Prólogo de “La función de la ciencia en la sociedad contemporánea. Propuestas ecosocialistas alternativas”, de Manuel Sacristán
La función de la ciencia en la sociedad contemporánea
Propuestas ecosocialistas alternativas
Manuel Sacristán Luzón
Edición, presentación y notas de Salvador López Arnal
Edición 1.0. agosto 2016
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La decisiva importancia de una política de la ciencia aliada del movimiento obrero y de los nuevos movimientos sociales
En la información acerca del nacimiento de Mientras tanto que podía leerse en el apéndice del primer número, señalaba Manuel Sacristán Luzón (1925-1985), el director de la publicación, que «la orientación de la revista es sustancialmente la misma que mantuvo Materiales, aunque con la clarificación y la sedimentación debidas a la evolución de ciertos problemas durante estos dos últimos años». La evolución seguida, proseguía, no había sido para mejorar y había llevado «a una situación contradictoria que tiene precedentes de mal augurio».
Por un lado, la crisis mundial del capitalismo de finales de los años setenta del pasado siglo se extendía y se enquistaba; abarcaba desde «los hechos económicos básicos —el cansancio de los motores del crecimiento en la época de los «milagros económicos», la dificultad para llevar a cabo la reestructuración del capital fijo, el estancamiento con inflación, un paro de magnitud considerable y cuya raíz estructural es manifiesta, una crisis monetaria muy expresiva del final de una época que empezó precisamente con el esfuerzo más organizado que se haya emprendido en la historia del capitalismo por asegurar el orden monetario, etc.—», hasta fenómenos fuertemente llamativos de disgregación cultural «que culminan en una exacerbación de la insolidaridad individualista hasta llegar a la institución de la violencia verbal y física como forma corriente de relación en la vida cotidiana», pasando, al mismo tiempo, por un conjunto de dificultades políticas «que se pueden considerar como una crisis del estado, la cual no sólo arruina la ideología del estado-providencia o estado del bienestar que fue la gloria del capitalismo restaurado con la eficaz ayuda o incluso el protagonismo de los partidos de la II Internacional (absurdamente llamada socialista)», sino que hasta permitía pensar, por el estallido de los nacionalismos y particularismos en las tres monarquías más antiguas del occidente europeo, la española incluida por supuesto, «que se está debilitando la legitimación del estado burgués, o de la Edad Moderna, precisamente en las tierras en las que nació».
Pero, por otro lado, proseguía el traductor de Lukács y Adorno recogiendo las reflexiones e impresiones del colectivo editor, la gestión de la crisis estaba dando pie a un proceso de recomposición de la hegemonía ideológico-cultural burguesa. La contradicción era tan áspera que resultaba paradójica. Sin embargo, «nos parece que tiene una explicación bastante sencilla: esta profunda crisis básica capitalista, además de afectar a los países del socialismo que se llama a sí mismo «real» en la medida, mayor o menor, en que éstos son elementos parciales y todavía subalternos del sistema capitalista mundial», coincidía con una crisis de la cultura socialista —«en el amplio sentido ochocentista de esta palabra, que incluye el anarquismo»—, confundida por la crisis de una civilización de la que «no se distancia suficientemente (caso de los grandes partidos obreros), o reducida a una marginalidad casi extravagante» y, a menudo —añadía—, funcional al rasgo del sistema que Herbert Marcuse, un autor por él traducido, había llamado «tolerancia represiva».
El mal momento de la cultura socialista, del que Sacristán había alertado desde mediados de los años sesenta, sobre todo y especialmente desde la inadmisible invasión de Praga por las tropas del Pacto de Varsovia, tenía una consecuencia de particular importancia: «la incapacidad de renovar la perspectiva derevolución social». Precisamente porque la crisis de la civilización capitalista era radical, «la falta de perspectiva socialista radical facilita la reconstitución de la hegemonía cultural burguesa al final de un siglo que asistió por dos veces a su resquebrajamiento por causa de las guerras mundiales que desencadenó». La I y la II, y también la aún no concluida guerra fría.
Lo que era crisis de la economía y la sociedad capitalistas se veía, se solía ver superficialmente, «como desastre de la forma más reciente de ese sistema social, su gestión keynesiana y socialdemócrata». El neoliberalismo se había puesto ya en pie de guerra y aniquilación de las conquistas obreras. La identificación de la gestión socialdemócrata del capitalismo con el socialismo facilitaba un rebrote ideológico capitalista, «a veces financiado discretamente por alguna gran compañía transnacional».
Sin la adecuada réplica material ni ideal de un movimiento obrero cuyas organizaciones mayoritarias estaban entonces «tan identificadas con muchos valores capitalistas como lo está la parte de las clases trabajadoras a la que representan», las clases dominantes sin excepción habían pasado «a una ofensiva llena de confianza (y no meramente represiva)» que apenas nadie habría previsto años atrás. Esa ofensiva arrancaba de la esfera de la producción material, «con una política económica de sobreexplotación y un programa de fragmentación y atomización de la clase obrera en nuevos dispositivos industriales», se articulaba en el plano político con éxitos perceptibles, «el más importante de los cuales, la despolitización, se está logrando con la colaboración tal vez involuntaria, pero, en todo caso, torpe hasta el suicidio, de las organizaciones obreras», se arropaba, además, con el florecimiento de una apología directa e indirecta del dominio, la explotación y la desigualdad social por parte de intelectuales (los entonces llamados nuevos filósofos por ejemplo) que volvían a hacerse con «una orgullosa autoconsciencia de casta, y tiende a eternizarse mediante una «solución» final de las luchas sociales, a saber, el incipiente aparato represivo de nuevo tipo justificado por el gigantismo del crecimiento indefinido (cuya manifestación más conocida, pero en absoluto única, son las centrales nucleares) e instrumentado por los ordenadores centrales de los servicios policíacos de información».
Con esas hipótesis generales los editores de la revista intentaban entender la situación y orientarse en el estudio de ella, para el saber a qué atenerse de su admirado Ortega. El paisaje que dibujaban era oscuro en su opinión. Pero, precisamente porque era tan negra la noche de esta nueva restauración, podía resultar algo menos difícil orientarse en ella «con la modesta ayuda de una astronomía de bolsillo». En el editorial del nº 1 de la Materiales, una revista publicada por ellos mismos y algunos amigos más durante los años 1976 y 1977, habían escrito que sentían «cierta perplejidad ante las nuevas contradicciones de la realidad reciente». Aunque convencidos de que las contradicciones entonces aludidas se habían agudizado, ahora, sin embargo, se sentían un poco menos perplejos, lo que no quería decir más optimistas, respecto de la tarea que «habría que proponerse para que tras esta noche oscura de la crisis de una civilización despuntara una humanidad más justa en una Tierra habitable, en vez de un inmenso rebaño de atontados ruidosos en un estercolero químico, farmacéutico y radiactivo».
La tarea que, en su opinión, no podía cumplirse con agitada veleidad irracionalista, «sino, por el contrario, teniendo racionalmente sosegada la casa de la izquierda», consistía, en primer lugar y destacadamente, «en renovar la alianza ochocentista del movimiento obrero con la ciencia». Podía ser que los viejos aliados tuvieran dificultades para reconocerse, pues los dos habían cambiado mucho: la ciencia, porque desde la declaración de Emil Du Bois Reymond —ignoramus et ignorabimus, ignoramos e ignoraremos—, llevaba ya asimilado «un siglo de autocrítica (aunque los científicos y técnicos siervos del estado atómico y los lamentables progresistas de izquierda obnubilados por la pésima tradición de Dietzgen y Materialismo y Empiriocriticismo no parezcan saber nada de ello); el movimiento obrero, porque los que viven por sus manos son hoy una humanidad de complicada composición y articulación».
La tarea podía verse de varios modos, según el lugar desde el cual se emprendiera: consistía, por ejemplo, en conseguir que «los movimientos ecologistas, que se cuentan entre los portadores de la ciencia autocrítica de este fin de siglo», se dotaran de capacidad revolucionaria; consistía también, por otro ejemplo, «en que los movimientos feministas, llegando a la principal consecuencia de la dimensión específicamente, universalmente humana de su contenido», decidieran fundir su potencia emancipadora con la de las demás fuerzas de libertad; o consistía en que las organizaciones revolucionarias clásicas comprendieran que «su capacidad de trabajar por una humanidad justa y libre tiene que depurarse y confirmarse a través de la autocrítica del viejo conocimiento social que informó su nacimiento, pero no para renunciar a su inspiración revolucionaria, perdiéndose en el triste ejército socialdemócrata precisamente cuando éste, consumado su servicio restaurador del capitalismo tras la segunda guerra mundial, está en vísperas de la desbandada»; sino para reconocer que ellos mismos, los que vivían por sus manos, habían estado demasiado deslumbrados por los ricos, por los que Sacristán llamaba «descreadores de la Tierra».
Todas esas cosas se tenían que decir muy en serio. «La risa viene luego, cuando se compara la tarea necesaria con las fuerzas disponibles». Las suyas alcanzaban sólo para poner «cada dos meses noventa y seis páginas a disposición de quien quiera reflexionar con nosotros acerca de todo lo apuntado». Quienes de verdad tenían la palabra eran los movimientos potencialmente transformadores, «desde las franjas revolucionarias del movimiento obrero tradicional hasta las nuevas comunidades amigas de la Tierra». Sólo cuando unas y otras coincidieran en una nueva alianza se abriría una perspectiva esperanzadora. Mientras tanto, como en el «Grito hacia Roma» de García Lorca, ellos intentarían entender lo que pasaba y allanar el camino, por lo menos el que había que recorrer con la cabeza.
En ese camino que había que recorrer con la cabeza, en ese intento de nueva alianza del movimiento obrero con la tecnociencia contemporánea, la política de la ciencia, una política de la ciencia de orientación socialista y ecologista, era esencial. En este libro recogemos los dos nudos señalados, dos de las grandes aportaciones del profesor expulsado de la Universidad de Barcelona en 1965 por su militancia antifascista: el análisis del papel de la tecnociencia en la sociedad contemporánea y las propuestas alternativas para construir y abonar una ciencia de orientación anticapitalista y socialista.
No fueron éstas las únicas intervenciones de autor de Panfletos y Materiales en este ámbito esencial, en la que sin duda fue una de sus preocupaciones centrales hasta sus últimos días. No fueron las únicas, como decía, pero sí acaso dos de las más representativas. Siguen siendo de “gran actualidad” (los clásicos juegan siempre con ventaja) para saber a qué atenernos nosotros en nuestro mundo, en el mundo de nuestra hora.
Las notas finales de cada apartado son mías. He respetado el tono y construcción de las intervenciones orales en mi transcripción con alguna ligera modificación en caso de repetición de términos. En ambas conferencias.
Si mi tarea de editor-anotador-presentador tiene algún mérito, a la memoria de Manuel Sacristán y Francisco Fernández Buey me gustaría dedicarlo. También a Eduard Rodríguez Farré del que no dejo de aprender prudencia, conocimientos y compromiso social. Y amistad a lo lejos y hacia dentro.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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