Bangladesh/ Agosto 2015/ Autora: Alejandra Agudo/Fuente: El País
“No tengo tiempo de jugar”. Emon Hawlader se divierte tan solo los viernes por la tarde, el único tiempo libre del que dispone desde que empezó a trabajar hace dos años y medio como mecánico de vehículos. “Juego solo, tirando una pelota a la pared”, dice el chico tímido, triste y sucio de hollín y aceite de motor. Tiene solo 13 años, vive en una chabola de chapa de unos nueve metros cuadrados que comparte con los otros cinco miembros de su familia, sus padres y tres hermanas pequeñas, muy cerca de las vías del tren en un slum de Dacca, capital de Bangladesh. El crío es uno de los 168 millones de menores víctimas del trabajo infantil en el mundo y uno de los 7,9 millones niños obreros que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima que hay en su país.
Emon Hawlader gana 1.500 takas (17,5 euros) al mes. A cambio, trabaja los 365 días del año, nueve horas diarias, aunque a veces alarga su jornada toda la noche si hay muchos vehículos que reparar. Aguanta las bofetadas, martillazos u otras agresiones de su jefe cuando se equivoca, y se lleva algún golpe en la cabeza cuando está debajo de un coche y hace algún mal movimiento. ¿Por qué un niño de 13 años está arreglando bujías y pistones en vez de jugando al fútbol con amigos en el recreo del colegio entre clases? El patrón dice que está aprendiendo el oficio y «sacándose un dinerillo mientras estudia». «Sé que está prohibido, pero no le exploto», apostilla. La madre explica que el sueldo del padre, ayudante de un conductor de camioneta, no da para comer y pagar el alquiler. Por eso, su hijo y la mayor de las chicas, de 11 años, trabajan.
Así lo relata el niño: “No se supone que tenga estar feliz o sentirme bien, sino ayudar a la familia. El jefe me regaña, no se porta bien conmigo, pero si trabajas en un taller es normal que te peguen”.
“Es por la pobreza”, sentencia Abdus Shahid Mahmood, presidente de la Bangladesh Shishu Adhikar Forum (BSAF), una coalición de organizaciones contra el trabajo infantil. La ecuación es así de sencilla. En Bangladesh, un 43,25% de sus 156,5 millones de habitantes vive en situación de pobreza extrema —con menos de 1,25 dólares al día—. Y un 80% de los que tienen un empleo subsiste con menos de dos dólares diarios. Gran parte de ese abultado porcentaje de miseria lo engrosan y sufren los niños, que representan un 40% de la población del país (más de 60 millones). El resultado: abundante mano de obra muy barata.
“De acuerdo con la legislación, los menores de 14 años no pueden trabajar. Y los que tienen entre 15 y 17 pueden ser contratados, pero no en empleos peligrosos para su salud física o mental”, apunta Shahid Mahmood en referencia a la Bangladesh Labour Act (ley del trabajo) de 2006 y la Child Labour Elimination Policy (NCLEP) aprobada en 2010. Pero tales leyes no se cumplen. Casi ocho millones de niños son la prueba; el 93,3% trabaja informalmente por salarios pírricos de entre 10 y 20 euros al mes, en condiciones infrahumanas y sin derecho alguno. Así lo revela la última estadística oficial disponible realizada por el Gobierno en 2003. “Y sabemos que el número ha aumentado desde entonces. Calculamos que ahora hay 10 millones, pues la población aumenta, hay más inmigración de las zonas rurales a la ciudad y los pequeños encuentran empleo más fácilmente para mantener a la familia”, abunda. Si esa cifra se confirmase en la nueva encuesta pública al respecto que está elaborando el actual Gobierno y cuyos resultados se conocerán a finales de 2015, más del 16% de los niños del país estarían en esta situación. Multiplicarían por cinco la plantilla de la empresa privada con más empleados del mundo: Wallmart.
“No hay castigo ni acciones públicas para acabar con este problema. El Gobierno tiene planes, pero hay que implementarlos”, se queja este testigo de abundantes injusticias. “Los políticos deberían hacer más para proteger a la infancia. Las autoridades deberían ir a los slums, pero no van, y cuando lo hacen es para recibir dinero y mirar para otro lado”, acusa Shahid Mahmood ya casi exhausto en su enfado. La madre de Emon sabe bien que la policía podría multarles —a los padres y al empleador—, pero que eso no ocurrirá. “Nunca vienen por aquí”, reconoce encogiendo los hombros, sentada en su única cama, que ocupa la mitad del espacio de su vivienda en el poblado de chabolas de Shampur.
Basta conversar con alguno de los 16 millones de vecinos de Dacca, especialmente aquellos de los barrios más pobres, para comprobar el alto grado de aceptación del trabajo infantil. “Bangladesh es así”, dice la mayoría. “Somos pobres”, alegan los progenitores. “Son pobres”, justifican los empleadores. Ante este panorama, hay dos tipos de intervenciones posibles, en opinión de Mohammad Jasim Uddin Kabir, director del programa contra el trabajo infantil de la ONG española Educo, en Bangladesh: sacarles de su empleo o apoyarles con educación.
“Para muchos es prácticamente imposible dejar su trabajo, pues sus familias dependen de sus salarios”, apostilla Uddin Kabir. Por eso, Educo comenzó en el 2000 un programa de educación adaptada a niños trabajadores. No sin críticas, reconocen en la organización, pues hay quienes les consideran cómplices del problema. En la ONG arguyen, sin embargo, que a través de la formación consiguen el doble efecto de mejorar las aptitudes de los pequeños para conseguir empleos mejores y romper el círculo de la pobreza en el futuro y, en los mejores de los casos, convencer a los chavales y sus padres de que abandonar el trabajo para la dedicación exclusiva a la escuela es la mejor opción. A veces, lo consiguen.
Kanchon Rani Das dejó su empleo como sirvienta en una casa hace tres meses después de cuatro años de servicio. “Ahora dibujo y estudio más inglés”, dice la niña de 11 años en la lengua de Shakespeare. “Es un idioma internacional y quiero viajar al extranjero”, continúa sonriente. Alumna de 5º de primaria, pronto se someterá al Somapony, el examen oficial que los estudiantes deben pasar para obtener el título y continuar su formación. «Desde 2012, seguimos el plan de estudios oficial y así nos aseguramos de que nuestros alumnos puedan presentarse y obtener el certificado», puntualiza Uddin Kabir. Desde entonces, todos los estudiantes de Educo han pasado la prueba. «El 51% de los niños de las escuelas para trabajadores saca la máxima calificación con más del 80% de las preguntas bien contestadas», destaca el responsable del proyecto, no sin atribuirles a los chiquillos su parte de éxito. «Son más inteligentes, aplicados y prácticos que los que no trabajan», opina.
«I want to go to university and be a teacher», continúa resuelta Kanchon. Su madre, Joshowda Rani, de 40 años, la observa orgullosa mientras la niña relata en inglés sus planes de ir a la universidad y ser profesora. «Estoy muy contenta y sorprendida de que hable otro idioma», apunta la progenitora. «Su padre y yo trabajamos duro para que ella pueda estudiar y ser libre», añade. Ahora que se ha quitado la losa de la jornada laboral, ha podido colgarse definitivamente la mochila. Acude siete horas a la escuela, recibe clases adicionales y tiene tiempo para repasar la lección en casa. «El trabajo infantil debe parar. Pero la realidad es así. Los niños trabajan porque necesitan dinero debido a la mala situación económica de sus familias», resuelve, conocedora en primera persona de lo que habla, ella que lavaba la ropa, hacía la comida y barría la casa de otros por dinero.
«Ellos [sus empleadores] eran felices; tenían frigorífico y televisión, y sus hijos estudiaban en buenas escuelas. Y me preguntaba por qué yo vivía de esa manera. Ahora creo que si estudio mucho podré llegar a tener ese tipo de vida, tener una casa de madera fuera del slum y que mis padres se vengan conmigo», afirma convencida.
Otros no tienen la oportunidad de dejar su empleo y van a clase tres horas al día antes, durante o después de su jornada laboral. Alamin, de 11 años, es uno de ellos. Se levanta temprano, se asea y desayuna un cuenco de arroz antes de irse a trabajar. Durante diez horas diarias fabrica chanclas de plástico marca Raty junto a otros diez chavales de su edad. Ninguno para, ni sonríe, ni habla. Cuando acaba a las diez de la noche, regresa a casa, donde volverá a cenar arroz, quizá aderezado con curry, después de ducharse. Y dormirá en el suelo, pues la única cama de la vivienda familiar en el barrio chabolista de Hazaribag, en Dacca, la ocupan sus padres, su hermano pequeño y la enferma abuela de 80 años.
Así ha sido la vida de Alamin desde hace dos años y medio. Porque necesita los 1.000 takas al mes (11,75 euros) que recibe por su trabajo para ayudar a la economía doméstica. Sobre sus hombros excesivamente musculados para su edad pesa la responsabilidad de pagar la mitad del alquiler de la casa, ya que su madre cuida de la anciana y su padre sufre algún tipo de discapacidad y no consigue empleos bien remunerados de manera continua.»Algunos días vende verduras en el mercado», detalla la progenitora, que asegura que Alamin no trabajaría si no fuera por necesidad. «Ninguna madre quiere esto para sus hijos, pero tenemos suerte de que su jefe le deja estudiar», concluye.
Raton Das, de 40 años y dueño de la fábrica de chanclas en una cochambrosa edificación en el slum de Hazaribag fue, de hecho, quien animó al chico a matricularse en la escuela que Educo tiene en el barrio. Después de que la ONG evaluara su caso y resolviera aceptarle por su situación extrema, Alamin empezó la primaria el pasado enero. «Me gusta aprender a sumar y restar», señala sin dar muestra de alegría en su rostro o su voz. ¿Qué desea para el futuro? «Un buen empleo», responde escueto antes de volver a su mecánica labor.
«Los niños son muy pobres y vienen a pedir trabajo porque aquí tienen una oportunidad de ganar un salario», alega el jefe cuando se le plantea la ilegalidad de que toda su plantilla esté compuesta por menores de 14 años. «Los adultos no accederían a realizar este trabajo por este sueldo. Tendría que pagarles más», expone sin atisbo de culpa. Eso sí, no quiere que su hijo de tres años tenga el mismo destino que los necesitados críos que se asoman por la puerta para solicitar empleo. «Espero que solo estudie». Con todo, Raton Das no es el peor de los patronos posibles. Concienciado de la importancia de la educación, preside una asociación para promover que otros empresarios del barrio permitan a sus pequeños obreros acudir a la escuela. «Si estudian, será beneficioso para todo el país», manifiesta.
Esta idea es compartida por los responsables de la ONG española, que ha levantado en Bangladesh cinco escuelas propias para estos críos. En Korail, el más grande de los slums de Dacca, con unos 200.000 habitantes en el centro de la ciudad hacinados en chabolas junto a un vertedero, Educo dispone de tres escuelas, dos corrientes y una especializada en niños trabajadores. Cada año admiten a 30 nuevos alumnos en cada una de ellas. Además, otras organizaciones como Save the Children también han abierto colegios en el barrio y es fácil encontrarse con pequeños grupos de uniformados de rojo, azul o verde, dependiendo de que ONG sea la titular de su escuela. Puntadas de colores para coser un gran roto que se remienda por un lado mientras se desgarra por el otro.
Así, mientras Jasmin, de 25 años, y Siddik, de 27, abrían respectivamente sus fábricas de aluminio en un barrio industrial de la capital bengalí, gracias a que habían aprendido a escribir, sumar, restar y llevar una contabilidad básica, como ellos mismos relatan; Shopon se iniciaba como repartidor de comida en un restaurante con tan solo ocho años. Después de que el padre abandonara a la familia, la madre empezó a mendigar y el niño a reciclar plástico y otros materiales de valor ed la basura. Desde hace un año, el vertedero de Korail es su oficina; y hoy, como cada día, este crío de 11 años con el rostro cruzado por cicatrices y los pies descalzos llenos de heridas abiertas por los cristales o cualquier objeto punzante traicioneramente mezclado con los desperdicios y los gusanos, se pasará las horas matinales a la caza de tapones, botellas o cables con preciado cobre en su interior, que luego venderá al peso.
Algún día, por la simple razón del paso de los años, Shopon dejará de ser un niño trabajador, una ilegalidad, una vergüenza para quienes son responsables de su infancia perdida. Quizá llegue a cumplir su sueño de ser policía «para perseguir a los ladrones». De momento, está aprendiendo los números.
Alamin, Kanchon, Emon, Shopon… y tantos otros (hasta ocho millones) son el último eslabón de una cadena de producción y un sistema económico que, en busca del máximo beneficio, se aprovecha de los más débiles y necesitados, hasta que ya no hay nadie más debajo. Quedan solo ellos: los niños sin infancia de las fábricas.
Fuente de la Noticia: http://elpais.com/elpais/2015/08/03/planeta_futuro/1438592115_306609.html
Información de las Fotografías:
Emon Hawlader tiene 13 años. Vive en el ‘slum’ de Shampur, en Dacca. Trabaja entre nueve y diez horas diarias reparando motores de vehículos desde hace dos años y medio. A mitad de jornada acude a la escuela. Pero a veces, por el estrés, la carga de trabajo o las agresiones de su jefe, no puede asistir a clase. (Fotografía de Sofía Moro)
Fuente de las Fotografías: http://elpais.com/elpais/2015/08/03/album/1438594078_621078.html#1438594078_621078_1438595378
Procesado por:
María Magdalena Sarraute Requesens. Doctorado en Ciencias de la Educación, Magister en Desarrollo Curricular, Licenciada en Relaciones Industriales y con cursos de postgrados no conducentes a grado académico. Co-creadora de diferentes escuelas de postgrados. Diseñadora y evaluadora curricular de cientos de programas de pre y postgrados. Docente – Investigadora Educativa del CIM y reconocida por el PEII en la Categoría B, Coordinadora General del Centro Nacional de Investigaciones Educativas, Integrante de la SVEC e Integrante Fundadora de la Red Global/Glocal por la Calidad Educativa.