Por: Carlos de la Rosa de la Vega
Podemos identificar un acuerdo esencial en torno a la educación que se repite invariablemente a lo largo de la historia de la humanidad: este principio es el que postula que la finalidad última y más importante de la experiencia educativa es la felicidad del ser humano. Encontramos un segundo principio fundamental en la comprensión de que es imposible adquirir la felicidad mediante el divorcio de los elementos de la naturaleza humana, esto es: su dimensión biológica y su dimensión metafísica, su dimensión social y su dimensión psicológica, su dimensión individual y su dimensión colectiva. Por el contrario, el acercamiento a la felicidad amerita de la comprensión del ser humano como ente unitario donde todas las dimensiones confluyen y a la vez son originarias de un mismo y solo ser. La educación es, por tanto, el conjunto de actividades destinadas a dotar al ser humano de integridad, favoreciendo reconocerse tal cual es, mediante la comunión de todos los elementos de su naturaleza. Acompañar a cada persona a alcanzar el más alto grado de plenitud y coherencia interna consigo mismo y su entorno es la razón primordial de la educación.
Pero esta visión canónica sobre el papel que la educación debe representar en la vida de los individuos y las sociedades no estuvo nunca exenta de embestidas. Como siempre ocurre y prevemos casi nunca, se comieron las crecidas lo ya arado. Desde hace algunos años el Ministerio de Educación de la República Dominicana viene implementando una reforma educativa que pone el centro de interés en la adquisición de competencias, destrezas y habilidades por parte del alumnado. En defensa de este nuevo rumbo educativo se argumenta que el objetivo principal de la educación es preparar a los jóvenes para el mundo de hoy, dominado por la constante renovación de las nuevas tecnologías y la multiplicidad inabarcable de medios por los que el estudiantado puede adquirir sus conocimientos. En la actualidad importa menos asimilar una serie de conocimientos ya recogidos en multitud de registros y monografías y más ser capaz de identificar y manejar los espacios en los que esos conocimientos están contenidos.
Centrar la experiencia educativa en estas tres características (competencias, destrezas y habilidades) es, por fuerza, no centrarla en la obtención de sabiduría (que no es sinónimo de conocimiento) mediante el aprendizaje teórico-práctico de la porción de verdad históricamente conquistada a través de la contemplación, la experimentación y las vivencias individuales y colectivas. Orientar el proceso de aprendizaje hacia el cómo y el dónde (preocupación porque los jóvenes adquieran destreza y habilidad en el uso de las tecnologías de la Era Digital, por ejemplo) desorienta la finalidad, el qué y el para qué de ese mismo aprendizaje: comprender y aprender la vida como medio para alcanzar la felicidad. Apostar por la adquisición de competencias por parte del alumnado como índice de validez del proceso educativo es confundir los medios (cómo y dónde) con los fines (qué y para qué).
De cualquier modo, los funcionarios del MINERD no pueden adjudicarse la autoría de esta desafortunada intención. La idea no es del todo nueva. El nuevo paradigma educativo tiene su origen en Europa (Declaración de Bolonia, 1999) y el orbe occidental (Proyecto Tuning, 2001), siempre con el apoyo y patronazgo de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y el Fondo Monetario Internacional, instituciones ambas entre cuyos aportes y atributos más conocidos no se encuentran el desinterés económico y la inocencia. A las instituciones dominicanas estas premisas llegan a través del Alfa Tuning América Latina (2004-2013), apéndice del anterior aplicado al contexto latinoamericano.
Digámoslo ya: el interés por dotar de competencias, destrezas y habilidades a un grupo de personas es una preocupación endógena del quehacer empresarial. Hasta comprensible si calculamos las necesidades que aprisionan el mercado, destinado al intercambio de bienes, productos y servicios en forma de mercancías más o menos elaboradas y, en su versión capitalista, orientado no sólo al intercambio sino también al aumento ininterrumpido de los beneficios materiales. Con trabajadores competentes en su función, eficaces y eficientes es como aumenta la tasa de ganancia. Las pretéritas rencillas de clase, género y raza pasaron a un segundo plano ante la coaligante necesidad de la producción. Las esfinges del desarrollo y el crecimiento económico marcan el inequívoco camino de la victoria. Escepticismos aparte, la Historia es la historia de la economía. Pero los propósitos y las particularidades que rigen la educación y el mercado no pueden ser nunca las mismas. Establecer los parámetros de medición y validez del ámbito empresarial en el proceso educativo es errar de manera garrafal, y si disparatado nos parecería pagar por unos zapatos sólo el precio de los cordones o determinar si vuelan o no las aves mediante la observación de un kiwi neozelandés, de igual modo es un enorme sinsentido interpretar y organizar el todo educativo (el aprendizaje de la vida y la felicidad) con las categorías de sólo una parte (las dinámicas económicas de la sociedad).
Junto a la identificación del proceso de aprendizaje con los sistemas de medición y las necesidades autóctonas de la economía privada, actúa un segundo condicionante desvirtuador del horizonte fundamental de la educación.
A lo largo del camino de su existencia el ser humano ha transformado su realidad circundante para dotarse de herramientas artificiales en las que apoyar sus esfuerzos por conseguir determinados propósitos. Es decir, para hacer su vida más fácil, las personas siempre han creado cosas, objetos, instrumentos. Así hicimos con la madera de los árboles ingeniería náutica y arquitectura; con la piedra de las montañas urbanismo y armamentística. El hecho vuelve a adquirir, en fechas cercanas, rango universal con la Revolución Industrial y el posterior desarrollo de la técnica y la tecnología durante los siglos XIX y XX. Es lo que se ha llamado Razón práctica o instrumental: esta capacidad innata nuestra para utilizar los elementos que encontramos a nuestro alrededor y convertirlos en cosas, artefactos, herramientas que nos ayuden a conseguir propósitos ulteriores. La utilidad era y es el principal requisito exigido a cualquier tipo de instrumento nacido del ingenio humano, y si en aquella época y ahora algo se populariza y tiene un papel funcional en la vida de la sociedad, es por haber logrado este principal objetivo de ser útil en nuestra cotidianeidad. La llave con la que abrimos la puerta de casa, la forma y funcionamiento de los aviones y hasta el idioma que usamos para pensar y relacionarnos con el resto de la sociedad permanecen con nosotros, son usados cada día y no han sido desechados todavía por la única razón de que nos son útiles para aquello que necesitamos: abrir y cerrar puertas, desplazarnos, comunicarnos. Son nuestros útiles, que usamos aquí y allá. Estos objetos, estos instrumentos, estas cosas serán reemplazadas por otras nuevas en las que encontremos mayor utilidad.
Pero así como la estructura de una escalera nos permite igual subir que bajar por ella, la capacidad práctica y transformativa de nuestra inteligencia permite suavizar las durezas de la existencia facilitándonos la vida, al tiempo que nos arrastra a la peligrosa paradoja de quedar atrapados en las necesidades y posibilidades, pensadas o imprevistas, de nuestros propias creaciones: no ideamos carros para que nos siniestraran ni celulares para que nos incomunicaran, pero la realidad es bien otra. La vara de mando empezó a gobernarnos a nosotros, y a fuerza de ahondar en la confusión encontramos en su figura esbelta y segura nuestra mejor versión. De repente, la identificación con las características del producto de nuestra imaginación fue tal, que un día nos despertamos y descubrimos que no sólo los instrumentos a los que habíamos dado vida, sino nosotros mismos procesábamos información, nos frizábamos y chapeábamos.
Realizar competentemente la actividad para la que fueron creados y llevar a cabo dicha actividad con premura, habilidad, eficacia, destreza y provecho: tal es la exigencia con que impregnamos a los objetos de nuestra invención, a los utensilios, a las cosas. Las nociones de competencia, habilidad y destreza nos conducen inexorablemente al ámbito de lo útil. Una persona que no adquiera ciertas competencias a la edad cronológica prefijada, ni sea habilidosa ni se maneje con destreza o agilidad caerá en el terreno de lo inútil, inútil ella también. Pedir no sólo que los procesos de aprendizaje sean útiles (como si pudieran no serlo) sino que lo sea el propio estudiantado mediante la adquisición y evaluación de sus méritos por medio de unas determinadas competencias, destrezas y habilidades supone instrumentalizar y cosificar al ser humano equiparando el valor de una persona a su utilidad, es decir, poner a trabajar a la educación al servicio de la deshumanización e instrumentalización del ser humano. Exigir a las personas aquellos atributos que siempre habíamos requerido a las cosas – competencias, destrezas, habilidades – es una obviedad incomprensible antes de 1973 (imposición de la corriente económica capitalista neoliberal en Chile con el dictador Augusto Pinochet, y posteriormente en EEUU con Ronald Reagan y el Reino Unido de Margaret Thatcher), pues hasta ese momento y en extrema normalidad estos requerimientos se mantuvieron soterrados dentro del ámbito específico de la industria, el ejército y la acción médica. Otorgar valor y legitimidad al proceso de aprendizaje según parámetros propios del mundo de la técnica y del mercado manifiesta confundir los medios, estructuras y herramientas creadas por el ser humano con la finalidad con que fueron creados: ser útiles a la actividad humana.
Ni somos ingenuos ni se nos muestra casual la irrupción en los planes de estudio de materias instrumentales, vehiculares de conocimientos (informática y el idioma inglés principalmente, ambos requisitos –canales- indispensables para el buen desenvolvimiento en las relaciones mercantiles y económicas del “mundo de hoy en día”) en el espacio educativo que antes ocupaba, por ejemplo, el inútil y nada lucrativo ejercicio de la filosofía, la apreciación del arte y el cultivo de la espiritualidad. Una vez más, la confusión entre los medios (los cómos, los dóndes) y los fines (la sabiduría como vía a la felicidad) conlleva consecuencias desastrosas para la educación.
O la moral ha hecho a toda persona un fin en sí mismo o nos ha convertido en instrumento al servicio de las prioridades empresariales y de la ciencia tecnológica. Introducir exigencias competenciales en la práctica educativa supone desvirtuar la finalidad simple y clara de toda educación: acompañar a cada persona en su camino hacia la felicidad mediante la armonización de los componentes de su naturaleza, previniendo la ignorancia y el desajuste entre estos elementos congénitos a nuestra realidad.
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