Colombia: Posesión popular y exigencia de vida digna hacia el nuevo gobierno

Por: Hernán Ouviña

 

A horas de la asunción oficial del gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez tras el triunfo logrado el pasado 19 de junio, organizaciones sociales, movimientos campesinos, comunidades afros y pueblos indígenas realizaron durante la mañana de este sábado 6 de agosto una Posesión Popular y Espiritual en el Parque Tercer Milenio, ubicado en el centro de la capital del país. “Nos hemos juntado en este escenario tan importante con el objetivo de abonar el terreno de construcción y constitución del Poder Popular, que permita el ejercicio práctico de una soberanía política, económica y cultural al alcance de todas y todos”, expresaron desde la organización conjunta del evento.

Con la presencia del presidente y vicepresidenta electos, en el acto se les entregó un Mandato de ocho puntos que incluye la exigencia de la garantía de condiciones de vida digna, la paz total y un cambio radical en la política contra las drogas en Colombia, con la firme convicción de que “el único camino posible para las verdaderas transformaciones en el país se dará con el trabajo articulado y respetuoso entre los poderes gubernamentales, las formas de gobierno propios, desde la autonomía y autodeterminación de los pueblos y comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas que hemos construido para lograr las condiciones del vivir sabroso en nuestros territorios”.

“Estamos exigiendo lo que sabemos es un compromiso claro de Gustavo Petro y Francia Márquez en su programa de gobierno: la defensa de la vida, el cumplimiento integral de los Acuerdos de Paz, la protección de las culturas, el ordenamiento del territorio en torno al agua y sacar de la Constitución Nacional el negocio”, afirmó Oscar Salazar, líder del Proceso de Unidad Popular del Suroccidente Colombiano, en la conferencia de prensa previa.

Johana Pinzón, vocera del Congreso de los Pueblos, agregó que es preciso que el nuevo gobierno asuma los problemas estructurales del país, tales como el derecho a la vida, a la labor social y comunitaria que realizan las organizaciones sociales, la defensa de los territorios y los bienes naturales, así como el cumplimiento de los acuerdos planteados por los movimientos populares, advirtiendo que seguirán “en ese ejercicio de movilización social dependiendo de cómo sean las condiciones para las comunidades en los territorios”.

Javier Peña, del Proceso de Comunidades Negras, resaltó la importancia de retomar el diálogo de paz con los grupos armados ponderando los derechos humanos: “no queremos ni un líder o lideresa más que pierda la vida por seguir reclamando derechos. Queremos que haya un cambio para que no aumenten los cultivos de uso ilícito, porque eso está causando que cada día asesinen más líderes y lideresas en nuestros territorios, ya que somos los grupos étnicos y campesinos los que estamos siempre expuestos al peligro”.

La Posesión Popular y Espiritual, a la que asistieron procesos organizativos y comunidades de diversas regiones de Colombia, se inició con una ceremonia de armonización coordinada por diferentes mayores/as y autoridades. María Jesús, del pueblo de los Pastos, explicó: “unimos energías y fortaleza, pero ante todo unimos palabra y ese gran tejido que dejamos de los pueblos originarios dentro del mandala como un mandato”. María Eugenia Solís, de Tumaco, santera afrocolombiana y perteneciente a la religión yoruba, coincidió en que “el pueblo fue el que se cansó y puso al presidente y vicepresidenta, y es quien debe ser reconocido. Nuestros ancestros están dando la batalla también desde lo espiritual. Nosotros tenemos unas fuerzas que nos acompañan, y esa fuerza es la misma que levantó al pueblo”. Consultada por el vivir sabroso, una consigna instalada con fuerza por Francia durante la campaña, María Eugenia nos compartió que “es estar tranquilos en los territorios nuestros que han sido azotados por la violencia, poder sembrar y que el glifosato no nos dañe, poder cultivar y alimentarnos de aquello que sembramos. Es jugar bajo la lluvia, disfrutar las noches de luna, correr por las quebradas, subir por los ríos, andar por las trochas y los caminos vecinales por los que hemos crecido”.

La flamante vicepresidenta Francia Márquez recibió el Mandato en medio de canticos de algarabía por parte las guardias indígenas, campesinas y cimarronas, que blandieron sus bastones de mando al compás del himno de la Guardia Indígena. También estuvieron presentes algunos integrantes de las Primeras Líneas, que al grito de “¡Libertad, libertad, a los presos por luchar!” reclamaron la liberación inmediata de los cientos de presos y presas que continúan tras las rejas. Sotu, identificado con la Primera Línea del Portal de la Resistencia en Bogotá, denunció la persistencia de la persecución contra quienes “salieron a luchar y a proteger a la población o por defender sus territorios. Nuestra posición del día de hoy es exigir su excarcelación y dejar en claro que vamos a seguir luchando hasta que todos los presos estén libres. No somos parte del gobierno sino del pueblo. La acción directa tiene que continuar, eso no nació con la Primera Línea, que no es un movimiento sino una expresión de lucha y resistencia. Vamos a continuar accionando porque el cambio real no se hace desde la displicencia ni sometiéndonos al Estado”.

Luego de escuchar con atención la lectura del Mandato por parte de Andrea Echeverri, cantante de la banda Aterciopelados, Francia Márquez recibió el documento y saludó “a todos los movimientos sociales en su diversidad”, así como a “todos los mayores y mayoras presentes, afrocolombianos, indígenas, palenqueras, raizales y rom” por poner la espiritualidad en el centro del ejercicio de gobierno. “Quiero saludar la memoria de tantos hombres y mujeres, lideres y lideresas, jóvenes y mujeres, en sus diversidades, que sembraron la semilla”. Este camino, reconoció, “no empezó en una campaña electoral, sino en la resistencia de los pueblos, resistencia que se ha mantenido por más de 500 años, que a muchos les ha costado la vida, el exilio, el silenciamiento de su voz, y que a muchas mujeres nos ha costado casi todo. La esperanza no es Gustavo Petro ni Francia Márquez: está y sigue estando en el pueblo colombiano”.

Francia aclaró también que, en tanto vicepresidenta, no cuenta propiamente con un mandato de gobierno constitucional, por lo que las tareas que pueda concretar van a depender de la iniciativa o delegación de funciones que realice el presidente Gustavo Petro. No obstante, reiteró que se debe “a los pueblos y a la lucha que hemos hecho como movimientos sociales”. Llegar a la presidencia y vicepresidencia no es el fin, ese solo es un medio para seguir apostándole a las transformaciones que requiere el país”. “No va a ser fácil el gobierno si no está acompañado de los movimientos sociales, del pueblo, de las mujeres, de las juventudes, de la comunidad diversa LGTBIQ+, de los raizales afrocolombianos, palenqueros, de los rom, de los pueblos indígenas, del campesinado que ha sufrido el despojo de la tierra. Una Reforma Agraria, que bien saben ustedes ha sido la razón por la cual han asesinado a miles de colombianos y colombianas, no se va a lograr si no estamos cogidos de la mano”. “Aquí tenemos la élite más peligrosa de la región. Una élite que se ha encargado de mantenernos en la violencia y la exclusión”. “Vamos de la resistencia al poder hasta que la dignidad se haga costumbre”, concluyó Francia ante la multitud que la escuchó atentamente en el Parque Tercer Milenio.

 

Fuente de la información e imagen: https://desinformemonos.org
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Pedagogía de las Primeras Líneas

Por: Hernán Ouviña

Hace dos años, un 18 de octubre de 2019, miles de estudiantes secundarios/as de toda la capital chilena realizaron una jornada masiva de evasión en el Metro de Santiago («evadir, no pagar, otra forma de luchar» fue la consigna de autoconvocatoria en los principales puntos neurálgicos de la línea subterránea), ante un nuevo intento de despojo expresado en el alza de pasajes impuesto por el gobierno derechista de Sebastián Piñera. Lo que comenzó como un repudio y boicot activo contra el aumento de 30 pesos en el costo de este medio de transporte público, desencadenó de manera más profunda y transversal un desacato contra treinta años de neoliberalismo recargado, que hizo crujir el modelo chileno, ayer denominado por gobiernos de la Concertación como el «jaguar latinoamericano» y hasta días antes de la revuelta caracterizado por Piñera como el «oasis» de la región.

Las protestas masivas que se sucedieron resquebrajaron las bases de un sistema que logró continuidad durante los 30 años de “democracia” tutelada, sustentado en una férrea alianza estatal-mercantil al servicio de las clases dominantes locales y el empresariado transnacional, más allá de los vaivenes gubernamentales. Este hastío e irrupción plebeya, si bien tuvo contornos espontáneos indudables, hunde sus raíces en un largo e invisible proceso de erosión de la hegemonía neoliberal, e incluso de cuestionamiento de las lógicas coloniales, heteropatriarcales y capitalistas, protagonizado por una multiplicidad de pueblos, comunidades, organizaciones y movimientos populares, que van desde la resistencia ancestral mapuche a los ciclos de lucha estudiantil de 2001, 2006 y 2011, pasando por las movilizaciones multitudinarias en torno al NO+AFP (fondos de pensión privatizados) y las protestas feministas de 2018 y 2019.

La revuelta en territorio chileno implicó un punto de quiebre a escala continental, ya que, si bien no fue la primera, sí puso en evidencia una común vocación de acuerpamiento colectivo y de beligerancia callejera de enorme radicalidad, que irradió su potencialidad hacia diversas latitudes de América Latina e incluso del sur global, configurando un haz de insubordinación y cuestionamiento del orden dominante de carácter transfronterizo. Tengamos en cuenta que menos de una semana después de culminada la insurrección popular en Quito, donde hicieron aparición las primeras líneas, Santiago de Chile fue sacudida por esta protesta inusitada, cuyos repertorios de acción, desacato y formas de confrontación reenviaban a las vividas en el territorio ecuatoriano. Luego le sucederían las jornadas convulsionadas en Colombia, con una similar huelga política caracterizada por el desborde en las calles. Y, en simultáneo a estos procesos, Haití se veía conmocionada por numerosas movilizaciones callejeras con un idéntico espíritu insumiso y de hartazgo generalizado. En todos estos casos, lo que irrumpieron no fueron tanto movimientos populares como pueblos en movimiento, donde el liderazgo colectivo resultó ser la regla.

Si contemplamos todo este crisol de rebeliones desde un prisma que tome distancia del mero coyunturalismo y pondere la correlación de fuerzas a nivel continental, no hay duda alguna de que la reactivación del ciclo de impugnación al neoliberalismo estuvo motivada por un nuevo ímpetu antagonista, que desde el hartazgo popular logró trastocar un cierto «conformismo» (o sentido de inevitabilidad, propio del realismo capitalista) a nivel regional e involucrar -como rasgo de suma originalidad- un relevo múltiple.

En primer lugar, el más evidente es el generacional, ya que las juventudes fueron las principales impulsoras de estos levantamientos (adolescentes de Liceos y secundaristas en el caso de Chile; juventudes indígenas, precarizadas y urbano-populares en Ecuador; estudiantes universitarios, jóvenes indígenas y de barriadas humildes en Colombia).

Pero también es importante destacar el relevo de género, ya que las mujeres (y disidencias) se destacaron en las primeas líneas, las tareas de autocuidado y reproducción en espacios públicos, refugios y barricadas, así como el sostenimiento de las tramas comunitarias, las ollas comunes y el acuerpamiento colectivo en las calles, algo que se sostuvo más allá de las alzas y reflujos de la lucha confrontacional, en barrios y comunidades donde cumplieron un papel clave en el contexto pandémico.

Por último, el relevo es étnico, en la medida en que las revueltas han asumido un carácter anticolonial y antirracista, de reivindicación de las identidades indígenas, afros, palenqueras y cimarronas, en suma, plurinacionales, exigiendo en numerosas ocasiones un reordenamiento territorial que, de concretarse, dislocaría las fronteras arbitrarias y la juridicidad capitalista impuestas por los Estados liberales colonial-republicanos.

De conjunto, este relevo múltiple se destaca por la emergencia de novedosos liderazgos, menos burocratizados, refractarios a toda política elitista y con altos niveles de combatividad y osadía, que van desde el expresado por las bases de la CONAIE, las comunidades indígenas en Wallmapu y en el Cauca colombiano, al desplegado por el movimiento feminista y LGBT o por el activismo estudiantil y artístico-cultural, teniendo a la recreación del internacionalismo como un rasgo distintivo y a la asamblea como forma transversal de autoorganización y sostén de los procesos de lucha, a partir de un vínculo más estrecho y orgánico entre medios y fines, que apuesta a la prefiguración «aquí y ahora» de los gérmenes de la sociedad futura.

Octubre fungió así de parteaguas a escala continental, inaugurando un período de envalentonamiento de los pueblos y clases subalternas frente al orden dominante. El hartazgo y la ruptura de la relación mando-obediencia se cobró revancha derribando monumentos, evadiendo molinetes, cuestionando fronteras, confrontando con la policía, disolviendo prejuicios y anudando reclamos, estampando consignas insumisas en muros e incendiando edificios emblemáticos. En paralelo, se gestaron instancias de autogobierno territorial, parlamentos populares, ámbitos de democracia comunitaria, asambleas territoriales, mandatos de base y primeras líneas que hicieron de la audacia y el autocuidado colectivo estandartes de lucha.

Las rebeliones populares, luchas de barricadas y huelgas políticas de masas que en los últimos dos años han despuntado en estos países, fungen de enormes escuelas a cielo abierto de las que aprender y nutrirse. Hay en ellas latiendo una pedagogía de las primeras líneas, que brinda hondas enseñanzas para los pueblos de Abya Yala, en la medida en que en estos levantamientos e insurrecciones se reescribe la historia a contrapelo, a partir de unos trazos iniciales y fulgurantes -las primeras letras de aquello novedoso que aún está naciendo-, en los que la palabra ardiente es atizada, contagiando esperanza al calor de la recuperación de lo público-comunitario, el apoyo mutuo y la demostración de que “el cambio es difícil pero posible”.

El confinamiento y la dislocación de la vida cotidiana que impuso la pandemia no desactivó del todo a estos nuevos imaginarios disruptivos que aspiran a revolucionarlo todo. Pero la crisis orgánica que hoy sacude hasta los cimientos a buena parte de Nuestra América y a otros puntos del planeta, jamás debe leerse como garantía de triunfo, aunque tampoco amerita ser interpretada en una clave igualmente derrotista. Más bien cabe pensarla en tanto escuela de conocimiento e instante anómalo en la vida social, que puede deparar diferentes y hasta contrapuestos escenarios posibles.

Por ello es fundamental escamotear el fatalismo inmovilizante y hacer de la indignación un motor colectivo, que contribuya a reanudar la lucha en un doble sentido: por un lado, para relanzar un nuevo ciclo de protestas basado en el antagonismo, las manifestaciones creativas y la presencia organizada en las calles, sin perder radicalidad ni osadía; por el otro, para volver a anudar e hilar articulaciones, construyendo nodos de interseccionalidad que hermanen y potencien desde abajo a estas apuestas emancipatorias tan obstinadas. Son tiempos de ejercitar esa pedagogía de la esperanza que tanto ansió el querido Paulo Freire.

Fuete de la información: https://desinformemonos.org/pedagogia-de-las-primeras-lineas/

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Estados alterados

Por: Hernán Ouviña

El avance de las derechas latinoamericanas en torno a 2015 pareció cerrar un largo de ciclo de impugnación al neoliberalismo. Pero el rechazo frontal al modelo hoy se ha reanudado con fuerza y enorme radicalidad.

El texto que sigue es un fragmento adaptado de Estados alterados. Reconfiguraciones estatales, luchas políticas y crisis orgánica en tiempos de pandemia (Muchos mundos ediciones – CLACSO, 2021).

Pero antes de que la sociedad nueva se organice,

la quiebra de la sociedad actual precipitará a la humanidad 

en una era oscura y caótica.

José Carlos Mariátegui

¿Fin de ciclo o reimpulso? ¡Sí, por favor!

Partimos de una hipótesis: la existencia de un largo «Ciclo de Impugnación al Neoliberalismo en América Latina» (de ahora en más, CINAL). En este ciclo, si bien incluimos como referencias ineludibles y de enorme gravitación la victoria electoral, el ascenso y la consolidación de los gobiernos denominados progresistas en la región (inaugurados con el triunfo de Hugo Chávez en la urnas en 1998), también advertimos que dicha fase de disputa y confrontación se inició antes de este proceso, teniendo como punto de partida y grado cero a las rebeliones y luchas populares de carácter antineoliberal que los antecedieron y que incluso en muchos casos dotaron de sentido a estos gobiernos y permitieron que pudiesen sostenerse en el tiempo (Ouviña y Thwaites Rey, 2018).

Del Caracazo en 1989 a los estallidos y procesos destituyentes en Ecuador iniciados con el levantamiento del Inti Raymi en 1990, de la guerra del agua y del gas de 2000 y 2003 en Bolivia a la insurrección popular de 2001 en Argentina –por mencionar solo los casos más emblemáticos–, en la mayoría de estos países se combinaron crisis políticas y socioeconómicas inéditas junto con una abrupta activación de masas. Ese proceso se desplegó a través de variados y originales repertorios de protesta, donde los altos grados de espontaneidad dieron lugar, con el correr de los años, a novedosas estructuras organizativas y tramas de sociabilidad alternativa.

Luego de una ardua y subterránea resistencia desde abajo, en gran parte de la región accedieron al gobierno fuerzas de centroizquierda, coaliciones progresistas y líderes ajenos a las estructuras políticas tradicionales que hicieron de la retórica antineoliberal un pivote fundamental de sus proyectos de transformación.

En lugar de delimitar dos momentos antagónicos cerrados y acotados en el tiempo (neoliberal y posneoliberal), consideramos que resulta más pertinente plantear la cuestión en términos de la disputa hegemónica que se desarrolló en esos años de norte a sur del continente y que aún continúa abierta. Así, nuestro enfoque parte de una perspectiva gramsciana e incorpora en la confrontación política, económica y sociocultural (que todavía está en curso) no solo a los procesos de lucha que tuvieron impacto en el poder gubernamental, sino a todas las experiencias políticas de la región que se enmarcaron en disputas antineoliberales, anticoloniales, anticapitalistas y antipatriarcales, aunque no hayan lograron arrojar un saldo electoral positivo (Thwaites Rey y Ouviña, 2019).

Asimismo, asumimos una definición amplia y de mayor complejidad del neoliberalismo, no acotándolo meramente a un conjunto de políticas económicas ni tampoco a un menor grado de intervencionismo estatal vis a vis el mercado. Estas interpretaciones, creemos, oscurecen más de lo que clarifican. Optamos por retomar la tesis formulada por Christian Laval y Pierre Dardot (2013), para quienes el neoliberalismo es la razón global del capitalismo contemporáneo, por lo que requiere ser asumido como «construcción histórica y norma general de la vida», mediante su poder de integración de todas las dimensiones de la existencia humana. No es, por tanto, mero destructor de reglas ni puro mercantilismo, sino también productor de un cierto «conformismo», de determinadas maneras de vivir, subjetivar y reproducir un sentido de orden.

Hecha esta aclaración, es importante insistir en que el CINAL antecede a aquellos triunfos electorales, acompaña con sus temporalidades, agendas propias y hasta hondos desencuentros al contradictorio derrotero de estos gobiernos, e incluso perdura más allá de sus caídas o declives, producidos ya sea a través de las derrotas que sufren en las urnas o a raíz de procesos de desestabilización asentados en prácticas neogolpistas.

La reacción derechista que sobreviene a partir de 2015, con el triunfo electoral de Mauricio Macri en Argentina, el golpe de Estado parlamentario-mediático-judicial contra Dilma Roussef, que pavimentó el encarcelamiento de Lula y la victoria del neofascista Jair Bolsonaro en Brasil, el viraje neoliberal de Lenín Moreno en Ecuador, la derrota electoral del Frente Amplio en Uruguay y la contraofensiva imperialista en Venezuela, parecieron augurar una reversión completa del CINAL.

De todas maneras, aún cuando podamos aseverar que vivimos actualmente un eclipsamiento del progresismo como fenómeno de alcance y gravitación continental (y, por lo tanto no resulta descabellado postular el cierre de lo que –durante casi dos décadas– fungió de una fase con relativa hegemonía de gobiernos de este tenor a escala regional que convivió, por cierto, con expresiones de la más cruda persistencia y agudización del neoliberalismo, en particular en la geografía del Pacífico), sin embargo, ello no equivale a un fin de ciclo del CINAL conceptualizado en toda su integralidad, sino más bien a su reactivación sobre nuevas bases, tal como intentaremos demostrar aquí.

Al respecto, quizás sea pertinente apelar a la conocida broma en la cual el ácido humorista Groucho Marx retruca al clásico interrogante: «¿Té o café?», expresando «¡Sí, por favor!». La respuesta que subyace a este chiste quizás permita sortear el entuerto al que nos somete el debate constante al interior de las izquierdas en torno a los avatares y polémicas de si existe o no un cierre de este largo ciclo.

Entendemos que el rechazo frontal al neoliberalismo como expresión contemporánea de la contraofensiva capitalista e imperial asentado en el antagonismo, la confrontación abierta y la acción directa en las calles, se ha reanudado con fuerza y enorme radicalidad en 2019, y hoy también parece recobrar ímpetu en diversos territorios de América Latina (a tal punto que las movilizaciones masivas y los repertorios de protesta se han replicado poco tiempo atrás en Perú, y desde hace meses también se viven destellos de una insubordinación callejera similar en el corazón mismo de los Estados Unidos), en plena sintonía con las multitudinarias revueltas, los levantamientos populares y las huelgas de masas que despuntaron en la segunda mitad de 2019, sobre todo durante los ajetreados meses de octubre y noviembre.

2019 y sus momentos constitutivos

Para el análisis y la caracterización del contexto que se abre tanto durante 2019 como en 2020 recuperamos un concepto propuesto por René Zavaleta: el de momento constitutivo. De acuerdo a su lectura, el mismo remite a un episodio epocal –entendido, por cierto, de manera procesual– en donde el conjunto de la población vive, como «efecto de la concentración del tiempo histórico», «una instancia de vaciamiento o disponibilidad universal y otra de interpelación o penetración hegemónica» (Zavaleta 1990b, p. 183).

Con un claro lenguaje gramsciano, Zavaleta intenta dotar de centralidad a aquellos momentos o coyunturas históricas en las que se produce «la transformación ideológico-moral o sea la imposición del nuevo sentido histórico de la temporalidad», esto es, «una suerte de vacancia o gratuidad ideológica y la consiguiente anuencia a un relevo de las creencias y las lealtades» (Zavaleta 1990a, p. 132).

Si bien no lo explicita, resulta evidente que está aludiendo a situaciones que, al decir de Gramsci, se identifican con las crisis orgánicas en el seno de un bloque histórico: aquellos contextos críticos de una sociedad donde la hegemonía, hasta ese entonces arraigada en las masas, se resquebraja y deja de oficiar como concepción predominante del mundo, desestabilizándose también las diferentes formas de autoridad predominantes, en particular la referida al orden público-estatal. Los momentos constitutivos remiten por lo tanto a crisis generales, en las que se plasman o bien se refundan las características y rasgos más destacados de una determinada sociedad por un tiempo relativamente prolongado, es decir, la configuración o genealogía profunda de un bloque histórico, en su específica articulación entre Estado y sociedad (Ouviña, 2016).

La rebelión iniciada los primeros días de octubre de 2019 en Ecuador, así como las que acontecieron semanas más tarde en otras realidades, pueden ser leídas en clave de momentos constitutivos en la medida en que el levantamiento en el país andino irradió su potencialidad hacia diversas latitudes de América Latina e incluso del sur global, configurando un haz de insubordinación y cuestionamiento radical del orden dominante a escala regional. Tengamos en cuenta que menos de una semana después de culminada la insurrección popular en Quito, Santiago de Chile fue sacudida por una protesta inusitada, cuyos repertorios de acción, desacato y formas de beligerancia reenviaban a las vividas en el territorio ecuatoriano.

Luego le sucederían las jornadas convulsionadas en Colombia, con una similar huelga política caracterizada por el desborde en las calles. Y, en simultáneo a estos procesos, Haití se veía conmocionada por numerosas movilizaciones callejeras con un idéntico espíritu insumiso y de hartazgo generalizado. En todos estos casos, lo que irrumpieron no fueron tanto movimientos populares como pueblos en movimiento, donde el liderazgo colectivo resultó ser la regla. Analicemos más en detalle cada uno de ellos.

La historia reciente de Ecuador ha estado signada por sucesivos alzamientos y dinámicas de confrontación, cuyo primer hito puede situarse treinta años atrás, en la rebelión indígena de 1990 conocida con el nombre de Inti Raymi. No obstante, a pesar de esta constelación de insurgencias –que tuvo alzas y reflujos, llegando a implicar la caída de gobiernos y una gran capacidad de veto por parte de los pueblos y nacionalidades de la sierra, costa y amazonía– los once días vividos entre el 1 y el 12 octubre de 2019 involucraron no solo a la CONAIE, que sin duda cumplió un papel clave como articuladora a nivel (pluri)nacional y en el conjunto del país de este levantamiento combinado con una huelga de masas, sino también a sectores heterogéneos de la clase trabajadora y a todo un crisol de sujetos e identidades urbano-populares que excedieron con creces al movimiento indígena y que confluyeron al calor de este estallido sin precedentes.

Las manifestaciones, repertorios de acción y embriones de poder territorial que se fraguaron en las calles incluyeron a estudiantes, feministas, movimientos barriales, gremios, partidos de izquierda, campesinado pobre, desocupados/as, ambientalistas, empleados/as estatales, trabajadores/as precarizados/as y migrantes, jornaleros, maestros/as, pequeños comerciantes, pobladores y, por supuesto, indígenas pertenecientes a las estructuras de la CONAIE. Pero también se destacaron, sobre todo en los días más álgidos del conflicto, numerosos grupos y un sinfín de personas no vinculadas a plataforma alguna, que dieron considerable dinamismo y osadía a los momentos de mayor antagonismo, creatividad y experimentación colectiva.

En el caso de Chile, el viernes 18 de octubre de 2019 (es decir, menos de una semana después de la rebelión ecuatoriana) miles de estudiantes secundarios de toda la capital realizaron una jornada masiva de evasión en el Metro de Santiago («evadir, no pagar, otra forma de luchar» fue la consigna de autoconvocatoria en los principales puntos neurálgicos de la línea subterránea), ante una nueva intentona por despojar y privatizar lo común, en esta ocasión expresada en el alza de pasajes impuesto por el gobierno derechista de Sebastián Piñera. Lo que comenzó como un repudio y boicot activo contra el aumento de 30 pesos en el costo de este medio de transporte público desencadenó de manera más profunda y transversal un desacato contra treinta años de neoliberalismo recargado, lo que hizo crujir el «exitoso» modelo chileno, ayer denominado por gobiernos de la Concertación como el «jaguar latinoamericano» y hasta días antes de la revuelta caracterizado por Piñera como el «oasis» de la región.

Este hastío e irrupción plebeya, si bien tuvo contornos espontáneos, hunde sus raíces en un largo e invisible proceso de erosión de la hegemonía neoliberal protagonizado por una multiplicidad de comunidades, actores y movimientos populares, que van desde la resistencia mapuche contra el despojo y la militarización de sus territorios en Wallmapu a los ciclos de lucha estudiantil de 2001, 2006 y 2011, pasando por las movilizaciones multitudinarias en torno al NO+AFP (fondos de pensión privatizados) y las masivas protestas feministas de 2018 y 2019 (Ouviña y Renna, 2019).

Si a esta altura estaba clara la irradiación y resonancia de estas luchas más allá de sus fronteras de origen [1], la huelga política convocada en Colombia para el 21 de noviembre de ese mismo año no hizo sino reforzar aún más una perspectiva de anudamiento e inteligibilidad común, dándole a estos estallidos un carácter articulado y regional. Nuevamente hicieron su aparición la primera línea, los escudos y las máscaras antigas, pero también las consignas y los repertorios de acción directa desplegados anteriormente en Ecuador y Chile, entre los que se destacaron los cacerolazos nocturnos y hasta canciones emblemáticas como «El baile de los que sobran», de Los Prisioneros, devenido un himno de las luchas antineoliberales en el Sur global.

En el caso colombiano, este contagio se empalmó con una conjunción de malestares ligados al incumplimiento de los acuerdos de Paz firmados en La Habana entre la insurgencia de las FARC y el Estado, y a las profundas desigualdades generadas por la implementación de un «neoliberalismo de guerra» que ha redundado en niveles extremos de precariedad, saqueo de bienes naturales y mercantilización de la vida, así como en constantes masacres y asesinatos de líderes sociales y referentes de derechos humanos, sobre todo en las zonas rurales donde el conflicto armado es más intenso. Aunque, en rigor, fue el anuncio del gobierno de Iván Duque de un paquete de reforma tributaria, jubilatoria y laboral, el que sirvió de detonante inmediato para el inicio de este nuevo ciclo de luchas que hizo crujir la hegemonía del «régimen uribista» con el paro nacional del 21 de noviembre de 2019, que desbordó a las centrales sindicales convocantes y desencadenó un proceso de movilización popular en las calles, del que no se tiene antecedentes en las últimas décadas en el país.

Aunque no han sido tan visibles, cabe destacar además las rebeliones que circundaron durante 2019 a varias islas del Caribe, con un mismo hilo de indignación que las enhebró en las calles, y que incluso precedieron al haz de revueltas de octubre y noviembre en Sudamérica. En primer lugar, la acontecida en Haití, donde las denuncias de fraude electoral y de corrupción por parte de la élite política gobernante, combinadas con una crisis profunda en términos socioeconómicos, un incremento del precio de los combustibles y la catástrofe humanitaria post terremoto (exacerbada por la temprana intervención militar y la ocupación del territorio nacional por parte de la MINUSTAH, desde 2004 a 2017), así como los desvíos y la apropiación indebida de fondos provenientes de Petrocaribe, dieron lugar a un ciclo de protestas multitudinarias y a dinámicas seminsurreccionales que trajeron aparejada la renuncia de varios primeros ministros y funcionarios de alto rango, con un saldo de alrededor de 80 personas asesinadas por la represión estatal.

Pero también merece mencionarse a Puerto Rico, territorio donde en el auge de la movilización popular –durante un paro nacional declarado el 22 de julio– llegó a contarse más de un millón de personas en las calles, y cuya lucha culminó con la dimisión del gobernador de la isla, Ricardo Rosselló, producto de la contundencia de las protestas.

Si contemplamos todo este crisol de rebeliones desde un prisma que tome distancia del mero coyunturalismo y pondere la correlación de fuerzas a nivel continental, no hay duda alguna de que la reactivación del CINAL estuvo motivada por un nuevo ímpetu antagonista, que desde el hartazgo popular logró trastocar un cierto «conformismo» a nivel regional e involucrar –como rasgo de suma originalidad– un relevo múltiple. En primer lugar, el más evidente es el generacional, ya que las juventudes fueron las principales impulsoras de estos levantamientos (adolescentes de Liceos y secundaristas en el caso de Chile, juventudes indígenas y urbano-populares en Ecuador, estudiantes universitarios y jóvenes de barriadas humildes en Colombia, precarizados/as, habitantes de las periferias y colectivos contraculturales en Puerto Rico y Haití).

Pero también es importante destacar el relevo de género, ya que las mujeres (y disidencias) se destacaron en las primeas líneas, las tareas de autocuidado y reproducción en espacios públicos, refugios y barricadas, así como el sostenimiento de las tramas comunitarias y el acuerpamiento colectivo en las calles. Por último, el relevo es étnico, en la medida en que las revueltas han asumido un carácter anticolonial y antirracista, de reivindicación de las identidades indígenas, afros, palenqueras y cimarronas, en suma, plurinacionales, exigiendo en numerosas ocasiones un reordenamiento territorial que, de concretarse, dislocaría las fronteras arbitrarias y la juridicidad capitalista impuestas por los Estados colonial-republicanos.

De conjunto, este relevo múltiple se destaca por la emergencia de novedosos liderazgos, menos burocratizados, refractarios a toda política elitista y con altos niveles de combatividad y osadía, que van desde el expresado por las bases de la CONAIE, las comunidades mapuches en Wallmapu y misak en el Cauca colombiano, al desplegado por el movimiento feminista y LGBT o por el activismo estudiantil y artístico-cultural, teniendo a la recreación del internacionalismo como un rasgo distintivo y a la asamblea como forma transversal de autoorganización y sostén de los procesos de lucha, a partir de un vínculo más estrecho y orgánico entre medios y fines, que apuesta a la prefiguración «aquí y ahora» de los gérmenes de la sociedad futura.

Octubre y noviembre fungieron así de parteaguas a escala continental, inaugurando un período de envalentonamiento de los pueblos y clases subalternas frente al orden dominante. El hartazgo y la ruptura de la relación mando-obediencia se cobró revancha derribando monumentos, evadiendo molinetes, cuestionando fronteras, confrontando con la policía, disolviendo prejuicios y anudando reclamos, estampando consignas insumisas en muros e incendiando edificios emblemáticos. En paralelo, se gestaron instancias de autogobierno territorial, parlamentos populares, ámbitos de democracia comunitaria, mandatos de base y primeras líneas que hicieron de la audacia y el autocuidado colectivo estandartes de lucha.

Un haz de rebeliones contra la institucionalidad estatal de viejo cuño

Si bien estas diferentes revueltas pueden ser definidas como de carácter espontáneo, es preciso no absolutizar esta lectura. Debemos interpretarlas en tanto conjunción de proceso y acontecimiento, que a su vez supieron combinar radicalidad y masividad, para aunar en forma creativa tramas subterráneas, temporalidades de enorme intensidad y apuestas cotidianas de experimentación que fueron horadando cada vez más la hegemonía neoliberal vigente en estos países, con una reactivación de la memoria histórica de los pueblos de mediana y larga duración, hasta decantar en un estallido tan multitudinario como inesperado, logrando reventar la burbuja del mito de una sociedad falsamente inclusiva y democrática.

Más allá de sus matices y particularidades, estas irrupciones plebeyas tuvieron como antesala y a la vez enlazaron diversas resistencias de una multiplicidad de sujetos/as insumisos/as: la lucha de las mujeres contra el sistema patriarcal y en defensa de la soberanía sobre los cuerpos/territorios para hacer visible la violencia y la precariedad de la vida que las afecta de manera más aguda a ellas y a las disidencias; contra el extractivismo, la privatización de los bienes naturales, la contaminación socioambiental y la acumulación por despojo en campos y ciudades; la librada ancestralmente por los pueblos y nacionalidades indígenas en defensa del territorio, la autodeterminación y el fin de la militarización; las iniciativas y propuestas de vida digna basadas en la recuperación de derechos sociales que no cabe concebir en términos mercantiles (como la educación, la jubilación o la salud pública); la denuncia del terrorismo estatal, la brutalidad policial y la criminalización de la protesta; así como las variadas expresiones de poder popular, prefiguración y autogobierno desarrolladas por movimientos urbano-populares desde los rincones de las periferias de la ciudad neoliberal, que cultivan maneras muy otras de reproducción de la vida en común (Ouviña y Renna, 2019).

En conjunto, todas estas luchas abonaron –de forma subterránea e intersticial– a la erosión del sentido común neoliberal, patriarcal y neocolonial, que tuvo como contracara una pérdida del miedo, la desnaturalización de las relaciones de dominación y opresión y un quiebre del «realismo» capitalista, que trocó en estado de ánimo disconforme e insumiso a nivel societal. De igual manera, el ¡Fin del lucro!, que ya había sido escuchado como principal grito de protesta y exigencia popular en 2011 en Chile, se actualizó durante octubre y noviembre de 2019 a partir de un clima de hartazgo generalizado que equivalió a un estruendoso ¡Ya Basta!, similar al lanzado por el zapatismo desde la Selva Lacandona en los inicios del CINAL.

Estas revueltas, huelgas políticas de masas e insurrecciones habilitaron un «secreto compromiso de encuentro» entre las apuestas colectivas de lucha precedentes y una espontaneidad de masas que irrumpió en las calles, operando por multiplicación y a través de la irradiación, consiguiendo conectar el memorial de agravios históricos con el descontento actual cada vez mayor con respecto al orden capitalista. Esta reactivación del CINAL implicó, por lo tanto, la recuperación de las calles y la confrontación con políticas neoliberales, pero también contra lógicas de autoritarismo estatal, racismo y misoginia que se han recrudecido al calor de los intentos de aplicación de planes de ajustes y una precarización extrema de la vida. René Zavaleta solía decir que las rebeliones y levantamientos, incluso aquellos acontecidos hace mucho tiempo atrás, continúan presentes –aunque no lo percibamos– «sobre todo en el inconsciente de las sociedades» (Zavaleta, 1986).

Se vivencia un cuestionamiento y crisis tanto de la institucionalidad estatal forjada en las últimas décadas, como una impugnación de los «componentes de larga duración» del Estado. En un texto escrito cuando aun formaba parte del grupo Comuna, Álvaro García Linera planteaba a modo de hipótesis que las luchas sociopolíticas desplegadas en Bolivia entre finales del siglo XX y comienzos del actual –a las que enmarcamos en un plano más amplio en el CINAL– no solo pusieron «en cuestión los componentes de corta duración del Estado (su carácter neoliberal), sino también varios de sus componentes de ‘larga duración’ de su cualidad republicana. Por lo tanto, estamos asistiendo a una doble crisis o el montaje de dos crisis» (García Linera, 2005, p. 19).

Consideramos que, con sus especificidades y rasgos distintivos, esta fisura –que supone un quiebre o fractura de las estructuras coloniales y demarcaciones propias del Estado republicano implantado de manera despótica– se ha vivido también en otras realidades de América Latina, cobrando gran intensidad durante las revueltas de 2019 y 2020 en ciertos territorios, donde además de debilitarse los pilares del orden estatal neoliberal han crujido los fundamentos patriarcales, racistas, monoculturales y de la democracia liberal inscripta en la tradición moderna.

Tal vez los ejemplos más emblemáticos y visibles sean las acciones directas con un alto grado de replicabilidad en diferentes puntos del continente (y hasta en otras latitudes del sur global), estéticas y performativas, de una común vocación restitutiva, que incluyeron desde el derribo de estatuas y monumentos que enaltecen a conquistadores, la reivindicación de banderas y símbolos indígenas o alusivos a las disidencias sexuales, hasta gramáticas disruptivas propias de un lenguaje contencioso e iniciativas artísticas participativas donde –como en el caso del colectivo feminista LasTesis, de Chile– se denuncia que el Estado es un «macho violador».

Y si bien a lo largo del 2020 se vivió en variadas realidades de América Latina una situación ambivalente, signada por cierto impasse forzado por el contexto de pandemia y confinamiento al que instaron los gobiernos –y la institucionalidad estatal– al conjunto de la población, éste sin embargo no logró contener del todo ni tampoco aplacar de manera plena el descontento y la ebullición experimentada meses antes de la declaración de la cuarentena.

A pesar de la ampliación y agudización de las funciones represivas del Estado, que incluyó desde la militarización de territorios hasta el minucioso control policial y, en muchos casos, redundó en abusos, detenciones masivas, torturas, asesinatos y desapariciones forzadas de personas, en particular contra sectores populares que vieron dificultada la posibilidad de respetar la cuarentena (a raíz de sus condiciones de hacinamiento habitacional, de extrema precariedad laboral y de la vida misma), de todas formas se destacaron momentos de quiebre del aislamiento y recuperación activa del espacio público, sobre todo en Chile, Ecuador y Colombia, que instaron a romper el aislamiento y, sin descuidar los recaudos sanitarios, volver a ejercitar la protesta y el antagonismo de manera masiva.

Esto llevó a que el escenario latinoamericano se vea sacudido por un contexto de confrontación callejera inédito y de una intensidad casi tan alta como en 2019, en particular en Colombia –con movilizaciones contra los asesinatos y la represión policial– y en Chile, al cumplirse un año del inicio de la rebelión y con motivo de la concreción del referéndum. Esta parcial reactivación del CINAL tuvo picos de agitación, combates con la reaparición de las primeras líneas y otras modalidades de autodefensa popular en simultáneo al fortalecimiento de mecanismos novedosos de participación ciudadana que fungieron de ejemplificadores para el resto del continente (en particular en realidades que, como la chilena, se encuentran sumidas en el más crudo régimen neoliberal de similares contornos autoritarios).

Por ello, no resulta casual que justamente un año después del auge de la protesta en las calles en realidades como Ecuador, Chile y Colombia se replique esos repertorios de acción, cánticos y dinámicas de movilización en los principales puntos del Perú.

Este país andino vive desde hace varios años una crisis política de enormes proporciones, agudizada ahora por los desmanejos en torno a la pandemia. Ambas circunstancias, combinadas, hicieron de Perú uno de los territorios más afectados por el coronavirus a nivel continental y global. La continuidad y exacerbación neoliberal en las últimas décadas –con la acumulación por despojo como pivote fundamental– tuvo como contracara numerosas luchas populares que se remontan a las movilizaciones del año 2000 contra el régimen fujimorista, y dentro de las que se destacan en la última década las resistencias indígenas y campesinas en rechazo a proyectos megamineros y extractivistas en regiones de la sierra y amazonia.

Los escándalos por corrupción y sobornos vinculados con esquemas de contratación de la obra pública (que involucran a todo el arco político), sumados a la continuidad de un Estado profundamente autoritario (cuya Constitución fue sancionada en 1993, tras el autogolpe de Alberto Fujimori y en un contexto signado por el terrorismo estatal y el auge neoliberal), decantaron en la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski y la asunción como presidente de Martín Vizcarra en marzo de 2018. El desprestigio y la deslegitimación cada vez mayor del conjunto de los partidos políticos, y en particular de la élite gubernamental, se agudizó este 2020 con una pésima gestión sanitaria y socioeconómica de la pandemia, lo que combinado con otros malestares sirvió de pretexto para que el 9 de noviembre prospere un pedido de vacancia (renuncia) a Vizcarra por parte de la mayoría del Parlamento, hecho que fue leído por un sector importante de la población como un golpe de Estado generado desde las entrañas mismas del poder, con la evidente complicidad de la derecha.

Esto desencadenó un proceso de movilización popular que, con fuerte protagonismo juvenil, denunció en las calles de Lima y en otros puntos relevantes del país la crítica situación y, a pesar de sufrir una brutal represión que dejó un saldo de varios muertos, obligó a la renuncia de Manuel Merino (acusado por un porcentaje considerable de la ciudadanía de golpista), quien había asumido provisionalmente como presidente, durando tan solo cinco días en el cargo. Al igual que en Chile (y en menor medida Colombia), la demanda política de una Asamblea Constituyente emerge como una de las principales exigencias levantada por las y los manifestantes en medio de una coyuntura destituyente y con persistentes protestas de carácter masivo, donde prima el vacío de poder y un endeble gobierno transitorio sin ningún tipo de consenso, cuyo mandato debe durar hasta las elecciones generales de abril de 2021.

A nivel continental, hablamos precisamente de reactivación porque consideramos que el CINAL como tal no se ha cerrado sino que, con vaivenes, destellos, ascensos y reflujos, se mantuvo abierto durante las últimas dos décadas y hoy cobra mayor ímpetu y radicalidad, revitalizándose en diversas latitudes de América Latina a través de estos estallidos que pueden ser definidos como «núcleos de intensidad democrática», ya que al decir de Zavaleta «producen vastos estados de disponibilidad general o cuestionamiento universal por medio de los cuales las masas se lanzan a profundos actos de relevo ideológico» (Zavaleta, 1990: 110) [2]. Subyace como anhelo en común una «reconstrucción del destino», que aúna el quiebre radical con la reconfiguración del universo civilizatorio, recreando simbólica y materialmente el horizonte utópico de los pueblos latinoamericanos.

Ello no supone una ruptura ni un cierre definitivo del CINAL, pero sí un reimpulso o nueva fase. Allí, los procesos forjados por fuera de las estructuras estatales heredadas del neoliberalismo –y sostenidas por los gobiernos progresistas casi sin vocación de ruptura a lo largo del período de auge del CINAL–, adquieren creciente centralidad en la dinámica impugnatoria en tanto autodeterminación de masas. Aquellos territorios signados por mayor cantidad de contradicciones de orden neoliberal, de un neoliberalismo de larga duración o un extractivismo belicoso (cuyos Estados ostentan cierto grado de debilidad por carecer de una hegemonía sólida en clave consensual o resultar ella sumamente precaria, pero a la vez resultan fuertes en cuanto a su faceta represiva o de maquinaria disciplinante, que se encuentra en guerra con un sector relevante de su propia población), son hoy epicentro de la agudización de la lucha de clases y fungen de puntos de condensación de la relación de fuerzas a nivel regional, por lo que de conjunto inauguran un momento constitutivo en términos continentales que parece reconfigurar, quebrar o bien trastocar la correlación de fuerzas existente.

¿Estamos ante el inicio de un proceso de confrontación anticapitalista de nuevo tipo? ¿O más bien se renuevan y actualizan las dinámicas, expectativas y aspiraciones propias de la fase progresista?

Entre la catarsis y los escenarios pospandémicos

Resulta difícil imaginar cuál será el mapa geopolítico regional y global de la pospandemia. Quizás la inestabilidad hegemónica sea en gran medida la regla, y tenga como contracara una relativa «indeterminación estratégica» a nivel sociopolítico. No obstante, tanto en este libro como en otros estudios e investigaciones se esbozan diferentes escenarios posibles, que tienen sin duda a lo estatal en tanto eje vertebrador y campo de fuerzas (asimétrico y relacional) en permanente disputa. Partimos de caracterizar a la coyuntura actual como un momento propicio para la producción y actualización del pensamiento crítico latinoamericano y del Sur global, ya que nuestro continente no solamente ha sido y es epicentro de la pandemia, sino también uno de los territorios más emblemáticos donde se ensayan alternativas frente a esta crisis y se dirimen proyectos de resolución, ya sea en una clave regresiva como potencialmente liberadora.

Antonio Gramsci supo apelar a la noción de catarsis para dar cuenta de aquel momento en el que se logra transitar de lo sectorial o económico-corporativo hacia lo ético-político, abriendo una coyuntura crítica donde emerge como posibilidad la construcción de una nueva hegemonía como alternativa integral, de manera tal de irradiar a nivel general una concepción del mundo y un crisol de prácticas emancipatorias que trasciende el entorno inmediato o la identidad específica que se tenga (Gramsci, 1986).

La catarsis, por tanto, contempla siempre a la crisis como momento de dilucidación y ampliación del horizonte de visibilidad más allá de lo posible, por lo cual resulta al mismo tiempo expresión ambivalente e inestable de un proceso de cambio y desintegración social, al que creemos cabe incorporar también el entrecruzamiento de Estado, sociedad y naturaleza. Ello parece haber ocurrido precisamente durante 2019 y 2020 en diferentes lugares de América Latina, por abajo y por arriba: tanto producto de las rebeliones populares vividas en estos últimos dos años, como a causa de las intentonas de revanchismo de las clases dominantes, el imperialismo y las derechas, a lo que habría que sumar la trágica sobredeterminación de la pandemia, verdadero cataclismo del Capitaloceno en la historia reciente.

Por abajo, en países como Haití, Ecuador, Chile, Colombia y Perú, donde las rebeliones callejeras no han implicado luchas meramente sectoriales ni acotadas a consignas reivindicativas o de índole corporativo, sino que apuntaron a cuestionar las bases mismas del modelo neoliberal (e incluso, embrionariamente, del capitalismo, el heteropatriarcado y la colonialidad moderna), así como de un Estado refractario a las exigencias y necesidades popular-comunitarias. Esta insubordinación de masas excede, incluso, los contornos de nuestro continente, ya que en otros puntos del planeta también se viven apuestas similares de lucha mancomunada. De las huelgas generales lideradas en París por los «chalecos amarillos», a las movilizaciones antirracistas del Black Lives Matter en los Estados Unidos, hay todo un haz de referencias globales donde poner el cuerpo de manera colectiva resulta central en la autoafirmación de la vida digna.

Pero también se percibe en ciertos escenarios convulsionados una situación catártica por arriba, que tuvo a Bolivia en 2019 como ejemplo emblemático. Allí, las clases dominantes y sectores de ultraderecha envalentonados, lejos de replegarse como antaño en el territorio de la llamada «medialuna» renunciando a la disputa por la hegemonía a nivel nacional, decidieron ampliar su lucha, dar una disputa abierta e irradiar su concepción del mundo (asentada en la biblia, la heteronormatividad patriarcal y el racismo más enfervorizado), logrando proyectar su revanchismo y violencia más allá de las geografías regionales donde supo afincar históricamente su poder, y hasta concitando ciertos grados de consenso popular.

Este trágico ejemplo, más allá no haber prosperado en el tiempo (al menos de momento), no constituye un caso aislado. Podríamos conjeturar que el gobierno de Bolsonaro, si bien deslegitimado al comienzo de la pandemia por una serie de medidas y gestos, de todas maneras goza aún de una aceptación considerable y ha resignificado su figura pública, incluso en algunas capas de las clases subalternas, lo que denota que estamos en presencia de un proyecto restauracionista de largo aliento que, al margen del «personaje Bolsonaro», al parecer ha llegado para quedarse.

Esta lectura espacial de un arriba y abajo como metáfora binaria puede resultar, sin embargo, un tanto esquemática, ya que ensombrece lo que –desde una mirada más refinada y dialéctica– se evidencia de manera matizada y contradictoria en estos procesos en curso. Tal como ha sabido problematizar el propio Gramsci, movimientos reaccionarios y de tintes fascistas, han concitado en otros contextos históricos el apoyo activo de vastos sectores populares, en la medida en que el concepto de hegemonía involucra siempre el momento de internalización subjetiva del orden social, lo que incluye la asunción como propios, por parte de las clases y grupos subalternos, de un conjunto de valores, pautas de comportamiento, prejuicios e ideas que son difundidas en el marco de las instituciones de la sociedad civil, y se corresponden con los intereses de las clases dominantes.

Y es que, tal como han advertido varias relecturas neogramscianas latinoamericanas, lo popular (y, dentro de él, el sentido común afincado en la materialidad de la vida social) resulta todo lo contrario del facilismo maniqueo y dicotómico que enfrenta, desde el esencialismo y la pura externalidad, lo hegemónico y lo subalterno. Por ello es importante leer en toda su complejidad e hibridez el crecimiento y expansión de proyectos de derecha que, en palabras de Rafael Hoetmer, han podido surgir movilizando los sentimientos de miedo, como también por la precarización e inseguridad reales que enfrentan las poblaciones en América Latina:

los actores de las nuevas derechas ofrecen una serie de formas de amparo, aunque posiblemente más en los discursos que en la práctica. Ante el abandono de las izquierdas de las discusiones en torno de la seguridad pública, las nuevas derechas proponen mano dura y orden. Ante la precarización de la vida, las iglesias evangélicas ofrecen un sentido de comunidad y ciertas prácticas de solidaridad y cuidado mutuo. Ante la falta de perspectiva, aparecen las economías ilegales e informales y la promesa del emprendedor como posibilidades de progreso concreto. (Hoetmer, 2020, p. 30)

De ahí que el primer escenario posible sea el de un reforzamiento del estatismo autoritario combinado con una intensificación del neofascismo y conservadurismo societal. Si ya antes de la pandemia se vislumbraba esta tendencia a partir de procesos políticos como el vivido en Brasil con el bolsonarismo, el contexto  actual abona a que las clases dominantes y el imperialismo vean como viable el fortalecimiento de esta opción, que incluso puede llegar a articular un cierto «negacionismo» que reste relevancia al flagelo del COVID-19, haciendo referencia al contexto de excepcionalidad que éste impone a escala regional y mundial para, bajo este pretexto, vulnerar determinados derechos, restringir libertades democráticas, robustecer valores tradicionales (de carácter patriarcal, misógino, nacionalista y/o meritocrático), militarizar territorios, ejercer la contrainsurgencia o incrementar la utilización del aparato coercitivo del Estado.

Tengamos en cuenta que la apelación a la coerción no ha dejado de ser la punta de lanza del discurso punitivista en auge a nivel continental a partir de la construcción de un «enemigo interno» (con contornos específicos de acuerdo a cada realidad concreta) que legitime la escalada represiva vivida en gran parte de la región. La pandemia requirió, según esta gramática, entrar en «guerra» contra un «enemigo invisible» (la metáfora bélica, por cierto, ha sido transversal a los gobiernos latinoamericanos más allá de su tinte ideológico), pero también redoblar esfuerzos y amplificar las iniciativas destinadas al combate del narcotráfico y la inseguridad delictiva. Para ello, se busca interpelar al imaginario social autoritario y conectar con cierta necesidad de protección, respeto de la ley y deseo de restablecimiento del «orden», que el sentido común dominante exige de parte del Estado.

La defensa enconada del accionar de las fuerzas represivas, incluso en situaciones de abierta flagrancia (detenciones y torturas, realización de desalojos sin orden judicial, apología abierta de casos de «gatillo fácil») se complementa con el reforzamiento mediático de prejuicios y estigmas que tienden a asociar juventud pobre o población de barriadas humildes con delincuencia, protesta social o huelgas de masas con desestabilización e «ilegalidad» y pueblos indígenas con terrorismo, buscando así fortalecer una visión de mundo que avale –e incluso demande– una intensificación del poder estatal despótico.

Cabe por lo tanto preguntarse si no estamos en presencia de un fenómeno que se asemeja a lo que René Zavaleta denominó hegemonía negativa, es decir, «una construcción autoritaria de las creencias» asentada, en este caso, en una delicada combinación de apelación al miedo y a la autopreservación individual, con «tolerancia cero» y castigo ejemplificador de quienes azuzan el «caos», cuestionan la propiedad privada o quebrantan la legalidad, que redundaría en una aceptación acrítica de la creciente militarización de la vida social, ya desplegada en casi todo el continente al calor (y bajo el argumento) de la pandemia.

Quizás la novedad esté dada por la mixtura de ciertos dispositivos de despotismo estatal que cobran mayor relevancia para controlar las poblaciones, gestionar la inseguridad y regular la circulación de los cuerpos con un «emprendedurismo» de raigambre societal, que incita a participar activamente en la garantía misma de este orden cada vez más autoritario (construcción vecinal de «mapas del delito», grupos de whatsapp de «alertas barriales», defensa de valores tradicionales como los de la familia ante el avance de los feminismos), desde lo que Esteban Rodríguez (2014) caracteriza como vigilantismo o giro policialista, enfocado a estigmatizar y combatir al otro que no comparte o parece amenazar las formas de vida compatibles con este sistema de dominación múltiple tan desigual.

Asimismo, la pandemia y el confinamiento prolongado han reforzado el uso de las redes sociales, cámaras y plataformas virtuales (como Zoom), tornando centrales los dispositivos de vigilancia y control emparentados con el panóptico digital el cual, a diferencia de lo que Michael Foucault supo postular desde Bentham, funciona sin ninguna óptica perspectivista, ya que la vigilancia puede producirse desde todos los lados y en cualquier parte (comenzando por el propio espacio doméstico). Al decir de Byung-Chul Han, la peculiaridad de este tipo de panóptico «está sobre todo en que sus moradores mismos colaboran de manera activa en su construcción y en su conservación, en cuanto se exhiben ellos mismos (…) Cada uno entrega a cada uno a la visibilidad y al control, y esto hasta dentro de la esfera privada» (Han, 2018, p. 90).

Por otra parte, en el descontento de ciertos sectores de clase media-alta y burguesa se evidencia un cierto nivel de lo que Zavaleta denominó «conciencia de clase reaccionaria», expresada en cacerolazos convocados en las redes sociales y amplificados hasta el paroxismo por los medios hegemónicos, en «banderazos» –por lo general coincidentes con fechas patrias, que refuerzan el sentido identitario «nacional», blanco y republicano construido desde el Estado colonial moderno–, así como iniciativas callejeras de rechazo abierto a la cuarentena como política pública sanitaria, todas ellas con un violento anclaje de clase, racista y heteropatriarcal.

El segundo escenario posible es aquel que aspira a reeditar el ciclo de los gobiernos denominados «progresistas» en este nuevo contexto regional y planetario, teniendo como principales referencias la derrota en las urnas y el desplazamiento del poder de coaliciones conservadores, derechistas o abiertamente golpistas, como ha ocurrido en los casos de México, Argentina y más recientemente Bolivia. Las elecciones en Ecuador (con la probabilidad de que triunfe el referente apoyado por Rafael Correa), Chile (que vivirá simultáneamente un proceso de reforma constitucional y elecciones municipales y de gobernadores regionales) y Perú (país en el que la crisis de los partidos tradicionales cala hondo y sectores de centroizquierda cuentan con un caudal de votos considerable) son, aunque no las únicas, las más relevantes en este sentido.

Una cuestión en ocasiones no contemplada por quienes postulan esta salida es la ausencia de condiciones estructurales u «objetivas» (y, parcialmente, también subjetivas) para replicar o dar un nuevo impulso a proyectos de este tenor. Por un lado, debido a que el contexto global dista de asemejarse a aquel en el que se inscribieron y apoyaron los gobiernos surgidos en el CINAL, signado por un alto precio de los commodities y un transitorio «bonapartismo internacional», que garantizó una reversión relativa del tradicional balance negativo en los términos de intercambio, fungiendo de base material de la recuperación de ciertos márgenes de acción autónoma de los Estados latinoamericanos (Thwaites Rey y Ouviña, 2019).

Lo que en algún momento se concibió como fortaleza «neodesarrollista» resultó ser, en rigor, un parcial y momentáneo contexto de bonanza, cuya contracara fue una precariedad estratégica que agudizó la inserción subordinada y la mayor dependencia con respecto al mercado mundial constituido y a los vaivenes del precio internacional de los bienes naturales, que a los efectos de garantizar una ampliación de la ciudadanía por la vía del consumo, multiplicó zonas de sacrificio, migraciones forzadas, fractura de ecosistemas, superexplotación de la fuerza de trabajo, desestructuración de lazos comunitarios y violencia sobre los cuerpos-territorios.

Por otro lado, estas políticas ya no gozan con tantos niveles de confianza ni consensos equivalentes a la coyuntura de auge del CINAL a raíz del creciente descontento y malestar provocado por la secuelas económicas y socioambientales que trajo aparejado el extractivismo, hoy acrecentado por la mayor visibilidad y desprestigio que ha cobrado el nexo causal entre, por un lado, la acumulación por despojo en base a la desarticulación de hábitats de cientos de especies silvestres, la alteración sustancial del clima y la imposición global de agronegocios y megafactorías y, por el otro, la proliferación de enfermedades y numerosas cepas patógenas que se irradian a escala planetaria, tal como ha ocurrido con el COVID-19 y otras enfermedades precedentes.

La cría industrial de animales, en particular, a través de la cual millones de seres vivos son producidos como mercancía en un contexto de hacinamiento, uso indiscriminado de antibióticos y sufrimiento extremo, tiene como contracara necesaria no solo una evidente debacle ambiental de dimensiones geológicas, sino la multiplicación de zoonosis, por lo que es factible que a esta pandemia le sucedan en un futuro cercano otras de igual o mayor magnitud.

A su vez, una limitación adicional del progresismo, que hoy busca nuevamente reconstruirse, es aquella emparentada con lo que Gramsci (1984) definió como «estadolatría». Este enamoramiento del poder estatal, en el sentido estricto del aparato gubernamental, redundó en un recambio de élites y funcionarios durante el auge del CINAL vis a vis los partidos tradicionales y de viejo cuño, pero se asentó sin embargo sobre el no cuestionamiento de los pilares básicos de la democracia representativa liberal burguesa, y tuvo como preminencia lo que el marxista italiano caracterizó con el término de «pequeña política». Combinadas con la tendencia a enaltecer «hiperliderazgos» individuales difíciles de relevar o sustituir en puestos claves del ejecutivo, que por cierto eclipsaron la constitución de sujetos políticos colectivos plausibles de perdurar en el tiempo más allá –y por fuera– de los altibajos electorales, estas características resultaron casi sin excepciones un punto débil en común de los progresismos.

Es decir, se tornó habitus el conjunto de prácticas y modos del quehacer político que se encapsulan en el día a día de la gestión institucional y el respeto de la juridicidad burguesa, asumiendo con resignación el orden dominante e intentando adecuarse a él más que enfrentarlo; aquel que lejos de trastocar las estructuras económico sociales y aspirar a crear nuevas relaciones, las conserva y defiende, haciendo de la intriga entre facciones, el posibilismo y la disputa electoral un pivote central de la lucha, acotada a consolidarse al interior de un equilibrio de fuerzas ya constituido.

Aunque no podemos adentrarnos aquí en sus luces y sombras, en el balance referido a la dialéctica entre «poder propio» y «poder apropiado», estas experiencias desestimaron toda crítica integral al capitalismo y tendieron a privilegiar la subordinación a las reglas de juego del régimen democrático burgués, haciendo un uso particular –sin ninguna vocación real de ruptura– de la institucionalidad estatal heredada del neoliberalismo (o sea, de porciones de poder capturadas de manera coyuntural y por la vía electoral), lo que redundó en una fragilidad extrema de los proyectos que pretendían edificar.

Frente a él, las revueltas de 2019 y 2020 delinean un tercer escenario, en tanto procesos de masas que se despliegan desde abajo y en abierta confrontación con respecto a los aparatos estatales en su dimensión represiva, burocrática y delegativa, incluyendo en esta dinámica de impugnación también al conjunto de la casta o élite política. A pesar de las alzas y reflujos vividos, estos levantamientos parecen sugerir una alternativa que, lejos de reeditar el ciclo progresista, privilegia una estrategia de construcción con mayor potencialidad antisistémica, en la medida en que amplían lo público más allá de lo estrictamente estatal, despuntan destellos de una nueva hegemonía y desmonopolizan la agenda sociopolítica a partir de nuevas formas de experimentación de la toma de decisiones colectiva y la reproducción de la vida en común.

Esta posible salida de la crisis remite a procesos de mayor radicalidad y ruptura con el orden neoliberal y también en abierta confrontación con las formas de dominación colonial, patriarcal y capitalista, lo que por supuesto incluye aquellas dimensiones del armazón estatal en sus estructuras más conservadoras y opresivas (aquellas que favorecen desde una «selectividad estratégico-relacional» a los intereses capitalistas e involucran un sesgo ineludible de clase, raza y género), aunque sin desestimar la posibilidad de un proceso refundacional  y de reinvención del Estado, ampliando las facetas que implican una parcial cristalización de conquistas y beneficios para las clases subalternas y pueblos latinoamericanos.

Partimos de no concebir a la estatalidad como un bloque monolítico y sin fisuras, cual fortaleza enemiga que sería totalmente externa y ajena a los sectores oprimidos, pero al mismo tiempo creemos que es preciso no caer en el peligro simétrico de caracterizarla en clave instrumental (vicio recurrente de los progresismos), en tanto instancia neutra que puede «utilizarse», sin más, para hacer avanzar un proyecto emancipatorio del tenor que expresan las luchas y resistencias contemporáneas en América Latina.

Recuperar la dialéctica entre reforma y revolución, revitalizar la articulación de luchas dentro, contra y más allá del Estado, en función de una delicada pero osada combinación de reivindicaciones desde abajo, confrontación y movilización callejera, en paralelo al sostenimiento de dinámicas organizativas autogestionarias y de construcción de poder popular territorializado, que eviten el «encapsulamiento», erosionen la hegemonía capitalista y patriarcal y no teman generar rupturas radicales ni desatender horizontes de posibles procesos constituyentes en sintonía con la plurinacionalidad, la soberanía alimentaria y el buen vivir, es un desafío que depara el actual escenario continental y global.

Conclusiones finales (para un nuevo comienzo)

En medio de un panorama por demás incierto a nivel regional y mundial, el debate que subyace a este contexto inédito es, por lo tanto, en qué medida aquellas luchas callejeras, levantamientos populares y huelgas políticas de masas que se vivencian desde 2019 y se han reactivado parcialmente este 2020 en un crisol de territorios de América Latina y el Caribe, implican una crisis orgánica en los países en los que acontecen, y hasta qué punto estamos en presencia de un cambio de la relación de fuerzas a escala continental.

Más allá de los claroscuros y contrastes en cada bloque histórico, no caben dudas de que parecen haberse reanudado las resistencias y luchas que dieron origen al CINAL a finales de los años 80 y principios de los 90, en este caso en realidades donde la mercantilización y precariedad extrema de la vida, han tenido como contracara Estados profundamente autoritarios, así como formas veladas y/o abiertas de violencia paraestatal («ilegales», aunque en connivencia con, y apuntaladas por, ciertas estructuras estatales linderas con la criminalidad) que ejercitan de manera cada vez más enconada el dominio y la coerción al ver erosionado el consenso y la hegemonía neoliberal que, hasta hace poco tiempo atrás, parecían incólumes.

Al mismo tiempo, en aquellos países donde se vivieron procesos de gobiernos con mayor o menor intento de distanciamiento/ruptura respecto del recetario neoliberal más crudo, el ciclo de auge de movilización y participación activa tuvo, con el correr de los años, su declive y reabsorción por mediaciones institucionales, al compás de la recomposición hegemónica o bien de una cierta cohabitación con el orden capitalista, a pesar de lo cual se lograron materializar en una serie de conquistas parciales, tanto sociales como políticas, bajo la modalidad de políticas públicas tendencialmente universales y la ampliación parcial de derechos, que hoy en día constituyen un piso fundamental en términos simbólico-materiales, muy distinto al momento de derrota defensiva de los años noventa.

Además, los pueblos, comunidades y movimientos sociales acumularon experiencia y formatos organizativos en los que apoyarse para activar la rebeldía y la confrontación ante medidas regresivas que en la actual coyuntura se intentan en su contra, lo que conforma un escenario bastante diferente al inaugurado a finales de los años ochenta en la antesala del CINAL (Ouviña y Thwaites Rey, 2018).

Por ello no resulta aventurado afirmar que las intensas jornadas de simultáneo desgarramiento y universalidad vividas en 2019 y 2020, verdaderas «fiestas de la plebe» al decir de René Zavaleta, abrieron una hendija privilegiada que amplió el horizonte de visibilidad de los pueblos y clases subalternas del Sur global, haciendo posible un ejercicio catártico de (auto)conocimiento colectivo de gran parte de lo que anteriormente se encontraba vedado.

La politización de la vida cotidiana que impuso la pandemia y la expansión de nuevos imaginarios políticos que aspiran a revolucionarlo todo contrasta con el realismo capitalista y un estado de excepción permanente que pretende apuntalarse como sentido de inevitabilidad y destino inexorable para la región. Pero esta crisis que sacude hoy a buena parte de América Latina y otros puntos del planeta, jamás debe leerse como garantía de triunfo, ni tampoco en una clave derrotista. Más bien cabe pensarla en tanto escuela de conocimiento e instante anómalo en la vida social, que como vimos puede deparar diferentes y hasta contrapuestos escenarios posibles.

Quizás valga la pena recuperar de la cosmovisión andina la metáfora y figura del Pachakuti, que involucra una doble significación de suma actualidad: remite a un cambio de época de carácter integral, un giro, revuelta o dislocamiento espacio-temporal que puede implicar tanto catástrofe como renovación y discontinuidad, colapso o bien una inversión radical del orden existente.

El contexto por el que transita América Latina nos habla acerca de esta doble posibilidad en ciernes. Por un lado, la amenaza certera del advenimiento de un mundo distópico, de contrarrevolución preventiva, militarización de territorios, proliferación de enfermedades, fascismo societal, degradación ecológica y extractivismo recargado; por el otro, la conciencia anticipatoria cifrada en la insurgencia popular, la politización de masas, el relevo múltiple y el buen vivir. Frente a esta disyuntiva, no cabe sino apelar una vez más a la desmesura, para avivar la llama de la rebeldía y ayudar a parir aquello que no termina de (re)nacer. Porque a pesar del llanto por quienes han caído en los estallidos de 2019 y 2020, esos fuegos todavía resplandecen en nuestras pupilas.

Fuente: Jacobin

Notas

[1] Retomamos el concepto de irradiación, recreándolo, del marxista boliviano René Zavaleta (1986), para quien remite a la capacidad de una fuerza social o grupo subalterno, de incidir más allá de su entorno inmediato, con el propósito de aportar a una articulación hegemónica que trascienda su condición particular y sus exigencias específicas. En este caso, planteamos como hipótesis que las primeras rebeliones populares operaron en esta clave a nivel continental e incluso global.

[2] Si bien no podemos profundizar en su análisis, es interesante mencionar que Zavaleta destaca -de manera precursora ya en los años ochenta- como posibles núcleos de intensidad democrática tanto al movimiento indígena como al feminismo. Aquí retoma, por cierto, al marxista italiano Antonio Gramsci, que habla de núcleos de irradiación en sus notas carcelarias.

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Thwaites Rey, M. y Ouviña, H. (2019). «Notas sobre la disputa hegemónica y el sentido común en el largo ciclo de impugnación al neoliberalismo en América Latina», en VV.AA. Gramsci: La teoría de la hegemonía y las transformaciones políticas recientes en América Latina, Asunción: Centro de Estudios Germinal.

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Fuente: https://contrahegemoniaweb.com.ar/2021/02/25/estados-alterados/

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Antonio Gramsci: la formación y el pensar crítico como anticuerpos frente al encierro

Por: Hernán Ouviña

 

Antonio Gramsci: la formación y el pensar crítico como anticuerpos frente al encierro

Vivimos tiempos pandémicos, que nos compelen al encierro físico y al aislamiento social. Tiempos de exacerbación de la ultraderecha y de tendencias neofascistas. De militarización de los territorios, debacle económica, colapso ecológico, incertidumbre extrema e intento del quiebre de los lazos comunitarios y las tramas de sociabilidad. Crisis endémica, civilizatoria e integral. Un contexto que, más allá de las evidentes diferencias, se asemeja trágicamente al que vivenció Antonio Gramsci, uno de los intelectuales y militantes marxistas más importantes del siglo XX.

Nacido en 1891 y criado en la enorme isla de Cerdeña, ubicada en el sur campesino de Italia, luego de terminar con dificultades e interrupciones el secundario -y gracias a una beca para estudiantes pobres- se traslada a la industrializada Turín, donde al poco tiempo se suma a las filas del Partido Socialista y a colaborar con diversos periódicos de izquierda, por lo que jamás llega a concluir su carrera universitaria. Tras participar del bienio rojo (1919-1920), un proceso de toma de fábricas y autogestión obrera desplegado en la región del Piamonte, contribuye a fundar en 1921 el Partido Comunista y es enviado a Rusia como delegado de la III Internacional. En esta inmensa escuela a cielo abierto vive casi dos años, conoce a los principales referentes del bolchevismo y también a quien será su compañera, Julia Schucht (con la que tendrá dos hijos). Al ser electo diputado en 1924 y conseguir inmunidad parlamentaria, retorna a Italia y asume la secretaría general del Partido, en un contexto cada vez más represivo y de criminalización de las fuerzas opositoras al fascismo. El tener fueros no impidió que, a finales de 1926, sea detenido por el régimen junto a otros dirigentes comunistas. El fiscal que contribuye a su condena alega que se debe “impedir que este cerebro piense por lo menos por 20 años”. Tras una década de encierro, a lo largo de la cual redacta y pule gran cantidad de apuntes, fallece en 1937, en un casi total aislamiento político y afectivo en una clínica de Roma.

Salvando las distancias temporales y geográficas, la ajetreada vida de Gramsci en Italia brinda ciertas pistas y aprendizajes para enfrentar una coyuntura tan anómala y adversa como la actual. En particular, algunas de las iniciativas que emprendió para lidiar con el aislamiento físico, con la imposibilidad de realizar reuniones presenciales entre camaradas de militancia, o resistir encierros prolongados en la cárcel, devienen interesantes hoy en día para sostener y potenciar proyectos emancipatorios de similar tenor, sin transigir en las convicciones ético-políticas ni claudicar ante tamaño infortunio de un contexto por demás desfavorable como el que tanto a Gramsci como a nosotres nos toca afrontar.

Como es sabido, lejos de ser algo residual o acotado a un lapso específico de su itinerario intelectual, la cuestión pedagógica y formativa resulta el hilo rojo que enhebra buena parte de sus reflexiones y propuestas revolucionarias, tanto juveniles como durante su forzado encierro. Ello es así debido a que, para él, desde sus primeros años de incursión en la militancia socialista y la labor periodística, la pedagogía siempre debía entenderse desde una óptica política, y a la inversa: toda práctica política que pretendiese aspirar a transformar la realidad de raíz, ameritaba ser concebida sí o sí en términos pedagógicos, vale decir, profundamente educativos. Por lo tanto, apuntalar proyectos que fomenten “la elaboración de una conciencia crítica” y una “comunión intelectual” que fortalezca la organización y praxis colectiva de las clases subalternas como sujeto político con capacidad autoemancipatoria, era de acuerdo a Gramsci algo prioritario, más aún en momentos de reflujo de las luchas, contraofensiva derechista o desorientación teórico-estratégica.

Gramsci dinamizó infinidad de propuestas en este sentido, ya que una parte prolongada de su vida transcurrió en condiciones de clandestinidad, reclusión y distancia física de sus seres queridos. Entre ellas, vale la pena rememorar la Escuela de cuadros por correspondencia que crea en pleno auge del fascismo, como su propia vivencia de confinado político, en tanto intelectual-militante que batalla contra el encierro y el aislamiento casi absoluto, desde el pensar crítico y la autoformación permanente.

Si durante sus años de militancia en Turín forja varios espacios educativos y contraculturales al calor de la agudización de la lucha de clases y la politización de vastos sectores obreros y campesinos, que van del Club de Vida Moral, la Asociación de Cultura Socialista, la Escuela nocturna de L’ Ordine Nuovo al Instituto de Cultura Proletaria, la consolidación del fascismo tras la marcha sobre Roma y el parcial reflujo de las luchas lo obligan a innovar y reinventar las formas y modalidades de formación política y estudio, en función de evitar la creciente represión y el clima de semiclandestinidad que se vive en el país. Este delicado contexto -que resiente la posibilidad de que se congreguen gran cantidad de militantes en sedes de la organización y limita el activismo público- lo induce a gestar en 1925 una Escuela de partido por correspondencia.

Gramsci elabora el programa, selecciona materiales de lectura, y planifica la edición y distribución interna de sucesivos fascículos entre las y los camaradas de diversas regiones de Italia. El propósito último de la Escuela es romper el aislamiento y aportar a una organización viva y dinámica, que sostenga sus tramas de vincularidad y garantice la cohesión ideológica, pero cuya unidad o centralización no sea concebida en palabras de Gramsci “de forma excesivamente mecánica”, sino tendiente a que “cada miembro sea un elemento político activo, sea un dirigente”. Por cierto, subyace aquí una pionera concepción de la intelectualidad orgánica, en la medida en que articula la condición de especialista con la capacidad de autodirección colectiva, que desarrollará con mayor detalle en sus Cuadernos de la Cárcel.

Es interesante cómo Gramsci pondera las limitaciones de una metodología de enseñanza y aprendizaje que no contempla instancia presencial alguna y se desenvuelve bajo un formato mediatizado: “el mejor tipo de escuela es sin duda la escuela hablada, no la escuela por correspondencia”, admite. A esta dificultad le suma otra no menor que estriba en la gran cantidad y heterogeneidad de estudiantes que la integran. “Las lecciones son realizadas teniendo presente un tipo medio de alumno que de hecho no existe -advierte-, a no ser como abstracción, y eso confiere a las propias lecciones un carácter un tanto absoluto y abstracto, mecánico en suma, lo que indudablemente no es el carácter propio de una escuela orgánica proletaria”.

Resulta evidente que las circunstancias impuestas por el régimen fascista limitaban enormemente las posibilidades de ensayar prácticas formativas diferentes. En una epístola a su amada Yulca, se lamenta de que “toda reunión descubierta es interrumpida y los compañeros son arrestados y encarcelados durante días”. No obstante, a pesar de estas dificultades, Gramsci apunta a “crear una camada de instructores de partido”, es decir, lograr que quienes se forman en esta Escuela puedan a la vez ir oficiando de formadores del resto de las y los activistas que integran la organización, de manera tal que al menos en pequeños grupos puedan concretar reuniones presenciales con un similar “espíritu de iniciativa”.

“Es preciso que inicialmente los alumnos se reúnan en locales, en grupos de diez o menos todavía y se mezclen entre sí: al principio los instructores deben ser electos por el propio grupo, dentro del criterio de buena voluntad, del tiempo en el partido, de relativa mayor preparación, etc.”, propone Gramsci. Dicho espacio debe tener como centro de gravedad el estudio y análisis de la realidad concreta y las exigencias políticas de las y los trabajadores ante una coyuntura difícil de asir, de manera tal que se contrarreste la tendencia a la dispersión y el aislamiento. En este sentido, concluirá, “toda clase debe recurrir a la explicación práctica de los fenómenos experimentados por los compañeros, ya sea en el campo de la política, la economía y la ideología”.

Esta experiencia resulta intensa pero breve, ya que el posterior encarcelamiento de Gramsci en noviembre de 1926, la criminalización extrema de cualquier tipo de activismo de izquierda y la arremetida final contra los partidos políticos opositores (que terminan siendo ilegalizados), diluyen toda perspectiva de continuidad de la iniciativa. Sin embargo, durante sus años de encierro insistirá en la necesidad de crear y sostener espacios autoformativos que contrarresten las “condiciones de embrutecimiento físico y moral” que supone la cárcel. He aquí un segundo momento destacable y sumamente actual en el itinerario de Gramsci como educador popular.

En la isla de Ustica, ubicada en el sur de Italia, donde es recluido a comienzos de 1927 por algunas semanas, forja nuevamente una Escuela, a la que asisten no solamente presos políticos sino incluso algunos habitantes del lugar. “Gracias a la Escuela -relata en una carta enviada a su amigo Piero Sraffa- evitamos los peligros de la desmoralización, que son muy graves”. Una vez más la formación oficia de certero anticuerpo frente al aislamiento físico, afectivo y político al que se ve sometido. En este espacio, que incluye desde la alfabetización hasta talleres de cultura general, todos resultan “maestros y estudiantes”, y el propio Gramsci admite que a la par que enseña historia y geografía, frecuenta algunos cursos en carácter de ávido aprendiz.

Gramsci permanecerá tan sólo 44 días en la isla, aunque la Escuela tendrá una duración mayor. Uno de los presos políticos que continúa en Ustica, de nombre Giuseppe Berti (con vasta experiencia en la organización de Escuelas de partido en el exilio) le escribe meses más tarde para consultarle acerca de la metodología de enseñanza y la concepción educativa más pertinente, con la intención de sostener en el tiempo y potenciar esta iniciativa autogestiva. Desde Milán, Gramsci le responde en una detallada carta que “una de las actividades más importantes a realizar por parte de los maestros, según mi opinión, sería la de registrar, desarrollar y coordinar las experiencias y las observaciones pedagógicas y didácticas, ya que sólo de semejante trabajo ininterrumpido pueden nacer el tipo de escuela y el tipo de maestro que requiere precisamente ese lugar”.

Luego de resaltar esta necesidad de sistematizar el proyecto y de sugerir que quienes fungen de educadores puedan conformar un “círculo” de autoformación en temas didácticos y pedagógicos, que permita también el intercambio y la socialización de información y conocimientos mutuos, le admite a Berti con un dejo de ironía que “es difícil aconsejarte y darte una serie, como dices tú, de ideas ‘geniales’. Me parece que hay que mandar la genialidad a la ‘fosa’ y que en su lugar se debe aplicar el método de las experiencias más minuciosas y de la autocrítica más imparcial y objetiva”.

Durante su presidio transitorio en el norte del país a la espera de una sentencia firme, Gramsci privilegia la lectura y el estudio, y para no empeorar su frágil estado de salud realiza además ejercicios de gimnasia. En paralelo, continúa apelando a la escritura de cartas como puente de comunicación para burlar el aislamiento, y le envía a su madre unas sentidas líneas donde les expresa lo siguiente: “Carissima mamma, no querría repetirte lo que ya frecuentemente te he escrito para tranquilizarte en cuanto a mis condiciones físicas y morales. Para estar tranquilo yo, querría que tú no te asustaras ni te turbaras demasiado, cualquiera que sea la condena que me pongan. Y que comprendas bien, incluso con el sentimiento, que yo soy un detenido político, que no tengo ni tendré nunca que avergonzarme de esta situación. Que, en el fondo, la detención y la condena las he querido yo mismo en cierto modo, porque nunca he querido abandonar mis opiniones, por las cuales estaría dispuesto a dar la vida, y no sólo a estar en la cárcel. Y que por eso mismo yo no puedo estar sino tranquilo y contento de mí mismo. Querida madre, querría abrazarte muy fuerte para que sintieras cuánto te quiero y cómo me gustaría consolarte de este disgusto que te doy; pero no podía hacer otra cosa. La vida es así, muy dura, los hijos tienen que dar de vez en cuando a sus madres grandes dolores si quieren conservar el honor y la dignidad de los hombres”.

Esta energía vital y estado de ánimo positivo se irá apaciguando poco a poco. A mediados de 1928 es llevado a Roma, donde recibe finalmente una condena de más de 20 años de prisión. Ya con síntomas de deterioro físico y psicológico (que se agravarán año a año) es enviado a la cárcel de Turi, en el sur de Italia. Allí meses más tarde, en 1929, le otorgan el permiso para escribir y contar con una celda individual. Lector voraz e insomne, se apasiona por hojear cuanto tiene a mano, llegando a deglutir “más de un libro por día”, buscando a cómo dé lugar no acostumbrarse a “los días que se suceden iguales e igualmente aburridos”, resistiéndose a ser “un objeto sin voluntad y sin subjetividad frente a la máquina administrativa”.

Pero a pesar de ello, Gramsci dista de ser una persona completamente aislada o ensimismada. Sin el apoyo permanente, acompañamiento y contención de su entorno socio-afectivo (mujeres, ante todo, como su cuñada Tatiana Schucht, pero también otros familiares, amigos y compañeros), sin ese diálogo e interlocución con pensadores clásicos y contemporáneos (de Maquiavelo, Hegel y Marx, a Lenin, Sorel, Bujarin y Croce), ni la constante apelación a la “traducibilidad” e intercambio de lenguajes filosóficos, saberes plebeyos, experiencias insurgentes y procesos populares, no hubiese podido en los años sucesivos redactar sus Cuadernos de la Cárcel y menos aún mantenerse activo, escamoteando el encierro para poder revisar o pulir sus ideas una y otra vez, cual meticuloso e incansable artesano. De ahí que reconozca que le resulta “imposible pensar ‘desinteresadamente’ o estudiar por estudiar. Sólo en contadas ocasiones me he abandonado a alguna línea particular de pensamiento y analizado algo a causa de su interés intrínseco”.

Incluso la ardua y paciente producción de los Cuadernos de la Cárcel -verdadero laboratorio en movimiento, de un pensar crítico inigualable- puede ser interpretada como una experiencia de educación militante en sí misma, en la medida en que Gramsci se concibe como un pedagogo de la praxis que aprende y es educado por la propia realidad histórica italiana, europea y mundial, del mismo modo que por las experiencias revolucionarias precedentes y contemporáneas. Desde esta óptica, los Cuadernos son una reflexión concebida desde una doble derrota (la sufrida a manos del fascismo, sin duda, pero también la que involucra a la tragedia del estalinismo), y como tal, supone un proceso de aprendizaje a partir de una pedagogía de la pregunta, interrogándose en torno a por qué fracasaron, o bien fueron derrotados, los diversos proyectos emancipatorios impulsados en otras latitudes.

Asimismo, sería un error definir al Gramsci entre rejas como un intelectual abocado exclusivamente al ejercicio del pensamiento crítico y la reinvención del marxismo. Desde ya esta es una faceta ineludible y cardinal, que lo hace uno de los revolucionarios más sugerentes en estos tiempos, ya que brinda elementos para entender la complejidad de la dominación y los intrincados mecanismos a través de los cuales se sostiene y apuntala este orden capitalismo, patriarcal y colonial profundamente desigual e injusto. Conceptos como los de hegemonía, bloque histórico, Estado integral, revolución pasiva y crisis orgánica apuntan a dar cuenta de esto. No obstante, las elucubraciones vertidas en sus Cuadernos no agotan en toda su integralidad a la figura de “carne y hueso” que fue Gramsci. Por ello no resulta ocioso recordar aquella sentencia magistral que vuelca en una de sus tantas notas de encierro, en la que denuncia que “los intelectuales creen que saben, pero comprenden muy poco y casi nunca sienten”.

Esta convicción senti-pensante no es algo acotado a su período de reclusión en las cárceles fascistas. Revisitar las etapas precedentes y menos conocidas de su vida, nos aleja de un supuesto Gramsci heroico y frío sabelotodo -un “teórico de la derrota” edulcorado y compatible con ciertos discursos progresistas en boga-, acercándonos a una figura más humana, indisciplinada e integral que, no por ello, pierde estatura histórica. En una de las epístolas escrita en 1924 para su compañera, se interroga angustiado precisamente en torno a este desencuentro que, muchas veces, tiende a existir entre el amor y la apuesta en favor de un proyecto revolucionario: “Cuántas veces me he preguntado si era posible ligarse a una masa cuando no se había querido a nadie, ni siquiera a la propia familia, si era posible amar a una colectividad cuando no se había amado profundamente a criaturas humanas individuales. ¿No iba a tener eso un reflejo en mi vida de militante?, ¿no iba a esterilizar y a reducir a mero hecho intelectual, a puro cálculo matemático, mi cualidad de revolucionario?”.

Algunos intérpretes de la obra gramsciana han apelado a una metáfora sugerente para caracterizar su invariante actitud ante la adversidad: la táctica del agricultor, que durante los meses del gélido invierno prepara sus herramientas para la próxima siembra y cosecha. Apostar a la autoformación en contextos de encierro y aislamiento físico, dotar a la militancia popular de mayores condiciones e instrumentos para el análisis riguroso de la realidad y una intervención certera en ella, de manera creativa y sin ánimo alguno de dogmatismo, resulta fundamental en la construcción de intelectuales orgánicos/as que, al decir de Gramsci, “tengan cabeza y no sólo pulmones y garganta”. Al fin y al cabo, como supo expresar Rosa Luxemburgo, esa otra rebelde con causa que también logró escamotear el encierro y ejercitar la libertad de manera tan radical como los pájaros, “a pesar de la nieve, de las heladas y de la soledad -los herrerillos y yo- creemos en la próxima primavera”.

Fuente: https://desinformemonos.org/antonio-gramsci-la-formacion-y-el-pensar-critico-como-anticuerpos-frente-al-encierro/

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Rosa Luxemburgo desde América Latina

Un fantasma recorre América Latina: el fantasma de Rosa Luxemburgo. Su espectro sobrevuela las resistencias e iniciativas de los sectores más combativos del movimiento obrero y los pueblos indígenas, del campesinado y los feminismos plebeyos, del estudiantado y las comunidades migrantes. Más allá de sus matices y posibles diferencias, podemos afirmar que, en conjunto, este crisol de luchas evidencia que vivimos un tiempo histórico acorde con el luxemburguismo.

Sin embargo, para bien y para mal, ésta es una historia que aún no es plenamente Historia. Para bien, porque Rosa dista de ser una marxista anclada meramente en su época y su contexto específico, como algo situado sin más en el pasado. Por el contrario, hoy su obra -entendida como la conjunción de lo pensado, sentido y actuado por ella- se nos presenta como tremendamente actual e imperecedera: sus conceptos y reflexiones, la agudeza de sus críticas, advertencias y denuncias resultan premonitorias y de enorme vigencia, no sólo para cepillar a contrapelo lo acontecido durante el siglo XX, sino también y sobre todo para analizar a -e incidir en- las apuestas emancipatorias y los procesos socio-políticos más radicales que se despliegan en el sur global, y en particular en América Latina. Para mal, porque todavía no se ha reconstruido, en toda su riqueza y complejidad, la recepción, influencia y recreación de la obra de Rosa Luxemburgo en nuestro continente. Esta es una tarea pendiente de suma importancia, que en forma parcial y aproximativa se está intentando subsanar desde hace algunos años en la región, y a la que esta ponencia pretende también aportar.

Al respecto, creemos pertinente partir de una cierta periodización o desdoblamiento de los ciclos de la lucha de clases en el sur global durante el último siglo, en tres grandes momentos, dentro de los cuales el espectro de Rosa circunda, influye y aporta a la revitalización del marxismo latinoamericano en una clave crítica y revolucionaria, contribuyendo a potenciar las luchas anti-sistémicas en nuestro continente.

La unidad entre teoría y acción

El primero de ellos emerge al calor de las últimas reflexiones y disputas militantes libradas por la propia Rosa, e involucra centralmente los primeros años posteriores a su asesinato. Como es sabido, entre 1917 y 1923 se vive un proceso de exacerbación de la lucha de clases que implica -más allá de las particularidades de cada territorio- una dinámica de insubordinación global. En este marco, la figura de José Carlos Mariátegui (1894-1930), marxista peruano y uno de los más originales intelectuales militantes de América Latina, se destaca por su sugerente apropiación del legado luxemburguista, e incluso por las notables afinidades que ostenta con respecto al derrotero de Rosa como revolucionaria incómoda para la época. En ambos casos, estamos en presencia de figuras “trágicas”, cuya vida se trunca abruptamente, que batallan tanto contra el reformismo y las lecturas positivistas del marxismo, como con aquellas visiones que pretendían hacer de la revolución rusa un “modelo” a replicar en todo tiempo y lugar.

La unidad indisoluble entre teoría y acción, el punto de vista de la totalidad como principio epistemológico del marxismo, la crítica al eurocentrismo que imbuía en aquel entonces a la inmensa mayoría de la izquierda, la denuncia de las formas imperiales de despojo en la periferia capitalista, la revalorización de las formas comunitarias de vida social, la defensa enconada del internacionalismo sin descuidar el análisis situado de la realidad, la apuesta por formas organizativas más democráticas y la confianza en la capacidad autoemancipatoria de las masas, son algunos de los puntos en común que los hermana. El destino de ambos también es similar: excomulgados por la III Internacional y gran parte de los partidos comunistas, al poco tiempo de fallecer, sus apellidos pasaron a ser sinónimo de error político y debilidad teórica, deviniendo herejías que debían ser combatidas con igual esmero.

Si bien no podemos extendernos, vale la pena destacar que durante su prolongada estancia en Europa (donde adscribe al marxismo y vivencia lo que define como una “crisis civilizatoria”) Mariátegui llega a visitar en 1922 Alemania, durante un contexto en el que aún el proceso revolucionario no se había cerrado definitivamente en el país. Tras su regreso a Perú al año siguiente, dicta una serie de conferencias en el marco de las Universidades Populares “González Prada” (un espacio de autoformación política con idéntica vocación a la de la Escuela de partido en Berlín de la que supo ser parte Rosa, que fungía de instancia de articulación de las luchas obreras, estudiantiles e indígenas), donde dos de los conversatorios los dedica íntegramente al análisis de los acontecimientos ocurridos en territorio germano. Allí brinda una sentida semblanza de Rosa, en la que expresa: “Rosa Luxemburgo, figura internacional y figura intelectual y dinámica, tenía también una posición eminente en el socialismo alemán. Se veía, y se respetaba en ella, su doble capacidad para la acción y para el pensamiento, para la realización y para la teoría. Al mismo tiempo era Rosa Luxemburgo un cerebro y un brazo del proletariado alemán”.

No será ésta la única vez que aluda a ella en sus escritos. Al final de su vida, entre 1929 y 1930, en un contexto donde el “luxemburguismo” no gozaba en absoluto de legitimidad en las filas de la izquierda, Mariátegui escribe una serie de notas bajo el título de Defensa del Marxismo, en las que reivindica a la praxis como columna vertebral de todo proyecto revolucionario, que según él implica la creación de hombres y mujeres radicalmente distintos a los que forja el capitalismo. Entre los nombres que destaca como ejemplos de este tipo de figuras que amalgaman pensamiento crítico, nueva sensibilidad y acción transformadora, nuevamente despunta Rosa: “¿Y en Rosa Luxemburgo, acaso no se unimisman, a toda hora, la combatiente y la artista? ¿Quién vive con más plenitud e intensidad de idea y creación? Vendrá un tiempo en que, a despecho de los engreídos catedráticos, que acaparan hoy la representación oficial de la cultura, la asombrosa mujer que escribió desde la prisión esas maravillosas cartas a Luisa Kautsky, despertará la misma devoción y encontrará el mismo reconocimiento que una Teresa de Ávila. Espíritu más filosófico y moderno que toda la caterva pedante que la ignora puso en el poema trágico de su existencia el heroísmo, la belleza, la agonía y el gozo, que no enseña ninguna escuela de sabiduría”.

Esta reivindicación de Luxemburgo lleva a Mariátegui a traducir y publicar en la revista Amauta (de la que supo ser fundador y director hasta su muerte), al cumplirse en 1929 diez años de su asesinato, el texto “Navidad en el asilo de noche”, escrito por la propia Rosa, así como editar en ella, a comienzos de 1930, un extenso artículo de homenaje a la revolucionaria polaca, redactado por la poeta argentina y activista de izquierda Nydia Lamarque, bajo el título de “La vida heroica de Rosa Luxemburgo”, que sugestivamente incluye como ilustración complementaria el dibujo de una indígena “hiladora” de los Andes. Todo un símbolo a pesar de las distancias étnicas, geográficas y filosóficas. Tejer redes e ideas, enhebrar luchas y hermanar resistencias tanto en el centro europeo (donde el proletariado urbano asumía un rol fundamental) como en las periferias del sur global (en las que las comunidades campesinas e indígenas resistían con tesón a la acumulación por despojo), fue algo que obsesionó a Rosa a lo largo de su ajetreada e intensa vida militante.

Exhumando el luxemburguismo

La derrota y el reflujo paulatino de todas estas luchas, la brutal represión acometida por el fascismo y el nazismo, así como la consolidación del stalinismo dentro de los partidos de izquierda, trajeron aparejado un contexto sumamente adverso para el marxismo crítico, y un eclipsamiento casi total de aquellas tradiciones distantes de la socialdemocracia y el leninismo. No obstante, la década del sesenta será un segundo tiempo de resurgimiento y ebullición de las luchas populares, que permite rescatar la obra de Rosa Luxemburgo al compás de las rebeliones vividas en buena parte del sur global.

Esta nueva insubordinación global que tiene como años emblemáticos a 1967, 1968 y 1969, torna propicia la exhumación de Rosa como militante anticapitalista, heterodoxa e integral. En las multitudinarias manifestaciones contra la guerra en Vietnam, junto a pancartas de Hồ Chí Minh y el Che Guevara, se destacan las de su inconfundible rostro. El mayo francés, el otoño caliente italiano y el movimiento estudiantil y de izquierda extraparlamentaria en Alemania, revitalizan sus ideas y propuestas. Si ya la revolución cubana había abierto tempranamente un período de recreación del pensamiento crítico en América Latina, movimientos insurgentes y rebeliones populares en diversos territorios de nuestro continente traen al presente sus aportes.

Dentro de la constelación de corrientes de la nueva izquierda que irrumpe con fuerza en aquellos años, cabe resaltar a un grupo político-cultural argentino, conocido como Pasado y Presente, que en franca ruptura con las tradiciones más ortodoxas del marxismo, publica una revista homónima y una serie de cuadernos en formato de libro (que, a lo largo de más de una década, llegan a tener en total, tras sucesivas reediciones, una tirada de casi un millón de ejemplares). En este marco precisamente dan a conocer varios libros y artículos de Rosa Luxemburgo, inéditos hasta ese entonces en lengua española. En medio de un contexto signado por una cruenta dictadura militar, el grupo Pasado y Presente difunde sus ideas en la ciudad de Córdoba, que se ve sacudida por una huelga política de masas con tintes insurreccionales, conocida como el “Cordobazo”, que involucra la proliferación de barricadas y el enfrentamiento con las fuerzas policiales, desbordando incluso a las dirigencias sindicales y partidarias desde una sana y combativa espontaneidad.

Entre los varios escritos que publican de Rosa, uno de ellos resulta clave para entender a estos inéditos procesos de autoactividad popular: Huelga de masas, partido y sindicatos se edita en Argentina (y por primera vez en castellano en todo el mundo) en mayo de 1970, cuando se cumple el primer aniversario del “Cordobazo”, al que de ahí en más le suceden otras rebeliones similares en el resto del país y también en otras latitudes de nuestro continente. En simultáneo a la difusión de este escrito maldito de Rosa, que de acuerdo al grupo Pasado y Presente “puede arrojar muchas enseñanzas y reflexiones válidas para el examen de los tiempos actuales”, publican su texto Problemas organizativos de la socialdemocracia rusa, el borrador titulado La revolución rusa, la Anticrítica que redacta como respuesta frente a los cuestionamientos a su libro La acumulación del capital, así como Introducción a la economía política, material póstumo de enorme relevancia para la realidad latinoamericana, y variados artículos y documentos vinculados con la cuestión nacional en Polonia y en Europa.

José Aricó, principal referente del grupo Pasado y Presente y traductor de algunos de estos textos de Rosa, afirma por esos años que editar a Luxemburgo es ante todo un acto político, que “adquiere una doble significación: la de un homenaje a la revolucionaria asesinada por la canalla de Noske, y a la vez la del rescate de una elaboración teórica y política fundamental para el marxismo, silenciada durante años por el stalinismo”. En esa coyuntura tan convulsionada en Argentina, esta generación reconocía que “el pensamiento de Rosa Luxemburgo se nos presenta de una actualidad sorprendente. Es quizás esa actualidad lo que atemoriza tanto a los dogmáticos y los impulsa a seguir silenciando a la gran revolucionaria”. Consideramos que la original experiencia de Pasado y Presente se emparenta con lo que Frigga Haug definió como la “línea Luxemburgo-Gramsci”, en la medida en que en sus reflexiones e iniciativas político-culturales, supieron amalgamar lo mejor de estos marxistas heterodoxos, incómodos tanto para la socialdemocracia como para el leninismo en su variante stalinista.

Como se puede comprobar revisando las fechas de edición de los libros y materiales que abordan la obra de Rosa en nuestro continente, la bibliografía de su propia autoría o bien centrada en ella tiene su mayor difusión durante los años ’70. Sin duda hay un contexto latinoamericano y global que requiere herramientas teórico-analíticas y de intervención militante que vayan a contramano de los dogmatismos predominantes hasta ese entonces, y los escritos de Rosa resultan -ejercicio de traducción y actualización mediante- una brújula potente en aquel conmovedor tiempo histórico de crisis capitalista, donde la politización de las clases populares y el ascenso de las luchas constituye una invariante condición de época. La obra luxemburguista irrumpe en este momento tan álgido con una enorme potencialidad, para ensayar apuestas políticas de un socialismo anti-autoritario y radical, a contramano de toda lógica burocrática o puramente parlamentarista, privilegiando el protagonismo popular desde abajo, desde un sentir más acorde a los enormes desafíos de una coyuntura donde se trata ante todo de exigir lo imposible.

No obstante, el reflujo que le sucede a este período de protesta y descontento planetario, signado por una contrarrevolución que supuso un ejercicio generalizado del terrorismo estatal y paramilitar en gran parte del sur global durante los años setenta y ochenta, así como el estatismo autoritario y la ofensiva neoliberal desplegada en Europa en esas décadas, combinadas con el desconcierto y la desazón como consecuencia de la implosión de los regímenes autodenominados socialistas, hacen menguar la vitalidad del marxismo como concepción del mundo y brújula para la acción transformadora.

Nuevas rebeliones, nuevos horizontes

El nuevo ciclo de luchas populares e impugnación al neoliberalismo en la región que irrumpe durante los años ’90, fue la oportunidad para que Rosa retorne como una referencia teórico-política cada vez más importante de las resistencias desplegadas a lo largo y ancho del continente, por movimientos sociales y organizaciones de base inéditas. El llamado Caracazo de 1989 en Venezuela, la rebelión indígena en territorio ecuatoriano en 1990, la conmemoración de los 500 años de resistencia a la opresión colonial en 1992 y el alzamiento zapatista el 1 de enero de 1994 en Chiapas (México), la guerra del agua y del gas en Bolivia, el 19 y 20 de diciembre de 2001 en Argentina, así como un sinfín de procesos de insubordinación de masas, resultaron hitos precursores de esta nueva fase de protesta y descontento de masas, pero también de autoafirmación y construcción de poder territorial que, con vaivenes y altibajos, se mantiene en pie más allá de las alternancias gubernamentales de uno u otro pelaje ideológico, y que en los últimos años parece haber cobrado un nuevo impulso de la mano de los movimientos feministas y popular-comunitarios en contra del extractivismo y las múltiples formas de violencia sobre los cuerpos, y que durante 2019 ha incluido verdaderas huelgas políticas de masas y revueltas callejeras (la mayoría de ellas de carácter espontáneo) en países como Haití, Chile, Colombia y Ecuador, que tornan más vitales aún las elucubraciones de Rosa al respecto.

En este sentido, nos asumimos como parte de una nueva generación intelectual y militante que, en los últimos años en particular, ha intentado traer al presente y recrear ciertas ideas e hipótesis luxemburguistas, con el propósito de aportar a la reflexión y acción de las organizaciones de izquierda y los movimientos populares de carácter anticapitalista, anticolonial, antiimperial y antipatriarcal. Si bien son numerosos los aportes que Rosa brinda para la actual coyuntura latinoamericana, no podremos profundizarlos aquí en detalle, tal como sí lo hacemos en nuestro libro Rosa Luxemburgo y la reinvención de la política. Una lectura desde América Latina (2019).

Nos interesa, por tanto, enunciar al menos algunas de sus principales contribuciones, que hemos tenido la oportunidad de contrastar y poner en diálogo con movimientos y organizaciones de diferentes países de Sudamérica, en el marco de talleres de formación política realizados durante 2018 y 2019, y que tenemos previsto replicar este año en otros territorios latinoamericanos. En apretada síntesis ellos son:

  1. El punto de vista de la totalidad, la dialéctica revolucionaria y la praxis histórica, como principios epistémico-políticos de un marxismo no esquemático ni mecanicista.
  2. La sugerente lectura del entrelazamiento entre capitalismo y colonialismo, para entender de forma más compleja las dinámicas de explotación, endeudamiento y despojo que implican una relación violenta, asimétrica y desigual entre los centros y las periferias globales, a partir de una óptica que considera al capitalismo como un sistema-mundo constitutivamente conflictivo, imperial y en constante búsqueda de nuevos mercados, que dista de ser homogéneo y armónico en su configuración.
  3. La vocación por amalgamar la denuncia de la misoginia, la confrontación contra el patriarcado y el fomento del protagonismo de las mujeres, con el impulso y la relevancia de la lucha de clases, de manera tal que estas diferentes y complementarias modalidades de opresión pudiesen combatirse desde una perspectiva integral. Múltiples colectivos y organizaciones feministas, ancladas en una lucha “interseccional”, hoy levantan la figura de Rosa en movilizaciones y procesos de autoafirmación en todo el sur global, como una referencia clave que, en su época, osó impugnar el monopolio del pensamiento y el quehacer político por parte de los varones, y caracterizar a las mujeres trabajadoras como “las más desposeídas de derechos de todos los desposeídos”, aunque sin dejar de criticar a aquel feminismo burgués que, disociando estas luchas, subestima y hasta bebe de los frutos de la dominación de clase.
  4. La estrecha relación entre socialismo y democracia, que supone reformular el vínculo entre ambos en función de una perspectiva no instrumental, donde medios y fines se articulan y condicionan mutuamente, a punto tal que el camino es tan importante como la meta, por lo que el ejercicio de una democracia socialista que hermane libertad e igualdad, no comienza de acuerdo a Rosa “recién en la tierra prometida”, sino que debe prefigurarse aquí y ahora, en cada resquicio de la vida cotidiana.
  5. El activismo en contra de la guerra y el militarismo, que hoy se actualiza al calor de lo que el zapatismo define como “cuarta guerra mundial”, y que ciertas feministas consideran que tiene al cuerpo de las mujeres como principal botín y territorio de disputa. La huelga internacional llamada una vez más para este 8 de marzo, apunta justamente a denunciar esta violencia sistémica al grito de “¡Vivas nos queremos!”
  6. La crítica a los formatos ultra-centralistas y burocráticos de organización, que deben ser sustituidos según ella por una organización-proceso, en constante movimiento y dinamismo, democrática y participativa, de carácter experimental y abierta al aprendizaje colectivo, en función de los vaivenes de la lucha de clases y de la espontaneidad de las masas, tal como se advierte en infinidad de movimientos sociales y espacios de auto-organización popular surgidos en las últimas décadas en América Latina al calor de las resistencias contra el neoliberalismo, que además han sabido generar, tal como pregonaba Rosa, puentes de mutua interacción e instancias de confluencia, durante las sucesivas “oleadas” de lucha callejera, entre activistas que sí se encuentran organizados/as y sectores que, a pesar de no estarlo, demuestran un enorme espíritu de lucha y grandes niveles de autoconciencia.
  7. La apuesta por articular de manera dialéctica reforma y revolución, que en palabras de Rosa implica “la unión de la lucha cotidiana con la gran tarea de la transformación del mundo”, de forma tal que la primera potencie la conquista de “reformas no reformistas”, habilitando mecanismos de ruptura y focos de contrapoder, y aportando al fortalecimiento de una visión estratégica global que, al mismo tiempo, reimpulse aquellas exigencias y demandas parciales, desde una perspectiva emancipatoria y contra-hegemónica de largo aliento.
  8. El internacionalismo como principio político indeclinable. El anti-imperialismo y la solidaridad activa entre las clases oprimidas del mundo, para ella no estaba supeditada a conveniencias pragmáticas o coyunturales, sino que constituía una actitud ética de carácter estratégico, que debía ejercitarse a nivel cotidiano y poniendo el cuerpo, no a través de discursos y documentos que se agotaran en la mera retórica de la denuncia. Hoy esta convicción se actualiza como un certero antídoto ante la exacerbación de los nacionalismos, el racismo y la xenofobia, al compás de consignas como la de los movimientos campesinos latinoamericanos, que gritan al unísono: “¡Globalicemos la lucha, globalicemos la esperanza!”.
  9. La exigencia del reconocimiento pleno de la plurinacionalidad, en aquellos territorios y casos concretos en los que la autoadministración territorial, la libertad cultural y el uso de la lengua autóctona, ameritan ser reconocidas como demandas genuinas de pueblos y naciones subyugados, sin que ello equivalga necesariamente a “secesionismo”. Esta iniciativa, que Rosa concibe para realidades como la del vasto y abigarrado territorio ruso, tiene evidentes puntos de contacto con la reivindicación hecha por varios pueblos y nacionalidades indígenas en América Latina, quienes lejos de exigir una separación completa o la creación de un Estado propio en una clave mono-étnica o monolingüe, abogan por Estados plurinacionales, donde se supriman las lógicas jerárquicas y racistas y se abra paso a un proceso real de descolonización integral.
  10. La extrema sensibilidad y empatía ante la naturaleza, que permite caracterizarla como una de las primeras marxistas que dota de centralidad a la cuestión ecológica y ambiental, al reivindicar una férrea defensa de la totalidad de los seres vivos, así como de la tierra, frente a la voracidad, contaminación y violencia que el capitalismo impone en su sed de acumulación y constante despojo. Existe en Rosa una “afinidad electiva” con las luchas anti-extractivistas, el Buen Vivir y la cosmovisión de numerosos pueblos indígenas, comunidades afrodescendientes y organizaciones campesinas latinoamericanas, que postulan que la naturaleza, al igual que los seres humanos, tiene derechos que no pueden ser sacrificados en el altar del mal llamado “progreso”.

Todas estas ideas-fuerzas configuran de conjunto un faro de referencia ineludible para refundar al socialismo como proyecto civilizatorio alternativo, frente a la barbarie que nos pretende imponer el capitalismo, el patriarcado y la colonialidad, ya que a diferencia de muchos referentes del marxismo que hoy dejan de ser leídos, o cuyos escritos y propuestas se nos presentan como añejas y parte de lo viejo que aún no termina de morir, Rosa se destaca por su jovialidad, radicalismo e indisciplina, y por su extrema actualidad para este convulsionado siglo XXI que ansiamos transformar de raíz. De ahí que traerla al presente sea, a la vez, una oportunidad para reinstalar estos debates estratégicos en el corazón mismo de las experiencias y proyectos emancipatorios que afloran en nuestro continente.

Al fin y al cabo, de algo estamos seguros: las revoluciones venideras en el sur global serán la conquista del pan, pero también el florecimiento de las Rosas.

Fuente del artículo: https://rebelion.org/rosa-luxemburgo-desde-america-latina/

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Ni calco ni copia. Mariátegui y la educación como praxis descolonizadora

Por: Hernán Ouviña

En Nuestra América, uno de los precursores dentro de la tradición del marxismo crítico en concebir de manera prioritaria a los procesos formativos y a la educación popular, como ejes transversales de una praxis revolucionaria y descolonizadora, ha sido sin duda el peruano José Carlos Mariátegui. Nacido el 14 de junio de 1894 en Moquegua, al sur de la ciudad de Lima, siendo niño sufre un accidente que le lesiona la pierna izquierda y lo deja postrado durante años, con secuelas para el resto de su ajetreada vida. A raíz de esta inmovilidad, suspende sus estudios primarios y se vuelca de lleno hacia el hábito de la lectura y la formación autodidacta.

A los 15 años, ingresa a trabajar en La Prensa, diario donde luego de realizar diversas tareas manuales es designado como cronista y comienza a publicar artículos, bajo el seudónimo de Juan Croniqueur, por lo que sus principales maestros en su etapa juvenil fueron el periodismo y las agitadas calles de Lima, tomadas por las multitudes obreras y estudiantiles en ebullición, de las que junto con las rebeliones indígenas que irrumpieron con fuerza por esos años en el resto del Perú, aprende sus primeras armas intelectuales. Dedicado cada vez más a la producción periodística, participa de varias iniciativas literarias, entre ellas la revista Colónida, de la que dirá años después que constituyó una “insurrección contra el academicismo y sus oligarquías”.

En mayo de 1919 crea, junto con su amigo César Falcón, el periódico La Razón, que funge de caja de resonancia de las luchas obreras y del movimiento estudiantil en Perú. Debido al creciente malestar que genera esta publicación en el gobierno de Arturo Leguía, ambos serán enviados por éste a Europa, en una suerte de “exilio blando”. José Carlos vive allí de finales de 1919 a comienzos de 1923 y se nutre intelectual y políticamente del estrecho vínculo que entabla con las corrientes artístico-culturales y las organizaciones revolucionarias que proliferan como hongos, en particular en la Italia del “bienio rojo” que oficia de verdadera escuela a cielo abierto, y donde activa por aquel entonces el joven Antonio Gramsci. Este distanciamiento de su tierra natal, lejos de aplacar su voluntad transformadora, lo estimula a conocer en profundidad lo específico de la realidad peruana: “por los caminos de Europa descubrí el país de América en el que había vivido casi extraño y ausente”, reconocerá más tarde en tono autocrítico.

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Luego de su regreso a Perú en marzo de 1923, se suma a la experiencia de las Universidades Populares “González Prada”, un espacio de formación y autoeducación impulsado por el movimiento estudiantil en Lima y Vitarte. Allí, primero asiste a una serie de clases y talleres en carácter de “estudiante” (tal era el requisito previo para poder participar como “educador”), y al poco tiempo dicta un conjunto de conferencias, a las que el mismo Mariátegui sugiere llamar “conversaciones”. Tras lamentarse por la carencia de maestros “capaces de apasionarse por las ideas de renovación que actualmente transforman el mundo y de liberarse de la influencia y de los prejuicios de una cultura y de una educación conservadoras y burguesas”, expresa que “la única cátedra de educación popular, con espíritu revolucionario, es esta cátedra en formación de la Universidad Popular”. En ella, durante varios meses de 1923 y comienzos de 1924, Mariátegui convida su original lectura de la crisis mundial, aunque no desde una actitud distante y erudita, sino teniendo en cuenta que aquél era “un curso popular”, por lo que se debía -según sus propias palabras- “emplear siempre un lenguaje sencillo y claro y no un lenguaje complicado y técnico”, de manera tal que cada exposición pudiese ser “accesible no sólo a los iniciados en ciencias sociales y ciencias económicas sino a todos los trabajadores de espíritu atento y estudioso”. Fiel a su vocación dialógica y de reconocimiento de la importancia de que las clases populares se formen y conozcan de manera rigurosa la realidad que pretenden transformar, Mariátegui afirma en la inauguración del conversatorio: “Nadie más que los grupos proletarios de vanguardia necesitan estudiar la crisis mundial. Yo no tengo la pretensión de venir a esta tribuna libre de una universidad libre a enseñarles la historia de esa crisis mundial, sino a estudiarla yo mismo con ellos. Yo no os enseño, compañeros, desde esta tribuna, la historia de la crisis mundial; yo la estudio con vosotros”.

Tras esta breve pero intensa experiencia en el seno de las Universidades Populares, a las que define como “escuelas de cultura revolucionaria” que “no viven adosadas a las academias oficiales ni alimentadas de limosnas del Estado”, sino “del calor y la savia populares”, serán variadas y complementarias las apuestas por el estudio y la formación política que dinamice Mariátegui, consciente de que “la burguesía es fuerte y opresora no sólo porque detenta el capital sino porque detenta la cultura”, por lo que ésta tiende a ser “el mejor gendarme del viejo régimen”. Desde periódicos y revistas militantes, como Claridad (laMariátegui imagen 2 cual inicialmente apuntaba a un público estudiantil, pero Mariátegui durante su breve dirección la reformula como punto de conexión y producción conjunta entre obreros/as e intelectuales) Labor (que bajo el subtítulo de “Quincenario de Información e Ideas” logra abarcar a un público más amplio que el del activismo gremial y político) y Amauta (que iba a llamarse en un principio “Vanguardia”, pero finalmente opta por este nombre de gran significación indígena, ya que equivale a “maestro” o “sabio” en lengua quechua), pasando por emprendimientos como la Editorial Minerva y la Oficina de Autoeducación Obrera en el marco de la flamante CGT peruana (de la que redacta sus Estatutos y Reglamentos), hasta las propias “tertulias” y reuniones culturales en su emblemática casa de la calle Washington, en las que se congregan una infinidad de personalidades y activistas de las más diversas tendencias (artistas, dirigentes sindicales y políticos, feministas, líderes indígenas y estudiantiles), para dialogar y socializar sus saberes y sentires mutuos.

Pensar con cabeza propia y de forma descolonizada, con la perspectiva de intervenir en la realidad creativamente, de manera tal que se pueda hacer del lema “Ni calco ni copia” un principio epistemológico y militante, tal fue el horizonte de estos proyectos pedagógico-políticos impulsados por Mariátegui (una verdadera red de producción y promoción de las diferentes y complementarias culturas emancipatorias), por lo que para él la formación y el estudio riguroso del marxismo no consistía en aprender un itinerario prefabricado en otras latitudes y tiempos históricos, sino en adquirir y poner en práctica una brújula para orientar la lectura y transformación radical de una realidad siempre refractaria a las recetas y esquemas de pizarrón. Quizás su mayor obra en este sentido haya sido los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, publicado a finales de 1928 y considerado uno de los textos pioneros en la construcción de un marxismo enraizado en Nuestra América. Además de dedicar en él un capítulo entero a la problemática educativa, donde denuncia que la educación en Perú “tiene un espíritu colonial y colonizador” y postula sin medias tintas que “no es posible democratizar la enseñanza de un país sin democratizar su economía y su superestructura política”, insiste en la necesidad de entender y analizar a las sociedades a partir del principio epistemológico de la totalidad (que implica concebir al capitalismo como un sistema, evitando disociar, salvo en términos estrictamente analíticos, las diferentes y complementarias dimensiones que lo constituyen como tal, y contemplando de manera imbricada las relaciones de explotación, dominio y resistencia que lo dotan de sentido).

En sintonía con estos planteos, Mariátegui también sugiere que es preciso corregir al filósofo René Descartes y pasar del “pienso, luego existo” al “combato, luego existo”, en la medida en que la conflictividad y la lucha constituyen un punto de partida clave para el conocimiento de nuestras sociedades, que permite a la vez hacer visibles a sujetos y movimientos que -por lo general- son “producidos como no existentes” por la ciencia colonial y las clases dominantes, debido a su carácter subversivo y anti-sistémico. Y de manera análoga a Gramsci, en su propuesta revolucionaria lo central no era definir al socialismo en función exclusivamente de su rigurosidad científica, sus coherencias lógicas y sus supuestas “leyes”, sino a partir sobre todo de su capacidad movilizadora y su estímulo para la intervención activa en la realidad. José Carlos supo referirse al mito no en los términos de una “mentira” o ficción imposible de concretar, sino en la clave de un conjunto de imágenes-fuerza que, arraigadas en las condiciones de vida concretas de los sectores populares y en su memoria colectiva, evocan sentimientos, cohesionan a las masas y las dotan de una subjetividad irreverente que empalma con los ideales de las luchas emancipatorias.

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He aquí, según Mariátegui, otro elemento a destacar en todo proceso formativo, que remite a los factores espirituales, la imaginación creativa y la mística como catalizadores del proceso de concientización de los pueblos y clases subalternas en su camino de autoliberación, ya que según él la revolución “será para los pobres no sólo la conquista del pan, sino también la conquista de la belleza, del arte, del pensamiento y de todas las complacencias del espíritu”. En el caso específico del Perú (pero también en otras latitudes de Nuestra América), ese mito capaz de dinamizar la reconstitución de la nación desde una perspectiva plural, debía tener como punto de partida la defensa de los pueblos indígenas sojuzgados por siglos de racismo, explotación y despojo. Sin embargo, “no es la civilización, no es el alfabeto del blanco, lo que levanta el alma del indio. Es el mito, es la idea de la revolución socialista”. De ahí que concluya proclamando que “nuestro socialismo no sería peruano, ni sería siquiera socialismo, si no se solidarizase primeramente con las reivindicaciones indígenas”.

Sus últimos años de vida los dedica a fomentar procesos organizativos de base, entre los que se destacan la creación del Partido Socialista Peruano y de la Confederación General de Trabajadores (concebidas ambas como verdaderas escuelas de formación en la construcción y ejercicio de un poder alternativo al del Estado y las clases dominantes), aunque sin descuidar la batalla de ideas en contra de aquellas lecturas dogmáticas que hacían del marxismo un conjunto de verdades irrefutables, o bien frente a quienes pretendían arrojarlo al basurero de la historia por considerarlo ajeno a las corrientes y movimientos de lucha gestados por fuera del campo de la izquierda tradicional. A contrapelo, para Mariátegui no debía concebirse como un sistema cerrado y escolástico a “aplicar”, sino en tanto teoría subversiva en constante enriquecimiento y complejización, basada en una dialéctica del cambio y en una producción siempre situada, ya que “no es, como algunos erróneamente suponen, un cuerpo de principios de consecuencias rígidas, iguales para todos los climas históricos y todas las latitudes sociales”.

Asimismo, podríamos aventurar que para él la relevancia del marxismo como filosofía de la praxis no implica autosuficiencia ni endogamia, ya que “no es posible aprehender en una teoría el entero panorama del mundo contemporáneo y no es posible, sobre todo, fijar en una teoría su movimiento. Tenemos que explorarlo y conocerlo, episodio por episodio, faceta por faceta. Nuestro juicio y nuestra imaginación se sentirán siempre en retardo respecto de la totalidad del fenómeno”. Aún cuando asume al marxismo como una potente brújula, Mariátegui supo tender puentes y aprender a dialogar con un crisol de tradiciones políticas, procesos de lucha, vanguardias culturales y corrientes de pensamiento no emparentadas en sentido estricto con el marxismo, en pos de actualizar las armas de la crítica para combatir, con más fuerza aún, al capitalismo como sistema de dominación múltiple. Entre ellas, vale la pena destacar al feminismo, al que José Carlos considera “esencialmente revolucionario” debido a que, lejos de ser una “cuestión exótica” que “se injerta en la mentalidad peruana”, constituye una idea y una práctica humana “que encuentra un ambiente propicio a su desarrollo en las aulas universitarias y en los sindicatos obreros”. Por lo tanto, no sólo se trata de indigenizar al marxismo (tal como propone en sus Siete ensayos y en numerosos artículos periodísticos, en particular aquellos compilados bajo el título de Peruanicemos al Perú), sino también de despatriarcalizarlo. “Los que impugnan el feminismo y sus progresos -dirá- pretenden que la mujer debe ser educada sólo para el hogar. Pero, prácticamente, esto quiere decir que la mujer debe ser educada sólo para las funciones de hembra y de madre. La defensa de la poesía del hogar es, en realidad, una defensa de la servidumbre de la mujer. En vez de ennoblecer y dignificar el rol de la mujer, lo disminuye y lo rebaja”. En este punto, Mariátegui entiende que es el macho-varón quien debe ser “educado” y (trans)formado por esta causa de relevancia universal. Por ello concluye: “A este movimiento no deben ni pueden sentirse extraños ni indiferentes los hombres sensibles a las grandes emociones de la época. La cuestión femenina es una parte de la cuestión humana”.

El 16 de abril de 1930, con tan sólo 35 años, José Carlos fallece tempranamente en Lima, viéndose frustrado su proyecto de trasladarse a la Argentina con el objetivo de radicarse en Buenos Aires. Varias propuestas intelectuales y políticas quedarán truncas tras su partida. Entre ellas, la publicación de una revista de carácter continental y cuyo sugerente título iba a ser Nuestra América. Revitalizar el proyecto mariateguista de un socialismo no eurocéntrico ni burocratizado, rabiosamente anti-imperialista y anti-patriarcal, y que pueda forjarse a partir de las diversas tradiciones emancipatorias gestadas a lo largo y ancho del continente, resulta hoy una desafío urgente para quienes seguimos apostando, sin prisa pero sin pausa, a la creación heroica de los pueblos.

Fuente: https://desinformemonos.org/calco-copia-mariategui-la-educacion-praxis-descolonizadora/

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