujeres del mundo viven aún bajo el yugo de obispos, curas y pastores misóginos que las bombardean con los mismos mensajes que a nuestras abuelas. Para muchas niñas y adolescentes, su primera experiencia sexual sigue siendo una violación, generalmente perpetradas por sus padres, padrastros, abuelos, hermanos, tíos y primos. No solo las violan con diez años de vida: las obligan a casarse con sus violadores y las obligan a parir. Si no mueren en el parto, las torturan a sufrir una maternidad no deseada para toda su vida.
Millones de mujeres jóvenes en el mundo siguen sin recibir educación sexual y emocional en las escuelas, y no tienen acceso a anticonceptivos. Siguen muriendo todos los días mujeres por abortos clandestinos. Sus cuerpos no son suyos: lo único que pueden hacer con ellos es cedérselo a hombres para que hagan negocios entre ellos. El cuerpo de las mujeres pobres es una mercancía que los hombres utilizan para ganar dinero. Traficar con los cuerpos de mujeres pobres y con sus bebés es uno de los negocios más lucrativos del mundo.
Por eso, un cuerpo de mujer que no está al servicio del placer del hombre, es un lugar de resistencia a la violencia del patriarcado y el capitalismo. El cuerpo que no se vende, el cuerpo que no se puede usar y tirar, el cuerpo que no se ofrece a la mirada y al deseo del hombre, es un cuerpo subversivo.
Y por eso el placer de las mujeres es el epicentro del patriarcado. Un cuerpo que goza por sí mismo, que no se ofrece a las necesidades sexuales y reproductivas de los hombres, es un cuerpo rebelde, y pone en peligro todo el sistema de dominación masculina.
¿Cuántas mujeres en el mundo podemos gozar de nuestro erotismo y sexualidad sin miedo?, ¿cuántas podemos elegir nuestra maternidad?, ¿cuántas podemos elegir a nuestras compañeras y compañeros sexuales? Somos muy pocas.
Nuestros cuerpos no son para nosotras: son para el marido, para el putero, para el proxeneta, para el adicto al porno, para los dueños de las clínicas reproductivas o de identidad de género, para los dueños de las clínicas de belleza, pero no son para nosotras.
Nos disciplinan para que nos torturemos a nosotras mismas pasando hambre con dietas extremas, entrando en los quirófanos para quitarnos trozos de carne y de piel, entrenando durante horas el cuerpo para que luzca firme, musculoso y bello.
Nos amenazan con la idea de que, si nuestros cuerpos no gustan a los machos, no vamos a conseguir marido, ni trabajo, ni familia feliz y, por tanto, vamos a quedarnos excluidas, en los márgenes del sistema y solas.
Nos crían para que nuestro objetivo en la vida sea despertar el deseo y subir la libido de los machos, y nos dan a elegir: podemos ofrecernos a un solo macho para formar pareja o a varios. Lo importante es que gustemos, que nos arreglemos, que invirtamos toneladas de dinero, de energía y de tiempo en estar bellas, y que nos ocupemos y nos preocupemos del placer masculino.
¿Y qué pasa cuando reivindicamos nuestro derecho al placer? Que somos unas degeneradas, y unas putas. Es el insulto preferido para castigar a las mujeres libres: nos rebajan a la categoría de mujer mala, mujer de usar y tirar, mujer que no merece respeto, para castigarnos a todas.
Es un mecanismo muy eficaz para que las mujeres nos olvidemos de nuestro placer, renunciemos a nuestros orgasmos, nos reprimamos a nosotras mismas, y nos entreguemos de por vida a satisfacer las necesidades sexuales de los hombres.
Hace poco un estudio de LELO, marca sueca de juguetes eróticos, declaraba que el 46% de las mujeres consultadas llegaba al orgasmo en la pareja heterosexual. Las que no logran alcanzarlo cuando están en pareja, el 29%, dijeron que no se relajaba lo suficiente como para poder disfrutar del sexo; un tanto por ciento de las mujeres no llegaba por culpa de la falta de estimulación clitoriana, y un 40% de las mujeres confesaron fingir sus orgasmos para no herir al macho.
¿Por qué las mujeres heterosexuales nos preocupamos más por el ego frágil de nuestros compañeros que por nuestro propio placer?, ¿por qué renunciamos a corrernos a gusto y le damos más importancia a los orgasmos masculinos que a los nuestros?
A los hombres les cuesta disfrutar del sexo y del amor porque no saben cómo hablar del tema. Están acostumbrados a hablar de sexo con otros hombres, generalmente para alardear de sus conquistas, no para intercambiar conocimientos en las artes del amor.
Con sus parejas femeninas les cuesta aún más porque no están acostumbrados a escuchar a una mujer hablar de su placer, de su deseo, de sus fantasías, de sus oleadas, de sus orgasmos múltiples.
Nosotras hablamos mucho de sexo con nuestras amigas. Con los hombres no podemos hablar porque la mayoría de ellos se asustan y sus penes se hacen pequeños cuando se ven frente a una mujer libre. Así que tenemos que tener cuidado porque si creen que somos mujeres para follar, no se van a enamorar de nosotras: la mayoría de los hombres siguen creyendo que hay mujeres buenas y malas, y que las malas son de usar y tirar.
La masculinidad patriarcal es muy frágil y a los hombres les cuesta disfrutar del sexo porque creen que su obligación como macho es eyacular para demostrar su hombría. Les falta humildad, curiosidad y generosidad: no preguntan a las mujeres qué es lo que les gusta en el sexo por miedo a no dar la talla, y aunque se avergüenzan de su ignorancia, les cuesta preguntar y prefieren aparentar que son machos potentes que saben complacer perfectamente a sus parejas.
Nosotras hacemos como que nos complacen para que no se sientan mal.
Pero lo cierto es que estas mentiras piadosas solo sirven para que los machos mantengan su ego y no aprendan jamás a dar placer a una mujer.
¿Qué ocurre cuando nos atrevemos a decirle a nuestra pareja lo que nos gusta y lo que no, cuáles son nuestras fantasías y dónde están nuestros límites? Que los hombres se sienten incómodos porque tienen miedo a la mujer libre que conoce y ama su cuerpo.
Cuando nosotras reivindicamos que somos algo más que agujeros, estamos pidiendo un trato humano, y eso a muchos hombres les parece humillante.
Nuestros orgasmos no son nuestros porque su fin es hacerle creer al macho que es potente y grandioso. El macho generalmente disfruta solo cuando la mujer se somete, se pone de rodillas, y se olvida de sí misma. El macho no disfruta con el sexo, disfruta con el poder que siente teniendo frente a sí a una mujer sometida y humillada.
Los hombres con mucho apetito sexual son hombres.
Las mujeres con mucho apetito sexual somos ninfómanas.
No solo nos etiquetan como enfermas, también como locas, histéricas, brujas, zorras, putas, degeneradas. Por eso desde que somos pequeñas aprendemos a reprimirnos y a silenciarnos, y a poner el cuerpo al servicio de los demás.
No solo nos reprimen los hombres: la voz del Señor patriarcal que habita en nuestro interior también nos regaña cuando estamos demasiado calientes, cuando estamos demasiado ardientes, cuando nos corremos como posesas, y cuando nos ponemos reivindicativas.
Los abusos sexuales y las violaciones que sufrimos en nuestra infancia sirven para que las mujeres entendamos que nuestros cuerpos no son nuestros, que en ellos manda el médico, el cura, el profesor, el padre, el abuelo, el vecino y el marido, y que son ellos los que nos quitan la inocencia y la virginidad.
Otra forma de disciplinamiento y tortura que sufrimos las mujeres es la violencia obstétrica: el embarazo y el parto son experiencias sexuales que siguen estando controladas por los hombres. Ginecólogos, enfermeros y personal sanitario ejercen esta violencia contra nuestros cuerpos para que tengamos claro que quienes mandan son ellos. Cuando nos quitan a los bebés recién nacidos lo hacen para que tengamos claro quién manda sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas, y para que los bebés sufran desde el primer minuto el poder del Estado y del Patriarcado.
El objetivo final es que vivamos en guerra con nuestros cuerpos y renunciemos a nuestro derecho al placer, para dedicarnos a complacer a los machos. Por eso nos torturan y nos machacan: no hay nada más amenazante para el Patriarcado que las mujeres que gozan.
Fuente: https://www.eldiario.es/pikara/patriarcado-roba-placer-orgasmos_132_8434191.html