“El capitalismo practica una guerra civil latente y larvada o abierta y declarada”

El autor italiano Maurizio Lazzarato sostiene que no hay capitalismo sin guerra. En esta entrevista también critica a la tradición filosófica francesa de la década del 70 y considera que es necesario reconstruir la acción política a fin de pensar nuevos modos de rupturas revolucionarias a nivel macro.

Maurizio Lazzarato nacido en 1955 en Italia y residente en París desde hace décadas es uno de los filósofos contemporáneos más estimulantes para pensar el lugar de la izquierda en el desconcertante panorama político actual. Militante en su juventud en el autonomismo y estudiante en la Universidad de Padua, posteriormente su exilio en Francia lo pone en relación con la tradición filosófica de mayo del 68 en la cual Lazzarato se adscribe al mismo tiempo que polemiza fuertemente con muchos de sus conceptos y de manera muy notoria en sus últimos libros: Guerras y Capital co-escrito con Éric Alliez (2016), El capital odia a todo el mundo (2019), ¿Te acuerdas de la revolución? (2022), Guerra o revolución (2022) y El imperialismo del dólar (2023). Esta serie de publicaciones encuentra una nueva estación en su flamante lanzamiento titulado ¿Hacia una nueva guerra civil mundial? (Tinta Limón) que articula teoría y política desde una rabiosa actualidad a propósito del privilegio ontológico que para una generación de pensadores (Michel Foucault, Gilles Deleuze, Félix Guattari o Antonio Negri) ha tenido la afirmación y el desplazamiento de la negación con el consecuente efecto político de esta posición que ha llevado a eliminar del pensamiento de izquierda la categoría de “guerra” y nociones sucedáneas como el conflicto o la lucha en favor de una revolución subjetiva o micropolítica que ha evitado pensar una interpelación seria sobre la revolución a gran escala. En este sentido, según Lazzarato será imperioso construir una convergencia entre las subversiones singulares y la experimentación subjetiva (modos de vida minoritarios, feminismo, género, sexualidad, etc.) con una transformación radical de la dinámica económica y social si no queremos asistir a “subjetividades revolucionarias sin revolución”. Algo que Gilles Deleuze testimoniaba pero desde una mirada crítica de las revoluciones en la historia cuando afirmaba que “la revolución impide el devenir revolucionario de las personas”.

De acuerdo al punto de vista de Lazzarato desde hace ya casi dos décadas presenciamos una continuidad de acontecimientos especialmente visibles a partir de la crisis financiera subprime de 2007 y 2008 que nos colocan frente a una realidad ineludible: no hay capitalismo sin guerra. Los conflictos entre Rusia y Ucrania e Israel y Palestina nos ponen, según su perspectiva, frente hechos incontrastables en los cuales percibimos un mundo ya completamente ajeno a la “pacificación” global luego de la caída del Muro de Berlín, el desmembramiento de la Unión Soviética y el unilateralismo liberal anunciado por Francis Fukuyama. El presente que vivimos, por el contrario, se encuentra sumido en un espiral confrontativo y violento que requiere, según el filósofo italiano, la rehabilitación de categorías olvidadas y ocultas que permitan recrear una posición de izquierda en este contexto.

En esta entrevista Lazzarato detalla sus críticas hacia la tradición de la filosofía francesa de los setentas centrada en la microfísica del poder, la micropolítica y la producción de nuevas formas de subjetividad como alternativas post-revolucionarias que pretendían sustituir el concepto de guerra civil en un contexto de desilusión del socialismo real y de desmarxistización. Desde nuestra coyuntura Lazzarato cuestiona esta deriva intelectual y, al revés, considera que es necesario reconstruir la acción política desde una ontología que recupere el “no” y la negación a fin de pensar nuevos modos de rupturas revolucionarias a nivel macro con potencia constituyente frente al avance de las nuevas derechas a nivel mundial.

¿Hacia una nueva guerra civil mundial? es su sexto libro sobre la cuestión de la guerra y particularmente sobre la noción de “guerra civil” en este caso a propósito de los conflictos en Ucrania e Israel. En relación a ello usted señala en un pasaje lo siguiente: “La guerra y la guerra civil son los signos de la repetición de la acumulación originaria, capaces de determinar la transición de un modo de producción a otro, de una forma de acumulación a otra, porque, juntas, constituyen las fuerzas destructivas del viejo orden y constitutivas de un nuevo Nomos mundial de mercado. No hay poder constituyente sin guerra y sin guerra civil, sin organización de la potencia y acumulación de fuerzas”. ¿Por qué según su mirada es fundamental recuperar la noción de “guerra” para pensar nuestro presente y especialmente para construir una política de izquierda?

El pensamiento crítico ha reprimido la cuestión de la guerra y la guerra civil y yo he intentado con todos los límites que tengo analizar la actualidad en directo, recuperar ese retraso. En un poco más de un siglo la guerra mundial se produjo cuatro veces. No se trata de un elemento contingente. Con el imperialismo y el capitalismo de los monopolios, es decir, a partir del comienzo del siglo XX la guerra y la guerra civil son acontecimientos constitutivos del capitalismo y era necesario incluirlos de manera conceptual. El capitalismo nace históricamente de un largo período de acumulación operado no por la producción o por el trabajo sino por la violencia, por las guerras de desposesión y la esclavitud. Marx llamaba a esta época la acumulación primitiva, un período durante el cual la guerra creaba las clases, porque para que la producción pueda ponerse en marcha era necesario que las clases existan y su emergencia se realizó por la violencia de la sumisión. Nosotros sabemos ahora que la acumulación primitiva no está limitada a una época histórica, de la Conquista de América a la revolución industrial, sino que se reproduce continuamente determinando el pasaje de un modo de producción a otro, de una división internacional del poder y del trabajo a otra. Incluso el pasaje del fordismo de la posguerra al neoliberalismo necesitó de su acumulación originaria, es decir, la violencia extra-económica de la guerra civil, de la guerra de conquista y de la guerra de servidumbre. Hayek, con una franqueza reaccionaria que hace falta a los progresistas y demócratas, confirma y reivindica abiertamente esta dimensión meta-económica definida sin miedo como “dictadura” cuando, durante su visita al Chile de Pinochet, mientras los ecos de la tortura, los asesinatos y la represión generalizada no estaban todavía totalmente apagados, declara el 8 de noviembre de 1977 al diario El Mercurio: “Una dictadura puede ser un sistema necesario durante un período de transición. Quizá para un país es necesario tener por un tiempo una forma de poder dictatorial”. Para Hayek, la acumulación originaria llamada “dictadura de transición” es necesaria en Chile y en toda América Latina como condición no económica del funcionamiento de la libertad de mercado y de empresa. La necesidad de ejercer, según los términos de Hayek, los “poderes absolutos” se manifestará igualmente al fin del ciclo porque el mercado, el comercio mundial y la libre empresa se transformarán en un espiral de contradicciones y de oposiciones que solo la guerra y la guerra civil pueden resolver. La dimensión extra-económica es dada por la guerra y la guerra civil en tanto definen cada vez una nueva división del trabajo internacional y una nueva división del poder, esto no es sino la apuesta de la guerra mundial “en pedazos” que estamos viviendo en el presente. La acumulación primitiva, en la cual nos encontramos actualmente sumergidos, organiza una distribución primaria de medios de producción y de la propiedad que reposa sobre la violencia del enfrentamiento armado, esta es la única manera de articular la economía política y la lucha de clases, la producción, la guerra y la guerra civil. Eso que los marxismos occidentales, todos basados sobre el valor, la producción, la circulación y el consumo, no han podido realizar exitosamente y continúan omitiendo.

Usted es un muy crítico del pensamiento francés posterior a mayo del 68, sobre todo de la última etapa de la filosofía de Michel Foucault a fines de la década de 1970 y comienzos de 1980, particularmente de su curso en el Collège de France titulado “Nacimiento de la biopolítica” sobre la cuestión del liberalismo y el neoliberalismo. ¿Cuáles son los principales elementos que usted critica de Foucault pero también de Deleuze, Guattari y de otros pensadores soixante-huitards?

Foucault es prácticamente el único intelectual de su generación en haber teorizado la guerra civil como matriz de las relaciones de poder. Pero lo ha hecho solamente entre 1971 y 1975 para luego abandonarla por los conceptos de gubernamentalidad y biopolítica. Como todos los intelectuales de su época se radicaliza en ocasión de mayo del 68 para después seguir el declive de los movimientos políticos desarrollando conceptos que tienen por objetivo la “pacificación”, por ejemplo: el cuidado de sí, la vida como obra de arte, la estética de la existencia o la producción de nuevas formas de vida, separando así la producción de subjetividad de la ruptura revolucionaria. De la misma manera opera Guattari con el “paradigma estético” que captura las relaciones sociales bajo la forma de la existencia o bien el “devenir revolucionario” sin revolución de Gilles Deleuze. Asistimos a una involución del pensamiento crítico incapaz de captar la radicalización inevitable de las relaciones de fuerzas porque hemos construido una teoría del capitalismo centrada exclusivamente en la producción (incluso el deseo es visto como productor, tal como observamos en El Anti-Edipo de Deleuze y Guattari, esto no cambia el problema) que omite la guerra y la guerra civil. Foucault opone en 1978 las “excrecencias del poder”, que considera el verdadero problema del futuro de la humanidad, a la producción contemporánea de riqueza y miseria, reenviada al pasado, como cuestión social específica del siglo XIX. Justamente, eso que Foucault niega ser el problema del presente, va a ser el centro de la estrategia capitalista: como siempre se trata de la cuestión de la propiedad privada. Foucault critica el concepto de soberanía y ve solamente la dimensión local de la organización del poder, pasando por alto completamente la centralización “soberana” de la política y la economía. De una manera similar, Toni Negri y Michael Hardt, decretan el fin del imperialismo y el nacimiento de un Imperio fantasmático supra nacional que en realidad jamás existió porque los Estados Unidos siempre quisieron imponer su hegemonía unilateral. Lo que se impone a partir de fines de los años setenta es la imposibilidad de la revolución, sustituida por los fantasmas de la ruptura micropolítica. Negri enuncia para toda la teoría crítica ese punto de vista cuando dice: “Hay que dejar de mitificarla: la revolución está viva, ella construye sin cesar los movimientos de novedad y de ruptura. Ella no se encarna en un nombre: Jesucristo, Lenin, Robespierre o Saint-Just. La revolución es el desarrollo de las fuerzas productivas, de los modos de vida en común, el desarrollo de la inteligencia colectiva”. Dejar de mitificar la revolución es hacer de ella una actividad creadora, micro, incesante, capaz de conexiones siempre nuevas entre las singularidades que escapan a la captura capitalista produciendo, de esta manera, subjetividades autónomas e independientes. “Desdramatizar” la revolución es concebirla como una praxis sin rupturas “excepcionales”, una transformación local, micropolítica, siempre capaz de relanzarse porque es ingobernable, siempre excesiva en relación a la máquina Estado-capital. En lugar de esta ilusoria producción ininterrumpida de un proceso de liberación fantasmático, asistimos desde décadas a la ofensiva de una contra-revolución que ha ceñido progresivamente toda dimensión política a la praxis del “trabajo viviente”, reduciendo a éste a niveles de sumisión y explotación jamás esperados desde la primera fase de la revolución industrial. La “inteligencia colectiva” y las fuerzas productivas sin organización central son integradas en nuestro presente en una producción impulsada por la industria armamentística, que la histeria guerrera occidental agita en ausencia de todo proyecto político, reproduciendo así su propia dominación. En lugar de un “devenir revolucionario” asistimos a un “venir fascista” del mundo. Si comparamos todas estas teorías con la situación actual podemos constatar su fracaso resonante porque se han revelado incapaces de diagnosticar el presente.

Me resulta muy interesante esta crítica que le hace a ciertos conceptos claves de la filosofía de Michel Foucault como “biopolítica” o “gubernamentalidad” ya que estos ocultarían la importancia de la noción de “guerra” al interior de la historia y del capitalismo. ¿Podría ampliar cuáles son sus principales objeciones en relación a estos instrumentos teóricos para pensar la actualidad?

Con estas categorías es imposible dar cuenta del declive del neoliberalismo que se pensaba como una alternativa al fracaso del liberalismo clásico que había conducido a las guerras mundiales y los fascismos. Ahora bien, la autoregulación del mercado nos ha conducido a la guerra y a la reedición del genocidio renovando la derrota del liberalismo clásico. La gubernamentalidad y la biopolítica describen una dinámica del poder solamente local, micro, difuso, descuidando completamente la centralización que concierne tanto a la economía como a la política. Estas categorías son muy débiles por no decir inútiles para analizar la actual fase política que era imposible de anticipar a partir de ellas mismas.

Usted sostiene que la dimensión colonial del conflicto en Gaza es la confirmación de la hipótesis de su libro Guerras y Capital (co-escrito con Éric Alliez) donde se postula que el capital funciona necesariamente a través de la guerra. ¿Podría desarrollar un poco más este planteamiento que relaciona el capital, la guerra y el Estado imperial?

La dimensión colonial del capitalismo es indispensable para su funcionamiento. Eso que el marxismo europeo y blanco ha a menudo dejado de lado. Mientras que la guerra entre los Estados europeos estaba regida por la “Jus belli” (los códigos normativos de la guerra justa), en las colonias la guerra era siempre salvaje y de una violencia inaudita. Esta era indispensable para el proceso de acumulación. La misma cosa se podría decir en relación a la sumisión y la explotación de la mujer en los circuitos de reproducción. En estos dominios igualmente no se trata únicamente de producción y de explotación sino de violencia, de guerra, de conquista y de sometimiento. Es la razón por la cual hablamos de guerras en plural (de clase, sexo, raza) y no solamente de guerra entre Estados como hace la geopolítica.

Solamente pasando a la ofensiva uno se puede oponer eficazmente a los poderes establecidos.

Luego del declive de la mundialización y la crisis de la globalización usted busca la posibilidad de rehabilitar una ruptura revolucionaria en el presente. A propósito de ello menciona ciertos acontecimientos insurreccionales como la primavera árabe, la revuelta en Irán por la muerte de Mahsa Amini en 2022, las protestas en Francia de los chalecos amarillos y contra la reforma de las jubilaciones o el estallido social chileno en octubre de 2019 para pensar la convergencia entre ciertas luchas que expresan intereses y deseos con la problemática de la clase social. ¿Cree realmente que sería posible pensar otra manera de revolución en términos macropolíticos? ¿Qué elementos nos puede ofrecer en relación a ello?

Yo no propongo reproducir las formas de la revolución del siglo XX, ellas hoy son imposibles. Parto de constatar que luego de cincuenta años de prácticas alternativas a las rupturas revolucionarias el resultado es lamentable. Verdaderamente, estamos a punto de perder todos los derechos sociales y políticos conquistados por las luchas revolucionarias de los siglos XIX y XX. Un dato al respecto: Marx evaluaba la fuerza de los movimientos obreros por los resultados obtenidos a raíz de la lucha sobre el horario de la jornada de trabajo. La tendencia histórica nos muestra que la disminución del horario de trabajo se ha detenido. No ha habido jamás desde el inicio de la industrialización un proletariado tan débil, tan impotente. El proletariado “sin revolución” no puede sino solamente soportar la iniciativa del enemigo. Javier Milei, su actual presidente, es un buen ejemplo de la estrategia, siempre al ataque, siempre el querer más por parte del capital y el Estado. La iniciativa parte todo el tiempo del enemigo. Nosotros nos defendemos desde nuestra incapacidad para detener el avance arrogante de la propiedad privada. La reacción es importante como ha sucedido en Argentina a propósito del intento de privatización de la universidad, pero siempre se trata de una reacción defensiva, en este caso para proteger la dimensión pública de la educación frente al ataque. Me parece evidente que solamente pasando a la ofensiva uno se puede oponer eficazmente a los poderes establecidos. Desde 2011 ha habido verdaderas insurrecciones de masas como en Egipto o en Chile; en Francia incluso, con una intensidad menor, hemos asistido a una impresionante continuidad de luchas. Estas luchas llegan a altos niveles de enfrentamientos pero terminan generalmente vencidas. Son incapaces de organizar y acumular “la fuerza” que es la sola cosa que el enemigo de clase teme. Es necesario abrir el debate sobre los fracasos reiterados. ¿Por qué continuamos perdiendo? ¿Por qué nos debilitamos sin cesar? En mi último libro se avanza en la hipótesis de que el problema no es solamente la multiplicidad sino el dualismo, la polarización radical de las relaciones de fuerza. El movimiento insurreccional chileno impuso la polarización pero luego le faltó una estrategia sobre qué hacer y cómo hacerlo.

En función de lo que dice creo que el análisis que realiza tanto en su obra en solitario como junto con Éric Alliez en torno a la necesidad de recuperar la noción de “negación” que ha sido perdida en favor de una filosofía exclusivamente de la “afirmación”, vitalista y deseante, es muy enriquecedor para repensar la estrategia de la izquierda en el presente. ¿Podría desarrollar un poco más esta posición teniendo en cuenta la articulación entre la política representativa y estatal (macropolítica) y la política de la vida cotidiana y la subjetividad (micropolítica)?

Las filosofías críticas posteriores a mayo del 68 han eliminado el concepto de negación porque lo identifican con la dialéctica hegeliana y con su política de conciliación y síntesis de contradicciones. Sin embargo, es imposible pensar la acción política sin decir “NO”, sin rechazo, sin negación de la estrategia del enemigo. Todo ha devenido afirmación, creación y creatividad. La destrucción de las relaciones de explotación y de dominación, la extinción de las clases y la necesidad de vencer al enemigo de clase (esta expresión también había desaparecido) ha sido reformulada en beneficio de una ilusoria afirmación de “producción de subjetividad” cuyo su desarrollo es compatible con el capitalismo, es decir, que no es contradictorio con su existencia. El “modo” spinozista de la “afirmación pura” se ha introducido y ha proliferado en los intelectuales atravesados por la crisis del marxismo. Ahora bien, uno puede pensar sin problemas una negación que no sea dialéctica. La guerra y la guerra civil son dos ejemplos de la acción de oposición, de negación, de destrucción no dialéctica. Desde los años setenta, el capital ha elegido una política de separación, de ruptura de toda mediación, de rechazo sistemático de todo compromiso y condujo una estrategia de negación de los derechos y de las conquistas de los oprimidos. El capitalismo practica una guerra civil latente y larvada o abierta y declarada, según las circunstancias. Se trata de una lógica de guerra civil asimétrica porque es asumida por una sola parte. No hemos todavía encontrado una contra estrategia para neutralizar aquella de la no mediación. El régimen de guerra nos impone pensar un nuevo concepto de negación. La guerra y la negación son las verdades de nuestra realidad fabricada por relaciones de poder no compatibles que la economía, el consumo, las imágenes y los discursos “ocultan” por un tiempo. Pero solamente por un tiempo. Con una regularidad sorprendente esta realidad emerge y con ella la “negatividad”. Es necesario saber verlas y sobre todo anticiparlas si no queremos ser esclavos.

Fuente de la información e imagen:  https://contrahegemoniaweb.com.ar

Comparte este contenido:

La mujer marcada

Por Carolina Vásquez Araya

La intolerancia religiosa impuesta a las mayorías asemeja otra forma de fascismo.

La condena a 30 años de prisión contra una mujer salvadoreña por un aborto involuntario, revela de modo explícito el profundo desprecio de un Estado -bajo régimen dictatorial- por los derechos de una parte mayoritaria de su población. El solo hecho de marcar una administración con el sello del autoritarismo extremo, persiguiendo a los jóvenes y castigando a las mujeres, constituye una peligrosa señal para otras naciones latinoamericanas que siguen esa tendencia.

En nuestro continente, el tema del aborto ha ido imponiéndose en las agendas como un modo de rescatar los derechos de las mujeres, tradicionalmente sometidos a la imposición machista e intolerante de las instituciones eclesiásticas y legislativas. Pero, sobre todo, como un intento de colocar el tema en la agenda de salud pública que le corresponde, en países en donde supuestamente existe separación entre iglesia y Estado. Sin embargo, el poder inquisitorial de estos sectores ha permeado en otras instancias y va dejando su huella en un debate ciego, según el cual ninguna mujer es dueña de su vida ni de su cuerpo.

Ya lo afirmó hace tiempo el obispo de San Cristóbal de las Casas, Felipe Arizmendi, quien aseveró en un documento oficial que: “Es una aberración y una ignorancia culpable, afirmar que la mujer es dueña de su cuerpo y que se puede deshacer del feto que lleva en su seno. Este no es responsable de los deslices de la madre”. Con ello, el obispo Arizmendi automáticamente asume varios conceptos, dándoles el carácter de válidos e irrebatibles.  El primero, es que la mujer no es dueña de su cuerpo. De ese modo, el religioso legitima toda política de sometimiento de la mujer como sujeto de la sociedad a un papel subordinado, negándole por principio su derecho al libre albedrío y al goce de todos los derechos inherentes al ser humano sin distinción de sexo, raza ni condición social. Y luego, que el embarazo es producto de un “desliz».

El debate sobre la despenalización del aborto, por tanto, polariza a las sociedades por el poder emanado de los púlpitos, estableciendo un vínculo estrecho entre las doctrinas religiosas y las leyes que rigen a las sociedades desde sus textos constitucionales. De este modo, se pretende establecer de manera tajante la condición subordinada de la mujer como ente reproductor, sin mayores derechos sobre su propia existencia como ser humano.

La separación entre Iglesia y Estado es una condición fundamental en la democracia.

Uno de los pretextos para condenar el aborto es calificarlo como una “solución fácil”, para eliminar los resultados de una vida de excesos, o como un método de control de la natalidad, pasando un conveniente borrador por las escandalosas cifras de pedofilia, violaciones sexuales de niñas, adolescentes y mujeres, víctimas de trata y de otras formas de violencia. Tampoco parece tener un espacio, en las reflexiones de los sectores más conservadores, la escandalosa cifra de abortos inseguros en Latinoamérica, que según la OMS alcanzan a 3 millones 700 mil cada año.

La negación del derecho de la mujer sobre su cuerpo es un tema antiguo y de enorme impacto social. Unos de sus más reveladores capítulos fueron los ensayos sobre reproducción obligatoria con el propósito de “perfeccionar” la raza, perpetrados contra víctimas inocentes durante el régimen nazi en Alemania. Pero no son los únicos. La postura radical y absoluta contra la práctica del aborto -sin distinción de causales- en algunos de nuestros Estados, no se aleja mucho de esa imposición, también ella dictada bajo el amparo de la ley.

Blog de la autora: www.carolinavasquezaraya.com

@carvasar

Comparte este contenido:

Dancing With the Devil: Trump’s Politics of Fascist Collaboration

by Henry A. Giroux

Donald Trump’s election has sparked a heated debate about the past, particularly over whether the Trump administration represents a continuum, if not an echo, of the protean origins of fascism. This is an argument that combines the resources of historical memory with current analyses of the distinctive temper of a new and dangerous historical moment in the United States. For instance, an increasing number of pundits across the ideological spectrum have identified Trump as a fascist or neo-fascist, while resurrecting some of the key messages of an earlier period of fascist politics. On the left/liberal side of politics, this includes writers, such as Chris Hedges, Robert Reich, Cornel West, Drucilla Cornell, Peter Dreier and John Bellamy Foster. Similar arguments have been made on the conservative side by writers, such as Robert Kagan, Jeet Heer, Meg Whitman and Charles Sykes.

Historians of fascism, such as Timothy Snyder and Robert O. Paxton have argued that Trump is not Hitler but that there are sufficient similarities between them to warrant some concerns about surviving elements of a totalitarian past crystalizing into new forms in the United States. Paxton, in particular, argues that the Trump regime is closer to a plutocracy than to fascism. But, I think Paxton overplays the differences between fascism and Trump’s style of authoritarianism, particularly underemphasizing Trump’s ultra-nationalism, militarism and his embrace of the neoliberal state which does not suggest the rule of free-market capitalism but a more extreme example of the corporate state or what Mussolini called the corporatist state. In this case, traditional state power has been replaced by the rule of major corporations and the financial elite. At the same time, the social cleansing and state violence inherent in totalitarianism has been amplified under Trump. Both Hannah Arendt and Sheldon Wolin, the great historians of totalitarianism, have argued that the conditions that produce authoritarian logics have persisted well after their mid-twentieth century expressions. Wolin, in particular, insisted in 2010 that the United States was evolving into an authoritarian society.

Recently, though, numerous critics have denied the persistence of fascism and totalitarianism. They have argued that Trump is either a sham, right-wing populist, or simply a reactionary Republican. Three notable examples of the latter positions can be found in the work of cultural critic Neal Gabler, who argues that Trump is mostly a self-promoting con artist and pretender president whose greatest crime is to elevate pretense, self-promotion and appearance over substance, all of which proves that he lacks the capacity and will to govern. Andrew O’Hehir claims we have to choose between whether Trump is just a clown or a fascist dictator and in the end seems to pivot more toward the clown argument, though he admits Trump is nonetheless dangerous. A more sophisticated version of this argument can be found in the work of historian Victoria de Grazia, who has argued that Trump bears little direct resemblance to either Hitler or Mussolini and is just a reactionary conservative.

Certainly, Trump is not Hitler, and the United States at the current historical moment is not the Weimar Republic. But it would be irresponsible to consider Trump to be a either a clown or aberration given his hold on power and the ideologues who support him. What appears indisputable is that Trump’s election is part of a sustained effort over the last 40 years on the part of the financial elite to undermine the democratic ethos and highjack the institutions that support it. Consequently, in the midst of the rising tyranny of totalitarian politics, democracy is on life support and its fate appears more uncertain than ever. Such an acknowledgment should make clear that the curse of totalitarianism is not a historical relic and that it is crucial that we learn something about the current political moment by examining how the spread of authoritarianism has become the crisis of our times, albeit in a form suited to the American context.

History, once again, offers us a framework in which a global constellation of authoritarian economic, social  and political forces are coming together that speak to tensions and contradictions animating everyday lives that transcend national boundaries for which there is not yet a comprehensive, coherent and critical language. What has emerged is a climate of precarity, fear, angst, paranoia and incendiary passion. Drawing upon Hannah Arendt, it would be wise to resurrect one of the key questions that emerges from her work on totalitarianism, which is whether the events of our time are leading to totalitarian rule.

Whether or not Trump is a fascist in the exact manner of earlier totalitarian leaders somewhat misses the point, because it suggests that fascism is a historically fixed doctrine rather than an ideology that mutates and expresses itself in different forms around a number of commonalities. There is no exact blueprint for fascism, though echoes of its past haunt contemporary politics. As Adam Gopnik observes:

            … to call [Trump] a fascist of some variety is simply to use a historical label that fits. The arguments about whether he meets every point in some static fascism matrix show a misunderstanding of what that ideology involves. It is the essence of fascism to have no single fixed form — an attenuated form of nationalism in its basic nature, it naturally takes on the colors and practices of each nation it infects. In Italy, it is bombastic and neoclassical in form; in Spain, Catholic and religious; in Germany, violent and romantic. It took forms still crazier and more feverishly sinister, if one can imagine, in Romania, whereas under Oswald Mosley, in England, its manner was predictably paternalistic and  aristocratic. It is no surprise that the American face of fascism would take on the forms of celebrity television and the casino greeter’s come-on, since that is as much our symbolic scene as nostalgic re-creations of Roman splendors once were Italy’s.

The undeniable truth is that Trump is the product of an authoritarian movement and ideology with fascist overtones. In responding to the question of whether or not he believes Trump is a fascist, historian Timothy Snyder makes clear that the real issue is not whether Trump is a literal model of other fascist leaders but whether his approach to governing and the new political order he is producing are fascistic. He writes:

I don’t want to dodge your question about whether Trump is a fascist or not. As I see it, there are certainly elements of his approach which are fascistic. The straight-on confrontation with the truth is at the center of the fascist worldview. The attempt to undo the Enlightenment as a way to undo institutions, that is fascism. Whether he realizes it or not is a different question, but that’s what fascists did. They said, ‘Don’t worry about the facts, don’t worry about logic, think instead in terms of mystical unities and direct connections between the mystical leader and the people.’ That’s fascism. Whether we see it or not, whether we like it or not, whether we forget, that is fascism. Another thing that’s clearly fascist about Trump were the rallies. The way that he used the language, the blunt repetitions, the naming of the enemies, the physical removal of opponents from rallies, that was really, without exaggeration, just like the 1920s and the 1930s. And Mr. [Steve] Bannon’s preoccupation with the 1930s and his kind of wishful reclamation of Italian and other fascists speaks for itself.

To date, Trump’s ascendancy has been compared to the discrete emergence of deeply reactionary nationalisms in Italy, Germany, France and elsewhere. I would like to broaden the lens with which we view these incipient events in ways that allow for a deeper historical understanding of the international scope and interplay of critical forces that respond to the shifts and contradictions brought about by a globalizing world increasingly brought to the brink of catastrophe by technological disruption, massive inequities in wealth and power, ecological disaster, mass migrations, relentless permanent warfare and the threat of a nuclear crisis. In the United States, shades of a growing authoritarianism are present in Trump’s eroding of civil liberties, the undermining of the separation of church and state, health care policies that reveal an egregious indifference to life and death, his manufactured spectacles of self-promotion, contempt for weakness and dissent, and his attempts to shape the political realm through a process of fear, if not tyranny itself, as Snyder insists in his book On Tyranny: Twenty Lessons from the Twentieth Century.

History contains dangerous memories and this is particularly true for Trump given the ideological features and legacies of fascism that are deeply woven into his rhetoric of hate and demonization, his mix of theater and violence, his frenzied defiance of basic laws and his policies supportive of ultra-nationalism and racial cleansing. All the more reason for Trump and his acolytes to treat historical memory as a dangerous ghost that harbors critical tools for understanding how the present has become the past and the past informs the future. Historical memory matters because it serves as a form of moral witnessing, and in doing so becomes a crucial asset in preventing new forms of fascism from becoming normalized. We cannot pretend as if the current conditions exist outside of history in some ethereal space in which everything is measured against the degree of distraction it promises.

Echoes of Trump’s fascist impulses  have been well documented, but what has been overlooked is a sustained analysis of his abuse and disparagement of historical memory, particularly in light of his association with a range of current right-wing dictators and political demagogues across the globe. Trump’s ignorance of history was on full display with his misinformed comments about former president Andrew Jackson and nineteenth-century abolitionist Frederick Douglas. Trump’s comments about Jackson having strong views on the civil war were widely ridiculed, given that Jackson died 16 years before the war started. Trump was also criticized for comments he made during Black History Month when he spoke about Frederick Douglass as if he were still alive, though he died 120 years ago. For the mainstream press, these historical missteps largely reflect Trump’s ignorance of American history. But I think there is more at stake than simply ignorance, given the appeal of Trump’s comments to white nationalists.

Trump’s comments provide a window into his ongoing practice of stepping outside of history so as to deny its relevance for understanding both the economic and political forces that brought him to power and the historical lessons to be drawn, given his egregious embrace of a number of authoritarian elements that resemble the plague of a fascist past. His alleged ignorance is also a cover for enabling a post-truth culture in which dissent is reduced to «fake news,» the press is dismissed as the enemy of the people and a mode of totalitarian education is enabled whose purpose, as Hannah Arendt wrote in The Origins of Totalitarianism, is «not to instill convictions but to destroy the capacity to form any.» Trump may appear to be an ignoramus and a clown, but such behavior points to something more profound politically, such as an attack on any viable notion of thoughtfulness and moral agency. His forays into international politics offer another less remarked upon form of fascistic embrace.

There are important lessons to be mined historically regarding how we examine Donald Trump’s support from and for a number of ruthless dictators and political demagogues. Trump’s endorsements of and by a range of ruthless dictators are well-known and include Egyptian President Abdel-Fattah el-Sisi, Turkish President Recep Tayyip Erdoğan, Russian President Vladimir Putin and Philippine President Rodrigo Duterte and the [recently defeated] French presidential candidate Marine Le Pen, the leader of the National Front party. All of these politicians have been condemned by a number of human rights groups, including Human Rights Watch, Amnesty International and Freedom House. Less has been said about the support Trump has received from controversial right-wing bigots and politicians from around the world, such as Nigel Farage, the former leader of the right-wing UK Independence Party; Matteo Salvini, the right-wing Italian politician who heads the North League [Lega Nord]; Geert Wilders, the founder of the Dutch Party for Freedom; and Viktor Orbán, the reactionary prime minister of Hungary. All of these politicians share a mix of ultra-nationalism, xenophobia, Islamophobia, anti-Semitism, homophobia and transphobia. While the mainstream press and others have expressed moral outrage over these associations, they have refused to examine these relationships within a broader historical context. In an age when totalitarian ideas and tendencies inhabit the everyday experiences of millions of people and create a formative culture for promoting massive human suffering and misery, Trump’s affinity for indulging right-wing demagogues becomes an important signpost for recognizing the totalitarian nightmare that marks a terrifying glimpse of the future.

Historical memory suggests that a better template for understanding Trump’s embrace of rogue states, dictators and neo-fascist politicians can be found in the reprehensible history of collaboration between individuals and governments, and the fascist regimes of Italy and Germany before and during the Second World War. For instance, one of the darkest periods in French history took place under Marshall Philippe Petain, the head of the Vichy regime, who collaborated with the Nazi regime between 1940 and 1944.

As Helene Fouquet and Gregory Viscusi have noted, the Vichy regime was responsible for «about 76,000 Jews [being] deported from France, only 3,000 of whom returned from the concentration camps…. Twenty-six percent of France’s pre-war Jewish population died in the Holocaust.» For years, France refused to examine and condemn this shameful period in its history by claiming that the Vichy regime was an aberration, a position that has been recently taken up by Marine Le Pen, the neo-fascist National Front candidate. Not only has Le Pen denied the French government’s responsibility for the roundup of Jews sent to concentration camps between 1940 and 1944, she has also used a totalitarian script from the past in appealing to economic nationalism in order «to cover up her fascist principles.» During the election [campaign], as Angela Charlton has noted, [now President] Emmanuel Macron repeatedly «paid homage … to the tens of thousands of French Jews killed in the Holocaust, with a somber, simple message to voters: Never Again,» which served as a powerful reminder «of the anti-Semitic past of his rival Marine Le-Pen’s far-right National Front party.» Of course, such comments should not be read as an extraordinary political intervention for a mediocre neoliberal presidential candidate. These comments should be acknowledged by all candidates.

The deeply horrifying acts of collaboration with twentieth-century fascism were not limited to France and included collaborators in Belgium, Croatia, the IRA [in Ireland], Greece, Holland and other countries. At the same time that millions of people were being killed by the Nazis, many businesses collaborated with them in order to profit from the fascist machinery of death. Business that collaborated with the Nazis included Kodak, which used slave laborers in Germany. Hugo Boss, the clothing company, manufactured clothes for the Nazis. IBM created the punch cards and a sorting system used for identifying Jews and other marginalized people and sending them to the gas chambers. BMW and IG Farben used forced laborers in Germany along with Audi, the giant car company that «used thousands of forced laborers from the concentration camps … to work in their plant.»

The political and moral stain for collaboration with the Nazis was also at work in the United States and was evident in both FDR’s and the American business community’s initial supportive views of Mussolini. Moreover, as Noam Chomsky has pointed out, «In 1937 the State Department described Hitler as a kind of moderate who was holding off the dangerous forces of the left, meaning of the Bolsheviks, the labor movement … and of the right, namely the extremist Nazis. [They believed] Hitler was kind of in the middle and therefore we should kind of support him.» One telling incident of collaboration suggesting America’s deeply rooted affinity with fascist principles is visible in the America First movement of the 1930s. America First was the motto of Americans friendly to Nazi ideology and Hitler’s Germany. Its most famous spokespersons were Charles Lindbergh and William Randolph Hearst. The movement had a long history of anti-Semitism evident in Lindbergh’s claim that American Jews were pushing America into war. Historian Susan Dunn has argued that the phrase, America First, which was appropriated and used by Donald Trump before and after his election, is a «toxic phrase with a putrid history.»

The concept of collaboration functions historically to deepen our understanding of Trump’s associations with right-wing demagogues as a warning sign that offers up a glimpse of both the contemporary recurrence of fascist overtones from the past and what Richard Falk has called «a pre-fascist moment.» Trump’s endorsement of right-wing demagogues, such as Duterte, Le Pen and Erdoğan, in particular, is more than an aberration for a US president: It suggests more ominously his disregard for human rights, the suppression of dissent, human suffering and the principles of democracy itself. Trump’s collaboration with dictators and right-wing rogues also suggests something more ominous. As Michael Brenner observes, » … authoritarian movements and ideology with fascist overtones are back — in America and in Europe. Not just as a political expletive thrown at opponents, but as a doctrine, as a movement, and — above all — as a set of feelings.»

It is against this historical backdrop of collaboration that Trump’s association with various dictators should be analyzed. The case of Rodrigo Duterte is particularly telling. Warning signs of a «pre-fascist moment» abound in Trump’s invitation to Rodrigo Duterte to visit the White House. Duterte has supported and employed the use of death squads both as mayor of Davao and as the president of the Philippines. The New York Times has reported that «more than 7,000 suspected drug users and dealers, witnesses and bystanders — including children — have been killed by the police or vigilantes in the Philippines» under Duterte’s rule. Moreover, he has supported a nationwide killing machine that includes giving «free license to the police and vigilantes» to kill drug users and pushers while allowing children, innocent bystanders and others to be caught in the indiscriminate violence. He has called former president Obama «the son of a whore,» has compared himself to Hitler, has stated that Trump approves of his drug war, and has threatened to assassinate journalists. Duterte’s ruthlessness is captured by photographer, Daniel Berehulak, who while working in the Philippines stated that he had «worked in 60 countries, covered wars in Iraq and Afghanistan, and spent much of 2014 living inside West Africa’s Ebola zone, a place gripped by fear and death» but added that what he experienced in the Philippines «felt like a new level of ruthlessness: police officers’ summarily shooting anyone suspected of dealing or even using drugs, vigilantes’ taking seriously Mr. Duterte’s call to «slaughter them all.'»

Trump’s support for Duterte may arise out of his admiration for his law-and-order campaign, his hatred of the press, and his utter embrace of one-man rule. It may also have to do with Trump’s various business ventures in the Philippines, including ownership of a new «$150 million tower in Manila’s financial district.» All of these issues represent in more extreme form elements of Trump’s own anti-democratic policies and serve as a warning as to how far he might want to push them.

Trump’s affinity for what borders on collaboration with overt racists and authoritarians has played out within a global configuration of economic nationalism and right-wing politics among people, such as Le Pen, Erdoğan, Putin and el-Sisi who look to Trump for support and tacit approval.

Trump’s tacit support for Le Pen’s failed bid for the presidency of France rests on his sympathies with her anti-immigration policies, her ultra-nationalism and her claim to speak for the people. Like Le Pen, he deflects attention away from real problems, such as rising inequality, a carceral state, human rights violations, racial injustice and climate change, while demonizing and scapegoating marginalized people. Trump wants to join hands with those other right-wing leaders who want to build walls, beef up the security state and enable his white nationalist and white supremacist followers. His affinity for collaboration with Le Pen feeds his own narcissistic impulses, bigotry, hatred of Muslims and what Juan Cole calls «economic patriotism.»

At the same time, Trump’s disdain for human rights, the critical media and dissent has enamored him to Putin in Russia, Erdoğan in Turkey and el-Sisi in Egypt. These men are all ideological bedfellows of Trump who harbor a great deal of contempt for the rule of law, the courts and any other check on their power. Erdoğan, in particular, has not only imposed a state of emergency on his country and then later installed himself as a virtual dictator, but he has also purged and arrested dissidents in the critical media and in academia. After Erdoğan assumed dictatorial powers through what many believe was a rigged election, Trump congratulated him in a phone call. As Jennifer Williams and Zack Beauchamp have noted, el-Sisi, a brutal military dictator, «overthrew his country’s democratically elected president in a 2013 coup, killed more than 800 protesters in a single day, and has imprisoned tens of thousands of dissidents since he took power.» Williams and Beauchamp add that Trump’s response to his human rights violations and the turning of Egypt into a police state was to publicly announce that he was «very much behind President el-Sisi. He’s done a fantastic job in a difficult situation.» Trump has also offered to meet with Thailand prime minister, Prayuth Chan-ocha, a junta head who is responsible for jailing dissidents after he took power through a coup. He has also called one of the most brutal dictators in the world, North Korean leader Kim Jong-un, «a smart cookie.» Ironically, such praise comes at a time when Trump is threatening North Korea with a frightening and terrifying military confrontation.

In his endorsement, support and legitimation of a range of dictators and right-wing extremists, Trump has emulated a period in history of shameless complicity with the ideologies, policies and practices associated with fascism itself. Situating Trump within the historical legacy of collaboration with fascist states and leaders provides a new language for examining how far Trump might go in pushing authoritarian policies, and how historical memory can be used to prevent such practices from being normalized. Trump’s collaborationist endorsements offer insights into what the prelude to authoritarianism looks like in contemporary terms by enabling the public to understand how fascism can be normalized by escaping from history.

The politics of collaboration reminds us that the current crisis facing Americans is really about the crisis of memory, justice and democracy and not simply about Trump’s poor judgment or aberrant behavior. Historical memory, in this case, is a crucial referent for gaining insights into the violent forces and totalitarian forms emerging under the Trump regime. It also provides a referent for salvaging possibilities for individual and collective resistance against the evolving dynamics of an American-style fascism that poses a dire threat to democracy at home and abroad.

Source:

http://www.truth-out.org/news/item/40593-dancing-with-the-devil-trump-s-politics-of-fascist-collaboration

Comparte este contenido: