El herbario de los 600.000 tesoros

Por: Ignacio Mantilla

La semana pasada tuve la oportunidad de asistir a una sobria ceremonia que, además de conmemorar los 81 años de creación del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional, tenía como propósito central presentar dos nuevas especies de plantas de la familia Araliaceae, del género Schefflera, que fueron encontradas en Santander, más específicamente en el municipio de Onzaga, por el profesor Orlando Rivera, investigador del instituto, las cuales, como sus estudios señalaron, son visibles en zonas de transición entre subpáramos y bosques altoandinos de roble. Aún no conocemos todas las propiedades de estas plantas, pero tal tarea es parte de la investigación y seguramente escucharemos de estos ejemplares en los próximos días.

Uno de estos nuevos ejemplares de nuestra rica flora colombiana fue entregado al Herbario Nacional Colombiano, a cargo del Instituto de Ciencias Naturales, como su ejemplar número 600.000.

En el ambiente del evento se hizo más visible la petición que connotados científicos han hecho a la sociedad para dejar de ver la naturaleza como un vehículo o como una vía mediante la cual nos abastecemos de algunas necesidades básicas o creadas. Nos han insistido en la urgencia de comprender la importancia de dejar de depredar a los demás seres vivos, pues de no hacerlo, advierten, no nos quedará mucho tiempo de existencia como especie.

A los científicos no los mueven intereses mezquinos y materialistas; la curiosidad es principalmente el verdadero motor de su actuar. En Colombia tenemos el excelente ejemplo de científicos y naturalistas como Francisco José de Caldas y Julio Garavito, pero no podría dejar de hacer mención del sacerdote jesuita Enrique Pérez Arbeláez, a quien los biólogos colombianos conocen muy bien. Luego de una rigurosa formación en Europa, Pérez Arbeláez regresó interesado en estudiar la flora de nuestro país.

En la década del 30 del siglo pasado fundó y fue el primer director del Herbario Nacional Colombiano y en 1935 impulsó el Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional. A lo largo de su vida, este científico continuó tejiendo una red de conocimiento y trató de recuperar los esfuerzos de sus pares en el pasado, y con ese fin viajó constantemente al Real Jardín Botánico de Madrid.

Pérez Arbeláez fue, además, uno de los miembros fundadores de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. En realidad, hasta su muerte fue un extraordinario divulgador científico y dejó un gran legado para los estudiosos de hoy.

La labor de Pérez Arbeláez es heredera a su vez de la Real Expedición Botánica de José Celestino Mutis y de los esfuerzos investigativos que en el campo de la botánica y el estudio de la naturaleza realizó la Comisión Corográfica encabezada por el primer rector de la Universidad Nacional de Colombia, Manuel Ancízar.

Hoy más que nunca son conocidas las diversas aplicaciones, no sólo médicas e industriales, sino también culturales y populares, que se les da a las plantas en el país. Desde aliviar los dolores en los casos más contingentes, hasta connotaciones mágicas para “conocer el amor de la vida”.

Probablemente, la Araliaceae, de la familia de las mano de oso, no pueda “ligar” al ser querido, pero su verdadero potencial aún está por comprenderse a plenitud a través de pruebas científicas que nos permitan entender su complejidad y su función social, porque un importante papel de la ciencia es buscar la solución a los problemas prácticos y dar a conocer al público sus resultados para que sean puestos a beneficio de la sociedad en general, y las directivas del Herbario Nacional Colombiano lo han entendido muy bien, permitiendo que cientos de investigadores puedan acceder de forma controlada y responsable a las muestras que allí se albergan.

Aliento a quienes trabajan en esta importante apuesta científica para seguir trabajando activamente por el bienestar ambiental del país, que es al mismo tiempo el bienestar social. Sin el conocimiento de nuestra riqueza natural y ambiental, nuestra nación está condenada a la dependencia y a un lugar rezagado entre las economías del mundo. Pero este conocimiento, esta relación con la naturaleza y con las plantas, no pueden ser depredadores ni utilitaristas, sino que deben velar por la prolongación de los recursos de forma sostenida.

Conservar y fortalecer la labor del Herbario Nacional Colombiano es una tarea apremiante, no sólo por su legado cultural, sino porque además contiene un saber crucial para el conocimiento de nuestra riqueza ambiental, el aprovechamiento médico de las propiedades de las plantas y su relación con el resto del mundo físico. Pensemos que el fin del conflicto armado con las Farc ha traído la posibilidad de explorar diversas zonas del país que antes estaban vedadas para la ciencia. Seguramente encontraremos nuevas especies que contribuirán al bienestar de los colombianos. La paz es la hora de la ciencia; esperemos que el Gobierno Nacional lo pueda comprender.

Hoy, el legado del padre Pérez Arbeláez es cuidado con esmero en el Instituto de Ciencias Naturales de la Facultad de Ciencias de Bogotá. El Herbario Nacional Colombiano, preservado durante ocho décadas en el instituto, alberga, sin lugar a dudas, una de las colecciones más valiosas que tiene nuestra sesquicentenaria institución. Este herbario es el más grande e importante del país. Lo sigue en número de ejemplares el herbario de la Universidad de Antioquia, que cuenta con cerca de 200.000 muestras.

Poner el sello 600.000 al más reciente ejemplar incorporado, que indica el número de plantas perfectamente clasificadas en este emblemático lugar, fue una de esas experiencias que harán parte de mis más valiosos y gratos recuerdos de la celebración de los 150 años de la Universidad Nacional de Colombia, patrimonio de todos los colombianos.

Fuente: https://www.elespectador.com/opinion/el-herbario-de-los-600000-tesoros-columna-722586

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Si ya no espera un futuro mejor, le robaron la esperanza.

Por: Frei Betto

Si ya no avista perspectivas de futuro, desprecia a los políticos y la política, se retira a su esfera privada, es señal de que le robaron la esperanza. Si ya no soporta el noticiero, cree que la especie humana fue un proyecto fallido y que todas las liberaciones terminan en opresiones, sepa que le robaron la esperanza. Si destila odio en las redes digitales, desconfía de todos los que pronuncian discursos sobre la ética y la preservación del medio ambiente y solo confía en su cuenta bancaria, no le quepa duda, le robaron la esperanza.

Si ya no alberga sueños de un futuro mejor, no se inyecta utopía en vena y no asume su protagonismo como ciudadano, sino que prefiere aislarse en su redoma de cristal, es señal de que le robaron la esperanza. Los amigos de Job utilizaron todos los argumentos para que abandonara la esperanza. ¿Cómo se obstinaba en mantenerla si había perdido tierras, riquezas y familia? Job no introyectó la culpa, no arrojó sobre hombros ajenos los males que lo afligían, no abominó de los reveses que le ocurrían.

Reza el poema de Franz Wright, inspirado en la plegaria del poeta persa Rabi’a al-Adawiyya: “Dios, si proclamo mi amor por ti por miedo al infierno, incinérame en él; / si proclamo mi amor porque ansío el paraíso, ciérramelo ante la cara. / Pero si hablo contigo porque existes, deja / de ocultar de mí tu / infinita belleza”.

Fue en esa gratuidad de la fe, la esperanza y el amor que Job se sintió recompensado al contemplar la infinita belleza: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven” (42, 5).

Como escribió Spinoza en su Tratado teológico-político: “Un pueblo libre se guía por la esperanza más que por el miedo; el que está oprimido se guía más por el miedo que por la esperanza. El uno ansía cultivar su vida. El otro, soportar al opresor. Al primero le llamo libre. Al segundo le llamo siervo”.

Usted, como yo, es víctima de promesas que se transformaron en espejismos y desembocaron en frustraciones. Ni aun así admito que me roben la esperanza. ¿El secreto? Sencillo. No me aferro al aquí y ahora. Miro las contradicciones del pasado, marcado por retrocesos y avances. ¿Cuántas batallas perdidas no terminaron en guerras victoriosas? ¿Y cuántos emperadores, señores de la vida y de la muerte, desde los césares hasta Atila el huno, desde Napoleón hasta Hitler, no acabaron deshonrados por la historia?

Encaro el futuro a largo plazo. Sé que no participaré de la cosecha, pero me empeño en morir semilla. No creo en discursos ni ato mi esperanza al paracaídas de algún ser superior que promete salvación a corto plazo. Exijo programas y proyectos, y juzgo a sus portadores según criterios rígidos. Trato de conocer su vida pasada, su compromiso con los movimientos sociales, su ética y sus valores. Sé que el futuro será lo que hagamos en el presente. No espero milagros. Me arremango la camisa, convencido de que “quien sabe hace ahora, no espera lo que acontezca”.

Me gusta el verbo esperanzar: desenrollar el hilo de Ariadna que nos conduce a todos hacia afuera del laberinto.

Como dice Mario Quintana en ‘Das utopias’: “Si las cosas son inalcanzables… ¡caramba! /No es motivo para no quererlas… / ¡Qué tristes los caminos, si no fuera / Por la mágica presencia de las estrellas!”. (O)

Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/1/si-ya-no-espera-un-futuro-mejor-le-robaron-la-esperanza
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