Creo que con los cuarenta llegan muchos regalos. Cuando los cumplí experimenté una especie de epifanía sobre cómo debía hacer para transmitir lo que quería decir de un modo mucho más claro.
Vi que, en ese momento, se completaba un proceso de reflexión que, habiendo comenzado casi unos diez años antes, encontraba allí una conclusión: cuando el lenguaje que utilizamos no ayuda a andar a quien acompañamos, algo puede hacerse mejor. Así que desde ese momento comencé a hacer de forma consciente algo que ya intentaba aplicar de forma intuitiva: ajustar mis expresiones, mi vocabulario, mi postura corporal y el modo de presentar las ideas en aulas y talleres, a quienes serían receptores de la actividad.
Ese rol de la palabra en la vida cotidiana, más allá de la comunicación básica, se fue revelando desde mi incorporación progresiva a distintas formas a labores de enseñanza-aprendizaje. La maternidad, quizás fue la principal, pero no la única. Aprender de mi madre la labor de la repostería y ayudarla a diseñar sus trabajos fue otra. En todas esas tareas antes que todo, me sentí como una aprendiz que acompañaba a otros y otras y, además iba aprendiendo.
Quizás una de las experiencias que marcó de un modo significativo mi búsqueda sobre la palabra en el aula, fue la enseñanza en Misión Sucre. Allí trabajé con tres grupos de participantes adultos que cursaban Estudios Jurídicos y que, debo confesar, tenían muchas más expectativas de mi desempeño que yo misma. Según percibí, su principal expectativa venía de mi título y la universidad que lo certificó. Confieso que el ser egresada de la ULA para mi significaba mucho menos, entre otras cosas porque ya llevaba décadas convencida de que la formación profesional, la verdadera, ocurre en el tránsito de la vía de los estudios y también después de la obtención del título, y estaba segura de que el título de politóloga certificaba más la senda que había decidido transitar que mi nivel de conocimiento puntual.
Había en esos grupos de Misión Sucre una suerte de carácter combativo por ser también grupos politizados, y también el natural temor a equivocarse que, no puede dudarse, se siente mucho más marcado en adultos. Siendo el habla una de las primeras cosas que nos corrigen según vamos comenzando a articular palabra, era lógico pensar que una de las cosas que causaría un poco más de aprehensión entre los participantes, era escribir o decir algo equivocado ante una profesora a la que tenían en tanta estima porque era egresada de una universidad.
Recordé entonces, un temor que había también en mi madre, esa mujer que de un curso de repostería hecho en una escuela de labores en El Vigía, ideó el modo de pintar tortas a mano y las adornaba como si fueran lienzos. Cuando avanzaba mis estudios en la universidad, ella me confesó, disgustada que es como a veces se cuentan las cosas que duelen, que temía que nosotros, que hablábamos de esa forma que aprendíamos en la universidad, nos avergonzáramos de ella. Se refería a mi hermano, casi graduado de médico en esa fecha, y a mi, que avanzaba en los estudios de ciencias políticas. Sus estudios formales habían llegado hasta tercer grado, aunque luego se desempeñó como secretaria comercial en INDULAC, lugar donde conoció a mi padre. Nunca vi a madres de mis compañeras de estudios leer del modo en que leía mi mamá, o resolver con ingenio cosas cotidianas, pero ella sentía que la palabra dominaba un espacio que ella aspiraba fuera de nosotros, y se negaba para si.
Entonces, con estos participantes de Misión Sucre aprendí a hablar de un modo que me permitió habitar sus espacios, con la excusa de aprender de participación ciudadana y política, de proyecto sociointegrador, y con la esperanza de poder resolver algunos problemas cotidianos. Habitaban ellos mi aprendizaje particular sobre los modos en que podíamos hablar de teorías políticas y desarrollo socioeconómico en contextos específicos de comunidades del sector Zumba o Ejido, eran mis maestros formadores y mis primeros tutores en las andanzas de la enseñanza, todo ello mientras la palabra, no sin accidentes, nos ayudaba a construir puntos de encuentro para ese convivir tan particular que es la formación militante para la transformación social.
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