La disputa por los derechos humanos por Carlos de la Rosa

Carlos de la Rosa de la Vega
Rebelión
El siguiente artículo es el texto de introducción del libro «Más allá de lo imposible. La dimensión política de los derechos humanos en el siglo XXI», publicado por la editorial Txalaparta, Navarra (España), en febrero de 2016.

Los derechos humanos son un campo de batalla. Sobre ellos se erigen los más diversos discursos destinados a legitimar posicionamientos ideológicos las más de las veces irreconciliables. Posturas enfrentadas disputan hacerse hegemónicas en terrenos comunes de lucha, institucionalizando así su visión del conflicto y sus propuestas concretas de resolución del mismo. Por lo general, en cualquier conflicto se remite a la observancia o inobservancia de los derechos humanos en una cadena de argumentaciones en espiral: en nombre de los derechos humanos se demonizan los sistemas políticos que dificultan el bienestar y la dignidad de su población (recordemos los casos de Irak, Libia o Ucrania); para hacer efectivos los derechos humanos en esos lugares se llevan a cabo invasiones militares que destruyen escuelas, iglesias, sistemas de comunicación, hospitales, carreteras, vidas, canales de abastecimiento de agua potable y electricidad (Libia, Irak, Ucrania); enarbolando esa misma bandera se denuncian las guerras y asesinatos que presuntamente solo buscaban ofrecer los beneficios de los propios derechos humanos a una población que, en muchos casos, ya no existe (Irak, Ucrania, Libia).

Algo similar ocurre con el aborto. Basándose en la legitimidad que les otorgan los derechos humanos, reivindican muchas mujeres su derecho a la interrupción voluntaria del embarazo; su poder de elegir sobre su propio cuerpo y sobre su destino sin imposición ajena, su derecho a escapar de la precarización en la que vivirían ella y su criatura al no disponer de los recursos económicos o de cuidado suficiente para hacer de esas dos vidas (la suya y la de su criatura) unas dignas de ser vividas. También en nombre de los derechos humanos muchos reivindican el derecho del no nacido a la vida, tal cual lo tuvo su madre al nacer, ya sea desde enfoques teológicos (solo Dios da y quita la vida), ya desde posicionamientos de inclusión familista (también los hombres-padres deberían poder decidir) y hasta colectivistas (la decisión de abortar o parir no debe recaer en la madre, ni siquiera en la madre y el padre, sino en la sociedad en su conjunto, que es la que en última instancia crea las condiciones estructurales para el sustento de la criatura en el futuro). La misma lógica argumentativa siguen las discusiones en torno a la eutanasia, por ejemplo, o sobre la idoneidad o peligrosidad de llevar a cabo políticas de desarrollo económico en el corto y largo plazo.

Si esto es posible, si un solo puñado de leyes agrupadas puede ser el centro de conflictos y debates tan amplios, de intereses y planteamientos nacidos en cualquier lugar del mundo y aplicados en el otro extremo del globo, es porque la Declaración Universal de los Derechos Humanos es la primera constitución de la historia que nace con la pretensión explícita de abarcar a toda la humanidad. Antes de 1948, cientos son los intentos de establecer unas pautas de convivencia en base a la coexistencia pacífica y alejadas de la imprevisibilidad de las reacciones por parte de las personas o grupos dirigentes. Desde el Código de Hammurabi (siglo XVII a.C.) hasta el Cilindro de Ciro en Babilonia (539 a.C.), pasando por las leyes de Solón y Dracón en la Atenas del siglo VII a.C., las XII Tablas romanas del siglo V a.C. e incluso la carta del imperio Malí, leída en el siglo XIII en el África occidental, muchas son las leyes que pueden considerarse actualmente como precursoras de los derechos humanos. Pero si estas normas fueron proclamadas para regir la convivencia en un territorio y población concreta, la Declaración Universal de los Derechos Humanos nace con la pretensión explícita de regir las relaciones sociales de cualquier grupo humano a lo largo y ancho del mundo, sea cual sea su lugar de nacimiento y residencia. Su finalidad es inclusiva e inmortal: su propósito es servir a todos, a todas, y para siempre.

Esta concepción universalista de los derechos humanos fue recogida y plasmada por el jurista francés y Premio Nobel de la Paz en 1968 René Cassin, quien en los debates de la Comisión de redacción de la Declaración consiguió que ésta fuera adjetivada como universal (Mestre Chust, 2007). Y esto porque frente a lo universal, lo internacional lo componen los estados y otros actores de la escena política global, como las empresas transnacionales o los organismos supraestatales (Unión Europea, OTAN, etc.). En el caso de haber sido proclamada una Declaración internacional, sería a estos actores globales a los que irían destinados los derechos humanos. Estos serían los encargados de administrarlos y fiscalizarlos, poniendo trabas, facilidades, ralentizando su aplicación o imponiéndolos por la fuerza de manera rutinaria. Y ello debido a que desde esta perspectiva lo internacional es un concepto temporal, coyuntural, casi anecdótico. En la práctica, según el posicionamiento de partida de René Cassin, unos países serían más garantes que otros en la administración de estos derechos. Algunas zonas del planeta quedarían huérfanas de este bien, mientras que en otras podría ser gestionado como un mero servicio de lujo. Los derechos humanos podrían ser intercambiados, vendidos, suspendidos. Al calificarla de universal, la Declaración postuló que ninguna persona puede ser separada de estos derechos, y que su titularidad es directa, no derivada, sin intermediarios. Aunque la práctica dicte una realidad bien distinta, teóricamente no son los estados o alguna empresa petrolera quien tiene la capacidad de administrar los derechos humanos como si fueran impuestos, avena o gas. Esto se debe a que en este marco lo internacional hace referencia al aspecto jurídico-gubernamental como el predominante en el juego de la política, realizada desde posiciones diferentes y tendentes tanto a la colaboración como al conflicto. Lo universal, en cambio, se relaciona con una ausencia de conflicto que abarca la dimensión jurídico-gubernamental como una más de las que componen el mundo de las relaciones humanas. Lo internacional, dicho de otra manera, desde esta perspectiva, es un espacio demasiado mundano: remite a lo cultural, a lo temporal, a lo que está sujeto al cambio. Lo universal es, sin embargo, una dimensión de lo real ni siquiera exclusivamente humana. El concepto de universalidad remite a todo lo abarcable, a lo inmutable, a lo estable, lo que permanece. Remite –y aquí radica parte de su gran importancia- tanto a todo lo existente (como la naturaleza, y su degeneración: el medio ambiente) como a lo no existente aún (las generaciones venideras).

Por eso la Declaración Universal pretende presentarse al mundo sin sujeción a uno u otro credo. No es apolítica, pero intenta no estar ligada a las particularidades de una moda o una forma política concreta; se presenta como universal porque las abarca a todas, por encima y entre los actores políticos: engloba a toda la humanidad y de manera directa, sin intermediación posible. De esta manera desde el enfoque universalista, los actuales derechos humanos y su plasmación final en la Declaración Universal de 1948 no hacen más que recoger una herencia de milenios en busca de la armoniosa convivencia humana que puede ser rastreada a lo largo de la historia del pensamiento, desde las principales religiones monoteístas hasta el humanismo filosófico desarrollado en el último siglo, pasando por la moral confuciana y el ateísmo militante. Como consecuencia, los derechos humanos, al hacerse universales, pertenecen, de facto, a toda persona, toda institución, toda cultura y toda sociedad, en cualquier lugar y momento histórico: es, como se ha dicho antes, de todo ser humano y para siempre.

Sin embargo, en los últimos años esta concepción de los derechos humanos ha sido fuertemente cuestionada. Por un lado, se ha puesto en entredicho el pretendido carácter inalienable de los derechos humanos: de ser así, no habría necesidad alguna de que estos tuvieran que ser defendidos, reivindicados, conseguidos y ratificados por multitud de convenciones internacionales y prácticas sociales. Además, si estos derechos perteneciesen de manera innata a toda persona, fuera cual fuera su origen y situación étnica, geográfica, laboral, etc., no podría llevarse a cabo acción alguna que tuviese como consecuencia pretendida o inesperada el daño de los derechos humanos de grandes grupos de población sin que ésta fuese duramente castigada. Algo que, conocemos, no ocurre. Más humildemente, parece que lo que se nos ofrece no es la indiscutible titularidad de los derechos humanos por el mero hecho de haber nacido, sino la posibilidad de su disfrute, y que no es más –ni menos- que esta posibilidad la que aparece recogida en la ingente literatura sobre el tema, como una hoja de ruta a realizar.

Por ello se suele diferenciar entre la dimensión formal de los derechos humanos, aquella que queda recogida en la Declaración de 1948 y en las sucesivas convenciones firmadas hasta nuestros días, y la dimensión material de los mismos, pretendiendo así mostrar el amplio espacio existente entre el reconocimiento legal de los derechos y el acceso real a unos recursos –los propios derechos humanos, esta vez materializados- por parte de grupos sociales las más de las veces ajenos a los procesos de reparto y adquisición de los mismos. Así es cómo desde un segundo enfoque –que podríamos denominar materialismo cultural, pues pone el énfasis en la contextualización particular en la que nacen y se desenvuelven los derechos humanos- se critica la perspectiva universalista por presentar unos derechos humanos desterritorializados, fuera, por encima y previos al mundo en el que se aplican, casi ajenos a él, al tiempo que alerta del carácter eminentemente político de los mismos, «inmersos en relaciones de poder que funcionan oprimiendo, explotando y excluyendo a muchos colectivos de personas que exigen vivir dignamente» (Herrera Flores, 2005). Desde esta perspectiva se definen los derechos humanos no como las frutas a recoger del árbol del sistema, ni como el reguero que deja a la población una estructura jurídica e institucional supranacional a través de un mecanismo de goteo siempre previsiblemente insuficiente. Por el contrario, culturalmente los derechos humanos son definidos como los espacios y las prácticas de encuentro, interacción, conflicto y (des)acuerdo donde se dan las condiciones de su desarrollo. Es decir, como los recursos con los que se construyen las bases del bienestar y la convivencia humana -valores, normas, instituciones- a la vez que como las prácticas sociales que posibilitan la existencia de esos recursos (Herrera Flores, 2000).

Desde esta perspectiva, que creemos necesario hacer nuestra, las prácticas sociales son configuradoras de derechos humanos cuando responden a la necesidad de defenderse de un contexto o elemento del mismo tendente al daño sistemático de las condiciones de vida de una población dada, o cuando están orientadas al nacimiento de una nueva contextualización de las relaciones de poder más justa e igualitaria. En este sentido, las prácticas constitutivas de derechos humanos se articulan en base a dos momentos, ya se den éstas de manera consecutiva, alternativa, excluyente o paralela.

El primer momento, con un carácter eminentemente reactivo, es el que se caracteriza por la defensa y mantenimiento de los cauces de humanización frente a una situación significada como dañina. En este momento los derechos humanos son conformados en base a un conjunto de prácticas sociales, simbólicas, culturales e institucionales «que reaccionan contra los excesos de cualquier tipo de poder y en donde se impide a los seres humanos constituirse como sujetos» (Sánchez Rubio, 2007). Es, pues, en este momento, el establecimiento de unas líneas rojas lo que nos da el sentido de la civilización: más allá de las cuales se encuentra la barbarie, el salvajismo; más acá la convivencia pautada. En la distancia o confusión de ambos espacios, nuestra suerte.

Pero como se muestra en las páginas que recorren este libro a través de sus respectivos artículos, son también constitutivas de derechos humanos aquellas prácticas que establecen una nueva realidad, abriendo espacios de disputa y emancipación inexistentes previamente. Este es el momento positivo, propositivo de los derechos humanos, de creación de contextos imprevistos con anterioridad a través de las diferentes prácticas de interacción social. Aquí los derechos humanos actúan como medios «discursivos, expresivos y normativos que pugnan por reinsertar a los seres humanos en el circuito de reproducción y mantenimiento de la vida, permitiéndonos abrir espacios de lucha y de reivindicación» (Herrera Flores, 2000). Cada vez que en cualquier contexto cultural «se articulen e institucionalicen determinadas reivindicaciones sociales y aparezcan distintos procesos de lucha con particulares concepciones acerca de lo que es digno, teniendo en cuenta las condiciones que posibilitan la existencia de los sujetos participantes y afectados, se están cimentando las bases para establecer ámbitos de juntura con los que contribuir en la construcción dinámica, conflictiva y constante» (Sánchez Rubio, 2007) de una lógica de convivencia inclusiva y plural, sin excepciones. En este mismo sentido la propia Declaración Universal de 1948, en su artículo 28 reconoce la necesidad de creación de un orden social e internacional que haga plenamente efectivos los derechos humanos.

Poco atractivo tienen para nosotros unos derechos que, como regalo embaucador de la historia, nos inmovilizan en el disfrute de su mera posesión. Pero el carácter universalista de los mismos nos ofrece un espacio de pertenencia, de salvaguarda de los logros conseguidos y de puesta en común de los nuevos descubrimientos al que sería estúpido renunciar. Son y se abren y materializan los derechos humanos en todas aquellas luchas defensivas y acciones considerativas de nueva realidad que puedan llevar dentro de sí una dimensión universal. Aquello que realizándose en un lugar y contexto concreto contenga la capacidad de trascender y ser parte de una idea más amplia y útil para cualquiera en cualquier punto del planeta y en cualquier época, precisamente considerando las distancias de género, nacionalidad, clase social y otras.

Por desgracia, en la actualidad los derechos humanos rigen mayoritariamente las cosas mínimas, concretas y sectoriales, las políticas, mientras que los grandes asuntos, la política, siguen dando la espalda al respeto de las poblaciones sobre las que se dirigen. Las líneas directrices de la política van, claramente, contra las políticas, muchas veces aplicadas por los mismos actores nacionales e internacionales. Por paradójico que parezca, junto con el crecimiento cada vez mayor de legislación vigente en materia de derechos humanos, tanto en lo interno de los países como por parte de organismos internacionales, existe una mayor situación de violación estructural de estos derechos sufrida por las grandes mayorías (Oraa, Marzal, 2000). Helio Gallardo demanda nuestra atención cuando recuerda que la mayor parte de los estados expresan una voluntad generalizada de reproducir prácticas de dominio y discriminación, y que ninguno de ellos tiene a la humanidad como proyecto a realizar. Por el contrario, las razones de estado priorizan los intereses del capital, de la propiedad y de la acumulación (Gallardo, 2007). Identificar a la humanidad con la centralidad de la dimensión política de los derechos humanos obligaría a la creación de espacios de encuentro orientados al disfrute de las mismas condiciones sociales, económicas, políticas y culturales por parte de todos los actores en juego; conllevaría la responsabilidad de reconstituir las relaciones de poder en base al empoderamiento de los que han sido colocados en posiciones subordinadas en «los procesos de división social, sexual, étnica y territorial del hacer humano», con la finalidad de alcanzar «el grado necesario de autoridad para comenzar a dialogar en régimen de igualdad sustancial» (Herrera Flores, 2005).

Los derechos humanos se nos descubren con la capacidad de poder trasladar el foco del protagonismo político del sujeto-ciudadano (que puede ser individual o colectivo, en la abstracción de ciudadanía, pero que siempre prevé la exclusión: menores de edad, extranjeros, desempleadas, reclusos, desposeídas, analfabetas, minorías étnicas, desinformados quedan irremediablemente fuera de la arena política, zarandeados como muñecos de peluche por los acontecimientos históricos y económicos como en las tragedias griegas lo serían por el Destino) al sujeto-pueblo, e incluso al sujeto-humanidad transfronterizo, igualmente abstracto, pero que es siempre y en todo momento un actor colectivo, que une a cada individuo con la suerte de todo el género humano, y viceversa, y que hace saltar por los aires los procesos de inclusión social selectiva en los beneficios del sistema, tan característicos de la clase media occidental, mundialmente privilegiada. Este hecho puede hacernos pasar de la soberanía delegada (propia del modelo liberal de democracia) a la soberanía participada, en un diálogo de igual a igual entre las distintas partes implicadas. Este cambio, crucial, en el peor de los casos relocaliza el centro operativo de los derechos humanos de occidente a todo espacio geo-político establecido al margen del discurso de la Modernidad: de Europa y Norteamérica a Asia, Latinoamérica, Oceanía y África; del Norte al Sur, de la minoría a la mayoría. En el mejor de los casos establece un diálogo entre iguales a través de una relocalización policéntrica: el norte con el sur, la minoría con la mayoría.

Si durante los siglos XV al XIX los intereses patriarcales del capital hicieron necesario cubrir las relaciones sociales de todo el mundo bajo el manto aparentemente irrefutable del dominio y la explotación, los últimos cien años se están caracterizando por la multiplicidad de respuestas emanadas de los propios contextos sufrientes. Estas prácticas, tanto reactivas como constitutivas de nueva realidad, ofrecen una uniformidad de propósitos caracterizada por la diversidad que adquieren en su ejecución, adaptadas a cada realidad concreta. Como ha destacado el profesor Herrera Flores, «a diferencia de las luchas burguesas que enmascaraban sus intereses bajo la abstracción del bien común, como si su acción fuera la única racional y sus fundamentos lo universal (a priori), las luchas del siglo XXI no tienen esa vocación universalista a priori, ni enmascaran sus reivindicaciones bajo una crema humanista esencialista y abstracta. Son luchas que plantean acciones, reivindicaciones y manifestaciones de resistencia parciales y particulares. Pero lo hacen como momentos de una lucha más general dirigida a cambiar las condiciones de estar en el mundo (universalismo a posteriori)» (Herrera Flores, 2005). Dicho de otra manera, los mismos intereses que basaron su expansión en la explotación y el dominio de la mayor parte de la población mundial, dentro y fuera de occidente, están posibilitando ahora, en respuesta no prevista ni deseada por ellos, la construcción de una realidad común basada en los derechos humanos posicionando a la humanidad en el centro de los procesos de transformación.

La tendencia a significar el conflicto y la disputa como una anomalía a evitar, lejos de presentar un posicionamiento de inocencia, busca naturalizar unas relaciones de distribución del poder dadas, independientemente de la legitimidad, validez o utilidad social de estas. La tentación autoritaria de hacer pasar por naturales decisiones o situaciones que responden a preferencias políticas, a intereses particulares, negando así la conflictividad propia de las relaciones sociales en un marco de dominio y discriminación es, muy al contrario de su apariencia pacificadora, una forma extrema de violencia. La preferencia al cierre de lo posible con la llave de lo existente pretende neutralizar cualquier posibilidad de apertura al cambio y la mejoría. La dimensión política de los derechos humanos reconoce como legítimas las dinámicas de encuentro, interacción, conflicto y (des)acuerdo, en tanto que propias de cualquier proceso de humanización constituyentes de la vida social. Por eso considerar la dimensión política de los derechos humanos supone abrazar como sujetos de pleno derecho a los capaces de contribuir a la creación de contextos que vayan más allá de los marcos de referencia propios de un sistema atrincherado en sí mismo y cerrado al cambio. A aquellos con cuyas prácticas estén contribuyendo a la elaboración de una experiencia común de liberación y mejora de las condiciones de vida aplicable más allá de los estrechos límites de su cotidianidad, universalizando de esta manera su ámbito de intervención.

Por paradójico que parezca, la historia de la humanidad se ha construido en base a imposibles. Imposibles que han acabado por imponerse como la más razonable e ineludible de las realidades. Aquello que se nos presenta como inalcanzable un día nos enviste al siguiente con la brutalidad de lo inevitable. Lo hemos aprendido. Por ello cumpliremos nuestro propósito si en las páginas que siguen conseguimos presentar un puñado de imposibles, es decir, de inevitables a través de los cuales nos permitamos a nosotros mismos abrir nuevos mundos de posibilidad. Colocando en el centro de este proceso el desarrollo de la humanidad, a lo largo de estas páginas abordaremos los derechos humanos como proyecto político a realizar, cuyo universo son las diferentes realidades y prismas de las que se componen los procesos de creación de dignidad a largo de todo el mundo.

BIBLIOGRAFÍA

Herrera Flores, J. (ed.), El vuelo de Anteo. Derechos humanos y crítica de la razón liberal, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2000.

Herrera Flores, J., Los derechos humanos como productos culturales. Crítica del humanismo abstracto, Catarata, Madrid, 2005.

Marzal, A. (ed.), Los derechos humanos en el mundo, J.M.Bosch/ESADE, Barcelona, 2000.

Mestre Chust, J.V., Los derechos humanos, UOC, Barcelona, 2007.

Sánchez Rubio, D., Repensar derechos humanos, Editorial MAD, Sevilla, 2007.

Fuente:

http://www.rebelion.org/noticia.php?id=209188

Fuente imagen:

https://lh3.googleusercontent.com/4u-NHUI4yVbYDd2G-RY7L1gq5IleGJFVkWOi3Od4W0BiyozqwGcSazsavM5A37CGhJsQ=s85

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Por una Argentina sin presos políticos Libertad inmediata de Milagro Sala

América del Sur /Argentina/Diciembre 2016/ Rebelión/

Los abajo firmantes, escritores, científicos, artistas, reclamamos la inmediata liberación de Milagro Sala, detenida con prisión preventiva desde hace casi un año.

La cruel prolongación de su encarcelamiento, que desde el principio fue arbitrario y estuvo viciado de intencionalidad política, se revela cada vez con más nitidez como una forma de escarmentar, desarticular e intimidar a todo movimiento o manifestación popular, existente o por existir. Incluso la ONU, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y otros organismos internacionales han reclamado con firmeza que se la libere de inmediato.

No pedimos para Milagro Sala ni más ni menos que el mismo trato que corresponde a cualquier otra persona imputada por un supuesto delito: que pueda esperar en libertad un proceso imparcial y justo, con todas las garantías constitucionales. Recordamos, para que se use la misma vara, que cuando Macri era jefe de gobierno, a pesar de estar procesado, siguió ejerciendo en plena libertad sus funciones.

Rechazamos a la vez de plano la respuesta irresponsable del presidente al pedido de liberación de la ONU -que es de carácter obligatorio- y en particular su patético intento de excusa: “la mayoría de la gente piensa que Milagro Sala cometió delitos”. Una frase que resuena peligrosamente cercana al no tan antiguo “por algo será” y que intenta confundir la justicia con una sensación térmica o una cuestión de encuestas.

No dejemos que las injusticias se naturalicen con el silencio, la indiferencia y el paso del tiempo: LIBERTAD DE MILAGRO SALA YA.

Firman:

Guillermo Martínez, Elsa Drucaroff, Alejandro Horowicz, Roman Setton, Diego Golombek, Mempo Giardinelli, Adrián Paenza, Alberto Kornblihtt, Alberto Rojo, Juan Forn, Guillermo Saccomano, Fernanda García Lao, Ana María Shúa, Liliana Heker, Luis Sagasti, Diego Rojas y muchos más…

Para añadir tu firma: envianos tu nombre con la aclaración de tu disciplina a liberaciondemilagrosala@gmail.com

Fuente:

http://www.rebelion.org/noticia.php?id=220324&titular=libertad-inmediata-de-milagro-sala-

Fuente Imagen

: https://lh3.googleusercontent.com/jr0Qite5qwIKwFw0cRUvLc6A29bRwO6zeEJqjsal-2NPyNNw76u5Gb0o9NQPNEHlq8pJk5s=s85

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La educación que queremos

Por: Carlos de la Rosa de la Vega

Podemos identificar un acuerdo esencial en torno a la educación que se repite invariablemente a lo largo de la historia de la humanidad: este principio es el que postula que la finalidad última y más importante de la experiencia educativa es la felicidad del ser humano. Encontramos un segundo principio fundamental en la comprensión de que es imposible adquirir la felicidad mediante el divorcio de los elementos de la naturaleza humana, esto es: su dimensión biológica y su dimensión metafísica, su dimensión social y su dimensión psicológica, su dimensión individual y su dimensión colectiva. Por el contrario, el acercamiento a la felicidad amerita de la comprensión del ser humano como ente unitario donde todas las dimensiones confluyen y a la vez son originarias de un mismo y solo ser. La educación es, por tanto, el conjunto de actividades destinadas a dotar al ser humano de integridad, favoreciendo reconocerse tal cual es, mediante la comunión de todos los elementos de su naturaleza. Acompañar a cada persona a alcanzar el más alto grado de plenitud y coherencia interna consigo mismo y su entorno es la razón primordial de la educación.

Pero esta visión canónica sobre el papel que la educación debe representar en la vida de los individuos y las sociedades no estuvo nunca exenta de embestidas. Como siempre ocurre y prevemos casi nunca, se comieron las crecidas lo ya arado. Desde hace algunos años el Ministerio de Educación de la República Dominicana viene implementando una reforma educativa que pone el centro de interés en la adquisición de competencias, destrezas y habilidades por parte del alumnado. En defensa de este nuevo rumbo educativo se argumenta que el objetivo principal de la educación es preparar a los jóvenes para el mundo de hoy, dominado por la constante renovación de las nuevas tecnologías y la multiplicidad inabarcable de medios por los que el estudiantado puede adquirir sus conocimientos. En la actualidad importa menos asimilar una serie de conocimientos ya recogidos en multitud de registros y monografías y más ser capaz de identificar y manejar los espacios en los que esos conocimientos están contenidos.

Centrar la experiencia educativa en estas tres características (competencias, destrezas y habilidades) es, por fuerza, no centrarla en la obtención de sabiduría (que no es sinónimo de conocimiento) mediante el aprendizaje teórico-práctico de la porción de verdad históricamente conquistada a través de la contemplación, la experimentación y las vivencias individuales y colectivas. Orientar el proceso de aprendizaje hacia el cómo y el dónde (preocupación porque los jóvenes adquieran destreza y habilidad en el uso de las tecnologías de la Era Digital, por ejemplo) desorienta la finalidad, el qué y el para qué de ese mismo aprendizaje: comprender y aprender la vida como medio para alcanzar la felicidad. Apostar por la adquisición de competencias por parte del alumnado como índice de validez del proceso educativo es confundir los medios (cómo y dónde) con los fines (qué y para qué).

De cualquier modo, los funcionarios del MINERD no pueden adjudicarse la autoría de esta desafortunada intención. La idea no es del todo nueva. El nuevo paradigma educativo tiene su origen en Europa (Declaración de Bolonia, 1999) y el orbe occidental (Proyecto Tuning, 2001), siempre con el apoyo y patronazgo de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y el Fondo Monetario Internacional, instituciones ambas entre cuyos aportes y atributos más conocidos no se encuentran el desinterés económico y la inocencia. A las instituciones dominicanas estas premisas llegan a través del Alfa Tuning América Latina (2004-2013), apéndice del anterior aplicado al contexto latinoamericano.

Digámoslo ya: el interés por dotar de competencias, destrezas y habilidades a un grupo de personas es una preocupación endógena del quehacer empresarial. Hasta comprensible si calculamos las necesidades que aprisionan el mercado, destinado al intercambio de bienes, productos y servicios en forma de mercancías más o menos elaboradas y, en su versión capitalista, orientado no sólo al intercambio sino también al aumento ininterrumpido de los beneficios materiales. Con trabajadores competentes en su función, eficaces y eficientes es como aumenta la tasa de ganancia. Las pretéritas rencillas de clase, género y raza pasaron a un segundo plano ante la coaligante necesidad de la producción. Las esfinges del desarrollo y el crecimiento económico marcan el inequívoco camino de la victoria. Escepticismos aparte, la Historia es la historia de la economía. Pero los propósitos y las particularidades que rigen la educación y el mercado no pueden ser nunca las mismas. Establecer los parámetros de medición y validez del ámbito empresarial en el proceso educativo es errar de manera garrafal, y si disparatado nos parecería pagar por unos zapatos sólo el precio de los cordones o determinar si vuelan o no las aves mediante la observación de un kiwi neozelandés, de igual modo es un enorme sinsentido interpretar y organizar el todo educativo (el aprendizaje de la vida y la felicidad) con las categorías de sólo una parte (las dinámicas económicas de la sociedad).

Junto a la identificación del proceso de aprendizaje con los sistemas de medición y las necesidades autóctonas de la economía privada, actúa un segundo condicionante desvirtuador del horizonte fundamental de la educación.

A lo largo del camino de su existencia el ser humano ha transformado su realidad circundante para dotarse de herramientas artificiales en las que apoyar sus esfuerzos por conseguir determinados propósitos. Es decir, para hacer su vida más fácil, las personas siempre han creado cosas, objetos, instrumentos. Así hicimos con la madera de los árboles ingeniería náutica y arquitectura; con la piedra de las montañas urbanismo y armamentística. El hecho vuelve a adquirir, en fechas cercanas, rango universal con la Revolución Industrial y el posterior desarrollo de la técnica y la tecnología durante los siglos XIX y XX. Es lo que se ha llamado Razón práctica o instrumental: esta capacidad innata nuestra para utilizar los elementos que encontramos a nuestro alrededor y convertirlos en cosas, artefactos, herramientas que nos ayuden a conseguir propósitos ulteriores. La utilidad era y es el principal requisito exigido a cualquier tipo de instrumento nacido del ingenio humano, y si en aquella época y ahora algo se populariza y tiene un papel funcional en la vida de la sociedad, es por haber logrado este principal objetivo de ser útil en nuestra cotidianeidad. La llave con la que abrimos la puerta de casa, la forma y funcionamiento de los aviones y hasta el idioma que usamos para pensar y relacionarnos con el resto de la sociedad permanecen con nosotros, son usados cada día y no han sido desechados todavía por la única razón de que nos son útiles para aquello que necesitamos: abrir y cerrar puertas, desplazarnos, comunicarnos. Son nuestros útiles, que usamos aquí y allá. Estos objetos, estos instrumentos, estas cosas serán reemplazadas por otras nuevas en las que encontremos mayor utilidad.

Pero así como la estructura de una escalera nos permite igual subir que bajar por ella, la capacidad práctica y transformativa de nuestra inteligencia permite suavizar las durezas de la existencia facilitándonos la vida, al tiempo que nos arrastra a la peligrosa paradoja de quedar atrapados en las necesidades y posibilidades, pensadas o imprevistas, de nuestros propias creaciones: no ideamos carros para que nos siniestraran ni celulares para que nos incomunicaran, pero la realidad es bien otra. La vara de mando empezó a gobernarnos a nosotros, y a fuerza de ahondar en la confusión encontramos en su figura esbelta y segura nuestra mejor versión. De repente, la identificación con las características del producto de nuestra imaginación fue tal, que un día nos despertamos y descubrimos que no sólo los instrumentos a los que habíamos dado vida, sino nosotros mismos procesábamos información, nos frizábamos y chapeábamos.

Realizar competentemente la actividad para la que fueron creados y llevar a cabo dicha actividad con premura, habilidad, eficacia, destreza y provecho: tal es la exigencia con que impregnamos a los objetos de nuestra invención, a los utensilios, a las cosas. Las nociones de competencia, habilidad y destreza nos conducen inexorablemente al ámbito de lo útil. Una persona que no adquiera ciertas competencias a la edad cronológica prefijada, ni sea habilidosa ni se maneje con destreza o agilidad caerá en el terreno de lo inútil, inútil ella también. Pedir no sólo que los procesos de aprendizaje sean útiles (como si pudieran no serlo) sino que lo sea el propio estudiantado mediante la adquisición y evaluación de sus méritos por medio de unas determinadas competencias, destrezas y habilidades supone instrumentalizar y cosificar al ser humano equiparando el valor de una persona a su utilidad, es decir, poner a trabajar a la educación al servicio de la deshumanización e instrumentalización del ser humano. Exigir a las personas aquellos atributos que siempre habíamos requerido a las cosas – competencias, destrezas, habilidades – es una obviedad incomprensible antes de 1973 (imposición de la corriente económica capitalista neoliberal en Chile con el dictador Augusto Pinochet, y posteriormente en EEUU con Ronald Reagan y el Reino Unido de Margaret Thatcher), pues hasta ese momento y en extrema normalidad estos requerimientos se mantuvieron soterrados dentro del ámbito específico de la industria, el ejército y la acción médica. Otorgar valor y legitimidad al proceso de aprendizaje según parámetros propios del mundo de la técnica y del mercado manifiesta confundir los medios, estructuras y herramientas creadas por el ser humano con la finalidad con que fueron creados: ser útiles a la actividad humana.

Ni somos ingenuos ni se nos muestra casual la irrupción en los planes de estudio de materias instrumentales, vehiculares de conocimientos (informática y el idioma inglés principalmente, ambos requisitos –canales- indispensables para el buen desenvolvimiento en las relaciones mercantiles y económicas del “mundo de hoy en día”) en el espacio educativo que antes ocupaba, por ejemplo, el inútil y nada lucrativo ejercicio de la filosofía, la apreciación del arte y el cultivo de la espiritualidad. Una vez más, la confusión entre los medios (los cómos, los dóndes) y los fines (la sabiduría como vía a la felicidad) conlleva consecuencias desastrosas para la educación.

O la moral ha hecho a toda persona un fin en sí mismo o nos ha convertido en instrumento al servicio de las prioridades empresariales y de la ciencia tecnológica. Introducir exigencias competenciales en la práctica educativa supone desvirtuar la finalidad simple y clara de toda educación: acompañar a cada persona en su camino hacia la felicidad mediante la armonización de los componentes de su naturaleza, previniendo la ignorancia y el desajuste entre estos elementos congénitos a nuestra realidad.

Disponible en la url: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=220242

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