Por Mauro Basaure
El debate en torno al matrimonio igualitario –materia sobre la cual la Presidenta Bachelet acaba de anunciar el envío de un proyecto de Ley al Congreso– se transforma en una discusión entre sordos. Contra esto, quienes estamos a favor de la aprobación de dicha ley tenemos la obligación de escuchar mejor.
Los conservadores de Chile y el mundo que se oponen a dicha ley tienen muchos argumentos, algunos mejores que otros, obviamente. El mejor de ellos, el más robusto, es aquél que señala que la diferencia sexual entre hombre y mujer constituiría un bien en sí mismo pues hombre y mujer se complementan o equilibran como padre y madre en la generación de un medio de procreación y/o crianza (no se sabe si procreación o crianza pues esta diferencia queda escondida en el argumento conservador) del que los niños no debiesen ser privados, so pena de causarles un perjuicio, cuya especificación técnica nunca se pone a disposición.
Dicho medio propicio se podría constituir sólo bajo una fórmula: el padre está ontológicamente asociado al hombre y la madre a la mujer. Padre/madre no serían roles sociales, que pudiesen ser cumplidos por una combinación distinta a la de hombre/mujer, so pena de romper la complementariedad y con ello de generar un medio perjudicial para el niño.
Es esta fórmula ciertamente ontológica, igual al matrimonio heterosexual, la que el Estado debiese simplemente sancionar como matrimonio institucional. Evidentemente esto no se puede discutir, pero no porque sea verdadero, sino por su carácter: frente a algo así sólo cabe creer o no hacerlo. Ello no es distinto a cuando el pastor Soto nos llama a aceptar su interpretación de la Biblia.
Se trata de una petición de principios. Lo que los hombres y mujeres quieran hacer con sus instituciones, si no coincide con dicha ontología, sólo puede ser falso y además patológico, y ello con independencia de lo que ellos y ellas construyan de acuerdo a su sentido común, a su autocomprensión cultural y la deliberación democrática en tanto ciudadanos, pero sobre todo —y este es el verdadero punto aquí— con independencia de lo que digan las ciencias empíricas.
No se trata de si el argumento conservador es de índole religioso o no. Se trata únicamente de que exige una creencia que no sólo no admite la posibilidad de su falsedad, sino que declara como falso y perjudicial lo que no se condice con él. El problema es que, nos guste o no, en sociedades plurales, diversas, que además se dicen democráticas, frente a este orden de debates y controversias, no contamos con otro patrón de racionalidad que el de las conclusiones de las ciencias empíricas, cuando ellas expresan amplios consensos, como es aquí el caso: no hay tal perjuicio para el niño en familias donde los roles parentales están asumidos por personas del mismo sexo.
No aceptar esta conclusión, no es razonable.
El mejor argumento de los conservadores no es razonable, no sólo porque tiene inconsistencias internas insalvables, sino que además porque apela a reglas del mundo, seguramente ciertas para ellos, pero de las cuales no sólo no existe evidencia empírica alguna, sino que además son ampliamente contradichas por las ciencias empíricas. Pese a los esfuerzos de sus defensores, la discriminación entre parejas heterosexuales y homosexuales respecto de la institucional matrimonial es final e inapelablemente arbitraria. Esa discriminación —que lentamente está siendo desalojada de la historia de todos los países modernos— está condenada a acompañar en un futuro no lejano a la doctrina “separate but equal” de la USA segregacionista racial de fines del siglo 19 y la primera mitad del 20.
Fuente: http://www.latercera.com/voces/no-razonable-oponerse-al-matrimonio-igualitario/