Por: Graziella Pogolotti
Pronto cumplirá los cuarenta. A lo largo de esa etapa ha dado color, animación y vida a nuestro ambiente cultural en ese diciembre anhelado, cuando el año está llegando a su término. Junto a la invasión de una filmografía rica y variada, surge la expectativa en torno a la entrega de los corales. Pero el significado del Festival del Nuevo Cine sobrepasa en mucho la importancia de su indiscutible repercusión local. Se inscribe en un complejo proceso de alcance latinoamericano.
Imbrica los sueños de los artistas que emergían a mediados del siglo pasado, la necesidad de conquistar un espacio de visibilidad para la voz y la imagen de nuestra América con el propósito de impulsar el desarrollo de auténticas cinematografías nacionales. Desde la Cuba revolucionaria, podía articularse un proyecto alternativo, renovador y antihegemónico.
Tiempo atrás, México y la Argentina habían logrado estabilizar una producción cinematográfica que llegaba a nuestras salas a través de circuitos secundarios. Los de primer nivel respondían al monopolio de las empresas distribuidoras norteamericanas. Existía, sin embargo, un espectador potencial de raigambre popular que reclamaba un cine hablado en español.
Para satisfacer esos gustos, México y la Argentina ofrecían una producción comercial que eludía el abordaje de los conflictos esenciales de nuestra realidad, proporcionaba un rato de entretenimiento y popularizó intérpretes de indudable arraigo. Recuerdo todavía el revuelo provocado por la visita a La Habana del actor Jorge Negrete. Por aquel entonces, nada sabíamos de Brasil, ese gigante, tan cercano por vía de la música y el cine, introducido ahora también en nuestros hogares mediante la telenovela, su expresión más consumista.
Marginados de los grandes circuitos de distribución, privados, por consiguiente, del poderoso influjo de la propaganda transnacionalizada, los cineastas latinoamericanos atravesaron las duras consecuencias de las dictaduras impuestas en el subcontinente. Conocieron, en muchos casos, el exilio y la persecución. En la medida de sus posibilidades, Cuba ofreció apoyo para que sus voces e imágenes no desaparecieran del todo. El Festival proporcionó un ámbito propicio para el encuentro, la difusión y el reconocimiento de los espectadores. La reciente convocatoria habanera ofreció un panorama que recorre todos los países de América Latina.
El diseño de un proyecto alternativo y renovador exigía situarse en una perspectiva de desarrollo. Movidos por el talento y la vocación, muchos cineastas se habían formado a trompicones en el ejercicio de una práctica concreta. En Cuba, Tomás Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa pasaron por la ciudad romana del cine. Allí incorporaron las enseñanzas de la cinematografía italiana de la posguerra, prestigiada por el aliento transformador del neorrealismo.
Al triunfar la Revolución, el recién creado Icaic tenía que responder a las demandas de la inmediatez. Hubo que acudir a distintas formas de entrenamiento. Algunos demoraron años en hacerse cargo de la dirección de un filme. Para abrir paso a las nuevas generaciones de un Tercer Mundo que luchaba por liberarse de una herencia neocolonial, nació la escuela de San Antonio de los Baños. Sus egresados ya van dejando obras.
En el brevísimo lapso de cuarenta años, el mundo ha atravesado por cambios de enorme alcance. Uno de ellos responde a la presencia acrecentada del audiovisual mediante la introducción de las nuevas tecnologías de las comunicaciones. Las imágenes entran en nuestros hogares y nos entregan un placer solitario, acomodado a la ley del menor esfuerzo, abierta al consumo de la banalidad que nos adormece en el no pensar. Nuestro modo de vivir se modifica. En todas partes, las salas de cine se van achicando. En sentido contrario, la magia de la sala oscura hace del espectador partícipe activo de un disfrute compartido, tanto en los silencios de la máxima concentración, como en los rumores del desacuerdo y en el murmullo de la aprobación. Rompe rutinas e incita al despertar del espíritu crítico. A pesar de las limitaciones impuestas por los avatares económicos y el bregar de la cotidianidad, para los cubanos, el diciembre festivalero, a veces invernal y luminoso, sigue ofreciendo la oportunidad de crecer en la densidad de nuestra vida espiritual, de abrirnos hacia horizontes más anchos, de contribuir desde el sentir y el pensar crítico al tejido de una cultura que nutre y alienta.
Ante la arremetida de un poder hegemónico, dueño de sofisticados recursos para manipular conciencias, hay que aprender a nadar a contracorriente, como las truchas. Rompiendo esquemas, en Cuba un puñado de guerrilleros venció a un ejército profesional respaldado por el imperio. Entonces, parecía inconcebible. La victoria abrió cauce a la esperanza, esa fuerza poderosa que remueve montañas. Dar cuerpo y visibilidad a un cine latinoamericano fue sueño de unos pocos. Sin embargo, ahí está, múltiple y visible, inmerso desde distintas ópticas en los conflictos de la época. En ese contexto, la mujer, tan marginada en ese medio, ha conquistado voz y presencia. La clave del éxito está en la capacidad de diseñar, teniendo en cuenta el latir de la historia, las estrategias más adecuadas.
Fuente: http://www.cubadebate.cu/opinion/2017/12/17/a-proposito-de-un-festival/#.WjhFitLia00