Por Carlos Magro
Sí, es verdad, he hecho dos afirmaciones demasiado rotundas. De esas que siempre digo que no hay que hacer en educación. La realidad responde mal a los diagnósticos simples. La vehemencia casi siempre esconde debilidad y en la mayoría de las ocasiones es incorrecta, por limitada y simplificadora. Así que, disculpadme. Dado que sostengo las dos, trataré en lo que sigue de matizarlas y argumentarlas.
No descubro nada si digo que vivimos en un momento paradójico para la educación y especialmente para la educación escolar. Las exigencias hacia la escuela y hacia los docentes se incrementan a diario (OCDE, 2009. Los docentes son importantes). Cada día pedimos más porque sabemos que solo la educación puede hacer que las personas encaren con opciones el futuro. “Cada vez dedicamos más años de la vida y más horas de cada día, a la tarea de aprender” y, sin embargo, sostiene Nacho Pozo, “aparentemente, cada vez se aprende menos, o por lo que parece, hay cada vez una mayor frustración con lo que se aprende y cómo se aprende.”
Pero cuanto mayor es la necesidad de educación, más cuestionamos el sistema educativo. A pesar de que nuestro sistema educativo ha logrado grandes avances en casi todos los indicadores en los últimos 40 años, la imagen social que predomina es de crisis profunda, una imagen reforzada por mensajes que presagian, casi a diario, que nos encontramos al borde de un desastre general.
La enseñanza está lejos de ser una tarea sencilla. Es una actividad incierta, contextualizada y construida siempre en respuesta a las particularidades de la vida diaria en las escuelas y las clases (Carlos Marcelo, 2001).Es una tarea compleja, “laboriosa, paciente y difícil. Mucho más de lo que la gente cree y muchísimo más de lo que piensan los políticos,” dice Paco Imbernón en Ser docente en una sociedad compleja. Y lo es porque nuestra sociedad se ha vuelto más compleja (véase más diversa, global, cambiante, conectada…) haciendo que las exigencias sociales hacia la escuela sean cada vez mayores.
En este contexto de demandas crecientes, los docentes se vuelven imprescindibles. Afrontar los nuevos retos que plantea la sociedad requiere un elevado grado de implicación y compromiso que debe ir dirigido, no lo podemos olvidar, a asegurar el derecho a aprender de todos los alumnos. Pero “el desconcierto, la falta de preparación para afrontar los nuevos retos y el intento de mantener las rutinas, lleva a muchos profesores al desarrollo de su trabajo en un ambiente en el que se percibe una crítica generalizada, que les presenta como los responsables universales de todos los fallos del sistema educativo.” (Carlos Marcelo, 2011). Ha sido y es habitual su demonización a través de la crítica constante del sistema educativo. A día de hoy, sigue siendo válido, desgraciadamente, aquello que a mediados de los años 90 señalaba Mariano Fernández Enguita al decir que “los profesionales de la enseñanza no pueden evitar la sensación de que la escuela se halla sometida a un fuego cruzado, degradado su prestigio y criticada por todos”. No les falta razón, decía entonces,
“pues parece que no existe nada más cómodo para una sociedad que culpar de sus males a la escuela -exculpando así, de paso, a otras instituciones como las empresas y el Estado- y tratar de encontrar soluciones mágicas a través de su permanente reforma.”
Dicho esto, nadie pone en duda que los docentes son la pieza fundamental de los sistemas educativos, ni que ejercen la influencia más determinante en el aprendizaje de los alumnos (Lourdes Montero, 2006). Pero la profesión docente es una profesión esencialmente paradójica, como dijeron hace años Andy Hargreaves y Leslie Lo. Cuanto más importantes son más les criticamos. Cuanto más necesaria es su intervención y más se espera de ellos, menos apoyo, respeto y margen para la creatividad, la flexibilidad y la innovación tienen. (Andy Hargreaves y Leslie Lo, 2000). Asistimos a un constante doble discurso. Afirmamos su papel central en la mejora de los resultados pero apenas contamos con ellos a la hora de definir y poner en marcha nuevas políticas.
De hecho, repasando las numerosas reformas educativas de los últimos decenios observamos con sorpresa que no se ha planteado en ningún momento una revisión profunda de la profesión docente (competencias, formación inicial, definición de una carrera docente, acceso a la profesión, desarrollo profesional) y que los cambios que se han hecho (por ejemplo el actual máster de educación secundaria) han resultado en un fiasco y no han generado los resultados esperados y necesarios.
A día de hoy, conviven simultáneamente dos tendencias contradictorias: “por un lado, la tendencia a la uniformización de la enseñanza y a cierta aversión por la profesionalización de los docentes; y por el otro, la tendencia a una mayor calidad y profesionalidad del ejercicio docente” (Andy Hargreaves y Leslie Lo, 2000). Sentimos “la necesidad de revalorizar una profesión que tiene en sus manos el futuro de las generaciones venideras”, pero hemos optado por políticas de control, enfrentamiento y desconfianza que provocan desprofesionalización, “reduciendo los márgenes de libertad en la toma de decisiones profesionales y regulando su quehacer cotidiano de forma exhaustiva.” (Montero y Gewerc, 2018). El cambio y la mejora educativa no se puede ordenar, prescribir, ni imponer desde arriba. Las prescripciones sobre qué deben hacer los profesores no transforman sus prácticas. Los cambios esperados no tendrán lugar sino se reconoce en los docentes el factor central de cambio (Denise Vaillant, 2005. Reformas educativas y rol de docentes). La transformación, la innovación y el cambio depende menos de leyes y reformas que de proyectos de centro y de prácticas profesionales.
Sin embargo, en las últimas décadas hemos pensado que mejorar los resultados de aprendizaje pasaba por elaborar prescripciones detalladas de los modos de enseñar. Es decir, por poner en marcha procesos de auditoría y supervisión sobre los docentes, estableciendo currículos fuertemente prescritos, libros de texto y materiales curriculares a prueba de profesores (Linda Darling-Hammond, 2001. El derecho de aprender). Muy en la línea con lo que Pasi Sahlberg ha denominado el Movimiento Global de Reforma Educativa (GERM en inglés) y en el que, utilizando la expresión de Murillo y Krichesky, poco a poco las evidencias comenzaron a reemplazar a las experiencias, como si las primeras (casi siempre cuantificadas) fuesen sinónimo de precisión, objetividad, verificabilidad y neutralidad frente a la imprecisión, subjetividad y contingencia de las segundas.Como si las evidencias no fueran también construcciones selectivas y carecieran de valores y prejuicios. En las últimas décadas hemos incurrido en la ilusión de la medida y en el error de querer medirlo todo.
Pero como decía recientemente Fernando Trujillo, “desconfiar del profesorado e imponerle modos de actuación de manera artificial genera rechazo, garantiza el fracaso y la frustración y es una opción que desprofesionaliza e incapacita, lo cual bloquea al sistema a corto y largo plazo”. Por el contrario, “los países que han tenido mayor éxito educativo son aquellos que promovieron mayor flexibilidad e innovación en la enseñanza y el aprendizaje, aquellos que invirtieron mayor confianza en docentes altamente calificados y que valorizaron un currículum amplio y aireado, sin intentar dirigir absolutamente todo desde arriba.” (Andy Hargreaves, 2009)
Tras varias décadas de reformas educativas, hemos aprendido que para cambiar la educación es necesario hacerlo con los docentes, como decía Denise Vaillant en 2005, no contra o a pesar de ellos. Sabemos que el cambio y la mejora escolar están más asociados “a procesos de búsqueda, indagación, confianza, formación, asesoramiento, colaboración, que a procesos de vigilancia” (Héctor Monarca y Noelia Fernández-González, 2016). Sabemos que es necesario reconocer y dar un mayor protagonismo a los docentes en la reivindicación de su función y en el refuerzo de su presencia pública. Si los cambios quieren tener una incidencia real en la vida de los centros han de generarse desde dentro para desarrollar su propia cultura innovadora, incidiendo en la estructura organizativa y profesional, implicando al profesorado en un análisis reflexivo de lo que hace.
La mejora necesaria de la educación pasa, entre otras cosas, por una profunda reforma de la profesión docente, pero “para cambiar la educación no sólo es necesario cambiar al profesorado (impartiendo más formación), sino potenciar también el cambio en los contextos donde el profesorado desarrolla su cometido: las escuelas, la normativa, el apoyo comunitario, los procesos de decisión, la comunicación” (Paco Imbernón, 2006). Es decir, no basta con actuar sobre las personas a nivel individual, debemos también actuar sobre las escuelas y sobre las culturas escolares.
Es bien conocida, por reiterada, la frase del informe elaborado por Michael Barber y Mona Mourshed para la consultora Mckinsey en 2007 (aquí la traducción al castellano) “la calidad de un sistema educativo tiene como techo la calidad de sus docentes”. Afirmación errónea y perjudicial y que Fernández Enguita, muy acertadamente ha calificado como el error mckinsey. Errónea porque como bien sostiene el propio Enguita “una organización es siempre algo distinto de los elementos que la forman, el todo es distinto que la suma de las partes” y perjudicial porque al centrar exclusivamente la atención en los profesores de manera individual ignora la enorme importancia que tienen las organizaciones, los recursos y las culturas escolares para la mejora escolar.Un techo, en todo caso, el de la calidad individual de los docentes, frágil y fácilmente fracturable, sujeto a una presión y a unas demandas que lejos de disminuir crecerán en los próximos años.
Volvamos ahora sobre el título de este texto, en concreto sobre el llamado MIR educativo. Uno de los aspectos más importantes en la docencia es la iniciación en la profesión. Hace años que la literatura educativa insiste en la importancia y dificultad que tienen los primeros años de práctica docente. Hay cosas que sólo se aprenden en la práctica. La transición desde la formación inicial al primer trabajo puede ser en muchos casos traumática y provoca en la mayoría de los docentes nuevos lo que desde hace décadas se conoce como unshock de realidad (Simon Veenman, 1984). Y aunque el término es algo engañoso ya que sugiere que es algo corto y que pasa rápido (cosa que está lejos de ser cierta), la imagen del choque de realidad apela acertadamente a la difícil asimilación de una realidad compleja que se impone al maestro y que tiene influencia sobre su comportamiento, sus creencias sobre la educación, su concepción de la profesión e incluso su personalidad.
El shock de realidad que experimentan al incorporarse por primera vez a la profesión, les lleva en muchas ocasiones a recurrir a sus propios recursos, siguiendo aquello que Dan Lortie, en un libro ya clásico tituladoSchoolteacher (1975), denominó el “aprendizaje por observación” (apprenticeship of observation), es decir,recurriendo a aquello que aprendieron, muchas veces de manera no intencionada, sobre la la práctica docente tras miles de horas pasadas previamente como estudiantes observando a sus maestros y que llega a crear expectativas y creencias difíciles de remover.
Estos primeros años constituyen un periodo fundamental en el desarrollo profesional. Los profesores nuevos tienen que enseñar y tienen que aprender a enseñar (Sharon Feiman-Nemser, 2001). Simon Veenmanidentificó los principales desafíos de los nuevos docentes en distintos países encontrando bastante similitudes: “motivar a los alumnos a aprender, gestionar la clase, lidiar con las diferencias individuales entre los estudiantes, evaluar el trabajo de éstos y gestionar la comunicación con los padres de familia, fueron considerados por casi todos los docentes nuevos encuestados en el estudio”. (OCDE, 2009. Los docentes son importantes). Y el problema, como señaló Carlos Marcelo, es que deben hacer esto cargados de las mismas responsabilidades que los docentes con más experiencia.
Son un periodo clave porque es cuando los nuevos profesores aprenden e interiorizan las normas, los valores y las conductas que caracterizan a la cultura escolar. Es una etapa “determinante para conseguir un desarrollo profesional coherente y evolutivo.” (Carlos Marcelo, 2008.Empezar con buen pie) y son también años importantes para asegurar un profesorado motivado, implicado y comprometido con su profesión. Para Carlos Marcelo “si queremos asegurar el derecho de nuestros alumnos a aprender y si queremos que nuestras escuelas sigan siendo espacios donde se construye el conocimiento de las nuevas generaciones, es preciso prestar mucha mayor atención a la forma cómo los nuevos profesores se insertan en la cultura escolar.” Aprender a enseñar es un proceso complejo que lleva años.
Centrarse en estos primeros años nos permite además, como han señalado Denise Mewborn y Andrew Tyminski, destacar la importancia que tienen sobre los profesores sus imágenes y creencias previas sobre la enseñanza y el aprendizaje y, por tanto, nos da pistas sobre cómo deber ser la formación docentey sobre la importancia de capacitar a los docentes durante su formación para analizar críticamente estas creencias, a menudo profundamente arraigadas, ayudando a los nuevos docentes a desarrollar nuevas visiones de lo que es posible y deseable en la enseñanza para inspirar y guiar su aprendizaje y práctica profesional.
“Los profesores en su primer año de docencia son extranjeros en un mundo extraño, un mundo que les es conocido y desconocido a la vez. Aunque hayan dedicado miles de horas en las escuelas viendo a profesores e implicados en los procesos escolares, los profesores principiantes no están familiarizados con la situación específica en la que empiezan a enseñar” (Johnston y Ryan, citados por Carlos Marcelo aquí).
No son pocos, por tanto, los autores que defienden de manera clara desde hace años que el periodo inicial de inserción profesional es una etapa bien diferenciada tanto de la formación inicial como de la formación continua y requiere una atención diferenciada con programas específicos. Son lo que la literatura educativa, y en la práctica en muchos países, se denomina programas de inducción profesional y que aquí, haciendo uso de nuevo de una metáfora (como la del techo de cristal) potente pero peligrosa por las evidentes diferencias, hemos denominado MIR educativo.
Karry K. Wong, en un artículo seminal de 2004 sobre los programas de inducción profesional, los definía como “una formación integral y exhaustiva más un proceso de asesoramiento y apoyo a nivel de todo el sistema que dura entre 2 o 3 años, para integrarse posteriormente y de manera natural en los programas de desarrollo profesional de los nuevos profesores” y hacía referencia a un estudio comparativo sobre los programas de inducción en Suiza, Japón, Francia, Shanghai y Nueva Zelanda donde se encontraba que en todos los casos se trataba de programas muy estructurados, completos, rigurosos y monitoreados, donde los distintos roles estaban claramente definidos; que en todos se entendían como una primera fase en un proceso de aprendizaje profesional continuo a lo largo de la vida; y que, en todos, la colaboración era vista como una fortaleza, fomentando así el intercambio entre los docentes no solo de experiencias, prácticas, herramientas sino también de un lenguaje común.
No hay dos programas de inducción iguales. Hay, de hecho, una gran variedad internacional en cuanto a sus características, contenidos y duración. Pueden ir desde una reunión a principio de curso a programas largos y muy estructurados. Pero sí hay elementos comunes: en todos comienzan con una iniciación de 4 o 5 días antes de que comience la escuela; se ofrece una capacitación sistemática durante un período de 2 o 3 años; se facilitan la formación de comunidades de aprendizaje en las que los nuevos maestros puedan establecer contactos y encontrar apoyo; hay un apoyo administrativo fuerte; poseen un elemento de mentoría (hecha por un profesor experimentado que recibe formación específica para ello); y ofrecen oportunidades para que los participantes visiten las aulas de otros compañeros (Karry K. Wong, 2004).
Características todas que plantean grandes exigencias organizativas, de planificación y de previsión, pues afectan a las actuales estructuras escolares y a sus recursos (presupuestos, calendarios, tiempos, cargas docentes), a los actuales docentes y futuros mentores (formación específica, retribución, dedicación, liberación de otras cargas) y que nos deberían alertar ante las propuestas improvisadas y poco pensadas que suelen lanzar nuestros políticos.
Como decíamos, la transformación, la innovación y el cambio necesarios dependen menos de leyes y reformas que de proyectos de institución y de prácticas profesionales. “Si queremos nuevas prácticas docentes y patrones de relaciones entre los profesores, esto conduce paralelamente a actuar en los contextos organizativos en que trabajan.“ (Bolívar, Domingo, Escudero, Rodrigo, 2015). Si queremos que los cambios tengan una incidencia real en la vida de los centros y ser sostenibles han de generarse desde dentro para desarrollar su propia cultura innovadora, incidiendo en la estructura organizativa y profesional, implicando al profesorado en un análisis reflexivo de lo que hace.
La mejora de un centro educativo depende en gran medida de su capacidad para desarrollar internamente el cambio. La buena noticia es que “todas las escuelas tienen la capacidad interna de mejora” (Alma Harris, 2002. School Improvement).
Javier Murillo y Gabriela Krichesky recogían en un recomendable artículo de 2015, las principales lecciones aprendidas de cinco décadas del movimiento de mejora escolar identificando seis factores principales que deberíamos tener en cuenta hoy para la puesta en marcha de procesos de transformación escolar: “la colaboración docente y el trabajo en redes, la implicación de la comunidad, el liderazgo sistémico, la centralidad de los procesos de enseñanza y aprendizaje, el debate entre la responsabilidad y la rendición de cuentas, y las nuevas relaciones entre la administración pública y las escuelas”.
Para que los cambios sean eficaces han de afectar a los procesos de enseñanza y aprendizaje y a la organización, pero sobre todo a la cultura escolar y a la cultura profesional. Entendiendo por cultura escolar al conjunto de “valores, normas, expectativas, compartidas a la comunidad; a esos elementos que hacen que una escuela sea innovadora, aprenda, trabaje en equipo” (Murillo y Krichesky, 2015) y por cultura profesional los “conocimientos, creencias, valores, normas, rutinas y actitudes del profesorado sobre la enseñanza, sobre enseñanza y tecnologías, sobre el alumnado, las relaciones entre profesores, las visiones de su actividad profesional, sus percepciones sobre el cambio” (Montero y Gewerc, 2018).
Tal y como sostenían Darling-Hammond y Mclaughlin, los profesores aprenden haciendo, leyendo y reflexionando a través de la colaboración con otros, observando muy de cerca el trabajo de los estudiantes, y compartiendo lo que observan. El cambio educativo sólo será significativo si activa los procesos de acción-reflexión-acción de los protagonistas de forma participativa, cooperativa, negociada y deliberativa(Enrique Miranda Martín, 2002). Algo que, por cierto, ya estaba en John Dewey cuando hablaba de la “reflective action” y en Donald Schön y su profesional reflexivo.
Lo que nos lleva de nuevo a los programas de inducción profesional. De nada nos serviría poner en marcha programas de inducción profesional (entiéndase un MIR educativo) si éstos refuerzan modelos de enseñanza, prácticas docentes y culturas escolares poco adecuados para los desafíos educativos actuales. El proceso de inserción no debe sólo integrar al nuevo profesorado en la cultura escolar vigente, debe ayudar a desarrollar en los nuevos docentes una mirada crítica y reflexiva de la profesión.
No podemos diseñarlos de manera superficial. Los mejores programas de inducción ofrecen oportunidades de conexión entre docentes porque están estructurados dentro de comunidades de aprendizaje donde los docentes nuevos y los veteranos interactúan(Karry K. Wong, 2004). Los mejores programas de inducción, mantenía Wong, apoyan redes que crean comunidades de aprendizaje; tratan a todos los participantes como colaboradores valiosos; crean comunidades de aprendizaje donde tanto los nuevos maestros como maestros veteranos, adquieran conocimientos; y demuestran que la enseñanza de calidad no es solo una responsabilidad individual, sino también en una responsabilidad colectiva.
La colaboración y el apoyo mutuo, las redes profesionales, el aprendizaje permanente, el uso de evidencia, la implicación de las familias y la colaboración de las administraciones educativas son fundamentales frente al desafío de mejorar un sistema educativo en su conjunto (Hargreaves y Shirley, 2012. La cuarta vía). “La enseñanza se ha convertido en un trabajo imprescindiblemente colectivo”, como dice Paco Imbernón en Claves para una nueva formación del profesorado.
La colaboración y el intercambio de prácticas entre colegas, no el aislamiento, deben convertirse en la norma para los docentes. Lo que nos exige trabajar a favor de un profesionalismo ampliado, construido en la interacción y colaboración con otros colegas. Necesitamos transformar la tradicional cultura escolar individualista por una cultura de la colaboración. La reclusión en el aula individual no lleva muy lejos la innovación si, al tiempo, no se incrementan los modos de trabajar y aprender juntos. Debemos tener siempre presente que las creencias de los docentes suelen estar determinadas por las estructuras en el que trabajan.
“El excesivo aislamiento en un mundo abierto genera estrés y desmotivación.” (Alberto Revenga en Francisco Imbernón. Ser docente en una sociedad compleja). Debemos favorecer el aprendizaje intencionado de los maestros trabajando en equipo (Andy Hargreaves y Michael Fullan, 2014. Capital profesional). “El equipo es un entorno en el que aprender, en el que recibir constantemente retroalimentación cualificada y en el que obtener reconocimiento, a la vez que un antídoto contra el aislamiento del aula tradicional.” (Mariano Fernández Enguita. Más escuela, menos aula).
Hoy la enseñanza exige una cultura profesional que, desde la autonomía y el juicio crítico, adopte una disposición colaborativa en el pensamiento y la práctica (Alberto Revenga en Francisco Imbernón. Ser docente en una sociedad compleja). Pero no se trata, advierten Bolívar, Domingo, Escudero, Rodrigo, de que todos piensen y sientan del mismo modo, “ni de que lo colectivo diluya a lo individual y más personal. La colaboración profesional no tiene por qué anular la diversidad ni potenciar la homogeneidad y la unanimidad de creencias.” Eliminar el individualismo no es lo mismo que eliminar la individualidad. La individualidad genera desacuerdo creativo y riesgo que son recursos de aprendizaje grupal dinámico y de progreso (Andy Hargreaves & Michael Fullan. 2014)
“Si queremos cambiar los papeles que las personas ejercen en una organización, en lugar de predicarlo para que cambien de creencias, es preferible crear las estructuras y contextos que apoyen, promuevan y fuercen las prácticas docentes que deseamos”(Antonio Bolívar y Rosel Bolívar, 2016)
La innovación y el cambio exigen hacer esfuerzos explícitos para fomentar y desarrollar en las escuelas entornos de confianza. Cada actor implicado en el proceso de cambio debe tener confianza en su propia capacidad, en la de sus colegas y en la de la escuela globalmente para promover la innovación y el cambio (Alma Harris, 2002). El trabajo colectivo en entornos de confianza facilita la reflexión en las propias prácticas, lo que permite a los docentes tomar riesgos, resolver problemas y atender los dilemas en su práctica (Effective Teacher Professional Development, 2017). Necesitamos trabajar por una cultura de la colaboración, la cooperación, la confianza, la complicidad, el apoyo mutuo y la tolerancia profesional. Sin embargo, como advierte Imbernón, “las estructuras organizativas escolares no están creadas para favorecer ese trabajo colaborativo. Las clases ideadas como celdas, los agrupamientos homogéneos bajo criterios no coherentes, la jerarquización dentro de las instituciones, la creciente especialización y la parcelación de la enseñanza constriñen e impiden una forma de trabajar conjunta.” Las estructuras escolares, los tiempos, la organización curricular actual dificulta que los profesores piensen en términos de problemas compartidos o de objetivos organizativos más amplios. “En el interior de las escuelas, los profesores tienden a pensar en términos de mi aula, mi materia o mis alumnos” (Darling-Hammond y Mclaughlin, 2004).
La colaboración profesional tampoco se alcanza por mandato administrativo. Las culturas colaborativas no surgen solas. Requieren de mucho tiempo, atención y sensibilidad. No hay atajos. Pensar el centro como tarea colectiva es convertirlo en el lugar donde se analiza, intercambian experiencias y se reflexiona, conjuntamente, sobre lo que pasa y lo que se quiere lograr. Son los docentes y directores, individualmente y en grupos reducidos, quienes deben crear la cultura escolar y profesional que necesitan.
Necesitamos reprofesionalizar la docencia. Lo que nos lleva de nuevo al tema inicial y a la importancia de los docentes para liderar el cambio que la educación escolar necesita hoy.
Reprofesionalizar la docencia es, en primer lugar, oponerse a aquellos que pretenden simplificar la complejidad de la enseñanza. Las soluciones a los desafíos actuales no son fáciles, ni de corto plazo. Pero también a todos los que consideran que ser docente es sobre todo una cuestión técnica, basada esencialmente en las capacidades individuales y que aceptan sin crítica la afirmación Mckinsey, insisten en individualizar los retos (buscar los mejores expedientes, priorizando la formación de las capacidades individuales…) e ignoran la importancia de los contextos de trabajo y las culturas escolares.
Reprofesionalizar la docencia es aumentar el capital profesional de los docentes y de las escuelas, entendido como la combinación de capital humano, social y decisorio (Andy Hargreaves y Michael Fullan, 2014).
“En la enseñanza, el capital humano es desarrollar el conocimiento y las destrezas necesarias para la profesión. Es conocer el tema y saber cómo enseñarlo, conocer a los niños y saber cómo aprenden, entender la diversidad cultural y las circunstancias familiares de los alumnos, estar familiarizado y poder elegir las prácticas acertadas e innovadoras y tener las capacidades emocionales para empatizar con diversos grupos de niños y adultos dentro y fuera de la escuela” (Andy Hargreaves & Michael Fullan. 2014. p. 118).
El capital humano hace referencia al talento individual. Hace referencia directa a la afirmación Mckinsey, en concreto, y, en general, a todas las políticas educativas y a las posturas que sostienen que la mejora de la educación pasa por seleccionar a los mejores, a los más dotados, a los más formados para ejercer. Pero, como sostienen Hargreaves y Fullan (2014. p. 122) la variable clave que determina el éxito no es el capital humano sino el grado de capital social, es decir, la cantidad y calidad de las interacciones y relaciones sociales entre las personas. “Si el capital social es débil, todo lo demás está destinado al fracaso.” (Hargreaves y Fullan, 2014). “Los docentes tendrán escasez de capital profesional si no están lo bastante cualificados, si pasan la mayor parte del tiempo aislados, si no obtienen retroalimentación y apoyo de compañeros y si no están conectados con docentes de otras escuelas. Tendrán escaso capital profesional si no invierten en los años requeridos para mejorar su práctica y no disponen de orientadores, mentores, y el tiempo para reflexionar sobre dicha práctica.” (Hargreaves y Fullan. 2014. p. 122).
No es que no sea importante la capacitación individual de los docentes y, en consecuencia, su formación inicial, la inducción profesional o el desarrollo profesional posterior. Es que no es suficiente. No es suficiente si todo ello no está orientado a desarrollar la capacidad de trabajar y aprender con otros. No es suficiente si lo individual no sirve para potenciar lo colectivo.
En un artículo reciente, Lucas Gortazar y Eva Flavia citaban la investigación de Ronfeldt, Farmer, McQueen y Grissom en la que claramente se mostraba tanto una correlación entre los resultados de los alumnos y el trabajo en equipo entre docentes, como las ganancias individuales en terminos de capacitación profesional de los docentes que colaboran entre ellos:
“Cada maestro individual gana conocimientos cuando estableve relaciones de colaboración con sus colegas sobre la enseñanza, lo que mejora su desempeño individual”
“Además de ser bueno para los maestros, nuestros resultados también sugieren que la colaboración beneficia a los estudiantes. Los resultados de aprendizaje de los estudiantes son mayores en las escuelas con entornos colaborativos más fuertes y en las aulas de maestros que son más colaboradores.” (Ronfeldt, Farmer, McQueen y Grissom)
Reprofesionalizar la docencia pasa, en definitiva, por hacer una apuesta decidida por mejorar la colaboración entre docentes, aumentando su capital profesional. Lo que pasa por aumentar el capital profesional (humano, social y decisorio) de todos los docentes individualmente y del centro educativo colectivamente. Pasa por reconstruir las escuelas como comunidades profesionales de aprendizaje(Antonio Bolívar y Rosel Bolívar, 2016), por romper la habitual cultura individualista, el solipisismo docente y por promover, a cambio, la colegialidad, el asesoramiento entre docentes y el trabajo en colaboración como requisitos básicos para la mejora y el cambio educativo. Pasa por ser conscientes de que los grupos, los equipos y las comunidades son muchos más poderosos que los individuos cuando se trata de desarrollar capital humano. Pasa por crear una comunidad de docentes que discuta y desarrolle sus intenciones en conjunto, con tiempo, de modo de desarrollar un sentido común de misión en sus escuelas (Michael Fullan y Andy Hargreaves. La escuela que queremos. 1996. p.32). Pasa por hacer de las escuelas no sólo un lugar de aprendizaje para los alumnos, sino también un lugar de aprendizaje y desarrollo profesional para quienes en ella trabajan. Pasa por pensar “el centro como tarea colectiva, convirtiéndolo en el lugar donde se analiza, discute y decide, conjuntamente, sobre lo que pasa y lo que se quiere lograr” (Antonio Bolívar, 2000. Los centros escolares como comunidades).
Decir, por tanto, que el MIR educativo no es la solución, no es decir que no sea una buena idea. Una idea necesaria como hemos visto y habitual en numerosos países. Afirmar que ya tenemos los mejores docentes no significa que no necesitemos trabajar por incorporar a la docencia a los mejores, definiendo previamente las competencias necesarias para ser docente hoy y revisando en profundidad el sistema de acceso a la profesión tanto en la escuela pública (oposiciones) como en la privada. Tampoco significa que no debamos buscar soluciones a problemáticas crecientes como el desapego y el malestar docentes, el desequilibrio entre mujeres y hombres o el envejecimiento de las plantillas. Ni significa que no sea urgente mejorar profundamente la formación inicial (tanto el acceso a la misma, como su contenido y duración), ni que no tengamos que profundizar en un adecuado desarrollo profesional continuo del profesorado.
Todo esto es necesario (y urgente) sin duda, pero los cambios que necesitamos, como hemos visto, no pasan por estandarizar, fijar hasta el último detalle los currículums, aumentar las evaluaciones externas, apelar a la competencia entre escuelas como motor de mejora o presionar y responsabilizar a los docentes. No pasan por soluciones únicas.
“Debemos reconocer que los problemas del mundo —y en particular los relativos a la educación— son intrínsecamente complejos e interdependientes y que no admiten soluciones simplistas”. Ferrán Ruiz Tarragó (2018, 20 mayo). Tiempos postnormales
Pasan por construir una cultura escolar con normas y valores compartidos, donde se dé un diálogo reflexivo, la interdependencia, la práctica pública y el trabajo colaborativo entre los profesionales de la educación (Antonio Bolívar, Katia Caballero, Marina García-Garnica, 2017. Evaluación multidimensional del liderazgo pedagógico). Pasa por poner el foco en la profesionalización de la docencia, incrementando al mismo tiempo el capital profesional (humano, social y decisorio) de los docentes y de las escuelas y “estimulando que sean los propios centros los que lideren la mejora, a través del desarrollo de su capacidad interna plasmada en el incremento de su capital social, organizacional e intelectual” (Javier Murillo y Gabriela Krichesky, 2014).
La enseñanza no es un asunto técnico. Todo lo contrario. Es algo profundamente ligado a la acción y a la práctica. Es una práctica racional, reflexiva e intencional pero también subjetiva y altamente incierta. Requiere improvisación, conjetura, experimentación y valoración (Carlos Marcelo, 2001), cualidades muy alejadas de una concepción puramente técnica de la misma. Requiere, por parte de los profesionales, de una continua reflexión sobre, desde y en la práctica (Donald A. Schön. The reflective practitioner).
Tampoco es un asunto individual. Los informes internacionales vinculan resultados con las competencias del profesorado y específicamente con su formación, pero ignoran en muchos casos la responsabilidad de los contextos sociales y económicos, las condiciones de los alumnos, las condiciones de trabajo de los docentes, las dinámicas existentes dentro de las escuelas, las culturas profesionales predominantes o las cultura escolares.
Abordar los retos actuales de la educación escolar pasa por hacer una apuesta decidida por mejorar la colaboración entre docentes. Es cierto, como se sostienen desde el Foro de Sevilla, que “es necesario volver a poner de relieve el modelo de profesional docente ligado a un trabajo autónomo, reflexivo y comprometido, lejos de la figura de un aplicador de estándares y normas, sujeto a perfiles profesionales que no corresponden con el trabajo educativo”, pero sobre todo debemos trabajar por transformar la tradicional cultura individualista que aún impera en la mayoría de nuestros centros educativos por una cultura de la colegialidad y el apoyo mutuo. La colegialidad que necesitamos no es lo opuesto a la individualidad. Al contrrio, como hemos visto, es la mejor manera de aumentar las capacidades individuales de los docentes y poder romper el falso techo Mckinsey. Es, de hecho, la única manera de poder soportar y encarar la presión y las expectativas crecientes que soporta la educación y los docentes.
Ante los retos educativos de nuestro tiempo, es cada vez más importante romper el tradicional aislamiento del profesor en su aula, así como la separación entre la escuela y su entorno. Es necesario trabajar desde la formación inicial, los periodos de inserción profesional y el desarrollo profesional continuo por una cultura de la colaboración docente, el liderazgo distribuido, el trabajo en redes y la implicación de toda la comunidad.
La única manera de atender al reto de la diversidad es con diversidad. Una educación de calidad y adaptativa, no puede surgir de la simple suma de las decisiones de los docentes y otros profesionales, sino que requiere un proyecto educativo compartido que nos lleva al nivel y el ámbito del centro y a su proyecto. (Mariano Fernández Enguita. 2018). Tradicionalmente la escuela ha dado respuestas colectivas (iguales para todos) basadas en el trabajo individual de los docentes. Ahora debe dar respuestas individualizadas desde el trabajo colectivo de equipos docentes.
No hay manuales, ni cursillos cortos para ser un buen docente. No hay soluciones mágicas, ni caminos fáciles. Llegar a serlo es un proceso largo, complejo, altamente contextual, lleno de incertidumbre y conocimiento tácito. El tema es todo menos sencillo.
Termino citando una vez más a Javier Murillo y Gabriela Krichesky: “Si para cambiar hay que aprender a hacer las cosas de forma diferente, para mejorar es imprescindible una dosis de esperanza y optimismo. Los esfuerzos por innovar en la enseñanza no solo deben estar bien argumentados y fuertemente arraigados a los aprendizajes de los estudiantes, sino que además deben embeberse de una firme creencia de que es posible conseguir mejores escuelas para todos.”
Fuente: https://carlosmagro.wordpress.com/2018/03/31/el-mir-educativo-no-es-la-solucion-ya-tenemos-a-los-mejores-docentes/